124272.fb2 La noche de los tiempos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 29

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Pequeños mamíferos rubios, con vientre blanco, no más grandes, que gatos de tres meses, vagaban por el pasto y se escondían detrás de las matas para acechar a los pescados. Tenían la cola corta y chata, y una bolsa ventral de donde salía a veces una cabecita pequeña con ojos dulces y maliciosos, que mordisqueaba una espina de pescado. Soplando, ss — ss — ss — ss, vinieron a jugar entre los pies de Eléa y Paikan. Vivazmente se apartaban cuando el borde de una sandalia estaba a punto de pisarles una pata o la cola.

Gonda 7 había sido cavada bajo las ruinas de la Gonda 7 de la superficie. De la antigua ciudad no quedaban más que gigantescos escombros encima de los cuales se erguía la Torre del Tiempo como una flor en medio de los cascotes. En el tope de su largo tallo se abrían los pétalos de la terraza circular, con sus árboles, su césped, su piscina y su muelle de atraque ubicado al reparo del viento, que en este lugar, soplaba del oeste.

Rodeado por la terraza, el departamento se abría sobre ella por todos los costados, medios tabiques curvos, redondos más o menos altos interrumpidos, lo dividían en piezas redondas, ovoides, irregulares, íntimas y sin embargo no separadas. Por encima del departamento la cúpula — observatorio coronaba la Torre con un círculo trasparente apenas ahumado de azul.

El ascensor desembocaba en la pieza del centro, cerca de la fuente baja. Al entrar, Eléa abrió con un gesto la puerta de espejos. El departamento se unificó con la terraza, y la brisa ligera de la tarde lo visitó. Algas multicolores se balanceaban en las corrientes tibias de la piscina. Eléa se despojó de la ropa y se deslizó en el agua. Una multitud de pescados agujas, negros y rojos, vinieron a picotearle la piel, luego, reconociéndola, desaparecieron en un tremolar.

En la cúpula, Paikan echó un vistazo para asegurarse de que todo andaba bien. No había aparejo complicado, era la cúpula misma que constituía el instrumento, obedeciendo a los gestos y al contacto de las manos de Paikan, y trabajando sin él cuando se lo ordenaba. Todo andaba bien, el cielo estaba azul, la cúpula ronroneaba suavemente. Paikan se desvistió y se reunió con Eléa en la piscina. Al verlo ella rió y se zambulló. Él volvió a encontrar detrás de los velos irisados de un pez indolente, que los miraba con un redondo ojo rojo.

Paikan levantó los brazos y se deslizó detrás suyo. Eléa se apoyó contra él, sentada, flotante, ligera. Paikan la apretó contra su vientre, se impulsó hacia arriba y su deseo erguido la penetró. Reaparecieron en la superficie como un solo cuerpo. Él estaba detrás de ella y él estaba en ella, ella acurrucada y apoyada contra él. Paikan la apretó con un brazo contra su pecho, y la puso de costado como él, mientras que con su brazo izquierdo se puso a nadar. Cada tracción lo empujaba en ella, y los acercaba hacia la playa de arena. Eléa estaba pasiva como un rezago cálido. Llegaron al borde y se posaron, a medias fuera del agua.

Ella sintió su hombro y su cadera hundirse en la arena. Sentía a Paikan adentro y afuera de su cuerpo. Él la tenía cercada, encerrada, sitiada, había entrado como el conquistador deseado delante del cual se abre la puerta exterior y las puertas profundas. Y él recorría lenta, suave, largamente todos sus secretos.

Bajo su mejilla y su oreja, ella sentía el agua tibia y la arena bajar y subir, bajar y subir. El agua venía a acariciar la comisura de su boca entreabierta. Los pescados aguja temblaban a lo largo de su muslo sumergido.

En el cielo donde la noche comenzaba, algunas estrellas se encendían. Paikan ya casi no se movía. Estaba en ella como un árbol liso, duro, palpitante y suave, un árbol de carne bien amado, siempre ahí, vuelto más fuerte, más suave, más tibio y de pronto ardiente, inmenso, encendido rojo, quemando su vientre entero, toda su carne y sus huesos inflamados hasta el cielo. Ella apretó con sus manos las manos cerradas que rodeaban sus senos y gimió largamente en la noche que venía.

Una inmensa paz reemplazó la luz. Eléa se volvió a encontrar alrededor de Paikan. Él seguía estando en ella, duro y suave. Ella descansó sobre él como un pájaro que se duerme. Muy lentamente, muy suavemente, él comenzó a prepararle un nuevo goce.

Ellos dormían sobre el pasto de su cuarto, tan fino y suave como el vello del vientre de una gata. Una cobija blanca, apenas posada sobre ellos, sin peso, tibia, adoptaba su forma y su temperatura a las necesidades de su quietud. Eléa se despertó un momento, buscó la mano abierta de Paikan y arrebujó en ella su puñito cerrado. La mano de Paikan se cerró sobre éste. Eléa suspiró de felicidad y se volvió a dormir.

Los aullidos de las sirenas de alerta los hizo ponerse de pie con un salto, espantados.

— ¿Qué sucede? ¡No es posible! — dijo Eléa.

Paikan hundió su llave en la placa de la imagen. Frente a ellos, la pared se encendió y se cavó. El rostro familiar del locutor de pelo colorado apareció en ella.

–.. Alerta general. Un satélite no registrado se dirige hacia Gondawa sin contestar a las preguntas de identificación. Va a penetrar en el espacio territorial. Si continúa sin responder, nuestro dispositivo de defensa va a entrar en acción. Todos los seres vivientes que se encuentren afuera deben dirigirse inmediatamente a las ciudades. Apaguen todas sus luces. Nuestras emisiones de la superficie están suspendidas. Escuchen, está terminado.

La imagen en la pared se acható, vino a pegarse en la superficie y se apagó.

— ¿Hay que bajar? — preguntó Eléa.

— No, ven…

Tomó la cobija, envolvió a Eléa y la llevó a la terraza.

Se deslizaron entre las hojas bajas de las palmeras de seda y fueron a apoyarse en la elevada rampa de la borda.

El cielo estaba oscuro, sin luna. Las innumerables estrellas brillaban en el firmamento con un destello perfecto. Los focos luminosos de los aparatos de vuelo, multicolores, pareciendo más o menos grandes según su altitud, modificaban su ruta y parecían aspirados por una corriente que los llevaba todos en la misma dirección, la de la Boca.

En el suelo, la alerta había despertado a los habitantes de la casa de recreo, amarrados en la planicie, o entre las ruinas, en los límites del agua y del servicio. Sus cáscaras traslúcidas posaban sobre la noche la luz de sus formas: pescado de, oro, flor azul, huevo rojo, huso verde, esfera, estrella, poliedro gota…

Algunas estaban levantando vuelo y tomando el camino de la Boca. Las otras se apagaron rápidamente. Una serpiente blanca quedó encendida alumbrando una pared destrozada.

— ¿Qué esperan esos para apagar?

— De todas maneras es inútil… Si es un arma ofensiva, tiene muchas otras maneras de encontrar su objetivo.

— ¿Crees que es una?

— Sola, es poco probable…

Delante de ellos, de repente, un trazo luminoso subió desde el horizonte. Luego dos, después tres, cuatro.

— ¡Están tirando!… — dijo Paikan.

Los dos miraron al cielo donde ya nada aparecía más que la indiferencia de las estrellas al fondo del infinito.

Eléa se estremeció, abrió la cobija y apretó a Paikan contra ella. Muy arriba, hubo bruscamente una nueva estrella gigante, que se destrozó y se expandió en una cortina lenta de luz rosa, ionizada,

— ¡Y ahí está!… No podían errarle…

— ¿Qué piensas que era?

— No lo sé… Reconocimiento, quizá… o bien simplemente un desgraciado carguero cuyas sirenas estaban atascadas… En todo caso, era, ya no es más.

Las sirenas los sobresaltaron de nuevo. Uno no se acostumbra a ese horrible ruido. Anunciaban el final de la alerta. Las luces de las casas de recreo se encendieron unas tras otra.. A lo lejos un vuelo de aparatos se elevó de la Boca como un manojo de chispas.

Sobre la pared del cuarto, la imagen renació y cavó el muro. Eléa y Paikan deseaban tener noticias, pero después de esta intrusión del absurdo y del horror en la dulzura de la noche, ésta les parecía tan frágil, tan preciosa, que no querían dejarla. Paikan hundió su llave en la placa de la rampa. La imagen dejó la pared del cuarto y salió. Paikan la dirigió dando vuelta la placa móvil, y la instaló en el follaje de la palmera de seda. Se sentó en el pasto, de espaldas a la rampa, Eléa apretada contra él. La brisa del oeste, apenas fresca, daba vueltas alrededor de la Torre y venía a bailar sus caras. Las hojas sedosas temblaban y flotaban en el viento liviano. La imagen era luminosa y estable en sus tres dimensiones y colores, el locutor de pelo colorado hablaba con gravedad, pero no se entendía una sola palabra de las que pronunciaba. Un cubo negro nació en el fondo de la imagen, invadió todo el haz receptor y borró al locutor. El rostro nervioso de un hombre muy joven apareció en el cubo. Sus ojos marrones encendidos de pasión, sus cabellos lacios, casi negros, no caían más abajo que sus orejas.

— ¡Un estudiante! — dijo Eléa.

Hablaba con vehemencia.

–.. ¡La Paz! ¡Conservemos la Paz! ¡Nada justifica la guerras jamás! ¡Pero nunca sería más atroz y absurda que hoy, en el momento en que los hombres están a punto de ganar la batalla contra la muerte! ¿Vamos a masacramos por los prados floridos de la Luna? ¿Por los rebaños de Marte y sus pastores negros? ¡Absurdo! ¡Absurdo! ¡Hay otros caminos hacia la estrellas! ¡Dejen a los Enisores mordisquear el espacio! ¡No comerán todo! Déjenlos pelear contra el infinito ¡Llevamos aquí una batalla mucho más importante!

¿Por qué el Consejo Director nos deja en la ignorancia de los trabajos de Coban? Se los digo, en nombre de aquellos que desde años atrás trabajaban a su lado: ¡Ha ganado! ¡Está hecho! En el laboratorio 17 de la Universidad, bajo la campana 42, una mosca vive desde hace 545 días ¡Su tiempo normal de vida es de 40 días! ¡Vive, y es joven, es soberbia! Hace un año y medio ha bebido la primera gota experimental del suero universal de Coban. Dejen trabajar a Coban. Su suero está a punto. Las máquinas van a poderlo fabricar pronto. No envejecerán más. La muerte estará infinitamente lejos. Salvo si os matan. ¡Salvo si hay una guerra! ¡Exijan del Consejo Director que rehuse la guerras, que declare la Paz a Enisorai! ¡Que dejen trabajar a Coban¡Que él…

En un abrir y cerrar de ojos, su imagen se redujo al tamaño de una avellana, y desapareció. El hombre de pelo rojo fue en su lugar, primero un fantasma trasparente, luego una imagen firme.

–.. disculpen esta emisión pirata…

El cubo negro lo absorbió totalmente, revelando de nuevo al joven vehemente.

— …bombardeos en órbita lejana, ¡pero han inventado algo peor! El Consejo Director puede decirnos ¿qué arma monstruosa ocupa el emplazamiento de Gonda 1? ¡Los Enisores son hombres como nosotros! Qué quedará dé nuestras esperanzas y de nuestras vidas, si ésta…

El cubo se volvió negro nuevamente, se aplastó en sus dos dimensiones y el busto del locutor tomó su lugar… presidente del Consejo Director os habla.

El presidente Lokan apareció. Su rostro magro estaba grave Y triste. Su cabellera blanca cala hasta sus hombros, estando el izquierdo desnudo. Su boca fina, sus ojos de un azul muy claro hicieron un esfuerzo para sonreír mientras pronunciaba palabras tranquilizadoras. Sí, había habido incidentes sobre la zona internacional de la Luna, sí, los dispositivos de defensa del Continente habían destruido un satélite sospechoso, sí, el Consejo Director tuvo que tomar medidas, pero nada de todo esto era verdaderamente grave. Nadie deseaba más la paz que los hombres que tenían por misión dirigir los destinos de Gondawa. Se haría todo para preservarla.

— Coban es mi amigo, casi mi hijo. Estoy al corriente de sus trabajos. El Consejo espera el resultado de sus experiencias sobre el hombre para ordenar, si ellas son positivas, la construcción de la máquina que fabricará el suero universal. Es una inmensa esperanza, pero ella no debe apartarnos de nuestra vigilancia. En cuanto a lo que ocupa el emplazamiento de Gonda 1, Enisorai lo sabe, y les diré solamente esto: es un arma tan aterradora, que su sola existencia debe garantizamos la paz.

Paikan posó su mano sobre la placa de mando y la imagen se apagó. Amanecía. Un pájaro parecido a un mirlo, pero cuyo plumaje era azul y la cola crespa, se puso a silbar desde lo alto del árbol de seda. De todos los árboles de la terraza y de sus arbustos en flor, pájaros de todos los colores le contestaron. Para ellos, no había angustia, ni en el día, ni en la noche.

No había cazadores en Gondawa.

Los prados floridos de la Luna… Los rebaños de Marte y sus pastores negros…