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— ¿Noticed? They're all left handed!… — dijo Hoover.
Hablaba en voz baja a Leonova, tapando su micrófono con la mano. Leonova comprendía muy bien el inglés.
Era cierto. Ello le saltaba a la vista ahora que Hoover se lo había dicho. Se sentía avergonzada de no haberse apercibido por sí sola. Todos los Gondas eran zurdos. Las armas encontradas en el zócalo de Eléa, y en el de Coban que había sido abierto a su vez, eran en forma de guantes para la mano izquierda.
Y la imagen en la pantalla grande en este momento, mostraba a Eléa y Paikan entrenándose entre otros Gondas al uso de arreas semejantes. Todos tiraban con la mano izquierda a blancos de metal, de diversas formas, que surgían bruscamente del suelo y que resonaban bajo el impacto de los golpes de energía. Era un ejercicio de destreza, pero sobre todo de control. Según la presión ejercida por los tres dedos doblados, el arma G. podía curvar una brizna de pasto o pulverizar una roca, destrozar un adversario, o simplemente matarlo.
Un blanco ovalado se erguía de pronto a diez pasos de Paikan. Era azul, lo que significaba que había que tirar con un mínimum de poderío. En un relámpago, Paikan hundió su mano izquierda en el arma sujeta a su cintura por una placa magnética, la arrancó, levantó el brazo y tiró. El blanco suspiró como una cuerda de arpa apenas rozada y se escamoteó.
Paikan se puso a reír. Se habla reconciliado con el arma. Este ejercicio era un juego agradable.
Un blanco rojo le fue propuesto casi en seguida, al mismo tiempo que uno verde se erguía a la izquierda de Eléa. Ella tiró efectuando un cuarto de vuelta. Paikan sorprendido, tuvo justo el tiempo de tirar antes que los blancos desaparecieran. El rojo resonó como un trueno, el verde como una campana. De todos lados los blancos surgían del terreno y recibían golpes violentos, papirotazos o caricias. El claro en el bosque cantaba como un enorme xilófono bajo el martillo de un loco.
Un aparato de la Universidad sobrevoló el claro del bosque, maniobrando un poco sobre el mismo sitio y luego se posó detrás de los tiradores. Era un aparato rápido. Se parecía a la punta de una lanza coronada por un fuselaje trasparente estampado con la ecuación de Zoran.
Dos guardias universitarios bajaron de él, con pectoral y faldón verdes, el arma G sobre el lado izquierdo del vientre, una granada S sobre la cadera izquierda, la máscara nasal colgando como collar. Llevaban el peinado de guerra los cabellos trenzados hacia atrás, sujetos por una horquilla magnética contra el casco cónico de anchos bordes. Iban de un grupo al otro, interrogando a los tiradores que los miraban con sorpresa e inquietud; no habían visto nunca guardias verdes tan bien armados.
Los dos guardias buscaban a alguien. Cuando estuvieron cerca de Eléa:
— Buscamos a Eléa 3–19–07–91 — dijeron.
Habían estado en la Torre, y encontrándola vacía se habían informado en la Central del Tiempo. Coban quería ver a Eléa sin demora.
— Voy con ella — dijo Paikan,
Los guardias no tenían la consigna de oponerse. El aparato atravesó el lago como una flecha hasta la Boca, y bajó verticalmente en la chimenea verde de la Universidad. Disminuyó la velocidad en la desembocadura del techo del Parking, se acercó al suelo en la pista central tomó una vecinal y se presentó delante de la puerta de los laboratorios que se abrieron y cerraron detrás de él.
Las calles y los edificios de la Universidad se destacaban por su sencillez sobre la exuberancia vegetal del resto de la ciudad. Acá, las paredes estaban desnudas, las bóvedas sin una flor o una hoja. Ni un ornamento sobre las puertas trapezoidales, ni el más mínimo arroyuelo en el suelo de la calle blanca donde el aparato seguía su curso, ni un pájaro en el aire, ni una cervatilla sorprendida en un recodo, ni una mariposa, ni un conejo blanco. Era la severidad del conocimiento abstracto. Las pistas de transporte tenían asientos fabricados y rampas metálicas.
Eléa y Paikan fueron sorprendidos por la actividad anormal que reinaba en la calle debajo de ellos. Guardias de verde en uniforme de guerra, los cabellos trenzados y con cascos en la cabeza, se desplazaban en plena pista, sin asombrarse de ver pasar por encima de sus cabezas este aparato al cual la calle, normalmente le estaba vedada. Señales de color palpitaban encima de las puertas, llamadas de nombres y de números resonaban, ayudantes de laboratorio, vestidos color salmón se apuraban en los corredores, sus largos cabellos envueltos en mantillas herméticas. No era el barrio de los Estudios, pero el de los Trabajos e Investigaciones. Ningún estudiante arrastraba por ahí sus pies desnudos y sus cabellos cortos.
El aparato se posó sobre la punta de una encrucijada en forma de estrella. Uno de los guardias condujo a Eléa al laboratorio 51. Paikan los siguió. Fueron introducidos en una pieza vacía en medio de la cual, un hombre vestido de color salmón, de pie, esperaba. La ecuación de Zoran, sellada en rojo sobre el lado derecho de su pecho lo designaba como jefe de laboratorio.
— ¿Usted es Eléa? — preguntó él.
— Soy Eléa.
— ¿Y usted?
— Paikan.
— ¿Quién es Paikan?
— Soy de Eléa — dijo Paikan.
— Soy de Paikan — dijo Eléa.
El hombre reflexionó un momento.
— Paikan no ha sido convocado — dijo—. Coban quiere ver a Eléa.
— Yo quiero ver a Coban — contestó Paikan.
— Le voy a hacer saber que está usted acá. Va a esperar.
— Acompaño a Eléa — dijo Paikan.
— Yo soy de Paikan — dijo Eléa.
Hubo un silencio, luego el hombre prosiguió:
— Le voy a avisar a Coban… Antes de verlo, Eléa debe pasar un test general. Aquí está la cabina…
Abrió una puerta traslúcido. Eléa reconoció la cabina standard en la cual todos los seres vivientes de Gondawa se encerraban, al menos una vez por año, para conocer su evolución fisiológica y modificar, si era el caso, su actividad y su alimentación.
— ¿Es necesario? — preguntó ella.
— Es necesario.
Eléa entró en la cabina y se sentó sobre la silla.
La puerta se cerré nuevamente, los instrumentos se iluminaron alrededor suyo, relámpagos de color brotaron frente a su cara, los analizadores ronronearon, el sintetizador restalló. Estaba terminado. Ella se levantó y empujó la puerta. Ésta permaneció cerrada. Sorprendida empujó más fuerte, sin resultado.
Llamé, inquieta:
— ¡Paikan!
Del otro lado de la puerta, Paikan gritó:
— ¡Eléa!
Trató nuevamente de abrir, ella adivinaba que había una cosa terrible en esta puerta cerrada. Gritó:
— ¡Paikan, la puerta!
Él se precipitó. Ella vio su silueta aplastarse contra el panel traslúcido. La cabina se estremeció, sus instrumentos destrozados cayeron al suelo, pero la puerta no cedió.
Detrás de la espalda de Eléa, el tabique de la cabina se abrió.
— Venga, Eléa — dijo la voz de Coban.
Dos mujeres estaban sentadas frente a Coban. Una era Eléa, otra, morena, muy bella, de formas más llenas, más opulenta. Eléa era el equilibrio en la medida perfecta, la otra era el desequilibrio que da el impulso hacia la riqueza. Mientras que Eléa protestaba, reclamaba a Paikan, exigía de reunirse con él, la otra había callado, mirándola con calma y simpatía.
— Espere, Eléa — dijo Coban—, espere a saber.
Llevaba el vestido severo de los ayudantes de laboratorio, pero la ecuación de Zoran, sobre su pecho, estaba impresa en blanco. Caminaba de arriba abajo; los pies desnudos como un estudiante, entre sus mesas— pupitres y la red de alvéolos que contenía varias decenas de millares de bobinas de lectura.