124272.fb2 La noche de los tiempos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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Sonrió y se borró, reemplazada por una flor extraña, que se fundió a su vez en un color movedizo. La voz de la mujer continuaba. No era tina canción, no era un relato, era a la vez el uno y el otro, era simple y natural como el sonido de un arroyo o de la lluvia. Y todas las caras del cubo se iluminaron por turno o juntas, mostrando una mano, una flor, un sexo, un pájaro, un seno, un rostro, un objeto que cambiaba de forma y de color, una forma sin objeto, un color sin forma.

Todos miraban, escuchaban, embargados. Era desconocido, inesperado, y al mismo tiempo los afectaba profunda y personalmente, como si este conjunto de imágenes y de sonidos hubiera sido compuesto especialmente para cada cual, según sus aspiraciones secretas y profundas, al través de todas las conversaciones y barreras.

Hoover se agitó, carraspeo y tosió.

— Extrañó transistor — dijo—. Paren ese chirimbolo.

Hoi — To retiró la varilla del tubo. El cubo se apagó y calló.

En la pieza de la enfermería calentada a 30 grados, la mujer desnuda.

La mujer nuevamente desnuda estaba, tendida sobre una cama estrecha.

Electrodos, placas, brazaletes fijos en sus muñecas, en sus sienes, en sus pies, en sus brazos, la conectaban por espirales y zig — zags de hilos, a los aparatos de vigilancia.

Los masajistas masajeaban los músculos de sus muslos. Un masajista lo hacía con los músculos de sus mandíbulas. Una enfermera pasaba sobre su cuello un emisor de rayos infrarrojos. Van Houcke le palpaba suavemente la pared del vientre. Los médicos, las enfermeras, los técnicos, traspirando en la atmósfera recalentada, nerviosos por este desvanecimiento que se prolongaba, miraban, esperaban, daban su opinión en voz baja. Simon miraba a la mujer, miraba a los que la rodeaban que la tocaban. Apretaba los puños y las mandíbulas.

— Los músculos responden — dijo Van Houcken—. Se diría que está consciente…

Moissov vino a la cabecera de la cama, se inclinó sobre la mujer, levantó un párpado, el otro…

— ¡Está consciente! — dijo—. Cierra los ojos voluntariamente… Ya no está ni desvanecida ni dormida.

— ¿Por qué cierra los ojos? — preguntó Forster.

Simon explotó:

— ¡Porque tiene miedo! ¡Si queremos que deje de tener miedo, hay que dejar de tratarla como un animal de laboratorio!

Hizo un gesto como para borrar las cinco personas reunidas alrededor de la cama.

— Quítense de ahí. ¡Déjenla tranquila! — dijo.

Van Houcken protestó, Labeau dijo:

— Puede ser que tenga razón… Ha estudiado dos años psicoterapia con Perier… Quizá está más calificado que nosotros, ahora… Vamos, saquen todo eso…

Ya, Moissov sacaba los electrodos del encefalograma. Los enfermeros liberaban el cuerpo extendido de todos los otros hilos que partían hacia él como una presa en una telaraña. Simon tomó la sábana empujada hacia atrás y la subió delicadamente hasta los hombros de la mujer, dejando los brazos afuera. Ella tenía en el dedo del medio de la mano derecha, un pesado anillo cuyo chatón tenía la forma de una pirámide truncada. Simon tomó la otra mano entre las suyas, la mano izquierda, la mano sin anillo, y la retuvo en las suyas como se tiene un pájaro perdido que uno trata de tranquilizar.

Labeau, sin ruido, hizo salir los enfermeros, los masajistas y los técnicos.

Deslizó una silla cerca de Simon, retrocedió hasta la pared e hizo signos a los otros médicos de imitarlo. Van Houcken se encogió de hombros y salió.

Simon se sentó, descansó sobre la cama sus manos, que tenía siempre tomadas a la de la mujer, y comenzó a hablar. Muy suavemente, casi cuchicheando. Muy suavemente, muy cálidamente, muy tranquilamente, como a un niño enfermo al cual hay que llegar a través de los terrores del sufrimiento y de la fiebre.

— Nosotros somos sus amigos… — dijo él—. Usted no comprende lo que yo, le digo, pero comprende que le hablo como a un amigo… Somos sus amigos… Puede abrir los ojos… Puede mirar nuestras caras… No queremos sino su bien… Se puede despertar… Somos sus amigos… Queremos hacerla feliz… La queremos…

Ella abrió los ojos y lo miró.

Abajo, habían examinado, pesado, medido, fotografiado diversos objetos de los cuales habían comprendido o no su uso. Era ahora el turno de una especie de guante mitón de tres dedos, el pulgar, el índice y uno más grande para el dedo del medio, el anular y el auricular juntos. Hoover levantó el objeto.

— Guante para la mano izquierda — dijo, presentando el guante a la cámara registradora.

Buscó con la mirada el de la derecha. No había.

— Rectificación — dijo—. ¡Guante para manco!…

Empujó su mano izquierda al interior del mismo, quiso doblar los dedos. El índice quedó rígido, el pulgar giró, los otros tres dedos solidarios se replegaron hacia la palma. Hubo un choque amortiguado, luminoso y sonoro, y un aullido. El rumano Ionescu, que trabajaba frente a Hoover, volaba por los aires, los brazos abiertos, las piernas torcidas, como proyectado por una fuerza enorme, e iba a estrellarse contra aparatos que destrozó.

Hoover estupefacto, levantó su mano para mirarla. En un estrépito desgarrador, la parte superior del muro de enfrente y la mitad de techo fueron pulverizados.

¡Él tuvo justamente el reflejo acertado, justo antes de hacer volar el resto del techo y su propia cabeza, estiró los dedos…

El aire cesó de ser rojo.

— Well now!… — dijo Hoover. Tenía al extremo de su brazo estirado, como un objeto extraño y horrible, su mano izquierda enguantada.

Ésta temblaba.

— A weapon… — dijo.

La Traductora tradujo en diecisiete idiomas:

— Un arma…

Ella había vuelto a cerrar los ojos, pero ya no era para esconderse, era por lasitud. Parecía abrumada por un cansancio infinito.

— Habría que alimentarla — dijo Labeau—. ¿Pero cómo saber lo que comían?

— Ustedes la han visto todos bastante para saber que es mamífero — dijo Simon furioso.

— ¡Leche!

Se calló de golpe. Todos estuvieron atentos: ella hablaba.

Sus labios se movían. Hablaba con una voz muy débil.

Paraba. Volvía a empezar. Adivinaban que repetía la misma frase. Abrió sus ojos azules, y el cielo pareció haber llenado el cuarto. Miró a Simon y repitió su frase. Frente a la evidencia de que no tenía ninguna posibilidad de hacerse comprender, volvió a cerrar los ojos y calló.

Una enfermera trajo un bol con leche tibia. Simon la agarró, y tocó suavemente con su tibieza el dorso de la mano que descansaba sobre la sábana.

Ella lo miró. La enfermera le levantó el busto y la sostuvo. Quiso tomar el bol, pero los delicados músculos de sus manos no habían aún vuelto a encontrar su fuerza. Simon alzó el bol hacia ella. Cuando el olor de la leche llegó a su nariz, tuvo un sobresalto, una mueca de asco, y se echó hacia atrás.

Miraba alrededor suyo y repetía la misma frase. Buscaba visiblemente designar alguna cosa…

— ¡Es agua! ¡Quiere agua! — dijo Simon, súbitamente captado por la evidencia.

Era justamente lo que quería. Bebió un vaso y la mitad de otro,