124272.fb2 La noche de los tiempos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 40

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— Máximum, velocidad 17, registrada. Atención a la aceleración.

A pesar del aviso, el desplazamiento horizontal apretó a Eléa contra el fuselaje, e hizo rodar a Paikan por encima de ella. Ésta se puso a reír, tomó con sus dos manos sus largos cabellos rubios todavía húmedos, le mordisqueó la nariz, las mejillas, los labios.

No pensaban más en sus infortunios, en las amenazas, en la guerra. Volaban hacia un abra de paz. Quizá momentáneo, precario, ilusorio, y donde los múltiples problemas se presentarían, en todo caso, para ellos. Pero estas preocupaciones eran para mañana, para después. Vivir las desgracias de antemano, es soportarlas dos veces. El momento presente era de alegría, no había que emponzoñarlo.

Fue cortado bruscamente por el alarido de las sirenas de alerta en el difusor,

Helados, se enderezaron. Una señal roja guiñaba en la plaqueta de mando…

— Alerta general — decía el difusor. Todos los vuelos están anulados. Volvemos al Parking por el camino más corto. Deben dirigirse inmediatamente a sus emplazamientos de movilización..

El aparato viró y comenzó, una bajada vertiginosa en oblicuo. En el suelo, al través del fuselaje trasparente, se veía el ballet enloquecido de las casas de recreo acercarse a una velocidad en aumento, y el embudo de la Boca aspirar las burbujas luminosas que revoloteaban por encima de ella, esperando su turno.

El aparato disminuyó de velocidad y vino a tomar su lugar en la ronda. Todos los aparatos de la superficie habían recibido la orden de volverse. Casas o máquinas, eran millares en dar vueltas por encima de, la Boca que aspiraba los más cercanos. La ronda cubría todo el lago y el bosque.

— Nos llevan de vuelta a la Ciudad, a la trampa — dijo Eléa—. hay que saltar.

Estaban en ese momento sobrevolando el lago a velocidad reducida, a una altura razonable para poder dar un salto. Pero las puertas estaban bloqueadas durante el vuelo. Ya abandonaban el lago, y sobrevolaban la masa compacta de los árboles. Paikan tiró de la placa de mando. El aparato sé encabritó e inició una subida, volvió a bajar, subió balanceándose, perdiendo altura cada vez más, a la manera de una hoja de otoño que cae. Pasó rozando la cima del bosque, subió nuevamente, bajó y destrozó la copa de un tronco gigante coronado de palmeras. Se quedó plantado allí como una manzana sobre un lápiz.

Estaban acostados el uno junto al otro al borde del lago, sobre el pasto que bajaba hasta la arena. La mano de Eléa estaba en la de Paikan. Sus ojos grandes abiertos miraban la noche límpida. La Boca había absorbido los últimos rezagados, el cielo no ofrecía ya nada más que sus estrellas. No veían otra cosa, y continuaban en medio de ellas, en la inmensa paz indiferente del espacio su viaje de esperanza interrumpido.

Frente a ellos, al ras del lago, la Luna se levantaba en su cuarto menguante. Estaba hinchada, como envuelta en algodón, deformada, rojiza. Fulguraciones purpúreas iluminaban sin cesar su parte sombría. Ella brillaba a veces toda entera con un breve resplandor semejante al del Sol. Era la imagen silenciosa de la destrucción de un mundo, propuesta a los hombres por los hombres.

Aquí mismo, antes del fin de la noche…

Sin moverse más, sin mirarse, enlazaron sus dedos y sus palmas una contra la otra, estrechamente.

Detrás suyo, en el bosque, un caballo relinchó suavemente, como para quejarse. Un pájaro, molestado en su sueño, pió y se volvió a dormir. Un aire liviano pasé sobre sus caras.

— Podríamos partir a caballo… — Murmuró Paikan.

— Para ir ¿adónde?… Ya nada es posible, ya… Se acabó…

Sonreía en la noche. Estaba con él. Cualquier cosa que pasara, le pasarla a él con ella, a ella con él.

Hubo un relincho más próximo, y el ruido blando de pisadas de caballo sobre el pasto. Se levantaron. El caballo, blanco a la luz de la luna, vino hasta ellos, paró y meneó la cabeza.

Ella hundió su mano en sus largos pelos, y lo sintió temblar.

— Tiene miedo — dijo Eléa. — Tiene razón…

Ella vio la silueta de su brazo extendido dar la vuelta del horizonte.

En todas las direcciones, la noche se iluminaba con fulgores breves, como tormentas lejanas.

La batalla… en Gonda 17… Gonda 41…. Han debido desembarcar por todos lados.

Un retumbar sordo comenzaba a seguir a los relámpagos. Llegaba ininterrumpido por toda la circunferencia del círculo del cual ellos eran el centro. Hacía sensible el suelo bajo los pies.

Despertó a los animales del bosque. Los pájaros volaban, se enloquecían por encontrar la noche, trataban de volver a su nido, se golpeaban contra las ramas y las hojas. Las ciervas oceladas del bosque salieron y vinieron a agruparse alrededor de la pareja humana. Hubo también un caballo azul invisible en la noche, y los pequeños osos lentos en los árboles con su chaleco claro, y los, conejos negros de orejas cortas, cuya cola blanca se agitaba a ras del suelo.

— Antes del fin de la noche — dijo Paikan—, ya no quedará nada vivo acá, ni un animal, ni una brizna de pasto, Y los que se creen protegidos allí abajo, tienen solamente una prórroga de algunos días, puede ser que de algunas horas.

— Quiero que entres en el Refugio. Quiero que vivas.

— ¿Vivir?… ¿Sin ti?…

Ella se apoyó contra él y levantó la cabeza. El veía la noche de sus ojos reflejar las estrellas.

— No estaré sola en el Refugio. Estará Coban. ¿Piensas en ello?

Él sacudió la cabeza como para rechazar esta imagen.

— Cuando nos hayamos despertado, yo deberé hacerle hijos. Yo que todavía no los he tenido de ti, yo que esperaba… Este hombre, dentro de mí, incesantemente, para sembrarme sus hijos, ¿no te importa?

Él la estrechó bruscamente contra sí, luego reaccionó, se esforzó por calmarse.

— Estaré muerto… desde hace mucho tiempo… desde esta noche…

Una voz inmensa y descarnada salió del bosque. Los pájaros se volaron, golpeándose en su vuelo contra todos los obstáculos de la noche. Todos los difusores trasmitían la voz de Coban. Ésta se mezclaba y se superponía a sí misma, vibraba y se esparcía sobre la superficie de las aguas. El caballo azul levantó la cabeza hacia el cielo y lanzó un grito como una trompeta.

— Eléa, Eléa, escuche, Eléa… Sé que ustedes están en el exterior… Usted está en peligro… El ejército de invasión aterriza sin parar… Ocupará pronto toda la Superficie… Identifíquese en un ascensor con su llave, ven iremos a buscarla allí donde sea que se encuentre… No tarde más… Escuche, Paikan, ¡piense en ella!… Eléa, Eléa, éste es mi último llamado. Antes de que termine la noche, el Refugio se cerrará, con usted o sin usted.

Luego fue el silencio.

— Soy de Paikan — dijo Eléa con una voz baja, grave.

Ella se colgó de su pescuezo.

Él puso sus brazos alrededor de ella, la levantó y la acostó sobre el blando colchón de pasto, entre los animales. Éstos se apartaron formando círculo alrededor de ellos. Llegaban otros del bosque, todos los caballos blancos, los azules, los negros, más pequeños, que no se distinguían bajo la luna. Y las lentas tortugas salían del agua para juntarse a ellos. La luz de los horizontes palpitaba alrededor suyo en las extremidades del mundo. Estaban solos junto a la muralla viviente de los animales que los protegían y los tranquilizaban. Él deslizó su mano bajo la banda que cubría el pecho de Eléa e hizo florecer un seno entre dos bucles. Posé sobre él su palma redondeada y lo acarició con un gemido de felicidad, de amor, de respeto, de admiración, de ternura, con un agradecimiento infinito hacia la vida que había creado tanta belleza perfecta y se la había dado para que él supiera que era bella.

Y ahora, era la última vez.

Posó sobre él su boca entreabierta, y sintió la suave punta volverse firme entre sus labios.

— Soy tuya… — murmuró Eléa.

Él liberó el otro seno y lo estrechó tiernamente, luego desató la vestidura de las caderas. Su mano corrió a lo largo de las mismas, a lo largo de los muslos y de todas las pendientes que la llevaban al mismo punto, a la punta del bosque corto dorado, al nacimiento del valle cerrado.

Eléa resistía al deseo de abrirse. Era la última vez. Había que eternizar cada impaciencia y cada liberación. Ella entreabrió justo para dejar a la mano el lugar para deslizarse, para buscar, para encontrar, la punta de la punta y del valle, la confluencia de todas las pendientes, protegido, escondido, cubierto, ah… ¡descubierto! el centro ardiente de sus goces.

Ella ¿gimió y posó a su vez las manos sobre Paikan.

El horizonte retumbó. Un resplandor verde convirtió en verde un tropel de caballos blancos, que brincaban sin desplazarse, asustados.

Eléa no veía ya nada. Paikan veía a Eléa, la miraba con sus ojos, con sus manos, con sus labios, se llenaba la cabeza con su carne y con su belleza y con el goce que la recorría, la hacía estremecer, le arrancaba suspiros y gritos. Ella cesó de acariciarlo. Sus manos sin fuerza cayeron sobre él. Los ojos cerrados, los brazos caídos, ella no pesaba más, no pensaba más, era el pasto y el lago y el cielo, era un río y un sol de felicidad. Pero aún no eran más que las olas antes de la ola única, la gran ruta luminosa múltiple hacia la única cumbre, el maravilloso camino que ella no había nunca recorrido tan largamente, que él dibujaba y redibujaba con sus manos y sus labios sobre todos los tesoros que ella le daba. Y lamentaba no tener más manos, más labios para hacerle por todos lados más goces a la vez. Y él le agradecía en su corazón de ser tan bella y tan feliz.

De un solo golpe, el cielo todo entero volvióse rojo. El tropel rojo de caballos partió al galope hacia el bosque.