124272.fb2
Sabe qué es esta monstruosa máquina de guerra que llenaba el cielo.
Sabe cómo sacar de la nada todo lo que les falta a los hombres.
Coban sabe. ¿Pero podrá decir lo que sabe?
Los médicos han encontrado lesiones sobre casi toda la superficie de su torso y de sus brazos, muchos menos en Ia parte inferior del cuerpo. Han creído estar en presencia de congelamiento, el hombre habiendo soportado menos bien que la mujer el enfriamiento. Pero cuando le han sacado la máscara, han descubierto una cabeza trágica de la cual el cabello, las pestañas y las cejas habían sido quemados a ras de la piel. Por consiguiente, no eran rastros de congelamiento los que cubrían su epidermis y su cara, sino quemaduras. 0 quizás las dos cosas.
Le han preguntado a Eléa si ella sabía como había sido quemado. No lo sabía. Cuando se durmió, Coban estaba cerca de ella, en buena salud e intacto…
Los médicos lo han envuelto de pies a cabeza con apósitos antinecrosantes, que deben impedir a la piel destruirse cuando recupere su temperatura normal, y ayudarla a reconstruirse.
Coban sabe. Aún no es sino una momia fría envuelta en bandeletas amarillas. Dos tubos flexibles, trasparentes, deslizados dentro de las aletas de la nariz, salen de los apósitos. Hilos de todos los colores surgen de espiras amarillas a lo largo de su cuerpo y lo conectan con Ios instrumentos. Lentamente, lentamente, los médicos continúan calentándolo.
La guarda del ascensor ha sido revestida con un dispositivo de trampa, en la escotilla de entrada de la Esfera. Lukos ha dispuesto allí dos minas electrónicas que ha traído de su misión y que ha perfeccionado. Nadie se puede acercar sin hacerlas estallar. Para entrar en la Esfera, hay que llegar a la parte inferior del Pozo, y presentarse a los hombres que están de guardia a la salida del ascensor. Ellos telefonean al interior, donde tres médicos y varios enfermeros y técnicos velan permanentemente sobre Coban. Uno de ellos baja un interruptor. La luz roja que guiña para señalar la trampa se apaga, las minas se vuelven inertes como plomo. Ya se puede bajar dentro de la Esfera.
— Coban sabe… ¿Piensa usted que este hombre representa un peligro para la humanidad, o piensa al contrario que le va a dar la posibilidad de hacer de la Tierra un nuevo Edén?
— Yo, el Edén, bueno… ¡uno no ha estado allí! ¡No se sabe si era tan formidables!…
— ¿Y usted, señor?
— Yo, ese tipo, usted sabe, es difícil de prever…
— ¿Y usted señora?
— ¡Yo lo encuentro apasionante! Este hombre y esta mujer que vienen de tan lejos y que se aman.
— ¿Usted cree que se aman?
— ¡Por supuesto!… ¡Ella repite todo el tiempo su nombre!… ¡Paikan! ¡Paikan!…
— Creo que hace algunas pequeñas confusiones, pero en todo caso, tiene razón, ¡es muy apasionante todo eso!…
— Y usted señor, ¿encuentra también que esto es apasionante?
— Yo no puedo decir nada, señor, soy extranjero…
Él señor y la señora Vignont, su hijo y su hija comen papas fritas con dulce en la mesa en forma de media luna delante de la pantalla. Es una receta de la cocina nutritiva.
— Es estúpido, hacer preguntas semejantes — dice la madre—. A pesar de que si se piensa…
— Ese tipo — dice la hija—, yo lo mandaba de vuelta al frigorífico. Nos las arreglamos bien sin él…
— ¡Y sin embargo!… — contesta la madre—. No se puede hacer eso.
Su voz es un poco ronca. Piensa en cierto detalle. Y su marido ya no es tan… Recuerdos le conmueven las entrañas. Una gran angustia le trae lágrimas a los ojos. Se suena la nariz.
— Me parece que me he vuelto a agarrar la gripe, creo… La hija está en paz por ese lado. Tiene los amigotes de la Academia de Artes Decorativos que están quizá menos provistos que ese tipo, pero en cierto detalle casi valen tanto como él. En fin, no completamente… Pero ellos no están congelados…
— No se le puede volver a meter en la heladera — dice el padre—, después de tanto dinero como se ha gastado. Eso representa una inversión.
— Por mí, puede reventar — gruñe el hijo.
No dice lo mismo cuando piensa en Eléa desnuda sueña de noche, y cuando no duerme, es peor.
Eléa aceptó con indiferencia, que los sabios examinaran los dos círculos de oro. Brivaux había tratado de encontrarles un circuito, conexiones o alguna cosa. Nada.
Los dos círculos con sus plaquetas temporales fijas y la sin frontal movible estaban hechas de un metal macizo, ninguna especie de aparejo interior o exterior.
— No hay que engañarse — dijo Brivaux—, es electrónica molecular— ¡Este chirimbolo es tan complicado como una emisora y un receptor de TV reunidos, y tan simple como una aguja de tejer! Todo está en las moléculas ¡Es formidable! ¿Cómo creo yo que funciona? Así: cuando te pones el círculo alrededor de la cabeza éste recibe las ondas cerebrales de tu encéfalo. Las trasforma en ondas electromagnéticas, que emite, yo me pongo el otro chisme. La plaqueta bajada, funciona en sentido inverso. Recibe las ondas electromagnéticas que tú me has enviado, las trasforma en ondas cerebrales, y me las inyecta en el cerebro…
— ¿Me entiendes? A mi parecer, debería ser posible conectar esto sobre la TV…
— ¿Qué?
— No soy brujo… Pescar las ondas en el momento que son electromagnéticas, ampliarlas, inyectarlas en un receptor de TV. Eso daría seguramente algo. ¿Qué? Puede ser que una papilla… Puede ser que una sorpresa… Vamos a probar. Es posible o no lo es. De todas maneras, no es difícil. Brivaux y su equipo trabajaron apenas un medio día.
Luego su asistente, se colocó el casco emisor. Resultó a medio camino entre la sorpresa y la papilla. Imágenes, sin continuación ni cohesión, a veces sin formas precisas, una construcción mental tan inestable como la arena seca en las manos de un niño.
— No hay que tratar de «pensar» — dijo Eléa—. Pensar es muy difícil. Los pensamientos se hacen y se deshacen. ¿Quién los hace, quién los deshace? No el que piensa. Hay que acordarse. Memoria. La memoria solamente. El cerebro registra todo, aun si los sentidos no prestan atención. Hay que acordarse. Evocar una imagen precisa en un instante preciso. Y después dejar hacer, el resto sigue…
— ¡Vamos a comprobarlo dijo Brivaux—. ¡Pon eso sobre tu cabecita! — le explicó a Oidle, la secretaria de la oficina técnica que estenografiaba las peripecias de los ensayos—. Cierra los ojos y acuérdate de tu primer beso.
— ¡Oh, señor Brivaux!
— ¿Y qué? ¡No te hagas la beba!
Ella tenía cuarenta y cinco años y se parecía a un guardia inmóvil en vísperas de su jubilación. La habían elegido entre otras porque había hecho viajes a pie y era todavía jefa de exploradores. No le tenía miedo al mal tiempo.
— ¿Ahora, ya está?
— Si señor Brivaux
— ¡Vamos! ¡Cierra los ojos! ¡Acuérdate!
Hubo sobre la pantalla móvil una explosión roja.
Luego nada.
— ¡Cortocircuito! — dijo Goncelin.
— Demasiada emoción — opinó Eléa—. Hay que traer la imagen, pero olvidarse… Prueben de nuevo. Probaron. Y tuvieron éxito.
Para la segunda sesión de trabajo, además de Leonova y Hoover, Brivaux y su asistente se había instalado al lado de Eléa y Simon.
Brivaux estaba sentado junto a Eléa. Manipulaba un montaje complicado, no más grande que un cubo de margarina y que coronaba un ramillete de antenas más altas que un dedo meñique, y tan complejas como las antenas de los insectos. El montaje estaba conectado a un pupitre de control delante de Goncelin. Un cable salía del pupitre hacia la cabina de Lanson.