124272.fb2 La noche de los tiempos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

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— Usted es un chancho gordo, innoble — contestó ella.

— Permitan a Europa — dijo Rochefoux sonriendo, hacer oír su voz. Tenemos oro. El que hemos recortado perforando el cascarón de la Esfera. Cerca de 20 toneladas. Con eso podemos comprar armas y mercenarios.

Shanga, el africano, se levantó enérgicamente.

— ¡Estoy en contra de los mercenarios! — dijo.

— Yo también — agregó el alemán Henckel—. No por las mismas razones. Pienso solamente que están minados por cochinos espías. Nosotros debemos organizar nuestra policía y nuestra defensa. Quiero decir la defensa de lo que se encuentra en la Esfera. El arma y, sobre todo, Coban. Mientras esté en estado de congelamiento no corre peligro alguno. Pero las operaciones de reanimación van a comenzar. La tentación será grande de secuestrarlo antes de que hayamos podido comunicar sus conocimientos a todos. No hay una nación que no haga lo imposible por asegurarse la exclusividad de lo que contenga esa cabeza. Los Estados Unidos, por ejemplo…

— Por cierto, por cierto — dijo Hoover. — La U.R.S.S…

Leonova saltó:

— ¡La U.R.S.S.! ¡Siempre la U.R.S.S.! ¡China también! ¡Alemania! ¡Inglaterra! ¡Francia!…

— ¡Ah, eso! — dijo Rochefoux, sonriendo—. Hasta Suiza.

— Metralletas, revólveres, minas — expresó Lukos—, yo puedo encontrar.

— Yo también — asintió Henckel.

Salieron ese mismo día para Europa. Les acoplaron a Shanga y Garret, el asistente de Hoover. Se convino que no se separarían jamás, Así la lealtad de cada uno de ellos — de la cual cada nadie dudaba— estaría garantizada por la presencia de los otros.

Con algunos revólveres y fusiles de caza que se encontraban ya en la base, se organizó un turno de guardia de día y de noche cerca del ascensor y el cuarto de Eléa. Dos hombres, técnicos o sabios, montaban guardia a la vez. Un «occidental» y un «oriental». Estas medidas fueron decididas por unanimidad, sin discusión. Dada la enormidad de lo que estaba en juego, nadie, a pesar de no dudar del otro, osaba tenerle confianza a nadie, ni aun a sí mismo.

El huevo.

Dos reflectores iluminan la bruma.

La manga de aire está dirigida al bloque de Coban. Aquél se ahueca, se deforma, se absorbe, desaparece como un halo que se borra.

En la sala de trabajo, los reanimadores atraviesan uno por uno la cámara de esterilización, se ponen su guardapolvo y guantes asépticos, atan sus botas de género de algodón.

Simon no está con ellos. Está junto a Eléa, en la Sala de Conferencias. Sentado solo con ella sobre el podio. Delante suyo, sobre la mesa, el revólver que le han confiado. Su mirada vigila sin cesar a los asistentes. Está pronto a defender a Eléa contra cualquiera.

Delante de ella están expuestos diversos objetos del zócalo, que ella ha pedido. Está calma, inmóvil. Los bucles de sus cabellos castaños con reflejos de oro, son como un mar apacible. Se ha puesto la «ropa» encontrada en el zócalo. Ha colocado sobre sus caderas cuatro rectángulos doradillos de este material sedoso que se parece a un género fino, fluido, pero que tiene caída. Le llegan hasta las rodilla y cuando camina, descubren la piel y la recubren, como alas, como el agua movediza bajo el sol. Ha enrollado alrededor de su busto una banda larga del mismo color, que moldea su talle y sus hombros y deja adivinar bajo el género los senos libres como pájaros.

Todo esto se sujeta por un nudo, una hebilla, una pasada por arriba y por debajo, por un milagro. Es a la vez muy complicado y simple, y tan natural que se podría pensar que Eléa hubo nacido con ella, y que todos y todas los que la han visto entrar y sentarse, tienen la horrible impresión de estar vestidos con bolsas de harina.

Ella ha accedido a contestar a todas las preguntas. Es la primera de las sesiones de trabajo destinadas a informar a los hombres de hoy sobre los hombres de anteayer.

El rostro de Eléa es helado, sus ojos parecen puertas abiertas sobre la noche. Calla. Su silencio se ha extendido a toda la concurrencia y se prolonga.

Hoover carraspeo ruidosamente..

— Brrreuff — dice—. Y bueno, ¿si comenzáramos?… Lo mejor sería empezar por el comienzo… Si usted nos dijera primero quién es, su edad, su oficio, su situación de familia, etc… En pocas palabras…

Mil metros más abajo, el hombre desnudo ha perdido su caparazón trasparente y alcanzado una temperatura que permite que se le transporte. En la bruma brillante, cuatro hombres embutidos en rojo, botas, cascos esféricos en plástico, lentamente se acercan a él y se colocan de ambos lados del zócalo.

En la puerta del Huevo, dos hombres vigilan metralleta en mano. Los cuatro hombres en la bruma se agachan, deslizan bajo el hombre desnudo sus manos enguantadas de piel, de cuero y de amianto, y esperan.

Delante de la pantalla del puesto en la sala de trabajo, Forster, atento, mira la imagen de ellos. Están listos. Él manda.

— Be careful Softly… One, two, three… Up.

En cuatro idiomas diferentes, la orden llega al mismo tiempo a los hombres, que se enderezan lentamente.

Un resplandor azul, fulgurante, mil veces más potente que la luz de los reflectores, estalla bajo sus pies, les quema los ojos, llena el Huevo como una explosión, se escapa por la puerta abierta, invade la Esfera, sube dentro del Pozo como si fuera un géiser… Luego se apaga.

No había ningún ruido. No era más que una luz. Sobre el suelo del Huevo, la nieve ya no era azul. El motor que desde la eternidad fabricaba el frío para mantener intactos los dos seres vivos que le habían sido confiados, en el mismo segundo que le han quitado su razón de ser, se ha detenido, se ha desintegrado.

— Yo soy Eléa — dijo Eléa—. Mi número es 3–19–07–91. Y he aquí mi llave… Muestra su mano derecha, los dedos replegados, el mayor separado y curvado, para hacer resaltar el chatón de su anillo, en forma de pira. mide truncada. Parece titubear, luego pregunta:

— ¿Usted no tiene llave?

— ¡Claro que si!… — contesta Simon—. Pero me temo que no sea la misma cosa…

Saca de su bolsillo un manojo, lo sacude y lo coloca frente a Eléa. Ella lo mira sin tocarlo, con una especie de inquietud mezclada de incomprensión, luego hace un gesto que, a los ojos de todos significa «al fin y al cabo qué me importa» y prosigue:

— Nací en el refugio de la Quinta Profundidad, dos años después de la tercera guerra.

— ¿Qué? Dijo Leonova.

— ¿Qué guerra?

— ¿Entre quién y quién?

— ¿Dónde estaba su país?

— ¿Quién era el enemigo?

Las preguntas estallan de todos los puntos de la sala.

Simon se yergue, furioso. Eléa se pone las manos sobre las orejas, hace una mueca de dolor, y se arranca el audífono.

— ¡Perfecto! ¡Está muy bien! ¡Lo habéis logrado! — dice Simon.

Le tiende la mano abierta a Eléa, quien posa en ella el audífono. Le hace señas a Leonova:

— Venga — le dice.

Leonova sube sobre el podio. Toma un gran globo terrestre posado sobre el piso y lo coloca sobre la mesa.

— Saben bien que Eléa no sabe manipulear el aislador — les dice Simon a los sabios.

— ¡Ella recibe todas sus preguntas a la vez! ¡Ustedes no saben! ¡Lo habíamos previsto! Si no pueden respetar un poco la disciplina, estaré obligado, como médico responsable, de prohibir estas sesiones!… Les pido que dejen a la señora Leonova hablar por todos ustedes, y hacer la primeras preguntas. Luego otro tomará su lugar, y así sucesivamente. ¿De acuerdo?

— Tienes razón, muchacho — dijo Hoover—. Anda, anda, que hable por nosotros la querida paloma…