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— ¡No temas! — le dijo suavemente.
Le acarició la mejilla, deslizó una mano debajo de su brazo, desató la extremidad de la banda de su busto, le desnudó un hombro, y con la parte así suelta, le envolvió el cuello, el mentón, la frente y los cabellos. Era un arreglo que los hombres y las mujeres usaban a veces, que no llamaría la atención y que le dejaba pocas probabilidades de ser reconocida.
— Busco a esta mujer para salvarla. Si ustedes saben dónde está, señálenla. Pero no la toquen… ¡Escuche, Eléa! Sé que usted me oye. Señálese con su llave hundiéndola en cualquier placa. Señálese y no se mueva más. Escuchen y miren, busco a esta mujer: Eléa 3–19–07–91…
Un hombre la ha reconocido. Es uno sin llave. La ha reconocido por sus ojos. No hay un azul tan azul en los ojos de ninguna otra mujer, ni en Gonda 7, ni quizá en todo el continente. El hombre está apoyado contra la pared, entre dos troncos trepadores, bajo las ramas de donde cuelgan las máquinas distribuidores de agua, de alimentos y de mil objetos necesarios o superfluos que se pueden obtener con su llave. Él no puede ya obtener nada. Es un paria, un sin llave, no tiene más cuenta, no puede vivir sino de la mendicidad. Tiende la mano, y la gente que viene a servirse en el bosque, de las máquinas multicolores, le dan el fondo de un cubilete, o un poco de comida que come o mete en su bolsa colgada de la cintura. Para esconder la vergonzosa desnudez de su dedo Sin anillo, usa alrededor de la falange de su dedo mayor una cinta negra.
Ha visto a Eléa acurrucarse contra Paikan y éste disimularle la cara. Pero cuando ella ha levantado la cabeza para mirar a Paikan, él le ha visto los ojos, y ha reconocido los ojos azules de la imagen.
Los guardias de verde se acercaban lentamente, inexorablemente. Cada persona interpelada hundía su llave en una placa fijada en la muñeca del guardia. Aquélla, de cada persona buscada, se quedaría hundida y fijada, haciéndola prisionera. Eléa y Paikan se alejaron. El sin llave los siguió.
No habían tomado nunca el ascensor común, frecuentado sobre todo por los menos bien designados, los que no se tomaban de la mano, y tenían necesidad de la compañía de los demás. Supieron que no lo tomarían tampoco ahora, las puertas giratorias no dejaban pasar más que una persona a la vez, con su llave hundida en la placa…
No tomarían este ascensor, ni ningún otro, ni las avenidas de transporte, ni comida, ni bebida. Nada. Ya no podían obtener ninguna cosa. Una imagen gigantesca de Eléa llenó bruscamente todo el ancho de la calle.
— La Universidad busca a esta mujer, Eléa 3–19–07–91. La busca para salvarla. Si la ven, no la agarren, no la toquen. Síganla y señálenla. La buscamos para salvarla. Escuche, Eléa, sé que usted me oye. señálese usted misma con su llave.
— ¡Ellos me miran! ¡Ellos me miran! — dijo Eléa.
— No — contestó Paikan—, no te pueden reconocer.
— La reconocerán por sus ojos, cualquiera que sea su disfraz. Miren los ojos de esta mujer. La buscamos para salvarla.
— ¡Baja los párpados! ¡Mira el suelo!
Una triple fila de guardias de verde desembocó en el cruce de la decimoprimera calle y la transversal, y se adelantó al encuentro de los otros. No había más escapatoria. Paikan echó una mirada desesperada alrededor suyo.
— Miren bien los ojos de esta mujer…
Cada uno de los ojos era grande como un árbol, y el azul del iris era una puerta abierta en el cielo de la noche. Las lentejuelas de oro brillaban en ellos como fuegos. La imagen giraba lentamente para que cada uno pudiera verla de frente y de perfil.
Agobiada por esta presencia desmesurada de ella misma, Eléa bajaba la cabeza, crispaba su mano sobre la mano de Paikan que la arrastraba hacia las puertas de la Avenida con la esperanza de poder escabullirse por la salida.
La imagen impalpable les cerraba el camino. Llegaron muy cerquita de ella. Eléa paró y levantó la cabeza. Desde lo alto de su cara gigantesca, sus ojos inmensos la miraban en los ojos.
— Ven… — dijo suavemente Paikan.
La atrajo hacia él, y ella se puso nuevamente a caminar: una niebla temblorosa de mil colores la envolvió, habían entrado dentro de la imagen. Emergieron de ella, frente a las puertas de acceso a la Avenida. Los batientes de la salida se abrieron bruscamente bajó la presión de una multitud de estudiantes que corrían. Muchachos y muchachas todos tenían el torso desnudo, extremadamente flaco. Las muchachas se habían pintado sobre cada seno una gran X roja, para negar su femineidad. No había más varones ni mujeres, no había más que rebeldes. Desde el comienzo de su campaña, ellos ayunaban un día sobre dos, y el segundo día no comían más que la ración energética. Se habían vuelto duros, y livianos como flechas.
Corrían acompasando la palabra «Pao» que significa «no» en las dos lenguas gonda. Paikan y EIéa se sumergieron entre ellos a contra corriente, para llegar a los batientes de la puerta antes de que se cerrase.
— ¡Pao!… ¡Pao!… ¡Pao!… ¡Pao!…
Los estudiantes los atropellaban y los arrastraban, y ellos volvían a correr hacia adelante apartando la multitud como una estrave. Los estudiantes se golpean contra ellos, se deslizaban a la derecha y a la izquierda, parecían no verlos, alucinados por el hambre y por su grito repetido.
— ¡Pao!… ¡Pao!… ¡Pao!… ¡Pao!…
Alcanzaron por fin la puerta. Pero un bloque la llenó y desbordó, empujándolos hacia atrás. Era una compañía de guardias de blanco de la policía del Consejo, codo contra codo, la mano izquierda armada.
Fría, eficaz, sin emoción, la Policía Blanca no se mostraba sino para proceder.
Sus miembros eran elegidos por el Ordenador antes de la edad de la Designación. No recibían llave, no tenían cuenta de crédito, estaban educados y entrenados en un campamento especial debajo de la Novena Profundidad, justo debajo del complejo de las máquinas estáticas. No subían nunca a la Superficie, rara vez por encima de las máquinas. Su universo era el del Gran Lago Salvaje, cuyas aguas se perdían en las tinieblas de una caverna inexplorable. Sobre sus riberas minerales, ellos libraban sin cesar batallas despiadadas los unos contra los otros. Peleaban, dormían, comían, peleaban, dormían, comían. La alimentación que recibían trasformaba su energía sexual desaprovechada en actividad de combate. Cuando el Consejo los necesitaba, los mandaba en cantidad más o menos importante donde la urgencia se hacía sentir, como un organismo moviliza sus fagocitos contra un forúnculo, y todo volvía a la normalidad. Estaban cubiertos de pies a cabeza, con una malla de material blanco parecido a cuero, que no dejaba libre más que la nariz y los ojos. Nadie había sabido nunca cuál era el largo de su pelo. Llevaban dos armas G, igualmente de color blanco, una en la mano izquierda, la otra sobre el vientre del lado derecho. Eran los únicas que podían hacer fuego con las dos manos. El Consejo los había lanzado en la ciudad para liquidar la revuelta de los estudiantes.
— ¡Pao!… ¡Pao!… ¡Pao!… ¡Pao!…
El bloque de guardias blancos seguía saliendo, compacto, desde los batientes de la Avenida, y avanzaba hacia los estudiantes cuyos faldones multicolores remolineaban en la calle, subiéndose a los árboles. La multitud sintiendo venir el choque, disparaba hacia todas las salidas posibles. Bloqueada por los guardias verdes en la dos extremidades de la calle, ella refluía hacia las entradas de los ascensores de la Avenida. Una imagen nueva del Presidente surgió de la bóveda, horizontal, larga como la calle, extendida sobre la muchedumbre, y habló.
Una imagen parlante sin llave era tan extraordinario que todo el mundo paró y escuchó. Hasta los guardias.
— Escuchen y miren… Les informo que el Consejo ha decidido enviar al Consejero de la Amistad Internacional a Lamoss, rogando al gobierno enisor enviar allí su ministro equivalente. Nuestro objeto es tratar de limitar la guerra a los territorios exteriores, e impedir que se extienda a la Tierra. ¡La Paz todavía puede ser salvada!… Todos los seres vivientes de las categorías de 1 a 26 deben dirigirse inmediatamente a su emplazamiento de movilización.
La imagen diose vuelta completamente y empezó de nuevo su discurso.
— ¡Escuchen y miren!… les informo…
— ¡Pao!… ¡Pao!… ¡Pao!… ¡Pao!…
Los estudiantes habían formado una pirámide. En la cúspide, una muchacha con los senos rayados, ardiente de fe, gritaba, con los brazos en cruz:
— ¡Pao!… ¡Pao!… ¡No lo escuchen! ¡No vayan a sus emplazamientos! ¡Rechacen la guerra, cualquiera que sea! ¡Digan No! ¡Obliguen al Consejo a declarar la Paz! ¡Sígannos!…
Un guardia blanco tiró. La muchacha desapareció en la mejilla de la imagen de Eléa.
— Buscamos a esta mujer…
Los guardias arremetieron tirando.
— ¡Pao!… ¡Pao!… ¡Pao!… ¡Pao!…
La pirámide voló en pedazos que eran muchachos y muchachas.
Paikan quiso hundir su mano en el arma, pero ya no estaba en su cintura. La había perdido, sin duda en el momento en que había creído colocarla en su lugar, saltando del aparato. La masa blanca compacta de los guardias iba a alcanzarlos, la multitud huía, los estudiantes pegaban su grito de rebeldía. Paikan aplastó a Eléa contra el suelo y se tiró sobre ella. Un guardia blanco los alcanzó corriendo a grandes zancadas. Paikan le agarró al vuelo la punta de un pie y lo dio vuelta con un golpe seco. El tobillo se rompió, El guardia cayó sin gritar. Paikan le hundió su rodilla sobre las vértebras cervicales y tiró, con sus dos manos, la cabeza hacia atrás. Las vértebras se quebraron. Paikan levantó la mano izquierda inerte, armada, y plegó a fondo los dedos enguantados en el arma. Un puñado de guardias voló y se aplastó contra la pared, y la pared pulverizada desapareció en una nube… Por detrás de la brecha abierta, las pistas de la Avenida desfilaban. La muchedumbre, Paikan y Eléa en medio de ella, se precipitaron allí, gritando. Paikan llevaba el arma del muerto. Los guardias blancos, indiferentes, continuaban con calma, su tarea de exterminio.
Abandonaron la Avenida en el Círculo del Parking. El Parking era la única esperanza, la única salida. Paikan había pensado en otra manera de procurarse un aparato. Pero había que llegar a él…
En el centro del Círculo se levantaban doce troncos de un Árbol Rojo. Unidos en su base, se evadían en corolas, se juntaban por sus ramas comunes como niños que hacen una ronda. Muy alto, sus hojas purpúreas ocultaban la bóveda, y se estremecían bajo la multitud de patas y de los cantos y alas de pájaros escondidos. Alrededor de su pie común daba vuelta un arroyuelo, en el fondo del cual pequeñas tortugas luminosas levantaban con sus cabezas chatas cantos rodados casi trasparentes, para buscar gusanos y larvas. Ella se arrodilló al borde del arroyuelo. Tomó agua con sus manos y hundió allí si, boca. La escupió con horror.
— Viene del lago de la Profundidad — dijo Paikan— Tú bien lo sabes…
Ella lo sabía pero tenía sed. Esta maravillosa agua clara era amarga, salada, pútrida y tibia. Era imbebible, aun en el minuto de la muerte. Paikan levantó suavemente a Eléa y la apretó contra él. Tenía sed y tenía hambre; estaba más afectado que ella, porque no tenía el sostén del suero universal. De las ramas encima de ellos colgaban mil máquinas que les proponían en, cambiantes colores, bebidas, alimentos, juegos, placer, necesidad. Sabía que no tenía ni el recurso de romper una u otra, pues en interior no había nada. Cada una fabricaba lo que tenla que fabricar, a partir de la nada. Con la llave.
— Ven — dijo Paikan con dulzura.
Agarrados de la mano, se acercaron a la entrada del Parking. Tres filas de guardias verdes formaban barrera. En cada calle que terminaba en el Círculo, una fila triple avanzaba, rechazando delante suyo multitudes nerviosas y de más en más densas.
Paikan hundió su mano en el arma, la despegó de su cintura, se volvió hacia la entrada del Parking y levantó el antebrazo.