124272.fb2 La noche de los tiempos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 49

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Shanga tuvo un sobresalto y retrocedió. Leonova se puso furiosa.

— ¡No es el momento de sentirse negro! — gritó ella.

Dejó el revólver, tomó la bota con sus dos manos y tiró.

Ya no buscaba comprender, tenía total confianza en Hoover, y sabía hasta qué punto. Cada fracción ínfima de su tiempo era esencial.

— Gracias, hermanita. ¡Acuéstense todos!

Dio el ejemplo. Shanga, asustado, lo imitó en seguida. Heath también, con el aire de no hacerlo. Leonova, de rodillas tenía todavía la bota en la mano.

— Tírala en el agujero…

El agujero era la abertura de la escalera que reunía el fondo del Pozo a la Esfera. Las minas estaban en la escalera, debajo de los escalones. Leonova arrojó la bota. No sucedió nada.

— Vamos a ir. Sácame la otra, y sácate las tuyas. Debemos ser silenciosos como la nieve. Heath, usted no debe dejar entrar más a nadie, ¿oye? Nadie.

— ¿Pero qué…?

— Dentro de un momento…

Los brazos separados del cuerpo, para que sus manos doloridas no tocaran nada, penetraban ya en la escalera, con Leonova detrás de él…

En el Huevo, había un hombre acostado y un hombre de pie. El hombre acostado tenla un cuchillo clavado en el pecho y su sangre formaba en el suelo una pequeña laguna en forma de burbuja de dibujos animados. El hombre de pie tenla un casco de soldador que ocultaba su rostro y pesaba sobre sus hombros. Tenla agarrado con las dos manos el tubo del plaser, y dirigía el extremo de la llama sobre la pared grabada. El oro se fundía y chorreaba.

Leonova tenía el revólver en su mano derecha. Temió de no tenerlo bastante sólidamente sujeto. Le agregó la mano izquierda, y tiró.

Sus tres primeras balas arrancaron el plaser de la manos del hombre y la cuarta le destrozó la muñeca, casi cortándole la mano. El choque lo echó por tierra, la llama del plaser le asó un pie. Aulló. Hoover se precipitó, y con el codo cortó la corriente.El hombre del cuchillo en el pecho era Hói — To.

El hombre con el casco de soldador era Lukos. Hoover y Leonova lo habían reconocido en cuanto lo habían visto. No habla dos hombres de esa estatura en EPI. De una patada, Hoover le hizo saltar el casco, descubriendo una cara sudorosa con los ojos en blanco. Bajo el efecto del horrible dolor de su pie reducido a cenizas, el coloso se había desvanecido.

— ¡Simon, usted que es su amigo, pruebe!…

Simon intentó. Se inclinó sobre Lukos acostado en su cuarto de la enfermería, y le suplicó que le dijera cómo desconectar las minas pegadas a las memorias de la Traductora, y para quien habla hecho ese trabajo insensato, y si era él solo o tenla cómplices. Lukos no contestó.

Interrogado sin cesar por Hoover, Evoli, Henckel, Heath, Leonova, desde que había recuperado el conocimiento, había confirmado solamente que las minas explotarían si se las tocaba, y que explotarían lo mismo si no se las tocaba. Pero había rehusado decir dentro de cuánto tiempo, y rehusado toda respuesta a cualquier otra pregunta. Inclinado sobre él, Simon miraba esa cara inteligente, huesuda, esos ojos negros que lo miraban fijo sin temor, ni vergüenza, ni fanfarronería.

— ¿Por qué, Lukos? ¿Para quién has hecho eso?

Lukos lo miraba y no contestaba.

— ¿No es por dinero? ¿Tú no eres un fanático? ¿Entonces?…

Lukos no contestaba.

Simon evocaba la batalla contra el tiempo que habían librado juntos, que Lukos había dirigido, para comprender esas tres palabritas que permitirían salvar a Eléa. Ese trabajo extenuante, genial, esa abnegación totalmente desinteresada, era bien él, Lukos, quien los habla prodigado. ¿Cómo había podido, después, asesinar un hombre, y complotar contra la humanidad? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Para quién?

Lukos miraba a Simon y no contestaba.

— Perdemos el tiempo — dijo Hoover—. Déle una inyección de Pentotal. Dirá todo lo que sabe muy simpáticamente y sin sufrir.

Simon se enderezó. En el momento en que se iba a alejar, Lukos, con su mano sana, fuerte como la de cuatro hombres, le agarró el brazo, lo volcó sobre su cama, le arrancó el revólver metido en la cintura, se lo apoyó contra su propia sien y tiró. El disparo salió oblicuamente. La parte superior de su cráneo se abrió y la mitad de su cerebro fue a formar una especie de abanico rosa, que se posó en óvalo esparcido sobre la pared. Lukos había encontrado el modo de callarse a pesar del Pentotal.

Los responsables de EPI, en el curso de una reunión dramática, decidieron, a pesar de su repugnancia, hacer un llamado a la Fuerza Internacional apostada a lo largo del las costas para buscar, capturar o destruir, a quien o a quienes habían podido recibir la emisión clandestina. A pesar de que los barcos más próximos estaban demasiado lejos para recibir las imágenes, era probable que fuera un elemento secreto, destacado de una de las flotas que se había acercado, a una distancia suficiente como para captar la emisión.

Probable. Pero no seguro. Un pequeño submarino o un anfibio mar — tierra habría podido introducirse entre las mallas de la red de vigilancia. Pero, aun si era un elemento de la Fuerza Internacional, sólo la Fuerza misma podía encontrarlo. Había que contar con las rivalidades nacionales que iban a aguzar el celo de las investigaciones, y de la vigilancia recíproca.

Rochefoux entabló con el almirante Huston, que era el de guardia, un diálogo por radio difícil y grotesco, por las interrupciones de la tormenta magnética que acompaña a la tormenta con sus voces burlonas. Huston terminó sin embargo por comprender, y alertó a toda la aviación y toda la flota. Pero la aviación no podía hacer nada en medio de esta furiosa papilla blanca. Los portaaviones estaban cubiertos con nieve, todas las superestructuras acolchadas con diez veces su espesor de hielo. Neptuno 1 se había puesto al reparo sumergiéndose. No era el caso para él de quedar en la superficie. Con angustia, Huston se dio cuenta de que no le quedaba otro medio de acción que la jauría de los submarinos soviéticos. ¡Si era para ellos que Lukos había trabajado, qué ironía resultaba mandarlos a la cacería! Y si era para nosotros, si Lukos era un agente del F.B.I., que el Pentágono ignoraba, ¿no era horrible lanzar los rusos contra gente que defendían al Occidente, y a la civilización?

¿Y si era para los chinos? ¿Para los hindúes? ¿Para los negros? ¿Para los judíos? ¿Para los turcos? Si era, si era…

Un militar, por alto que sea su grado, tiene siempre la paz espiritual de la disciplina. Huston cesó de hacerse preguntas a sí mismo, dejó de pensar, y aplicó el plan previsto. Despertó a su colega, el almirante ruso Voltov, y lo puso al corriente de la situación. Voltov no titubeó un segundo. En el instante dio las órdenes de alerta. Los veintitrés submarinos atómicos y sus ciento quince lanchas patrulleras a motor, hicieron rumbo al sur, se acercaron a las costas hasta el límite. de la imprudencia, y cubrieron cada metro de roca o de hielo sumergidos, con una red de ondas detectoras. Sobre mil quinientos kilómetros, ni la vibración de una sardina se les hubiera podido escapar.

Hubo un hueco en la tormenta. El viento soplaba con la misma fuerza, pero las nubes y la nieve desaparecieron en el fondo del cielo azul. Neptuno I recibió órdenes de entrar en acción. Subió a la superficie, el estrave frente a las olas. Los dos primeros helicópteros salidos de sus bodegas fueron lanzados al mar aun antes de haber abierto sus paletas. El almirante alemán Wentz que comandaba el Neptuno empleó su última arma: los dos aviones — cohete metidos en el fondo de sus tubos. Llevaban un rosario de bombas H miniaturas, y bajo sus narices, los dos ojos de una cámara estercoscópica emisora. Penetraron en el viento como balas. Sus cámaras mandaron hacia los receptores del Neptuno dos cintas continuadas de imágenes en colores y en relieve.

Todo el estado mayor del Neptuno estaba presente en la sala de observaciones. Huston y Voltov habían arriesgado la vida para venir, para ver, y vigilarse,

No mejor que cualquiera de los oficiales presentes, eran ellos capaces de reconocer las imágenes que desfilaban sobre la pantalla de izquierda o sobre la de la derecha, y de saber la diferencia entre un pájaro bobo emperador y una ballena encinta. Pero los detectores electrónicos, ellos sí eran capaces. Y de pronto, dos flechas blancas aparecieron sobre la pantalla derecha. Dos flechas en el ángulo derecho que convergían una hacia la otra, y designaban el mismo punto, y se desplazaban con él y con la imagen, de la izquierda a la derecha de la pantalla.

— ¡Paren! — gritó Wentz—. Agrandamiento máximo.

Sobre la mesa, delante de él, una pantalla horizontal se iluminó. Pegó su cara a la lupa estereoscópica. Vio una parcela de la costa venir hacia él, agrandarse, agrandarse. Vio en una caleta desgarrada, en el fondo de la bahía, bajo algunos metros de agua clara hirviente, un huso ovalado, demasiado regular en su forma y demasiado quieto para ser un pescado…

En el submarino minúsculo, los dos hombres pegados el uno contra el otro estaban impregnados por un olor húmedo de sudor y de orina. No habían previsto para ellos una vejiga receptora. No tenían más remedio que contenerse. No lo habían podido hacer, a causa de la tormenta que los bloqueaba desde hacía doce horas bajo cinco metros de agua. Para salir de la caleta, había que pasar por encima de un fondo que estaba a sólo dos metros de profundidad, llegar a la superficie y pasar muy justo. Con viento, era una maniobra desesperada, que tenía tantas probabilidades de éxito como una moneda tirada al aire de caer de canto. Aun arrebujado en lo más hondo de las irregularidades de la ribera, el pequeño submarino no estaba al reparo. Se golpeaba contra las rocas, raspaba el fondo, rechinaba, gemía. El precioso receptor que había registrado las confidencias de la Traductora ocupaba un tercio del volumen del sumergible. Los dos hombres, pies contra cabeza, uno en los controles sobre las palancas de mandos del aparato, el receptor, no tenían lugar ni para hacer un cuarto de vuelta sobre sí mismos. La sed les secaba la garganta, la transpiración empapaba sus mamelucos, las sales de la orina les ardían los muslos. El tanque de oxígeno silbaba bajito. No tenía depósito más que para dos horas. Decidieron salir de este atolladero, costara lo que costara.

En la sala de reanimación, los médicos y los enfermeros no se acercaban a Coban, sino de dos a la vez, cada uno vigilando al otro.

En el Huevo, los estragos causados por la llama del plaser eran considerables. El texto del Tratado había desaparecido casi completamente. Casi. Quedaban algunos jirones. Puede ser que lo suficiente como para proporcionar a un matemático genial con qué hacer surgir la luz que alumbraría la ecuación de Zoran. Puede ser. Puede ser que no.

No había aparato levanta— minas a bordo de ningún navío de la Fuerza Internacional. Un llamado lanzado por Trio, había alertado a los especialistas de los ejércitos ruso, americano y europeo. Tres jets arremetían hacia EPI, llevando los mejores levanta— minas militares. Venían del otro hemisferio, al máximum de su velocidad. No podrían aterrizar sobre la pista del EPI. Tenían que. detenerse en Sydney y confiar sus ocupantes a jets más chicos. Aun a estos últimos la tormenta les ocasionaba dificultades terribles. Podrían quizá posarse. Quizá no. ¿Y dentro de cuánto tiempo? Mucho tiempo. Demasiado tiempo.

El ingeniero jefe de la Pila atómica que proporcionaba la energía y la luz a la base, se llamaba Maxwell. Tenía treinta y un años y pelo gris. No bebía más que agua. Agua norteamericana que llegaba congelada en bloques de veinticinco libras: los Estados Unidos mandaban hielo al Polo, esterilizado, vitaminado, adicionado de flúor, de oligoelementos, y un rastro de euforizante. Maxwell y los otros americanos de EPI consumían una gran cantidad, como bebida y para lavarse los dientes. Para la higiene exterior, toleraban el agua del hielo polar fundido. Maxwell medía un metro noventa y nueve, y pesaba sesenta y nueve kilos netos. Se tenía muy erguido, y miraba a los demás humanos de arriba abajo al través de la parte inferior de sus anteojos bifocales, sin el menor desprecio. Se tomaba tanto más en cuenta su opinión, porque hablaba poco.

Vino a reunirse con Heath, que había acompañado a Lukos a Europa, para la compra de armas, y le preguntó despreocupadamente precisiones sobre la potencia explosiva de las minas pegadas a la Traductora. Heath no pudo afirmar nada, porque fue Lukos quien había cerrado trato con un comerciante belga. Pero Lukos había dicho que cada una de esas minas contenía tres kilos de P.N.K.

Maxwell emitió un ligero silbido, Conocía el nuevo explosivo americano. Mil veces, más poderoso que el T.N.T. Tres bombas igualan nueve kilos de P.N.K., igualan nueve toneladas de T.N.T. Una bomba de nueve toneladas explotando en la Traductora, ¿cuáles serían sus efectos sobre la Pila atómica vecina, a pesar de su espeso blindaje de hormigón y de algunas decenas de metros de hielo? En principio, detrás del escudo de hielo, el hormigón debe poder aguantar, pero hay una posibilidad de que la onda de choque quebrante la arquitectura de la pila, haga saltar las conexiones, provoque fisuras y escapes de líquido y de gas radioactivos, y quizá, entable una reacción incontrolada del uranio…

— Habría que evacuar EPI 2 y EPI 3 — dijo Maxwell sin levantar la voz. Aun sería prudente evacuar la base toda entera…

Unos minutos más tarde, las sirenas de alarma urgente, que nunca habían funcionado hasta ahora, aullaron en los tres EPI. Y todos los puestos telefónicos, todos los difusores, todos los audífonos en todos los idiomas pronunciaran las mismas palabras: «Evacuación urgente. Prepárense a evacuar inmediatamente».

Dar la orden, prepararse, evidentemente era otra cosa. Pero evacuar ¿cómo?

La tormenta azul continuaba. El cielo estaba claro como un ojo. El viento soplaba a 220 km por hora. Pero no llevaba más nieve que a ras del suelo.

Labeau, que había abandonado la sala de reanimación desde hacía apenas una hora, y acababa recién de dormirse, había sido sacado de su cama por Henckel, que lo puso al corriente de la situación. Hirsuto, extraviado de cansancio, telefoneó a la sala. Abajo, en la otra punta de la línea, Moissov maldecía en ruso y repetía en francés:

— ¡Imposible! ¡Usted bien lo sabe! ¿Qué me pide? ¡Es imposible!