124272.fb2
— Vengo — contestó Coban.
Se volvió hacia Eléa, que había asistido a la escena sin decir una palabra, sin hacer un gesto.
— Ya está — dijo con voz glacial—, ahora sabe adonde estamos. No hay lugar para los sentimientos. Entraremos esta noche en el Refugio. Mis asistentes la van a preparar. Recibirá, entre otros cuidados, la única dosis existente del suero universal. Ha sido sintetizado, molécula por molécula, en mi laboratorio personal, desde hace seis meses. La dosis precedente, soy yo quien la ha probado. Estoy listo, si por milagro no sucediese nada, habrá obtenido de ser la primera en disfrutar de la juventud eterna. En ese caso le prometo que la dosis siguiente será para Paikan. El suero le permitirá pasar sin inconvenientes al través del frío absoluto. La voy a confiar a mis hombres.
Eléa se levantó y corrió hacia la puerta. Golpeó a un guardia en la sien, con un golpe terrible de su mano izquierda cerrada. El hombre cayó. El otro asió la muñeca de Eléa y se la sujetó fuertemente en la espalda.
— ¡Lárguela! — gritó Coban—. ¡Les prohibo de tocarla! Les haga lo que les haga.
El guardia la soltó. Ella se precipitó hacia la puerta. Pero ésta no se abrió.
— Eléa — dijo— Coban—, si usted acepta el tratamiento sin debatirse, sin tratar de huir le autorizaré a volver a ver a Paikan antes de entrar en el Refugio. Ha sido llevado a la Torre y está informado de lo que ha sido de usted. Espera noticias suyas. Le he prometido que la volvería a ver. Si usted protesta, si se debate, corre el riesgo de comprometer su preparación, la hago anestesiar, y no lo volverá a ver jamás.
Eléa lo miró un momento en silencio, respiró profundamente para retomar el control de sus nervios.
— Puede hacer venir a sus hombres, no me moveré más. Coban apoyó sobre una placa. Una parte del tabique se corrió, descubriendo un laboratorio ocupado por guardias y ayudantes de laboratoristas entre los cuales Eléa reconoció al jefe del laboratorio que los habla recibido.
El hombre le indicó una silla frente a él.
— Venga — dijo.
Eléa se adelantó hacia el laboratorio. Antes de dejar el escritorio de Coban, se volvió hacia él.
— Lo odio — dijo ella.
— Cuando salgamos del Refugio sobre la Tierra muerta — le contestó Coban—, no habrá ni odio ni amor. No habrá más que nuestro trabajo…
Ese día Hoi — To había bajado dentro del Huevo con el material fotográfico que acababa de recibir del Japón, en particular reflectores con luz coherente por medio de los cuales esperaba poder iluminar la Sala del Motor, al través de la loza trasparente, y fotografiarlo.
Al pararse el motor del frío se había apagado, y la Sala por encima de la loza era ahora un bloque de oscuridad. La temperatura había subido rápidamente, la nieve y la escarcha se habían fundido, el agua había sido aspirada, la pared y el suelo secados con aire caliente.
Mientras que, los ayudantes colgaban los reflectores en trípodes bajos, Hoi — To, maquinalmente miraba alrededor suyo. La superficie de la pared le pareció extraña. No estaba pulida, tampoco era mate, sino como tornasolada. Pasó sobre ella sus dedos sensibles, luego las uñas. Éstas rechinaron.
Hizo dirigir un reflector sobre la pared, una luz rajante; miró con una lupa, improvisó una especie de microscopio con un teleobjetivo y lentejuelas. No le quedó más duda: la superficie de la pared estaba grabada con innumerables estrías, Y cada una de esas estrías era una línea de escritura gonda. Las bobinas de lectura, en la sala de los alvéolos habían estado descompuestas por el tiempo, pero la pared del Huevo, enteramente impresa con signos microscópicos, representaba el equivalente de una biblioteca considerable.
Hoi — To tomó inmediatamente algunos clisés, con ampliación máxima, en diferentes puntos de la pared, alejados los unos de los otros. Una hora más tarde él los proyectaba sobre la pantalla grande. Lukos, muy excitado, identificó los fragmentos del relato histórico y de los tratados científicos, una página de diccionario, un poema, un diálogo que era quizá una pieza de teatro o una discusión filosófica.
La pared del Huevo parecía ser una verdadera enciclopedia de los conocimientos de Gondawa.
Uno de los clisés proyectado constaba de numerosos signos aislados, en los cuales Lukos reconoció símbolos matemáticos. Rodeaban al símbolo de la ecuación de Zoran.
Eléa se despertó acostada sobre una alfombra de piel. Descansaba sobre un lecho suave y tibio posado sobre la nada, ella flotaba en un estado de relajación total.
Había sido examinada de pies a cabeza, pesada casi a la precisión de una célula, alimentada, dada de beber, masajeada, compensada, acunada hasta no ser más que un cuerpo con el peso exactamente buscado, y de una pasividad perfecta.
Luego Coban que había vuelto, le había explicado el mecanismo de cierre y de abertura del Refugio, al mismo tiempo que le administraba él mismo, en forma de humo para respirar, de aceite sobre su lengua, de neblina en sus ojos, de largas modulaciones de infrasonidos sobre las sienes los diversos elementos del suero universal. Ella había sentido una energía nueva, luminosa, invadir todo su cuerpo, limpiarlo de sus últimos repliegues de lasitud, llenarla hasta la piel con un impulso igual al de los bosques en la primavera. Se habla sentido ponerse dura como un árbol, fuerte como un toro, en equilibrio como un lago. La fuerza, el equilibrio y la paz la hablan conducido irresistiblemente al sueño.
Se había dormido en el sillón del laboratorio, acababa de abrir los ojos sobre esta alfombra, en una pieza redonda y desnuda. La única puerta se encontraba frente. a ella. Delante de la puerta un guardia vestido de verde, sentado sobre un cubo, la miraba. Tenía agarrados con la punta de los dedos un objeto en vidrio hecho de delgados tubos estrelazados en volutas complicadas. Los tubos frágiles estaban llenos de un líquido verde.
— Puesto que ya no duerme — dijo el guardia—, le prevengo: si usted trata de salir a la fuerza, abro los dedos, esto se cae y se destroza, y usted duerme como una piedra.
Ella no respondió. Ella lo miraba. Movilizaba todos los recursos de su inteligencia hacia un solo objetivo, salir y reunirse con Paikan.
El guardia era grande, ancho de hombros, corpulento. Sus cabellos trenzados tenían color de bronce nuevo. Estaba en cabeza y sin armas. Su pescuezo era casi tan ancho como su cara maciza. Constituía un serio obstáculo frente a la única puerta. Al final de su brazo musculoso, en su mano ruda, tenía este objeto infinitamente frágil, obstáculo aún más serio.
— Escuche, Eléa — dijo una voz—, Paikan pide verla y hablarle. Nosotros se lo permitimos.
La imagen de Paikan se alzó entre ella y el guardia. Eléa saltó sobre sus pies.
— ¡Eléa!
— ¡Paikan!
Estaba de pie en la cúpula de trabajo. Ella veía cerca de él un fragmento de la tableta y la imagen de una nube.
— ¡Eléa! ¿Dónde estás? ¿Dónde vas? ¿Por qué me dejas?
— ¡He rehusado, Paikan! ¡Soy tuya! ¡No soy de ellos! ¡Coban me ha obligado! ¡Me retienen!
— ¡Vengo a buscarte! ¡Destrozaré todo! ¡Los mataré! Blandió su mano izquierda, hundida en el arma.
— ¡Tú no puedes! ¡No sabes dónde estoy!
— Yo tampoco lo sé! ¡Espérame, volveré a ti! ¡Por todos los medios!
— Te creo, te espero — dijo Paikan.
La imagen desapareció.
El guardia siempre sentado miraba a Eléa. De pie en el centro de la pieza redonda, ella lo miraba y lo evaluaba.
Dio un paso hacia él. Él agarró la máscara que tenía colgada del cuello y se la colocó sobre la nariz.
— ¡Cuidado! — dijo con voz gangosa.
Movió con precaución, el entrelazamiento frágil de los tubos de vidrio.
— Te conozco — dijo ella.
La miró con sorpresa.
— Tú y tus semejantes los conozco. Son simples, son valientes. Hacen lo que les mandan, no se les explica nada.
Ella hizo deslizarse el extremo de la cinta azul que le envolvía el busto, y comenzó o desenrollaría.
— Coban no te ha dicho que vas a morir…