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— Nítido…
Veía, oía nítidamente. No comprendía, pues no había circuito de Traductora intercalado entre los dos círculos de oro, y los dos hombres que veía hablaban en gonda. Pero no tenía necesidad de comprender. Era claro, En el primer plano estaba Eléa desnuda acostarla sobre el zócalo con la máscara de oro colocada sobre su cara, y Paikan que se inclinaba hacia ella, y Coban que golpeaba el hombro de Paikan y le decía que ya era tiempo de irse. Y Paikan se volvía hacia Coban, y lo zarandeaba, lo empujaba lejos. Y se inclinaba suavemente sobre Eléa, y ponía suavemente sus labios sobre su mano, sobre sus dedos, pétalos alargados, descansados, dorados, pálidos, flores de lirio y de rosa y sobre la punta de los senos descansando apacibles, suaves bajo los labios como… ninguna maravilla en el mundo de las maravillas, fuera tan suave y tierno bajo sus Iabios… Luego posaba su mejilla sobre el vientre de seda por encima del césped de oro discreto, tan medido, tan perfecto… en el mundo de las maravillas ninguna maravilla era tan discreta y justa, en medida y en color, en su lugar y su suavidad, a la medida de su mano que posó, y de su mano que lo cubrió, arrellanó en su palma con la amistad de un cordero, de un niño. Entonces Paikan se puso a llorar, y sus lágrimas corrían sobre el vientre de oro y de seda, y los golpes sordos de la guerra destrozaban la tierra alrededor del Refugio, entraban por la puerta abierta, llegaban hasta él, se posaban sobre él, y él no los oía.
Coban se volvió hacia Paikan, le habló y le mostró la escalera y la puerta y él no oía.
Coban lo asió por debajo de los brazos y lo levantó, mostrándole en el cielo del Huevo la imagen monstruosa del Arma. Ésta llenaba la negrura del espacio, y abría nuevas hileras de pétalos que cubrían las constelaciones. El estrépito de la guerra llenaba el Huevo como el tronar de un tornado. Era un ruido ininterrumpido, una asonada de furor continuo, que rodeaba el Huevo y la Esfera y llegaba hasta ellos a través de la tierra reducida a polvo de fuego.
Era hora, era hora, hora, de cerrar el Refugio. Coban empujaba a Paikan hacia la escalera de oro. Paikan lo golpeó sobre el brazo para desprenderse y se soltó. Levantó su Mano derecha a la altura de su pecho, y con el pulgar, hizo inclinar su anillo. La llave. La llave podía abrirse. La pirámide giraba alrededor de uno de sus lados. En la cabeza de Simon hubo un primer plano, el inmenso plano del anillo abierto. Y en la base despejada, en el pequeño receptáculo rectangular, vio una semilla negra. Una píldora. Negra. La Semilla Negra. La Semilla de muerte.
El primer plano fue barrido por un gesto de Coban. Coban empujaba a Paikan hacia la escalera. Su mano atropelló el codo de Paikan, la píldora saltó fuera de su alojamiento, se volvió enorme en la cabeza de Simon, llenó todo el campo de su visión interna, volvió a caer minúscula, imperceptible, perdida, y desapareció.
Paikan, a quien le habían robado Eléa, robado su propia muerte, Paikan al límite de la desesperación, estalló en un furor incontrolable, segó el aire con su mano como un hacha, y golpeó, luego golpeó con la otra mano, después con los dos puños, luego con la cabeza, y Coban se desplomó.
El tronar furioso de la guerra se volvió un aullido. Paikan levantó la cabeza. La puerta del Huevo estaba abierta, y en el tope de la escalera también lo estaba la de la Esfera. Más allá del agujero de oro, había llamaradas encendidas. Se combatía en el laboratorio. Era menester cerrar el Refugio, salvar a Eléa. Coban había explicado todo a Eléa sobre el funcionamiento del Refugio, y toda la memoria de Eléa había pasado a la de Paikan. Él sabía cómo cerrar la puerta de oro.
Voló por la escalera, ligero, furioso, gruñendo como un tigre. Cuando llegó a los últimos peldaños, vio a un guerrero enisor introducirse en la entrada de la puerta.
Tiró. El guerrero rojo lo vio y tiró casi al mismo tiempo. Se retrasó en una fracción infinitesimal de tiempo. Esta fracción agregada a cada día durante millares de siglos, no habría podido constituir un segundo más al final del año. Pero fue suficiente para salvar a Paikan. El arma del hombre rojo despedía una energía térmica pura, calor total. Pero cuando apoyó sobre el gatillo no era ya más que un trapo blando que volaba para atrás con su cuerpo destrozado. El aire alrededor de Paikan se volvió incandescente y en el mismo instante se apagó. Las pestañas, las cejas, los cabellos, la vestimenta de Paikan habían desaparecido. Un milésimo de segundo más y no habría quedado nada de él, ni aun un rastro de cenizas. El dolor de su piel todavía no había llegado a su cerebro, y ya golpeaba con el puño el accionamiento de la puerta. Después se desplomó sobre los escalones. El corredor perforado en los tres metros de oro, se cerró como un ojo de gallina que tuviese mil párpados simultáneos.
Simon vela y ola. Oyó la inmensa explosión provocada por el cierre de la puerta, que hizo volar los laboratorios y todos los alrededores del Refugio por kilómetros a la redonda, pulverizando a los agresores y los defensores y enterrándolos en una colada de rocas vitrificadas.
Oyó las voces de los técnicos y de los reanimadores que, de pronto, se ponían ansiosas:
— Corazón 40…
— Temperatura 34º,1
— ¿Presión arterial?
— 8–3, 8–2, 7–2, 6–1…
— Santo Dios, ¿que pasa? ¡Se viene abajo! ¡Se nos va! Era la voz de Labeau.
— Simon. ¿Siguen las imágenes?
— Sí.
— ¿Nítidas?
— Sí…
Veía nítidamente a Paikan volver a bajar en el Huevo, inclinarse sobre Coban, sacudirlo en vano, auscultar su corazón, comprender que éste se había detenido, que Coban estaba muerto.
Vela a Paikan mirar el cuerpo inerte, mirar a Eléa, levantar a Coban, llevarlo, tirarlo fuera del Huevo… Vela y comprendía, y sentía en su cabeza el horrible sufrimiento enviado por la piel quemada de Paikan. Veía a Paikan dé nuevo bajar los escalones, tambalearse hasta llegar al zócalo vacío y acostarse en él. Vio el relámpago verde iluminar el Huevo, y la puerta comenzar a bajar lentamente mientras que el anillo suspendido aparecía bajo el suelo trasparente.
Vio a Paikan, en un último esfuerzo, bajar sobre su rostro la máscara de metal.
Simon se arrancó el círculo de oro y gritó:
— ¡Eléa!
Moissov lo insultó en ruso.
Labeau, inquieto, furioso, preguntó:
— ¿Qué le ha dado a usted?
Simon no contestó. Veía…
Veía la mano de Eléa, bella como una flor, liviana como tan pájaro posada sobre la comida — máquina…
Con el anillo inclinado, la pirámide de oro tumbada sobre un costado, y la pequeña cavidad rectangular vacía. Ahí, en ese escondite debería haberse encontrado la Semilla Negra, la semilla de la muerte. Ya no estaba allí. Eléa la había tragado, llevando a su boca las esférulas de alimento tomadas de la máquina.
Había tragado la Semilla Negra para envenenar a Coban, dándole su sangre envenenada.
Pero era a Paikan a quien estaba matando.
Podías oírme. Aún podías saber. Ya no tenías la fuerza de mantener tus párpados abiertos tus sienes se hundían, tus dedos se ponían blancos, tu mano resbalaba y caía de la comida — máquina, pero todavía estabas presente. Oías. Yo hubiese podido gritar la verdad, gritar el nombre de Paikan, hubieras sabido antes de morir que él estaba cerca de ti, que se morían juntos como tu lo habías deseado. Pero que pesadumbre atroz, sabiendo que ustedes podían vivir. Qué horror el saber que en el momento de despertarse de semejante sueño, él moría de tu sangre que hubiese podido salvarlo… Había gritado tu nombre, e iba a gritar: «Es Paikan», Pero vi tu llave abierta, el sudor sobre tus sienes, la muerte ya posada en ti, posada sobre él, la mano abominable de la desgracia ha cerrado mi boca…
Si hubiese hablado…
Si hubieses sabido que el hombre cerca de si era Paikan, ¿te habrías muerto en el espanto de la desesperación o podías acaso salvarte todavía tú y él contigo? ¿No conocías algún remedio, no podías fabricar con las teclas milagrosas de la comida máquina un antídoto que hubiera expulsado la muerte, fuera de vuestra sangre común, de vuestras venas empalmadas? ¿Pero te quedaba aún bastante fuerza? ¿Podías todavía mirarla?
Todo esto me lo he preguntado en algunos instantes, era un segundo tan breve y tan largo como el largo sueño cual te habíamos sacado. Y después, por fin he gritado de nuevo. Pero no he dicho, nombre de Paikan. He gritado hacia esos hombres que los veían morir a los dos y que no sabían el por qué, y se enloquecían. Les he gritado: «¡No ven que se ha envenenado!». Y los he insultado, he agarrado al más cerca mío, no se ya cuál era, lo he sacudido, le he pegado, no habían visto nada, te habían dejado hacerlo, eran unos imbéciles, asnos pretenciosos, cretinos, ciegos…
Y ellos no me comprendían. Me contestaban cada uno en su idioma, y yo no los comprendía. Labeau era el único, y arrancaba la aguja del brazo de Coban. Y él también gritaba, mostraba con el dedo, daba órdenes, y los otros no comprendían.
Alrededor de ti y de Paikan, inmóviles y en paz, había una locura de voces y de gestos, y un ballet de guardapolvos verdes, amarillos, azules.
Cada uno se dirigía a todos, gritaba, mostraba, hablaba y no comprendía.
La que comprendía a todos y a quienes todos comprendían no hablaba ya más en los oídos. Babel había recaído sobre nosotros. La Traductora acababa de explotar.
Moissov viendo a Labeau arrancar la aguja del brazo del hombre, creyó que se había enloquecido, o que lo quería matar. Lo apresé y golpeó. Labeau se defendía gritando: «¡Veneno, veneno!»
Simon, mostrando la llave abierta, la boca de Eléa decía: «¡Veneno, veneno!»
Forster comprendió, gritó en inglés a Moissov arrancándole a Labeau maltrecho. Zabrec interrumpió el transfusor. La sangre de Eléa dejó de fluir sobre los apósitos de Paikan. Después de algunos minutos de confusión total, la verdad atravesó las barreras de los idiomas y de nuevo todos los objetivos convergieron hacia el mismo fin: salvar a Eléa, salvar al que todos menos Simon, creían ser Coban.
Pero ya habían ido demasiado lejos en su viaje, casi habían llegado al horizonte.
Simon tomó la mano desnuda de Eléa y la colocó en la mano del hombre vendado. Los otros miraban sorprendidos, pero nadie decía nada. El químico analizaba la sangre envenenada.
De la mano, Eléa y Paikan franquearon los últimos pasos. Sus dos corazones se detuvieron al mismo tiempo.
Cuando estuvo seguro de que Eléa no lo podía oír más, Simon mostró al hombre acostado y dijo: