124272.fb2 La noche de los tiempos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 41

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Eléa ardía. Jadeante, impaciente, ya no era posible, ella tomó en sus manos la cabeza de Paikan de suaves cabellos color de trigo, que ella no veía, que no podía ver más, lo atrajo a sí, su boca sobre la suya, luego sus manos bajaron y tomó el árbol amado, el árbol ofrecido, acercado y rehusado, y lo condujo a su valle abierto hasta su alma. Cuando él entró, ella tuvo un estertor, murió, se derritió, se desparramó por los bosques, sobre los lagos, sobre la carne de la tierra. Pero él estaba en ella Paikan la llamaba alrededor suyo, con largos llamados poderosos que la traían de vuelta de los extremos del mundo, Paikan, la llamaba, la atraía, la volvía a juntar, la endurecía, la apretaba hasta que el medio de su vientre atravesado de llamaradas estallase en un goce prodigioso, indecible, intolerable, divino, bien amado, ardiente, hasta la extremidad de la menor parcela de su cuerpo que la sobrepasaba.

Sus dos caras calmadas descansaban una contra la otra. La de Eléa estaba vuelta hacia el cielo rojo. La de Paikan bañaba en el pasto fresco. No quería aún retirarse de ella. Era la última vez. Pesaba sobre ella justo lo suficiente para tocarla y sentirla todo a lo largo de su piel. Cuando la dejara sería para siempre. No habría más mañana. Nada volvería a comenzar. Estuvo a punto de dejarse llevar por la desesperación y ponerse a aullar contra la absurda, la atroz, la insoportable separación. El pensamiento de su muerte próxima lo apaciguó.

Una pesada detonación hizo temblar el suelo. Parte del bosque se incendió de un sólo golpe. Paikan levantó la cabeza y miró, en la luz danzante, la cara de Eléa, estaba bañada por una gran dulzura, la paz grande que conocen después del amor las mujeres que lo han recibido y dado en su plenitud. Ella descansaba sobre el pasto con todo su cuerpo enteramente distendido. Apenas respiraba. Estaba más allá de la vigilia y el sueño. Estaba bien por todos lados, y lo sabía. Sin abrir los ojos, preguntó muy suavemente:

— ¿Me miras?

Él respondió:

— Eres bella…

Lentamente, la boca y los ojos cerrados se convirtieron en una sonrisa.

El cielo palpitó y se fundió. En un aullido, una bandada de soldados enisores medio desnudos, pintados de sus asientos de hierro surgió en las alturas de la noche inflamada, y corrió oblicuamente, por encima del lago, hacia la Boca. De todas las chimeneas, las armas de defensa tiraron. El ejército aéreo fue asolado, dispersado, arrasado, devuelto hacia las estrellas en millares de cadáveres dislocados que recaían en el lago y el bosque. Los animales corrían en todos sentidos, se tiraban al agua, volvían a salir de ella, daban vueltas alrededor de la pareja, bailando de enloquecimiento. Una serie de explosiones aterradoras levantó el bosque incendiado y lo proyectó por doquier. Una rama antorcha cayó sobre una cierva que pegó un salto fantástico y se zambulló. Los caballos en llamas galopaban y coceaban. Del cielo un nuevo ejército bajó aullando.

Paikan quiso irse de Eléa. Ella lo retuvo. Abrió los ojos. Lo miró. Ella estaba feliz.

— Vamos a morir juntos — dijo.

Él deslizó su mano en el arma abandonada sobre el pasto, se retiró, y se enderezó. Ella tuvo el tiempo de ver el arma apuntándole. Gritó:

— ¡Tú!

— Vas a vivir — le contestó.

Y tiró.

Lo que aconteció después, Eléa lo descubrió al mismo tiempo que los sabios de EPI. El arma la había abrumado, pero sus sentidos habían continuado recibiendo impresiones, y su memoria subconsciente atrapándolas.

Sus oídos habían escuchado, sus ojos entreabiertos habían visto, su cuerpo había sentido a Paikan ajustar alrededor suyo algunas vestimentas, tomar la en sus brazos y caminar hacia los ascensores en medio del infierno desencadenado. Había hundido su llave en la placa, pero la cabina no subía. Había gritado:

— ¡Coban! ¡Lo llamo! ¡Soy Paikan! Le traigo a Eléa…

Hubo un silencio, gritó de nuevo el nombre de Coban, el nombre de Eléa. Una señal verde se puso a palpitar encima de la puerta, y la voz de Coban sonó, borrada, cortada, a ratos ahogada, otras veces como el sonido de una lengua de acero:

— Tarde… bien tarde… enemigo… penetrado en Gonda 7… su grupo de ascensores aislado… voy a tratar baje… envío un comando atravesar el enemigo a su encuentro identifíquese… su anillo… todas las placas… repito envío…

La cabina del ascensor llegó y se abrió.

El suelo se levantó con una explosión aterradora, el techo del ascensor fue pulverizado, Eléa arrancada de los brazos de Paikan, el uno y el otro levantados, enrollados, arrojados al suelo. Y los ojos de Eléa, inconsciente, veían eI cielo rojo del cual bajaban sin cesar nubes de hombres rojos. Y sus oídos escuchaban el aullido que llenaba la noche en llamas.

Su cuerpo sintió la presencia de Paikan. Se había reunido con ella. La tocaba. Sus ojos vieron la cara angustiada esconder el cielo e inclinarse hacia ella. Vieron su frente, herida, sus cabellos rubios manchados de sangre. Pero su conciencia estaba ausente, y ella no resintió ninguna emoción. Sus oídos escucharon la voz de Paikan que hablaba para tranquilizarla:

— Eléa… Eléa… Estoy acá… Te voy a llevar… a… el Refugio… Vivirás…

La levantó y la cargó sobre su hombro.

El busto de Eléa colgaba en la espalda de Paikan, y sus ojos no vieron nada más. Su memoria no registró más que ruidos, y sensaciones difusas, profundas, que entran en el cuerpo por toda la superficie y el espesor de su carne, y que la consciencia ignora.

Paikan le hablaba, y ella oía su voz entre las explosiones y las crepitaciones del bosque que ardía.

— Te voy a llevar… Voy a bajar en el ascensor… por la escalera… Soy tuyo… No temas… Estoy contigo.

Sobre la pantalla grande de la Sala del Consejo, no había más imágenes precisas. En la mesa del podio, Eléa con los ojos cerrados, la cabeza en sus manos, dejaba que su memoria liberara lo que había registrado. En los difusores estallaban estrépitos, explosiones, gritos horribles, el fragor de temblores de tierra. Sobre la pantalla, el circuito— imagen traducía los impulsos recibidos por los derrumbamientos de colores gigantescos, caídas interminables hacia un abismo sulfuroso, erupciones de tinieblas. Era el retorno de un mundo hecho pedazos hacia el caos que precedió todas las creaciones.

Y después hubo una sucesión de golpes sordos y afelpados— de más en más cerca, de más en más poderosos.

Eléa parecía molesta, incómoda. Abrió nuevamente los ojos y se arrancó el círculo de oro.

La pantalla se apagó.

Los golpes sordos continuaron. Y de repente fue la voz de Labeau:

— ¿Oyen? ¡Es su corazón!

Hablaba directamente de la sala de reanimación, por todos los difusores.

— ¡Hemos triunfado! ¡Vive! ¡Coban vive!

Hoover se levantó de un salto, gritó «¡Bravo!» y se puso a aplaudir. Todo el mundo lo imitó. Los viejos sabios y aun los más jóvenes, los hombres y algunas mujeres entre ellos, se aliviaban gesticulando con grandes gritos, del malestar que sentían de volverse a encontrar entre sí, a mirarse los unos a los otros, después de haber oído y visto juntos sobre la pantalla las escenas más íntimas evocadas por la memoria de Eléa. Simulaban no darle ninguna importancia, estar hastiados de todo, de considerarlo con un puro espíritu científico, o de tomarlo en broma. Pero cada uno estaba profundamente conmovido en su espíritu y su carne, y encontrándose de golpe nuevamente en el mundo de hoy, no se animaba más a mirar a su vecino quien también desviaba su mirada. Tenían vergüenza. Vergüenza de su pudor y vergüenza de su vergüenza. La maravillosa, la total inocencia de Eléa les mostraba hasta qué punto la civilización cristiana había — desde San Pablo y no después de Cristo— pervertido condenándolos, los goces más bellos que Dios haya dado al hombre. Se sentían todos, aun los más jóvenes, semejantes a pequeños viejecitos salaces, impotentes y mirones. El corazón de Coban, al despertarse, acababa de ahorrarles ese penoso momento de molestaba colectiva, en que la mitad de ellos enrojecía y la otra mitad palidecía.

El corazón de Coban latía, se detenía, volvía a comenzar, irregular, amenazado. Los electrodos de un estimulador, fijados sobre su pecho por medio de vendas, intervenían automáticamente cuando el paro se prolongaba, y la sorpresa de un choque eléctrico hacía volver a funcionar el corazón con el sobresalto.

Los médicos alrededor de la mesa de reanimación, tenían caras preocupadas. Bruscamente, lo que temían, se produjo. La respiración de Coban se volvió difícil, gorgoteante, y los vendajes sobre la boca se tiñeron de sangre ¡Suero! Acuéstenlo sobre el lado. ¡Coagulante! Sonda bucal…

Los pulmones sangraban.

Sin cesar un instante sus atentos cuidados, por encima del yacente que liberaban, manipulaban, aliviaban, los reanimadores tuvieron un conciliábulo.

Si la hemorragia no se detenía, es que las quemaduras del tejido pulmonar eran demasiado graves para cicatrizarse. En ese caso, había que abrir a Coban y reemplazarle los pulmones.

Objeciones:

Demora inevitable para hacer venir pulmones nuevos (tres pares, para más seguridad) del Banco Internacional órganos: llamada por radio, embalaje, transporte al avión, travesía Ginebra — Sydney, transborde, travesía Sydney — EPI: todo 20 horas.

— No se olvide los trámites militares de mierda… Los papeles de aduana…

— No me imagino que van a…

— Todo es posible. Calcule el doble de tiempo.

— Cuarenta horas.

Mantener a Coban con vida durante ese tiempo. Necesidad de sangre para transfusión. Test Sanguíneo de la sangre de Coban, inmediatamente. Grupo y subgrupo rojos, grupo y subgrupo blancos.

Un enfermero despejó, la mano y el pliegue del codo izquierdo.

Mismo problema para la operación: sangre en cantidad, prever el doble.