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Ella se había adelantado mucho. La vio como un cometa, una libélula, toda rapidez y hermosura, dibujada sobre un precipicio marino de kilómetros de altura. El ruido creció en él hasta que no hubo nada más, hasta que su cráneo estuvo lleno del juicio Final.
A varios metros del suelo, ella desvió el saltador hacia la sima. Tenía la cabeza enterrada en una caja llena de indicadores y con las manos trabajaba en los ajustes; guiaba el saltador con las rodillas. Las salpicaduras empezaron a empañar el protector de Nomura. Activó el limpiador.
La turbulencia lo agarró; siguió dando bandazos. Los oídos, protegidos contra el sonido pero no contra los cambios de presión, le dolían. Estaba bastante cerca de Feliz cuando el vehículo de ella se volvió loco. Lo vio dar vueltas, lo vio golpear la inmensidad verde, vio cómo la tragaba. No podía oírse gritar por entre el estruendo.
Le dio al control de velocidad, y corrió tras ella. ¿Fue el instinto ego lo que le hizo dar la vuelta, pocos centímetros antes de que el torrente se lo tragase? No la veía. Sólo quedaba el muro de agua, las nubes por debajo y la inmisericorde calma azul del cielo, el ruido que le agitaba la mandíbula y lo destrozaba, el frío, la humedad, la sal en la boca que sabía a lágrimas.
Fue a buscar ayuda.
En el exterior era mediodía. La tierra parecía desteñida, sin movimiento y sin vida exceptuando los buitres. Sólo la distante cascada tenía vida.
Una llamada a la puerta sacó a Nomura de la cama. Por entre el pulso ruidoso, dijo:
—Pasa.
Everard entró. A pesar del aire acondicionado, tenía la ropa empapada de sudor. Llevaba una pipa apagada y tenía los hombros caídos.
—¿Qué noticias hay? —le rogó Nomura.
—Como me temía. No regresó a casa.
Nomura se hundió en el sillón y fijó la mirada al frente.
—¿Estás seguro?
Everard se sentó en la cama, que chirrió bajo su peso.
—Sí. La cápsula de mensaje acaba de llegar. En respuesta a mi pregunta, etcétera, la agente Feliz a Rach no se ha presentado en su entorno de origen desde su puesto en Gibraltar, y no tienen ningún informe posterior de ella.
—¿En ninguna era?
—Nadie conserva expedientes de la forma en que los agentes se mueven por el tiempo, excepto quizá los danelianos.
—¡Pregúntaselo a ellos!
—¿Crees que iban a contestar? —le respondió Everard… ellos, los superhombres del remoto futuro que eran los fundadores y amos supremos de la Patrulla. Formó un puño sobre la rodilla—. Y no me digas que los mortales normales podrían tener mejor vigilancia si quisiesen. ¿Has comprobado tu futuro personal, hijo? No queremos que se haga, y eso es todo.
La aspereza lo abandonó. Movió la pipa y dijo con la mayor amabilidad:
—Si vivimos lo suficiente, sobrevivimos a aquellos que nos importan. Es el destino normal del hombre; no único del cuerpo. Pero lamento que tuvieses que pasar por esto tan joven.
—¡Yo no importo! —exclamó Nomura—. ¿Qué hay de ella?
—Sí… he estado meditando sobre tu informe. Mi teoría es que el flujo de aire es muy complejo alrededor de la catarata. Sin duda deberíamos haberlo previsto. Con sobrecarga, el saltador no era tan controlable como es habitual. Una bolsa de aire, un fallo, lo que fuese, algo la atrapó sin aviso y la arrojó a la corriente.
Nomura se apretó los dedos.
—Y se suponía que tenía que buscarla.
Everard negó con la cabeza.
—No te castigues aún más. No eras más que su ayudante. Ella tendría que haber tenido más cuidado.
—Pero… ¡Maldita sea! Todavía podemos rescatarla, ¿y tú no vas a permitirlo?
—Calla —le advirtió Everard—. No lo digas.
Nunca lo digas.— varios patrulleros podían retroceder en el tiempo, agarrarla con un rayo tractor y liberarla del abismo. O yo podría hacerle una advertencia a ella y a mi yo anterior. No sucedió, por tanto no sucederá.
No debe suceder.
Porque el pasado se convierte en mutable, una vez que nosotros lo hemos convertido en presente con una de nuestras máquinas. Y si un mortal se arroga alguna vez tal poder, ¿dónde acabarían los cambios? Empezaremos salvando a una muchacha; seguimos salvando a Lincoln, pero alguien más intenta salvar los Estados Confederados… No, sólo a Dios puede confiársele el tiempo. La Patrulla existe para preservar lo que es real. Sus miembros no pueden violar esa fe más de lo que podrían violara sus madres.
—Lo siento —murmuró Nomura.
—No importa, Tom.
—No, yo… yo pensé… cuando la vi desvanecerse, mi primera idea fue que podríamos preparar un grupo, ir a ese mismo instante y liberarla …
—Una idea natural en cualquier hombre. Los viejos hábitos mentales tardan en morir. El hecho es que no lo hicimos. Tampoco darían la autorización. Demasiado peligroso. No podemos permitirnos perder a más gente. No podemos hacerlo cuando los registros indican claramente que estamos condenados al fracaso.
—¿No hay forma de evitarlo?
Everard suspiró.
—No se me ocurre nada. Acepta el destino, Tom —vaciló—. ¿Puedo… puedo hacer algo por ti?
—No. —Sonó duro en la garganta de Nomura—. Excepto dejarme solo un rato.
—Claro. —Everard se puso en pie—. No eras la única persona que la tenía en buena estima —le recordó y se fue.
Cuando la puerta se hubo cerrado a su espalda, el sonido de la cascada pareció crecer, triturando, triturando. Nomura miraba al vacío. El sol pasó su punto más alto y empezó a deslizarse lentamente hacia la noche.
Debí haber ido tras ella, inmediatamente.
Y arriesgar mi vida.
Entonces, ¿porqué no seguirla a la muerte?
No, eso no tiene sentido. Dos muertes no forman una vida. No podía haberla salvado. No tenía el equipo o… lo racional era buscar ayuda. Sólo que se me negó la ayuda (ya fuese un hombre o el destino importa, ¿verdad?)y así ella cayó. La corriente se la llevó al abismo, o un momento de terror antes de perder el sentido, y luego la aplastó en el fondo, la destrozó, esparciendo los fragmentos de sus huesos por el suelo de un mar en el que yo, de joven, navegaré durante unas vacaciones sin saber que existe una Patrulla del Tiempo o una Feliz. ¡Oh, Dios, quiero que mi polvo vaya con ella, cinco millones y medio de años a partir de esta hora!
Un cañonazo remoto recorrió el aire, un temblor por la tierra y el suelo. Una ribera debía de haber cedido ante el torrente. Era el tipo de escena que a ella le hubiese encantado capturar.
—¿Le hubiese encantado? —aulló Nomura y saltó de la silla. La tierra seguía vibrando bajo sus pies. —Lo hará.
Debía haberlo consultado con Everard, pero temió —quizás equivocadamente, por la inexperiencia y la pena— que se le negaría el permiso y que le enviarían inmediatamente al futuro.