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Fue como si hubieran dado un puntapié al avispero de la O.N.U. Los vidrios del palacio de vidrio temblaron hasta el último piso. El delegado de Pakistán estigmatizó en nombre de los niños que se morían de hambre el orgullo de los sabios que querían colocarse por encima de la humanidad, y no hacían más que excluirse. Habló de la «dictadura de los cerebros», declaró que era inadmisible, y pidió sanciones.
Después de un apasionado debate, la Asamblea votó el envío inmediato de un contingente de Cascos Azules al punto 612 para tomar posesión, en nombre de las naciones, de todo lo que allí se encontraba.
Dos horas más tarde, la antena de EPI 1 pedía y obtenía un corredor internacional. Todas las emisoras, privadas o nacionales, interrumpieron sus transmisiones para dar imágenes venidas del Polo. Fue la cara de Hoover la que apareció. El rostro de un hombre gordo, pronto a sonreír, cualquiera que fuese la emoción que trataba de expresar. Pero la gravedad de su mirada era tal que hizo olvidar sus mejillas rosadas y rubicundas y sus cabellos rojos peinados con los dedos. Dijo:
— Estamos emocionadísimos. Profundamente emocionados pero decididos.
Se dio vuelta hacia la derecha y la izquierda e hizo una señal.
La cámara retrocedió para permitir a los que se acercaban, de aparecer en la imagen. Era Leonova, Rochefoux, Shanga, Lao Tchang. Vinieron a colocarse al lado de Hoover, dándole la caución de su presencia. Y detrás de ellos la luz de los reflectores revelaba los rostros de los sabios de todas las asignaturas y todas las nacionalidades, que desde hacía meses luchaban con el hielo para arrancarle sus secretos. Hoover continuó:
— Ustedes ven, estamos todos aquí. Y todos decididos. No permitiremos jamás a las codicias particulares, nacionales o internacionales, de poner la mano sobre bienes de los cuales quizá depende la felicidad de los hombres de hoy y de mañana. De todos los hombres, y no solamente de algunos de tal o cual categoría.
No tenemos confianza en la O.N.U. No tenemos confianza en los Cascos Azules. Si desembarcan en 612, dejaremos caer la pila atómica en el Pozo, y lo haremos saltar…
Quedó un momento inmóvil, silencioso, para dejar a sus oyentes el tiempo de digerir la enormidad de la decisión tomada. Luego se eclipsó y dio la palabra a Leonova.
El mentón de ésta temblaba. Abrió la boca y no pudo hablar. Ia mano gorda de Hoover se posó sobre su hombro. Leonova cerró los ojos, respiró hondo, volvió a encontrar un poco de calma.
— Queremos trabajar aquí para todos los hombres — dijo—. Es fácil impedírnoslo. No disponemos de un tornillo ni de una miga de pan que no nos sea enviada por tal o cual nación. Basta con cortarnos los víveres. Nuestro éxito, hasta ahora, ha sido el resultado de un esfuerzo concertado y desinteresado de las naciones. Es necesario que este esfuerzo continúe con la misma intensidad. Ustedes pueden obtenerlo, ustedes que me escuchan. No es a los gobiernos, ni a los políticos que me dirijo. Es a los hombres, a las mujeres, a los pueblos, a todos los pueblos. Escriban a sus gobernantes, a sus jefes de Estado, a los ministros, a los soviets. ¡Escriban inmediatamente, escriban todos! ¡Pueden todavía salvarlo todo!
Ella transpiraba Ia cámara la enfocó más de cerca. Se veía el sudor como perlas sobre su cara.
Una mano entró dentro de la imagen, tendiéndole un pañuelo de color amarillo. Ella lo tomó, se palmoteó la frente y las alas de la nariz. Siguió hablando:
— Si debemos renunciar, no abandonaremos a quien sabe quién, las posibilidades de conocimientos, que mal empleados, podrían agobiar el mundo bajo una desgracia irreparable. Si nos obligan a irnos, no dejaremos nada detrás nuestro.
Se dio vuelta llevándose el pañuelo a los ojos. Lloraba.
En casi todas partes donde la televisión era un monopolio del Estado, la transmisión con la llamada de los sabios había sido cortada antes del final. Pero durante doce horas, la antena EPI 1 continuó bombardeando al satélite Trio con las imágenes grabadas de Hoover y de Leonova. Y Trio, objeto científico perfectamente desprovisto de opinión, las retrasmitió durante doce horas a sus gemelos y primos que circundaban el mundo.
Aproximadamente los dos tercios de éstos emitían con bastante potencia como para ser captados directamente por receptores particulares. Cada vez que las imágenes aparecían de nuevo, la Traductora cambiaba las palabras en un idioma diferente. Y al final aparecían los dos seres del pasado, en su belleza y su espera inmóvil, tales como la pantalla los había mostrado la primera vez.
La emisión se superponía a los programas previstos, mezclaba todo y terminaba pasando fragmentos, y era comprendida por quienes querían comprenderla.
En la media jornada siguiente, todas las estaciones se encontraron bárbaramente atascadas. En los más pequeños villorrios de Auvernia o de Beluchistán, los buzones desbordaban de cartas. A partir de los primeros centros de concentración, los sacos postales, las salas de recepción estaban llenas hasta el techo. Al nivel superior era la inundación total.
Los poderes públicos y las compañías privadas renunciaron a transportar ese correo más lejos. No era necesario leerlo. Su abundancia era su significado.
Por primera vez, los pueblos expresaban una voluntad común, por encima de sus idiomas, de sus fronteras, de sus diferencias y sus divisiones. Ningún gobierno podía ir en contra de un sentimiento de tal amplitud. Instrucciones nueva, fueron dados a los delegados de la O.N.U.
Una moción fue votada con entusiasmó y por unanimidad, anulando el envío de los Cascos Azules y expresando la confianza de las naciones en los sabios de EPI para llevar a cabo…, etc…, para el mayor bien…, fraternidad de los pueblos… etc. del presente y del pasado, punto final.
Los reanimadores, a quienes el comunicado de los sabios había hecho un llamado, llegaron con sus equipos y su material.
Sobre las indicaciones de Labeau, los contratistas del deber construyeron la sala de reanimación en el interior mismo de la Esfera, más arriba del Huevo.
Un grave problema se planteaba a los responsables: ¿Por quién empezar? ¿Por el hombre o por la mujer?
Con el primero que trataran, forzosamente, se iban a correr riesgos. En cierto modo «hacerse la mano». El segundo, al contrario, se beneficiaría de su experiencia. Había que comenzar por lo tanto con el menos valioso. Pero ¿cuál era?
Para el árabe, no habla duda: el único que contaba era el hombre. Para el americano, era con respecto a la mujer que se debían tomar las más respetuosa precauciones, aun arriesgando para ella la vida del hombre. El holandés no tenla opinión; el yugoslavo y el francés, a pesar de que se defendían de ello, negándolo, se inclinaban hacia la preponderancia masculina.
— Mis queridos colegas — dijo Labeau en el curso de una reunión—, ustedes lo saben como yo, los cerebros masculinos son superiores en volumen y en peso a los cerebros femeninos. Si es un cerebro lo que nos interesa, me parece entonces que es al hombre al que debemos reservar para la segunda intervención.
Pero, personalmente — agregó sonriendo—, después de haber visto a la mujer me inclinaría fácilmente a pensar que una belleza tal, tiene más importancia que el saber, por grande que éste sea.
— No hay razón — dijo Moissov—, para que tratemos uno antes del otro. Sus derechos son iguales. Propongo que formemos dos equipos y operemos al mismo tiempo sobre los dos.
Era generoso, pero imposible. No había bastante lugar, no había suficiente material. Y los conocimientos de los seis sabios no estarían demás sumándose, para aportar luces en los momentos difíciles.
En cuanto al raciocinio de Labeau, era válido para los cerebros de hoy. Pero ¿quién podía afirmar que en la época, de la cual provenían esos dos seres, existiese la diferencia de peso y de volumen? Y si existía, que no fuese en ese momento, al contrario, a favor de los cerebros femeninos? La máscara de oro que ocultaban las dos cabezas no permitían ni hacer una comparación aproximada de su volumen, y por deducción, de su contenido…
El holandés Van Houcke era un especialista notable en la hibernación de los leones del mar. Mantenía uno en hibernación desde hacía doce años. Lo calentaba y lo despertaba cada primavera, lo hacía disfrutar de algunos arenques y después de que había digerido, lo recongelaba.
Pero fuera de su especialidad, era un hombre muy ingenuo. Confió a los periodistas las incertidumbres de sus colegas y les pidió consejo.
Por intermedio de Trio, los periodistas, encantados, expusieron la situación a la opinión mundial, y le hicieron la pregunta: «¿Por quién se debe comenzar? ¿Por el hombre o la mujer?»
Hoover por fin había recibido su escafandra. Se la puso, y bajó dentro del Huevo. Desapareció en la niebla. Cuando volvió a subir, pidió al Consejo autorización para reunirse con los reanimadores.
— Hay que decidirse — dijo—. Los bloques de helio disminuyen… El mecanismo que fabricaba el frío continúa funcionando, pero nuestra intrusión en el Huevo le ha quitado parte de su eficacia. Si ustedes me lo permiten les voy a dar mi opinión. Vengo de mirar de cerca al hombre y la mujer… ¡Dios mío! ¡Qué bella es!… Pero ahí no está la cuestión. Ella me ha parecido estar en mejor estado que él. Él presenta sobre el pecho y en diferentes lugares del cuerpo, ligeras alteraciones de la piel, que son quizá signos de lesiones epidérmicas superficiales. 0 puede ser que no sea nada, no lo sé. Pero creo francamente, digo que creo — es una impresión, no una convicción—, que ella es más resistente que él, más capaz de aguantar vuestros pequeños errores, si los hacéis. Ustedes son médicos, mírenlos de nuevo, examinen al hombre pensando en lo que acabo de deciros, y decídanse. En mi opinión, es por la mujer que hay que comenzar.
Ellos ni bajaron dentro del Huevo. Había que comenzar por alguien. Se adhirieron a la opinión de Hoover.
Así, mientras la opinión pública se apasionaba, que la mitad macho y la mitad hembra de la humanidad se erguía una contra la otra, que las discusiones estallaban en todas las familias, entre las parejas; que los estudiantes y las estudiantes entablaban batallas campales, los seis reanimadores decidieron comenzar por la mujer.
¿Cómo habrían podido saber si cometían un error trágico, y que si al contrario hubiesen elegido de empezar por el hombre, todo habría sido diferente?
La manga de aire fue dirigida al bloque de la izquierda y comenzó a verter aire a la temperatura de la superficie, que estaba a 32 grados bajo cero. El bloque de helio se reabsorbió en algunos instantes. Pasó directamente del estado sólido al gaseoso y desapareció, dejando a la mujer intacta sobre su zócalo. Los cuatro hombres en escafandra que la miraban se estremecieron. Les parecía que ahora, completamente desnuda sobre el zócalo de metal, envuelta en los remolinos de la bruma glacial, ella debía sentir un frío mortal. Cuando al contrario, ya había entrado sensiblemente en calor.
Simon estaba entre los cuatro. Labeau le había pedido, en razón de sus conocimientos sobre problemas polares, y de todo lo que sabia ya sobre la Esfera, el Huevo y la pareja, que se juntara al equipo de reanimación.
Dio la vuelta al zócalo. Sostenía torpemente en sus guantes de astronauta, un par de grandes pinzas cortantes. Por una señal que le hizo Labeau, las tomó con las dos manos, se inclinó y cortó un tubo metálico que sujetaba la máscara de oro a la parte posterior del zócalo. Labeau con infinita suavidad, trató de levantar la máscara. No se movió. Parecía soldada a la cabeza de la mujer, a pesar de estar visiblemente separada por un espacio de al menos un centímetro.
Labeau se enderezó, hizo el gesto de que desistía, y se dirigió hacia la escalera de oro. Los otros lo siguieron.
No podían quedarse más tiempo allí. El frío penetraba en el interior de sus trajes protectores. No podían llevarse a la mujer. A la temperatura en que estaba todavía, corrían el riesgo de que se quebrase como vidrio.
La manga de aire, teledirigida desde la sala de reanimación, continuó pasando lentamente sobre ella, bailándola en un chorro de aire que hicieron calentar previamente a veinte grados bajo cero.
Algunas horas más tarde, los cuatro volvieron a descender. Sincronizando sus movimientos deslizaron sus manos enguantadas por debajo de la mujer helada y la separaron del zócalo. Labeau había temido que se pudiera quedar pegada al metal por el hielo, pero esto no sucedió y las ocho manos la levantaron, rígida como una estatua, y la llevaron a la altura de sus hombros. Luego los cuatro hombres se pusieron en marcha, lentamente, con el enorme temor de dar un paso en falso. La nieve polvorosa les golpeaba las pantorrillas y se abría frente a sus pasos como si fuera agua. Monstruosos y grotescos en sus escafandras, figuras medio borrosas a causa de la bruma, tenían el aspecto de personajes de pesadilla, llevando a otro mundo a la mujer en sueños. Subieron la escalera de oro y salieron por la abertura luminosa de la puerta.
La manga de aire fue retirada. El bloque trasparente que contenía al hombre, y que había disminuido mucho en el curso de la operación, dejó de reducirse.
Los cuatro entraron en la sala de operaciones y depositaron a la mujer sobre la mesa de reanimación en la cual ella se encastró.