124272.fb2 La noche de los tiempos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 33

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Vieron a los Enisores trabajar y divertirse. Las necesidades de la población eran tan considerables y su crecimiento tan rápido, que, aun en ese día de la Fiesta de la Nube, no podían parar de edificar. Sin cesar, incansablemente como hormigas, los constructores agrandaban la ciudad, tallaban calles, escaleras y plazas en los flancos todavía vírgenes de la montaña, edificaban murallas, casas y palacios. No utilizaban más herramientas que sus manos. Llevaban sobre el pecho, colgada de un collar de oro, la efigie de la serpiente llama, símbolo enisor de la energía universal. No era solamente un símbolo, sino sobre todo un trasformador. Le daba al que lo usaba, el poder de dominar muy sencillamente con sus manos todas las fuerzas naturales.

Sobre la pantalla grande, los sabios de EPI, vieron los constructores enisores levantar sin esfuerzo bloques rocosos que debían pesar toneladas, posarlos unos sobre otros, ajustarlos entre sí, darles forma, modificarlos, centrarlos con el filo de la mano, alisarlos con la palma, como si fuera masilla. Entre las manos de los constructores, la materia se tomaba imponderable, maleable, dócil. En cuanto dejaban de tocarla, la piedra recobraba su dureza y su masa de piedra.

Los extranjeros invitados a la Fiesta de la Nube no estaban autorizados a aterrizar. Sus máquinas debían quedarse en la estación aérea en las inmediaciones de Diédohu. Sus filas curvas en distintas alturas componían en el cielo como las gradas multicolores de un extraño circo colocado sobre el vacío. Frente a ellos se levantaba el Templo, cuya flecha, construida de un solo bloque de piedra, más alto que los rascacielos de la América contemporánea, hundía su punta en la Nube. Una escalera monumental tallada en su masa, la circundaba en espiral. Sobre esta escalera, desde hacía horas, una muchedumbre subía hacia la cúspide del Templo. Subía lentamente, con su propia gravedad pesando sobre sus músculos, mientras que en todos los otros lugares, en las calles y las escaleras de la ciudad, los enisores se desplazaban con una soltura y una velocidad que revelaba su dominio de la gravedad. La muchedumbre de la escalera, componía, por el conjunto colorido de sus vestimentas, la efigie de la serpiente — IIama. La cabeza de la serpiente ondulaba sobre la escalera, a la izquierda, a: la derecha, y seguía subiendo. Su cuerpo continuaba enrollándose en los escalones alrededor de la Flecha. Debía componerse de varios centenares de miles de personas, quizá su número pasaba del millón.

Por las aberturas del aparato entraba la música que ritmaba los movimientos de la serpiente. Era una especie de lento jadeo que parecía emanar de la montaña y de la ciudad, y que la muchedumbre, la de la Flecha, la de las escaleras y de las calles, la que subía, la que miraba, la que trabajaba, acompañaba con profundos sonidos de su garganta, manteniendo la boca cerrada.

Cuando la cabeza de la serpiente alcanzó la Nube, el sol se hundía detrás de la montaña: la cabeza de la serpiente entró en la Nube con el crepúsculo. La noche cayó en pocos minutos. Reflectores, instalados en toda la ciudad, iluminaron la Flecha y el gentío que la rodeaba. El ritmo de la música y el canto se aceleró y la flecha comenzó a moverse, a menos que fuera la Nube. Se vio a la Flecha hundirse en la Nube o la Nube hundirse sobre la Flecha, retirarse, volver a comenzar, de más en más rápidamente, como por un inmenso acoplamiento de la Tierra y del Cielo.

El jadeo de la música se aceleró, aumentó de potencia, golpeaba los aparatos estacionados en el cielo como olas y dislocaba sus alineamientos. En el suelo todos los trabajadores abandonaban su trabajo. En los palacios, en las casas, en las calles, sobre las plazas los hombres se acercaban a las mujeres y las mujeres a los hombres, por casualidad, simplemente porque eran los más cercanos a ellos, y sin saber si eran bellos o feos, viejos o jóvenes o quienes eran, se agarraban y se abrazaban, se acostaban ahí mismo en el lugar en que se encontraban, entraban juntos en el ritmo único que sacudía a la montaña y a la ciudad. La Flecha penetró entera en la Nube, hasta su base. La montaña se resquebrajó, la ciudad se solivió, liberada de su peso, pronta a hundirse en el cielo hasta el infinito. La Nube llameó. Estalló en truenos de cataclismos, luego se apagó y se retiró. La ciudad pesó de nuevo sobre la Montaña. La Flecha estaba desnuda. No había ya nadie sobre la gran escalera de piedra. Todas las parejas acostadas se desunían y se separaban. Hombres y mujeres se levantaban alelados y se separaban. Otros se dormían sobre el mismo lugar. Durante algunos instantes de una brevedad sofocante, habían participado todos juntos del mismo placer cósmico. Cada uno de ellos había sido toda la Tierra, cada uno de ellas el Cielo. Era así una vez por año, en todas las ciudades de Enisorai. Durante el resto de los días y las noches, los hombres enisores no se acercaban a las mujeres.

Los sabios de EPI interrogaron a Eléa. ¿Qué se había hecho toda la multitud de la escalera?

— La Flecha se dio a la Nube — dijo Eléa—. La Nube se dio a la Energía Universal. Todos los y las que la componían eran voluntarios. Habían sido elegidos desde su infancia, sea porque presentaran alguna deficiencia de la mente o del cuerpo, aún ínfima, sea, al contrario, porque eran más inteligentes, más fuertes, más bellos que la medianía de los enisores. Criados en función de ese sacrificio, habían aprendido a desearlo con todo su cuerpo y todo su espíritu. Tenían derecho a sustraerse a ello, pero un número muy pequeño usaba de ese derecho. Así, la raza enisora se mantenía en una calidad de nivel constante. Pero ese sacrificio, sin embargo, no bastaba para compensar la natalidad que provocaba. Durante la fiesta de la Nube, eran concebidos veinte veces más enisores que los que perecían sobre todas las Flechas del Continente.

— Pero — dijo Hoover—, todas esas buenas mujeres debían parir todas el mismo día.

— No — contestó Eléa—, el tiempo de la gestación, en Enisorai, variaba de una a tres estaciones, según el deseo de la madre y según su edad. Como usted lo habrá visto no había Designación, por lo tanto nada de parejas, nada de familias. Los hombres y las mujeres vivían mezclados, en estado de igualdad absoluta de derechos y de deberes, en los Palacios comunes o en las casas individuales, como lo deseaban. Los niños eran criados por el Estado. No conocían a su madre, y por supuesto, menos a su padre.

A pesar de que el aparato se mantuviese lejos por encima de la muchedumbre a través de su ventana más próxima, los sabios habían podido ver en detalle un gran número de caras de enisores. Tenían todos el pelo negro y lacio, los ojos oblicuos, los pómulos salientes, la nariz aguileña arriba y aplastada abajo. Eran indiscutiblemente los antepasados comunes de los mayas, los aztecas, y los otros indios de América, y quizá también de los japoneses y los chinos, y de todas las razas mongoloides.

— ¡Ahí están, vuestros imperialistas! — dijo Hoover a Leonova.

Suspiró, luego agregó:

— Espero que nos guardarán menos rencor ahora, por haber tratado un poco duramente a sus descendientes.

— No es la vida lo que usted quiere salvar, sino la suya — dijo Eléa—. Y ha hecho buscar por el Ordenador las cinco mujeres más bellas del continente, para elegir la que lo acompañará.

— Mire — dijo Coban con una gravedad triste—, a la que hubiese elegido de salvar conmigo si hubiese creído tener el derecho de hacerlo…

Activó un haz de ondas. Encima de la mesa apareció la imagen de una niñta que se parecía extraordinariamente a Coban. De rodillas sobre un cuadro de césped cerca del lago de la Novena Profundidad, ella acariciaba un cervatillo de ojos pintados. Largos cabellos negros como de varoncito caían sobre sus hombros desnudos. Sus brazos gráciles se anudaban alrededor del cuello del animal que le mordisqueaba las orejas.

— Es Doa, mi hija — dijo Coban—, tiene doce años, y está sola. — Todas las chicas de su edad tienen desde hace tiempo un compañero. Pero ella está sola… Porque es como yo, una no — designada. El ordenador no ha podido encontrarme una compañera que me hubiese soportado y que no me hubiese irritado por la lentitud de su espíritu. Una cierta vivacidad de las facultades mentales condena a la soledad. He vivido algunos período, con viudas, con separadas. con no — designadas también. La madre de Doa era una de ellas. Su inteligencia era grande, pero su carácter atroz. El Ordenador no ha querido agobiar a ningún hombre con ella. A causa de su inteligencia, y de su belleza le pedí que me hiciera un niño. Aceptó con la condición de quedarse al lado mío para criarla. Lo creí posible. Nos hemos sacado nuestras llaves. Algunos días después tuvimos que separamos. Era bastante inteligente para comprender que no podía encontrar la felicidad al lado de nadie, ni aun de su criatura. Cuando nació, ella me la envió.

Era Doa…

«Doa, a su vez, ha recibido del Ordenador una respuesta negativa. Su carácter es muy dulce, pero su inteligencia es superior a la mía. No encontrará su igual en ninguna parte. Si vive…

La voz de Coban se ahogó. Borró la imagen.

— ¿No cree usted que amo a Doa por lo menos tanto como usted quiere a Paikan? ¿No cree que si yo obedeciese a motivos egoístas, es a ella a quien encerraría en el Refugio? ¿O que me quedaría, cerca de ella abandonando con alegría mi lugar al número 2? Pero conozco al número 2, sé lo que valen sus conocimientos y lo que valen los míos. El Ordenador ha tenido razón de designarme. No se trata ya de amor, ni de sentimientos ni de nosotros mismos. Estamos frente a un deber que nos sobrepasa. Tenemos, usted y yo, que preservar la vida universal rehacer el mundo.

— Escúcheme bien Coban — dijo Eléa—, me importa poco del mundo, de la vida, de la de los hombres y de la del universo. Sin Paikan, no hay más universo, no hay más vida. Deme a Paikan en el Refugio, y yo os bendeciré hasta el fondo de la Eternidad.

— No puedo — respondió Coban.

— Deme a Paikan! ¡Quédese junto a su hija! ¡No la deje morir sola, abandonada por usted!

— No puedo — dijo Coban a media voz.

Su rostro expresaba a la vez su resolución y su infinita tristeza. Este hombre estaba al final de un combate que lo dejaba destrozado, pero su resolución estaba tomada, una vez por todas, No había podido construir un Refugio más grande. El gobierno, totalmente absorbido por Gonda 1 y el monstruo colosal que se agazapaba en él, se había desinteresado del proyecto de Coban, lo había dejado proceder pero se había rehusado a ayudarlo. Era la Universidad sola la que había hecho el Refugio. Esta fabricación, este alumbramiento había movilizado todo su poder energético, todos los recursos de sus máquinas, de sus laboratorios y de sus créditos. Era el fruto único de una planta enorme. No contendría más que dos semillas, una tercera lo condenaría a perecer. Aún pequeña. Aún Doa. No podía cobijar más que a un hombre y una mujer.

— ¡Entonces tome otra mujer! — gritó Eléa—. ¡Hay millones!

— No — dijo Coban—, no hay millones, había cinco, y no queda más que usted… El Ordenador la ha elegido porque es excepcional. ¡No, no otra mujer, y no otro hombre, es usted y yo! No hablemos más, le ruego, está decidido.

— Usted y yo — dijo Eléa.

— Usted y yo — contestó Coban.

— Lo odio — dijo Eléa.

— Yo no la amo — contestó Coban—. Eso importa poco.

— Escuche, Coban — dijo una voz—, el presidente Lokan quiere hablarle y verlo.

— Lo escucho y lo miro — dijo Coban.

La imagen de Lokan surgió en un rincón de la pieza. Coban la desplazó, para que hiciera frente, del otro lado de la mesa. Lokan parecía agobiado por la angustia.

— Escuche, Coban — dijo—. ¿Dónde están sus enviados para tomar contacto con los hombres del Distrito del Conocimiento de Enisor?

— Espero un informe de un momento a otro.

— ¡No se puede esperar más! ¡No se puede! Los enisores bombardean nuestras guarniciones de Marte y de la Luna con bombas nucleares. Las nuestras están en marcha y vamos a retrucarles. Pero, por atroz que sea, aún no es nada. El ejército de invasión enisor esta saliendo de sus montañas huecas y emplazándose en sus bases de partida. ¡Dentro de algunas horas, va a caer sobre Gondawa! ¡Al primer despegue señalado por nuestros satélites, yo desencadeno la puesta en marcha del Arma Solar! ¡Pero soy como usted, Coban, le tengo miedo a este horror! ¡Puede ser que haya todavía tiempo de salvar la Paz! El gobierno enisor sabe que el envío de su ejército significará la muerte de su pueblo. Pero, o le importa poco, o bien espera destruir el Arma antes de su despegues ¡Kutiyu está loco! ¡Solamente la gente del Distrito puede ensayar de convencerlo, o de derrocarlos! ¡No hay más que la mitad de un instante para perder, Coban! ¡Le suplico trate de entrar en contacto con ellos!

— No puedo alcanzarlos directamente. Voy a llamar a Partao, en Lamoss.

La imagen del presidente se borró. Coban hundió su llave en una placa.

— Oigan — dijo—, quiero ver y oír a Partao, en Lamoss,

— Partao en Lamoss — dijo una voz—. Llamo.

Coban explicó a Eléa:

— Lamoss es el único país que quedará neutral en este conflicto. Por una vez no tendrá mucho tiempo para aprovechar de ello… Partao es el jefe de la Universidad Lamo. Es él, mi contacto con la gente del Distrito.

Partao apareció y le dijo a Coban que se había puesto en contacto con Soutaku en el Distrito.

— Ya no puede hacer nada… está desamparado. Lo va a llamar directamente.

Una imagen macilenta se encendió al lado de la de Partao. Era Soutaku.. en toga y gorro redondo de profesor. Tenía el aire de un trastornado, hablaba haciendo gestos, se golpeaba el pecho y mostraba con un dedo tenso a alguna cosa o alguien a lo lejos. No se oía una palabra de lo que decía, superficies de colores cambiantes cortaban su imagen en trozos, temblaban, se juntaban, se separaban. Luego desapareció.

— No puedo decirle nada más — dijo Partao—. ¿Quizá buena suerte?…

— Esta vez — contestó Coban—, no habrá suerte para nadie.