124272.fb2 La noche de los tiempos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 53

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— Paikan.

Fue en ese momento que las luces se apagaron. El difusor había comenzado a hablar en francés. Había dicho: «La Tra…». Y calló. La pantalla de TV que continuaba vigilando el interior del Huevo cerró su ojo gris, y todos los aparatos que ronroneaban, tableteaban, tremolaban, crepitaban, callaron.

A mil metros bajo el hielo, la oscuridad total y el silencio invadieron la sala. Los sobrevivientes, de pie, se petrificaron en el mismo sitio.

Para los dos seres acostados en medio de ellos, el silencio y la oscuridad ya no existían más. Pero para los vivos, las tinieblas que los envolvían de golpe en la tumba profunda eran el espesor palpable de la muerte. Cada uno ola el ruido de su propio corazón y la respiración de los demás, oía el mover de las telas, las exclamaciones contenidas, las palabras cuchicheadas, y por sobre todo la voz de Simon que había callado, pero que todos seguían oyendo:

Paikan…

Eléa y Paikan…

Su historia trágica se había prolongado hasta este minuto, en que la fatalidad embravecida los había golpeado por segunda vez. La noche los había vuelto a juntar en el fondo de la tumba de hielo y envolvía a los vivos y los muertos, los ligaba en un bloque de desgracia inevitable cuyo peso los hundiría juntos hasta el fondo de los siglos y de la tierra.

La luz volvió, pálida, amarilla, palpitante, se apagó de nuevo y se encendió nuevamente un poco más viva. Se miraron, se reconocieron, respiraron, pero sabían que ya no eran los mismos. Retornaban de un viaje que casi no había tenido duración, pero todos, ahora, eran hermanos de Orfeo.

— ¡La Traductora ha estallado! ¡Todo EPI está en el aire, la pared del hangar está abierta como una avenida! Era la voz de Brivaux que estaba de guardia en lo alto del ascensor.

— La electricidad ha fallado. La Pila debe haber recibido un choque. Los he empalmado con los acumuladores del Pozo. Harían bien de subir y rápido. Pero no cuenten con el ascensor, no hay bastante corriente, tendrán que aguantarse las escaleras. ¿En qué están con el tipo y la tipa? ¿Son transportables?

— Los dos tipos se han muerto — dijo Labeau con la calma de un hombre que acaba de perder en una catástrofe a su mujer, sus hijos, su fortuna y su fe.

— ¡Mierda! ¡Valía la pena haber hecho tantas cosas! ¡y bueno, piensen en ustedes! ¡Y muevan las tabas antes de que la Pila se ponga a bailar la bourrée!

Forster tradujo en inglés para los que no habían comprendido el francés. Los que no comprendían ni el uno ni el otro, entendieron los gestos. Y los que no habían comprendido nada, habían comprendido que había que salir del agujero. Forster desarmó definitivamente las minas de la entrada. Ya algunos técnicos subían hacia la abertura de la Esfera. Había tres enfermeras, una la asistente de Labeau, tenía cincuenta y tres años. Las otras dos, más jóvenes, llegarían sin duda arriba.

Los médicos no se resignaban a dejar a Eléa y Paikan. Moissov hizo un gesto de que se podrían llevar atados sobre las espaldas, y agregó algunas palabras en un horrible inglés que Forster interpretó como: «Por turnos». Mil metros de escaleras. Dos muertos.

— ¡La Pila está rajada! — gritó el difusor—, está partida, escupe y larga humo por todos lados. ¡Evacuamos en plena catástrofe! ¡Apúrense!

Ésta era la voz de Rochefoux.

— Al salir del Pozo, diríjanse hacia el sur, dénle la espalda al emplazamiento de EPI 2. El viento lleva las radiaciones en la otra dirección. Helicópteros os recogerán. Les dejo un equipo acá para esperarlos, pero si estalla antes de que ustedes hayan salido, no lo olviden: pleno sur. Voy a ocuparme de los demás. Hagan pronto…

Van Houcke habló en holandés y nadie lo entendió.

Entonces, repitió en francés que su opinión era que habla que dejarlos allí. Estaban muertos, no se podía hacer nada por ellos ni con ellos.

Y se dirigió hacia la puerta.

— Lo menos que podemos hacer — dijo Simon— es volver ponerlos donde los encontramos…

— Así lo pienso — dijo Labeau.

Se explicó en inglés con Forster y Moissov, que estuvieron de acuerdo. Primero colocaron a Paikan sobre su hombros, y le hicieron volver a bajar y recorrer el camino por el cual lo habían izado hacia sus esperanzas, depositándolo sobre su zócalo.

Luego fue el turno de Eléa, la llevaron entre cuatro, Labeau, Forster, Moissov y Simon. La depositaron sobre el otro zócalo, cerca del hombre con el cual habla dormido durante 900.000 años sin saberlo, y con el que, sin saberlo, se había hundido en un nuevo sueño que no tendría fin.

En el momento que ella pesó sobre el zócalo con todo su peso, un relámpago deslumbrante surgió bajó el suelo trasparente, invadió el Huevo y la Esfera, y alcanzó a los hombres y las mujeres prendidos de las escaleras. El aro suspendido retomó su curso inmóvil, el motor volvió a su tarea un instante interrumpida: Envolver en un frío mortal el fardo que le habla sino confiado y guardarlo al través de un tiempo interminable.

Rápidamente, pues, el frío ya los embargaba, Simon desenvolvió en parte la cabeza de Paikan, cortó y arrancó los apósitos, a fin de qué su cara estuviese descubierta al lado de la cara descubierta de Eléa.

El rostro liberado apareció, muy hermoso. Sus quemaduras ya casi no se veían. El suero universal llevado por la sangre de Eléa había curado su carne mientras el veneno le retiraba la vida. Eran el uno y el otro increíblemente bellos y estaban en paz. Una neblina helada invadía el Refugio. De la sala de reanimación llegaban trozos de la voz gangosa del difusor:

— Aló Aló… ¿Todavía hay alguien?… ¡Apúrense!…

No podían demorarse más. Simon salió el último, subió, los escalones de espaldas, apagó el reflector. Tuvo primeramente la impresión de una oscuridad profunda, luego sus ojos se acostumbraron a la luz azul que bañaba de nuevo el interior del Huevo, con su claridad nocturna. Una delgada funda trasparente empezaba a envolver los dos rostros desnudos. que brillaban como dos estrellas. Simon salió y cerró la puerta.

Un ininterrumpido ir y venir se efectuaba entre los Portaaviones, los submarinos, las bases más cercanas y los alrededores del EPI.

Sin cesar, los helicópteros se posaban, se reabastecían de combustible, volvían a salir. Un embudo despedazado, sucio con desechos de toda clase, brillante con pedazos de hielo, marcaba el emplazamiento del EPI 2.

Fumarolas salían dé éste, y el viento rabioso las recogía a ras del suelo y las llevaba hacia el norte.

Poco a poco, todo el personal fue evacuado, y el equipo del Pozo salió a su vez y fue recogido en su totalidad. La enfermera cincuentona había sido de las primeras en llegar arriba. Era flaca y trepaba como una cabra.

Hoover y Leonova se embarcaron con los reanimadores en el último vuelo del último helicóptero. Hoover, de pie frente a un ojo de buey estrechaba contra si a Leonova que temblaba de desesperación. Él miraba con horror la base devastada y rezongaba en voz baja:

— ¡Qué desastre, santo Dios, qué desastre.

Los siete miembros de la Comisión encargada de redactar la Declaración del Hombre Universal se encontraban repartidos en siete navíos distintos, y no tuvieron la ocasión de volverse a encontrar. No había la nadie más en tierra, y no había en el cielo sino aviones, a gran altura, prudentes, que daban vueltas a lo lejos conservando a EPI 2 en el campo visual de sus cámaras. El viento soplaba nuevamente en una tormenta furiosa, más fuerte a cada segundo. Barría los restos de la base, llevaba pedazos de muchas cosas, multicolores, hacia horizontes blancos, a distancias desconocidas.

La Pila estalló.

Las cámaras vieron el hongo gigantesco, apresado por el viento, torcido, inclinado, desgarrado, destripado hasta el rojo de su corazón de infierno, llevado en pedazos hacia el océano y las tierras Lejanas. Nueva Zelandia, Australia, todas las islas del Pacífico se encontraron amenazadas. Y en primer lugar la flota de la Fuerza Internacional. Los aviones volvieron a bordo, los submarinos se sumergieron, los barcos de superficie huyeron a plena marcha en dirección contraria al viento.

A bordo del Neptuno, Simon contó a los sabios y los periodistas que allí se encontraban, lo que había visto durante la transfusión, y cómo Paikan había tomado el sitio de Coban.

Todas las mujeres del mundo lloraron frente a las pantallas.

La familia Vignont, comía en su mesa en forma de media luna, mirando el hongo descabellado como la serpientes de las gorgonas que marcaba el fin de una aventura generosa. La señora Vignont había abierto una gran caja de ravioles con salsa de tomate, los había hecho calentar al baño maría y los sirvió en su caja misma para que se conservaran más calientes, decía ella, y en realidad porque así te andaba más ligero, no ensuciaba una fuente, y entre nos, la etiqueta le importaba un bledo. Después de la explosión, él puso la cara de un hombre que toma un aire melancólico para pronunciar palabras de pesar y luego pasa a otras noticias. Desgraciadamente no eran buenas. Sobre el frente de Manchuria había que temer. En Malasia una nueva ofensiva de… En Berlín el hambre debido al bloqueo… En el Pacífico las dos flotas… En Kuwait el incendio de los pozos… En el Cabo, los bombardeos de la aviación negra… En América del Sur… En el Mediano Oriente… Todos los gobiernos hacían lo imposible para evitar lo peor. Enviados especiales se cruzaban con mediadores en todas las alturas, en todas las direcciones. Se esperaba mucho. La juventud estaba inquieta más o menos en todas partes. No se sabía lo que quería. Ella tampoco seguramente. Los estudiantes, los obreros jóvenes, los campesinos jóvenes, y las bandas de más en más numerosas de jóvenes que no eran nada y que no querían ser nada, se reunían, se mezclaban, invadían las calles, las capitales, cortaban la circulación, cargaban sobre la policía gritando: ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! En todos los idiomas, eso se expresa por una palabrita explosiva, fácil de gritar. Lo gritaban todos, sabían eso, sabían que no querían. No se advirtió exactamente cuáles fueron los que comenzaron a gritar el. «¡No!» de los estudiantes gondas

— ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao! pero en unas horas toda la juventud del mundo lo gritaba, frente a todas las policías.

— ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao!

En Pekín, en Tokio, en Washington, en Moscú, en Praga, en Roma, en Argel, en el Cairo:

— ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao!

En Paris, bajo las ventanas de los Vignont:

— ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao!

— Esos jóvenes, yo los pondría a laburar… — dijo el padre.

— El gobierno se esfuerza… — dijo la cara en la pantalla.

El hijo se levantó, tomó su plato y se lo tiró a la cara. Gritó: