124272.fb2 La noche de los tiempos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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Efectivamente, nadie le había prestado atención, pensando que quizá fuera una línea de referencia, una marca o cualquier cosa, pero nada significativo.

— Dígales… — repetía Grey—. Dígales lo que usted me ha dicho. A esta altura de las cosas…

— Preferiría — dijo Lancieux, con voz molesta—, hacer primero una nueva prueba. Ninguna de las otras sondas lo ha registrado…

Grey le cortó la palabra:

— ¡No son lo bastante sensibles.

— Puede ser — dijo Lancieux, con voz suave—. Pero no es seguro… Quizá sea solamente porque no están regulados sobre la frecuencia exacta…

Se lanzó con Brivaux, en una discusión en la cual intervinieron pronto los otros técnicos del grupo, cada uno sugiriendo las modificaciones que convenía hacerle a las sondas, según su opinión.

El doctor Simon llenó su pipa y salió.

No soy un técnico. No mido mis enfermos. Trato más bien de comprenderlos. Pero hay que poder hacerlo. Soy un privilegiado…

Mi padre que era médico en Puteaux, veía desfilar en su consultorio a más de cincuenta clientes por día. ¿Cómo poder saber lo que son, lo que tienen? Sólo cinco minutos de examen, la pinza para perforar la tarjeta, la máquina de diagnóstico, la receta impresa, la hoja S.S. la estampilla que paga, el sello que se coloca y se acabó, váyase a vestir, que entre el siguiente. Odiaba su profesión, tal como el y sus colegas se veían obligados a ejercerla. Cuando se me presentó la ocasión de venir aquí, me presionó con toda energía. ¡Vete! ¡Vete! Tendrás un puñado de hombres para cuidar. ¡Una aldea! Podrás conocerlos a todos…

Se murió el año pasado, agotado. Su corazón le falló. No tuve ni siquiera el tiempo de llegar. Sin duda nunca se le ocurrió perforar su pequeña tarjeta personal, y deslizarla en la ranura de su médico electrónico. Pero había pensado en enseñarme ciertas cosas que había aprendido de su padre, a su vez médico en Auvernia. Por ejemplo, tomar el pulso, mirar una lengua, y el blanco de una córnea. Es prodigioso lo que un pulso puede revelar sobre el interior de un hombre. No solamente el estado momentáneo de su salud, sino sobre sus tendencias habituales, su temperamento y aun su carácter, sea este superficial o profundo, agresivo o imposible de provocar, recto o ladino, pacífico o combativo, suave o áspero, según pase de largo o que se dé aires. Existen pulsos distintos: del sano y del enfermo, del jabalí y del conejo.

Tengo también, por supuesto, como todos los médicos, un aparato de diagnostico y pequeñas tarjetas. ¿Qué médico no lo tiene? Sin embargo no lo uso sino para tranquilizar a aquellos que sienten más confianza en la máquina que en el hombre. Acá, felizmente, no son numerosos. Acá, es el hombre quien cuenta.

Cuando Brivaux dejó la chacra de su padre para ir a Grenoble a seguir unos estudios que lo entusiasmaban, tranquilamente había trastornado los programas y había quemado las etapas. Egresado el primero de la escuela de electrónica habiendo ganado un año, habría podido trasformar su diploma de ingeniero en un puente de oro. Porque, le explicaba al doctor Simon, su amigo: «hacer electrónica acá, es entretenidísimo… Se está a dos dedos del polo magnético, en pleno vaivén de partículas ionizadas, en pleno soplo del viento solar, y una cantidad de cosas extrañas que todavía no se conocen. Eso hace una ensalada interesante. Uno se puede ingeniar…»

Extendía los brazos en posición horizontal y agitaba los dedos, como para invitar a las corrientes misteriosas de la Creación a penetrar en su cuerpo y recorrerle. Simon Sonreía, imaginándolo como el Neptuno de la electrónica, de pie en el polo, sus cabellos plantados en las tinieblas del cielo, su barba rojiza hundida en las llamas de la Tierra, sus brazos tendidos en el viento perpetuo de los electrones, distribuyendo a la naturaleza los flujos e influjos vivientes del planeta — madre. Pero era en los trabajos menudos donde manifestaba ser una especie de genio. Sus dedos gordos y velludos eran increíblemente hábiles, y su ciencia asociada a un instinto infalible, le decía exactamente lo que había que hacer. Él sentía la corriente como los animales perciben el agua. Y sus dedos, inmediatamente, le fabricaban una trampa eficaz. Tres cabos de hilo, un circuito, y él torcía, reunía, pegaba, soldaba, un soplo de humo, un olor a resina, y ya estaba; un dial comenzaba a animarse, un arabesco palpitaba sobre la superficie de la pantalla.

El problema que le planteó Lancieux, para él no era tal. En menos de una hora había manipulado las tres sondas clásicas, y los equipos volvían a funcionar. Lo que ellas iban a buscar era tan pasmoso que seguramente volverían sin solución. Salvo Lancieux que conocía bien su aparato, todo el mundo pensaba que la pequeña línea ondulada era efecto del capricho de la nueva sonda. Un «fantasma» como dice la gente de televisión.

Cuando ellos volvieron, el sol se dejaba cortar por la montaña de hielo. Todo era azul, el cielo, las nubes, el hielo, el vaho que despedían sus narices, sus caras. El anorak de Bernard era color ciruela. No volvían con las manos vacías. La línea ondulada se había inscripto sobre sus bandas registradoras, bajo la forma de una línea recta. Menos «detallada», había perdido su pequeño rizado. Pero estaba ahí. Habían encontrado bien lo que fueron a buscar.

Comparando sus relevamientos con el de Lancieux, Grey había podido localizar un punto preciso del suelo subglaciar. Lo proyectó sobre la pantalla del snowdog. Parecía representar un gigantesco pedazo de escalera, volcado y roto.

— Mis hijos — dijo Grey con una voz sin timbre—, ahí… hay ahí…

Tenía en su mano izquierda un papel que temblaba. Calló, carraspeo. Su voz quedó opaca. Golpeó la pantalla con el folleto arrugado.

Tragó saliva, y explotó:

— ¡Gran Dios, mierda! ¡Es pura locura! ¡Pero existe! ¡Las sondas no pueden volverse idiotas, las cuatro! ¡No solamente hay ruinas de no se qué, pero en medio de este guijarral, ahí, en ese lugar, justo ahí, hay un transmisor de ultrasonidos que funciona!

Era eso, la pequeña línea misteriosa, era el registro de la señal emitida por este transmisor que funcionaba, con la lógica, desde hacía más de 900.000 años… Era demasiado enorme para ser creíble, nos remontábamos más allá de la historia y de la prehistoria, se derribaban todas las teorías científicas, ya no estábamos a Ia escala de lo que estos hombres sabían. El único que aceptaba el acontecimiento con placidez, era evidentemente Brivaux. El único que había nacido y se había criado en el campo. Los otros en las ciudades, habían crecido en medio de lo provisorio, de lo efímero, de lo que se edifica, se incendia, se derrumba, cambia, se destruye. Él, en la vecindad de las rocas Alpinas, había aprendido a calcular a lo grande, y a encarar la duración.

— Todos nos van a tomar por locos — dijo Grey.

Llamó a la base por radio y pidió el helicóptero para llevar al grupo de vuelta con urgencia.

Pero se había olvidado de la rubeola. El último piloto disponible acababa de caer en cama.

— Está André que anda mejor — dijo el radiotelegrafista de la base, dentro de tres o cuatro días se lo podremos mandar. Pero ¿por qué quieren volver? ¿Qué pasa? ¿Hay fuego en la banquisa?

Grey cortó. Esta broma estúpida, había sido demasiado utilizada.

Diez minutos más tarde, el jefe de la base, Pontailler Mismo, volvía a llamar muy inquieto. Quería saber por qué la misión deseaba volver. Grey lo tranquilizó, pero se rehusé a decirle cosa alguna.

— No basta con que te lo diga, es preciso que te lo muestre — dijo—, sino pensarás que todos nos hemos trastornado; mándanos buscar en cuanto puedas.

Y colgó.

Cuando el helicóptero llegó al punto 612, cinco días más tarde, Pontailler estaba adentro, y fue el primero en saltar a tierra.

Los hombres de Grey habían pasado esos cinco días en una excitación y una alegría crecientes. Pasada la estupefacción del primer momento, habían aceptado las ruinas, aceptado el transmisor, los habían hechos suyos. Su mismo misterio y su inverosimilitud los exaltaba como niños que entran en un bosque donde las hadas existen verdaderamente. Y ellos habían acumulado los relevamientos y las grabaciones. Bernard, sobre las coordenadas suministradas por el aparato, trabajaba en una especie de plan audaz, lleno de incógnitas y de espacios en blanco, pero que ya tomaba e! aspecto de un paisaje fantástico, mineral, desierto, destrozado, desconocido, pero Humano.

Brivaux se había agenciado un magnetófono y lo había acoplado a la nueva sonda. Obtuvo una banda magnética y convidó a sus amigos a venir a escucharla. No oyeron nada, luego nada, y todavía nada.

— Hay clavos sobre tu aparato — gruñó Eloi…

Brivaux sonrió.

— Todo Estaré en silencio — dijo—. Ustedes no pueden oír los ultrasonidos pero están ahí, se los garantizo. Para oírlos, se precisaría un reductor de frecuencia. Yo no lo tengo. No lo hay en la base. Habrá que ir a París.

Habrá que ir a París. Fue igualmente la conclusión de Pontailler, cuando lo pusieron al corriente; al principio rehusé y después lo aceptó frente a la evidencia del descubrimiento. No se podía hablar de esto ni por radio, con todos los oídos del mundo escuchando día y noche los secretos y las charlas. Había que llevar los documentos a la sede de París. El jefe de Expediciones Polares decidiría a quién o qué comunicaría. Mientras tanto, cada uno debía callarse. Como decía Eloi «esto corría el riesgo de ser una cosa sensacional».

He tomado el avión de Sydney. Con dos semanas de retraso y con el deseo de volver muy pronto. Ya no estaba aguijoneado por el anhelo del café—crema. Realmente no había allá, bajo el hielo, algo mucho más excitante que el olor del café y de los parisienses mal lavados en la mañana temprana.

El avión subió sobre su soplo, como una pelotita de plástico sobre un chorro de agua, y dio un poco vuelta sobre sí mismo a la búsqueda de su rumbo, luego lanzó un rugido y saltó hacia el norte y hacia arriba, en una pendiente de 50 grados. A pesar de los asientos reclinables y rellenos como una nodriza, produce un efecto extraño el subir a una inclinación y a una aceleración semejantes. Pero es un avión que no transporta sino a veteranos aguerridos, y que no corre el riesgo de romper vidrios con sus «Bangs». Luego los pilotos se dan el gusto de demostrar atrevimiento.

Me transportaba con mis baulitos metálicos y mi portafolio, este último conteniendo, además de mi cepillo de dientes y mis pijamas, los microfilms de los relevamientos y del plan audaz de Bernard, la banda magnética y cartas de Grey y de Pontailler autenticando todo eso.

Llevaba también sin darme cuenta el virus de la rubeola, que iba a dar la vuelta al mundo bajo el nombre de rubeola australiana. Los laboratorios farmacéuticos han fabricado a toda prisa una nueva vacuna. Han ganado mucho dinero.

No he llegado a París sino dos días después. Ignoraba que se había hecho muy difícil atravesar los océanos.

En nuestro aislamiento de hielo habíamos olvidado los odios miserables y estúpidos del mundo. Éstos se habían inflado y endurecido más aún en estos tres años. La monstruosa imbecilidad de los hombres evocaba en mí la imagen de perros enormes encadenados los unos frente a los otros, cada uno tirando de su cadena, gruñendo de furia y no pensando más que en romperla para ir a degollar el perro de enfrente. Sin razón. Simplemente porque es otro perro. 0 quizá porque le tiene miedo…

Leí los diarios australianos. Había pequeños incendios bien alimentados en el mundo, un poco por todos lados. Habían crecido desde mi partida para la Antártida. Y se habían multiplicado. Sobre todas las fronteras, a medida que se levantaban las barreras aduaneras, las barreras policiales las reemplazaban. Desembarcado en el aeródromo de Sydney, no fui autorizado ni a salir de él, ni a reembarcarme. Faltaba no sé qué visación militar en mi pasaporte. Necesité treinta y seis horas de gestiones furiosas para poder tomar al fin el jet con destino a París. Temblaba que metieran las narices en mis microfilms. ¿Qué hubieran podido imaginarse? Pero nadie me pidió que abriera mi portafolio. Lo mismo hubiera podido transportar planos de bases atómicas. No les interesaba. Era necesaria la visación. Era la consigna. Era estúpido. Era el mundo organizado.

En cuanto Simon hubo desempaquetado el contenido de su portafolio, Rochefoux, el jefe de Expediciones Polares Francesas, tomó el asunto con su energía habitual. Tenía cerca de ochenta años, lo que no le impedía pasar todos los años algunas semanas en la proximidad de uno o del otro polo.

Su cara color ladrillo, coronada de cabellos cortos de un blanco resplandeciente, sus ojos azul cielo, su sonrisa optimista, lo hacían idealmente fotogénico en la televisión, que no perdía una ocasión de hacerle entrevistas, de preferencia con primeros planos.

Ese día, convocó a todas, las del mundo entero, y toda la prensa al finalizar la reunión de la Comisión de la Unesco. Había decidido que el secreto había durado bastante, y tenía la intención de sacudir la Unesco, como un foxterrier sacude una pata, para obtener toda la ayuda necesaria, y en el acto.

En una gran oficina del séptimo piso, organizadores del Centro Nacional de Investigaciones Científicas acababan de instalar aparatos bajo la dirección de un ingeniero. Rochefaux y Simon de pie frente al gran ventanal miraban a dos oficiales trotar sobre caballos color tostado, en la perspectiva rectangular del patio del Colegio Militar.

La plaza Fontenoy estaba llena de jugadores de petanca que soplaban sus dedos antes de recoger sus bochas.

Rochefaux gruñó y se dio vuelta. No le gustaban ni los ociosos ni los militares. El ingeniero le informó que tole estaba listo. Los miembros de la Comisión empezaron a llegar y a tomar su lugar a lo largo de la mesa, frente a los instrumentos.