124272.fb2 La noche de los tiempos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 35

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El guardia esbozó una sonrisa. Era guardia, estaba en las Profundidades, no creía en su propia muerte.

— Va a haber una guerra y no quedarán sobrevivientes. Tú sabes que digo la verdad, vas a morir. Ustedes van a morir todos, excepto Coban y yo.

El guardia supo que esta mujer no mentía. No era de las que se rebajan a mentir, cualquiera sean las circunstancias. Pero debía estar equivocada, hay siempre sobrevivientes. Los otros se mueren, yo no.

Ahora su talle estaba desnudo, y ella comenzaba a desatar la banda en diagonal de la cintura al hombro.

— Todo el mundo va a morir en Gondawa. Coban lo sabe. Ha construido un Refugio que nada puede destruir, para encerrarse. Ha encargado al Ordenador de elegir la mujer que encerrará con él. Esa mujer soy yo. ¿Sabes por qué el Ordenador me ha elegido entre millones? Porque soy la más bella. Tú no has visto más que mi cara. Mira…

Ella desnudó su seno derecho. El guardia miró esta carne maravillosa, esta flor y esta fruta, y sintió el ruido de la sangre golpeando en sus oídos.

— ¿Me deseas? — dijo Eléa.

Continuaba lentamente de descubrir su busto. Su seno izquierdo estaba todavía rodeado a medias por el género.

— Sé qué clase de mujer te ha elegido el Ordenador. Pesa tres veces mi peso.

— Una mujer como yo no has visto nunca…

La banda entera se deslizó al suelo, descubriendo el seno izquierdo. Eléa dejó colgar sus brazos a lo largo de su cuerpo, las palmas de la mano medio vueltas hacia adelante, los brazos un poco separados, ofreciendo su busto desnudo, el esplendor de sus senos proporcionados, llenos, suaves, gloriosos.

— Antes de morir, ¿me deseas?

Levantó la mano izquierda, y de un solo movimiento hizo caer la vestimenta que le cubría las caderas.

El guardia se levantó, dejó sobre el cubo el temible, frágil, amenazador objeto de vidrio, se arrancó la máscara y la túnica. Conjunto perfecto de músculos equilibrados y poderosos, su torso desnudo era magnífico.

— ¿Tú eres de Paikan? — dijo.

— Le he prometido: por todos los medios.

— Te abriré la puerta y te conduciré afuera. Él se sacó el faldón. Estaban de pie, desnudos uno frente al otro. Ella retrocedió lentamente, y cuando tuvo la alfombra bajo sus pies se puso de cuclillas y se acostó. Él se acercó, poderoso y pesado, precedido por un deseo soberbio. Él se acostó sobre ella y ella se abrió.

Ella lo sintió presentarse, anudó sus pies en las caderas de él y lo aplastó sobre ella. Él entró como una biela. Ella tuvo un espasmo de horror.

— ¡Soy de Paikan! — dijo.

Ella le hundió sus dos pulgares a la vez en las carótidas. Él se sofocó y se retorció. Pero ella era fuerte como diez hombres, y lo tenía sujeto con sus pies anudados, con sus rodillas, con sus codos, y sus dedos hundidos en sus cabellos trenzados. Y sus pulgares inexorables, endurecidos como el acero por la voluntad de matarlo, privaba a su cerebro de la menor gota de sangre.

Fue una lucha salvaje. Enlazados, anudados el uno al otro y en el otro, rodaban por el suelo en todas las direcciones. Las manos del hombre se aferraban a las manos de Eléa y tiraban, trataban de arrancar la muerte de su cuello. Y su bajo vientre quería vivir todavía, vivir todavía un poco, vivir lo suficiente como para ir hasta el final de su placer. Sus brazos y su torso luchaban por sobrevivir, y sus caderas y sus muslos luchaban, se apresuraban para ganarle de mano a, la muerte en velocidad, para gozar, gozar antes de morir.

Una Convulsión terrible lo puso tieso. Se hundió hasta el fondo de la muerte enganchada alrededor suyo y vació en un goce fulgurante, interminablemente toda su vida. La lucha terminó. Eléa esperó que el hombre se volviese ante ella pasivo y pesado como una bestia muerta. Entonces retiró sus pulgares hundidos en la carne blanda. Las uñas estaban llenas de sangre. Abrió sus piernas crispadas y se deslizó fuera del peso del hombre. Ella jadeaba de asco. Hubiese querido darse vuelta como un guante y lavar todo el interior de sí misma hasta los cabellos. Recogió la túnica del guardia, se restregó la cara, el pecho, el vientre, la tiró sucia, y se vistió rápidamente.

Se aplicó la máscara sobre la nariz, tomó la frágil construcción de vidrio y con precaución empujó la puerta. Ésta se abrió.

Ella daba sobre el laboratorio donde Eléa había recibido la preparación. El jefe y los dos ayudantes de laboratorio estaban inclinados sobre una mesa. Un guardia armado estaba, le pie frente a una puerta. Fue el primero en ver a Eléa. Dijo:

— ¡Cuidado!

Levantó la mano para ponerse su máscara.

Ella tiró el objeto de vidrio a sus pies. Se quebró sin ruido. Instantáneamente, la pieza se llenó de una bruma verde. El guardia y los tres hombres en vestidura color salmón se desplomaron sobre sí mismos.

Lea fue hacia la puerta y tomó las armas del guardia.

No soy un adolescente romántico. No soy una bestia congestionada gobernada por su estómago y su sexo. Soy razonablemente razonable, sentimental y sensual y capaz de dominar mis emociones e instintos. He podido soportar rápidamente la visión de tu vida, la mas íntima, he podido ver este bruto acostarse sobre ti, entrar en las maravillas de tu cuerpo. Lo que me ha trastornado es lo que he leído sobre tu rostro.

Hubieses podido no matar a ese hombre. Te había dicho que te acompañaría afuera. No puede ser que mintiera, pero no era para asegurar tu huida que lo has muerto, es porque estaba en tu vientre y no lo podías soportar. Lo has muerto por amor a Paikan. Amor. Esa palabra que la traductora utiliza porque no encuentra el equivalente del vuestro, no existe en vuestra lengua. Después de que te he visto vivir al lado de Paikan, he comprendido que era una palabra insuficiente. Nosotros decimos «la amo», lo decimos de la mujer pero también de la fruta que comemos, de la corbata que hemos elegido, y la mujer lo dice de su lápiz labial. Dice de su amante «es mío»… tú dices lo contrario: «yo soy de Paikan» y Paikan dice: «soy de Eléa». Tú eres de él, tú eres parte de ¿conseguiré alguna vez desligarte? Trato de interesarte en nuestro mundo, te he hecho escuchar Mozart y Bach, te he mostrado fotografías de París, Nueva York, de Brasilia, te he hablado de la historia de los hombres, de la que conocemos y es nuestro pasado, tan breve al lado de la duración inmensa de tu sueño. Fue, en vano.

Escuchas, miras, pero nada te interesa. Estás detrás de un muro. No tocas nuestro tiempo. Tú pasado te ha seguido en el consciente y en el subconsciente de tu memoria. No piensas mas que en sumergirte en él, en volverlo a encontrar, en revivirlo. El presente para ti es él.

Un aparato veloz de la Universidad se había posado sobre la pista de aterrizaje de la Torre. Los guardias que habían bajado de él registraban el departamento y la cúpula. Sobre la terraza, cerca del árbol de seda, Coban hablaba con Paikan. Acababa de explicarle por qué tenía necesidad de Eléa, y anunciarle su evasión.

— ¡Ha destruido todo lo que le impedía pasar, hombres, puertas y paredes! He podido seguir su rastro como el de un proyectil hasta la calle, donde se ha tornado un transeúnte libre.

Los guardias interrumpieron a Coban para hacerle saber que Eléa no estaba ni en el departamento ni en la cúpula. Les ordenó registrar la terraza.

— Dudo mucho de que esté allí — le dijo a Paikan—. Ella sabía que yo venía derecho hacia aquí. Pero yo sé que ella no tiene más que un deseo: reunirse con usted. Vendrá o le haré saber dónde está, para que se junte con ella. Entonces la agarraremos de vuelta. Es inevitable. Pero vamos a perder mucho tiempo. Si ella lo llama, hágale comprender, dígale de volver a la Universidad…

— No — contestó Paikan.

Coban lo miró con gravedad y tristeza.

— Usted no es un genio, Paikan, pero es inteligente. Y usted es de Eléa.

— Soy de Eléa — dijo Paikan.

— Si ella entra en el refugio, vivirá. Si ella no entra, morirá. Ella es inteligente y resuelta. El Ordenador ha hecho una buena elección, acaba de probarlo. Puede ser que a pesar de nuestra vigilancia consiga reunirse con usted. Entonces le toca a usted convencerla de que debe volver junto a mí. Conmigo vivirá; con usted morirá. En el Refugio, es la vida. Fuera del refugio, es la muerte dentro de algunos días, quizá algunas horas. ¿Qué prefiere? ¿Que viva sin usted, o que muera con usted?

Estremecido, torturado, furioso, Paikan gritó:

— ¿Por qué no elige otra mujer?

— Ya no es posible. Eléa ha recibido la única dosis disponible del suero universal. Sin ese suero, ningún organismo humano podría atravesar el frío absoluto sin sufrir graves daños, y quizá perecer.

Los guardias vinieron a decirle a Coban que Eléa no estaba en la terraza.

— Está en algún lado en esta proximidad, espera que nos hayamos ido — dijo—. La Torre quedará bajo vigilancia. Ustedes no se pueden reunir sin que lo sepamos. Pero si por milagro consiguieran hacerlo, acuérdese que tiene la elección entre su vida y su muerte…

Coban y los guardias volvieron al aparato que se elevó algunos centímetros por encima de la pista de aterrizaje, dio vuelta sobre el mismo lugar y se alejó con la máxima aceleración.

Paikan se acercó a la rampa y miró en el aire. Un aparato con la ecuación de Zoran estampada describía círculos lentos alrededor de la vertical de la Torre.

Paikan activó la pantalla de proximidad y la dirigió hacia las casas de recreo apoyadas en el suelo alrededor de la Torre.

Por todos lados vio caras de guardias que lo miraban al través de sus propias pantallas.

Entró en el departamento, abrió el ascensor. Un guardia estaba de pie en la cabina. Cerró la puerta, rabioso, y subió a la cúpula. Se plantó en medio de la pieza trasparente, miró al cielo puro donde el aparato de la Universidad seguía girando lentamente, levantó los brazos en cruz, los dedos separados, y empezó a hacer los gestos anunciadores de la tempestad.