124272.fb2
Dos horas más tarde, sabían todo, habían visto todo, le habían hecho cien preguntas a Simon, y Rochefoux sacaba deducciones, mostrando en una pantalla un punto del mapa que estaba proyectado ahí:
— Acá, en el punto 612 del Continente Antártico, sobre el paralelo 88, bajo 980 metros de hielo, hay restos de algo que ha sido construido por una inteligencia, y ese algo emite una señal. Desde hace 900.000 años, esta señal dice: «Estoy aquí, los llamo, vengan…» Por primera vez, los hombres acaban de oírla. ¿Vamos a titubear, Hemos salvado los templos del valle del Nilo. El agua que subía, en el dique de Assuan, nos empujaba desde atrás. Acá, evidentemente no hay necesidad no hay urgencia. Pero hay una cosa más grande: está el deber. El deber de conocer; de saber. Nos llaman. Hay que ir. Esto exige recursos considerables. Francia no puede hacerlo todo. Ella hará su parte. Les pide a las otras naciones de unirse a ella.
El delegado norteamericano deseaba mayor precisión. Rochefoux le pidió que tuviera paciencia, y continué:
— Esta señal, ustedes la han visto baje la forma de una Simple línea inscripta sobre un cuadriculado. Ahora, gracias a mis amigos del C.N.R.S. que la han auscultado de todas las formas posibles, se las voy a hacer oír…
Le hizo una señal al ingeniero, que conectó un nuevo circuito.
Sobre la pantalla del osciloscopio, hubo primero una línea tendida como la cuerda mi de un violín, mientras que estallaba un silbido sobreagudo que le provocó una mueca a Simon. El negro más blanco pasó su lengua rosada sobre sus labios agrietados. El blanco más rubio puso el auricular derecho en su oreja y lo agitó violentamente. Los dos amarillos cerraban completamente las ranuras de sus ojos. El ingeniero del C.N.R.S. dio vuelta lentamente un botón. El sonido sobreagudo se volvió agudo. Los músculos se distendieron. Las mandíbulas se descrisparon. El agudo bajó maullando, el silbido se hizo un trino. La concurrencia empezó a toser y carraspear. Sobre la pantalla del osciloscopio, la línea recta era ahora ondulada.
Lentamente, lentamente, la mano del ingeniero hacía bajar la señal, del agudo al grave, toda la escala de las frecuencias. Cuando llegó al límite de los infrasonidos, fue como una maza de fieltro golpeando cada cuatro segundos el cuero de un tambor gigantesco. Y cada golpe hacía temblar los huesos, la carne, los muebles, las paredes de la Unesco hasta sus fundamentos. Era igual al latido de un corazón enorme, el corazón de una bestia inimaginable, el corazón de la Tierra misma.
Títulos de la prensa francesa: «El descubrimiento más grande todos los tiempos», «Una civilización congelada», «La Unesco va a derretir el Polo Sur».
Título de un diario inglés: «¿Quién o qué?»
Una familia francesa cenando: los Vignont. El padre, la madre, el hijo y la hija están sentados del mismo lado de la mesa en semicírculo. La pantalla de televisión, colgada de la pared, frente a ellos, difunde el diario televisado. Los padres son gerentes de una tienda de ventas de la Unión Europea de Zapatos. La hija sigue los cursos de la Escuela de Arte Decorativo. El hijo va rezagado entre el segundo y tercer año de bachillerato.
La pantalla difunde la entrevista a una etnóloga rusa, trasmitida directamente por satélite. Ella habla en ruso. Traducción inmediata.
— Señora, usted ha pedido formar parte de la expedición encargada de elucidar lo que llaman el misterio del Polo Sur. ¿Espera entonces encontrar rastros humanos bajo 1.000 metros de hielo?
La etnóloga sonríe.
— Si hay una ciudad no ha sido edificada por pingüinos… No hay pingüinos tan al Sur, no hay más que pájaros bobos. Pero una etnóloga no está obligada a saberlo.
Entrevista al secretario general de la Unesco. Anuncia que los Estados Unidos, la U.R.S.S., Inglaterra, China, Japón, la: Unión Africana, Italia, Alemania, y otras naciones, han hecho saber que aportarán su pleno concurso material a la empresa de descongelar el punto 612. Los preparativos van a ser acelerados. Todo estará en el lugar de la obra para el principio del próximo verano polar.
Entrevistas a los que caminan por los Champs Elysées:
— ¿Sabe dónde queda el Polo Sur?
— Bueno… hum…
— ¿Y usted?
— Bueno… es por allá…
— ¿Y usted?
— Es al Sur
— Bravo. ¿Le gustaría ir?
— Este… No, por supuesto.
— ¿Por qué?
— Bueno, hace demasiado frío.
En la mesa en semicírculo, la madre Vignont menea la cabeza:
— ¡Lo que pueden ser de tontos para hacer semejantes preguntas — dice ella.
Reflexiona un segundo y agrega:
— Sobre todo que no debe hacer mucho calor… Vignont padre observa:
— ¡Lo que va a costar de dineros… Harían mejor en construir playas de estacionamiento…
La pantalla proyecta el plan audaz de Bernard..
— Sin embargo, es curioso encontrar eso en ese lugar — dice la madre.
— No es nuevo — dice, la hija—, es precolombino…
El hijo no mira. Está comiendo y leyendo las aventuras en dibujitos de Billy Bud. Su hermana lo sacude.
— ¡Mira un poco! Es divertido y con todo, ¿no?
— Son idioteces — contesta él.
Una máquina monstruosa se hundía en el flanco de la montaña de hielo, proyectando detrás suyo una nube de pedazos trasparentes que el sol atravesaba con un arco iris.
La montaña ya estaba perforada todo alrededor por unas treinta galerías en las cuales habían sido instalados, en pleno corazón del hielo, los almacenes y las emisoras de radio TV de la Expedición Internacional Polar, en siglas EPI. Era un nombre bello. La ciudad en la montaña se llamaba EPI 1 y la que estaba cobijada bajo el hielo de la planicie 612 se denominaba EPI 2.
EPI 2 comprendía todas las otras instalaciones, y la pila atómica que suministraba la fuerza, la luz y el calor a las dos ciudades protegidas, y a EPI 3, la ciudad de. la superficie, compuesta de hangares, de vehículos y de las máquinas que atacaban el hielo en todas las formas que la técnica había podido imaginar. Nunca una empresa internacional de una amplitud tal, había sido realizada. Parecía que los hombres, aliviados, hubiesen encontrado la ocasión deseada para olvidar los odios, y fraternizar en un esfuerzo totalmente desinteresado.
Francia era la potencia invitante, el francés había sido elegido como idioma de trabajo. Pero para hacer las relaciones más fáciles, el Japón había instalado en EPI 2, una Traductora universal de onda corta. Ésta traducía inmediatamente los discursos y diálogos que le eran trasmitidos, y emitía la traducción en diecisiete idiomas y diecisiete largos de ondas diferentes. Cada sabio, cada jefe de equipo y técnico importante había recibido un receptor no más grande que un poroto, ajustado al largo de onda de su lengua materna, que guardaba permanentemente en su oído, y una emisora alfiler que llevaba prendida sobre el pecho o sobre el hombro. Un manipulador de bolsillo, chato como una moneda, le permitía aislarse de la algarabía de las mil conversaciones, cuyas diecisiete traducciones se entrecruzaban en el éter como un plato de espaghetti de Babel, a la vez que no recibía sino el diálogo en el cual él tomaba parte.
La pila atómica era americana, los helicópteros pesados eran rusos, la ropa de abrigo acolchada era china, las botas finlandesas, el whisky irlandés y la cocina francesa. Había máquinas y aparatos ingleses, alemanes, italianos, canadienses, carne de la Argentina y fruta de Israel. El acondicionamiento de aire y el confort en el interior del EPI 1 y 2 eran americanos, y tan perfectos que se habla podido aceptar la presencia de las mujeres.
El pozo estaba cavado en el hielo traslúcido, en la vertical del punto donde había sido localizada la señal de la emisora. Tenía once metros de diámetro. Una torre de hierro parecida a un derrik lo dominaba, trepidante de motores, humeante de vapores, que el viento trasformaba en echarpes de nieve. Dos ascensores llevaban a los hombres y el material hacia las profundidades del corte, que se internaban un poco más cada día hacia el corazón del misterio.
A menos de 917 metros, los mineros del frío encontraron en el hielo a un pájaro.
Era rojo, con el vientre blanco, las patas color coral, un penacho del mismo color, despeinado, el pico amarillo, achaparrado, entreabierto, los ojos rojizos y negros brillantes. Con sus alas a medio desplegar, distorsionadas, su cola levantada en abanico, sus patas endurecidas como frenando, tenia el aspecto de debatirse en un vendaval de viento que venía desde atrás. Estaba erizado como una llama.
Recortaron alrededor suyo un cubo de hielo y lo mandaron a la superficie. El comité director de la expedición decidió dejarlo en su embalaje natural. Fue puesto en una refrigeradora trasparente, y los sabios empezaron a discutir sobre su sexo y su especie. La TV propaló su imagen en el mundo entero.
Quince días después, en plumas, en felpa, en seda, en lana, en duvet, en plástico, en madera, en cualquier cosa, había invadido la moda y las tiendas de juguetes.
En el fondo del pozo, las perforadoras de hielo acababan de alcanzar las ruinas.
El profesor Joao de Aguiar, delegado del Brasil, presidente en ejercicio de la Unesco, subió a la tribuna frente a la concurrencia. Estaba vestido de frac. En la gran sala de conferencias, se hallaban esa noche no sólo los sabios, los diplomáticos y los periodistas, sino también el «Tout Paris» muy parisiense y el «Tout Paris» internacional.