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La pantalla se iluminó. El busto gigantesco del presidente apareció, en colores. suaves, un poco favorecido, y en perfecto relieve.
Los dos presidentes, el pequeño en carne y hueso, y su imagen grande, levantaron la mano derecha en un gesto amistoso y hablaron. Esto duró siete minutos. He aquí el final:
«… Así que una sala ha podido ser tallada en el hielo, en el centro mismo de las ruinas extraordinarias que éste tiene aún prisioneras. Salvo algunos de los heroicos pioneros de la ciencia humana que han cavado el Pozo con su técnica y su coraje, nadie en el mundo las ha visto todavía. Y en un momento, el mundo entero, va a descubrirlas. Cuando yo apoye sobre este botón, gracias al milagro de las ondas, allá, en el otro extremo de la tierra, los proyectores se iluminarán, y la imagen revelada, de la que fue quizá la primera civilización del mundo, volará hacia los hogares de la civilización de hoy en día… Es con una profunda emoción…»
En su pequeña cabina, el supervisor vigilaba sobre la pantalla de control la imagen del presidente. Ambas bajaron el pulgar al mismo tiempo.
En el extremo del mundo, la sala de hielo se iluminó.
Lo primero que vieron todos los espectadores de la Tierra fue un caballo blanco. Estaba de pie, justo bajo la superficie del hielo. Se le vela delgado, grande, estirado. Parecía estarse cayendo de costado, relinchando de miedo, los labios estirados sobre los dientes. Su crin y su cola flotando, inmóviles, desde hacía 900.000 años.
El tronco quebrado de un árbol gigantesco estaba tirado al través, detrás suyo. Entre la palma de su follaje, al fondo de la sala, aparecían las fauces abiertas de un tiburón. Un tramo de enorme escaleras, o de gradas amarillas bajando de la oscuridad, se hundían en la noche.
En frente, una flor resplandeciente, grande como un rosetón de catedral, desplegaba las tres cuarto partes de la carnadura de sus pétalos purpúreos.
Sobre su derecha, se levantaba un tramo de tabique destrozado, color verde pasto, de una materia desconocida, no completamente opaca. Se abría en ella una especie de puerta o de ventana, a través de la cual estaban proyectados, inmóviles, un pequeño roedor con la cola como un pincel, con las patas en el aire, una bandada de erizos azules. más abajo, comenzaba la cúspide de una larga pista helicoidal hecha con un metal que se parecía al acero, situada en la bruma lechosa de un mundo helado.
La segunda operación comenzó. Un tubo de aire fue dirigido hacia el tabique que contenía el trozo de pared. A Ios ojos del mundo entero, el primer fragmento del pasado enterrado iba a ser liberado.
El aire caliente surgió y se estrelló contra el hielo que comenzó a chorrear. Una chupadora aspiraba el vaho, otra absorbía el agua de la licuefacción mandándola a la superficie.
La pared de hielo se derritió, retrocedió, se acercó el muro verde y lo alcanzó. Sobre las pantallas, la imagen combada, deformada por las pequeñas lentejuelas relucientes de las cámaras blindadas, mostró este fenómeno increíble: la pared se fundía al mismo tiempo que el hielo…
Los erizos y el roedor — de — patas — en — el — aire se derritieron y desaparecieron.
El aire caliente había invadido toda la sala. Todas las paredes chorreaban agua. Del techo, cataratas caían sobre los hombres con escafandra. Las palmas del árbol se fundieron, las fauces del tiburón se fundieron como un chocolate helado. Dos patas del caballo y su costado se fundieron. El interior de su cuerpo apareció, rojo y fresco. La flor púrpura chorreó agua ensangrentada. El aire tibio alcanzó el tope de la pista helicoidal de acero, y el acero se fundió.
Títulos en los diarios: «La más grande desilusión del siglo», «La ciudad enterrada no era más que un fantasma», «Millares gastados en un espejismo».
Una entrevista televisada a Rochefoux puso las cosas en su punto. Él explicó que la enorme presión soportada durante milenios había disociado los cuerpos más duros, hasta en sus moléculas. Pero el hielo mantenía en sus formas primitivas el polvo impalpable en el cual se habían convertido. Derritiéndose éste, los liberaba y el agua los disociaba y los arrastraba.
— Vamos a adoptar una nueva técnica, — agregó Rochefoux—. Recortaremos el hielo con los objetos que contiene. No renunciamos a descubrir los secretos de esta civilización que nos viene de. El transmisor de ultrasonidos continúa emitiendo su señal. Seguiremos bajando hacia él…
A 978 metros debajo de la superficie de hielo, el Pozo alcanzó el suelo del continente. La señal provenía del subsuelo.
Después de haberse hundido en el hielo, el Pozo se hundió en la tierra y después en la roca. En seguida esta última apareció dura, vitrificada, como cocida y comprimida, y fue endureciéndose de más en más. Pronto, su consistencia desconcertó a los geólogos. Presentaba una dureza, una compacidad desconocida en todos los otros puntos del globo. Era una especie de granito, pero las moléculas que lo componían parecían haber estado «ordenadas» y acomodadas para ocupar un mínimum de espacio y ofrecer una cohesión máxima. Después de haber quebrado una cantidad de útiles mecánicos, vencieron a la roca, y a 107 metros debajo del hielo, se llegó a la arena. Esa arena era un contrasentido geológico. No debería de haberse encontrado allí. Rochefoux, siempre optimista, dedujo que entonces había sido llevada a ese sitio. Era la prueba de que se estaba sobre la buena pista.
La señal seguía llamando, siempre más abajo. Había que continuar el descenso.
Se continuó.
Desde que habían llegado a este punto, estaban obligados a encofrar el pozo aun antes de cavarlo, hundiendo una camisa metálica en la arena, tan seca y blanda como la de un reloj de arena, y que fluía como agua.
A diecisiete metros por debajo de la roca, un minero se puso a hacer gestos frenéticos y a gritar alguna cosa que su máscara contra la tierra hacía incomprensible. Lo que quería decir, es que sentía algo duro bajo los pies.
La chupadora hundida en la arena se puso de pronto a chillar y vibrar, y su tubo se aplastó.
Higgins, el ingeniero que vigilaba desde lo alto de una plataforma, paró el motor. Se reunió con los mineros, y comenzó a quitar los escombros con precaución por medio de una pala, luego con la mano, después con la escoba.
Cuando Rochefoux bajó, acompañado por Simon y Brivaux, la encantadora antropóloga Leonova, jefa de la delegación rusa, y el químico Hoover, jefe de la delegación americana, encontraron en el fondo del Pozo, despejado de la arena fina, una superficie metálica ligeramente convexa, lisa, de color amarillo.
Hoover pidió que pararan todos los motores, hasta la ventilación, y que cada uno se abstuviera de hablar o de moverse.
Hubo entonces un silencio extraordinario, protegido de los ruidos de la tierra por cien metros de roca y un kilómetro de hielo.
Hoover se arrodilló. Se oyó crujir su rodilla izquierda. Con el índice doblado golpeó la superficie de metal. No hubo más que un ruido blando: el de la carne frágil de un hombre confrontado con un obstáculo masivo. Sacó de su maletín un martillo de cobre y golpeó el metal, primero levemente, luego a grandes golpes. No hubo ninguna resonancia.
Hoover gruñó, se inclinó para examinar la superficie. Esta no guardaba ningún rastro de los golpes. Trató de sacar una muestra. Pero su tijera de acero al tungsteno resbaló sobre la superficie y no consiguió hacerle mella.
Derramó entonces encima diferentes ácidos que examinó después con un espectroscopio portátil. Se levantó. Estaba perplejo.
— No comprendo qué lo vuelve tan duro — dijo—. Es prácticamente puro.
— ¿Lo? ¿qué lo? ¿Cuál es ese metal? preguntó Leonova exasperada.
Hoover era un gigante de pelo colorado, barrigón y bonachón, de movimientos lentos. Leonova era delgada, morena y nerviosa. Era la mujer más bonita de la expedición. Hoover la miró sonriendo.
— ¡Qué! ¿Usted no lo ha reconocido? ¿Usted, una mujer?… ¡Es oro!…
Brivaux había puesto en marcha su aparato registrador. El papel se desenrollaba. La delgada línea familiar se inscribía sin una curva, sin una interrupción.
La señal venía del interior del oro.
Fue despejada una superficie mayor. En todas direcciones continuaba hundiéndose en la arena. Parecía que el pozo había llegado a una gran esfera, no exactamente en su parte superior, sino un poco al costado.
Se despejó el punto alto de la esfera y se la sobrepasó. Fue justo entonces que se hizo el primer descubrimiento revelador. En el metal aparecían una serie de círculos concéntricos; el más grande medía alrededor de tres metros de diámetro. Esos círculos estaban compuestos de una hilera de dientes agudos y grandes, inclinados como para atacar en el sentido de una rotación.
— Se parece a la extremidad de una excavadora — dijo Hoover—. ¡Para hacer un agujero ¡Para salir de adentro!…
— ¿Usted cree que es hueco, y que hay alguien? — dijo Leonova.
Hoover hizo una mueca.
— Ha habido… — Y agregó:
— Antes de pensar en salir, hacía falta que entraran. ¡Debe haber una puerta por algún lado!…
Dos semanas después del primer contacto con el objeto de oro, los diversos instrumentos de sondaje habían proporcionado bastantes datos para que se pudieran sacar de ellos conclusiones provisorias:
El objeto parecía ser una esfera colocada sobre un pedestal, el todo dispuesto en un bolsón lleno de arena cavado en la roca artificialmente endurecida. La finalidad de la arena era sin duda la de aislar la cosa de las sacudidas sísmicas y de todos los movimientos del terreno.
La esfera y su pedestal parecían ser solidarios y no formar más que un solo bloque. La esfera tenía 27,42 metros de diámetro. Era hueca. El espesor de su pared era de 2,92 metros.
Emprendieron la tarea de despejar la arena y variar el bolsón rocoso, para liberar el objeto de oro por lo menos hasta la mitad.
Para materializar lo que representan los 27 metros de diámetro de la Esfera, hay que decir que es la altura de una casa de 10 pisos. Y considerando el espesor de su pared, había todavía lugar en su interior como para una casa de 8 pisos.