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LIBRO SEISLas Naves del Tiempo

1. PARTIDA

Me encontraba fuera del espacio y el tiempo.

No era como el sueño, porque incluso durante el sueño el cerebro está activo, en funcionamiento, ordenando su carga de información y recuerdos; incluso durante el sueño, creo, uno permanece consciente, consciente de su propio yo y de su continua existencia.

Aquel intervalo, aquel hechizo intemporal, no era así. Era más bien como si la red de plattnerita me hubiese, sutil y silenciosamente, desmontado. Yo simplemente no estaba allí; y los fragmentos de mi personalidad, las astillas de mi memoria, habían sido separadas y diseminadas por el inmenso e invisible Mar de Información que tanto le gustaba a Nebogipfel .

… Y entonces —¡lo más misterioso de todo!— me encontré nuevamente allí —no puedo ser más claro—; no era exactamente como despertarse, sino como si me hubiesen conectado, de la misma forma que se enciende una lámpara eléctrica. En un momento, nada; al siguiente, consciencia plena y escalofriante.

Podía ver otra vez. Tenía una visión clara del mundo, del casco verde de la Nave del Tiempo a mi alrededor y del brillo óseo de la Tierra más allá.

¡Era la existencia una vez más! Y un pánico profundo, un horror ante el intervalo de ausencia se abrió paso por mi sistema. Nunca he temido al infierno sino a la no existencia. De hecho, tiempo antes había decidido que recibiría con agrado cualquier agonía que Lucifer reservase para los incrédulos inteligentes, ¡si esos dolores me servían corno prueba de que mi conciencia todavía existía!

Pero no se me permitió rumiar mis inquietudes, porque recibí la extraordinaria sensación de elevarme. Sentí una fuerza creciente sobre mí, como si un enorme imán me impulsase hacia arriba. El tirón aumentó —yo era como un átomo por el que luchasen fuerzas monstruosas— y luego de pronto la tensión se resolvió. Volé hacia arriba, sintiéndome exactamente como si fuese nuevamente un niño pequeño levantado por las manos fuertes y seguras de mi padre; entonces había tenido la misma sensación de ligereza, la sensación de volar. La estructura de la Nave del Tiempo se levantó conmigo, por lo que era como estar en el centro de un globo inmenso y verde que se levantaba desde el suelo.

Miré abajo, o al menos lo intenté; no podía sentir la cabeza o el cuello, pero mi campo de visión se inclinó hacia abajo. Pueden imaginar que la Nave que me rodeaba tenía la forma de un barco de vapor pero enormemente ampliado —su quilla debía de tener millas de largo— y sin embargo flotaba por el paisaje con la facilidad de una nube. Podía ver el paisaje del exterior a través de las zonas abiertas en la estructura de la Nave, y ahora veía el coche del tiempo justo debajo de nosotros. Aunque mi visión estaba interrumpida por las chispas cambiantes de la Nave, creí ver dos cuerpos en el coche, un hombre y una figura más pequeña, que caían al suelo, ya inmóviles por el frío.

Mi visión era extraña, no tenía foco: o mejor, carecía de un punto central de observación. Cuando miras algo, digamos una taza de té; lo ves, y ése es básicamente el centro de tu mundo, con todo lo demás relegado a la periferia de la visión. Pero ahora mi mundo no tenía centro, o periferia. Lo veía todo, hielo, Naves, coche del tiempo. ¡Era como si todo fuese centro, o todo periferia, simultáneamente! Era desorientador y muy confuso.

Parecía que tenía la cabeza y el estómago paralizados, sin sentir nada. Podía ver, de acuerdo; pero no podía sentir nada de la cara, del cuello, de la posición del cuerpo, nada exceptuando un toque ligero casi fantasmal: los dedos de Nebogipfel todavía alrededor de los míos. Eso me confortó en cierta forma, ¡era bueno saber que al menos él estaba allí conmigo!

Pensé que estaba muerto, pero recordé que había pensado lo mismo antes, cuando fui absorbido y reconstruido por el Constructor Universal. No sabía lo que sería de mí ahora.

La Nave comenzó a elevarse de nuevo, ahora mucho más rápidamente. El coche del tiempo y la torre sobre la que se apoyaba desaparecieron. Me elevé una milla, dos millas, diez millas por encima de la superficie; el mapa completo de aquel Londres disperso apareció debajo de mí, visible a través de las chispas de la Nave del Tiempo.

Seguíamos elevándonos-debíamos de viajar más rápido que una bala de cañón—, pero no oía las ráfagas del aire, no sentía el viento en la cara: me sentía seguro, con esa sensación infantil de ligereza que ya he mencionado. El círculo del escenario de debajo se hizo más ancho, y los detalles de edificios y campos de hielo se difuminaron, palidecieron y se hicieron indistinguibles. Un cielo gris luminoso se mezclaba más y más con el blanco frío del hielo. A medida que el velo de atmósfera que me separaba del espacio exterior se hacía más delgado, el cielo nocturno, que había tenido un color gris hierro, se llenó de tonos más profundos y ricos.

Ahora estábamos a tanta altura que la curvatura del planeta se manifestó —era como si Londres fuese el punto más alto de una inmensa colina— y podía distinguir la forma de la pobre Gran Bretaña, atrapada en el mar helado.

Seguía sin tener manos ni pies, sin estómago o boca. Me parecía que me habían separado de pronto de la materia y veía las cosas con cierta serenidad.

Y seguíamos subiendo —sabía que ya estábamos muy por encima de la atmósfera— y las planicies heladas mutaron en el paisaje para convertirse en la superficie de un mundo esférico que giraba, blanco y sereno —y muy muerto—, por debajo de mí. Más allá de la brillante Tierra había más Naves del Tiempo, cientos de ellas, veía ahora, grandes, de brillo verde, naves lenticulares de millas de largo, formando una armada no definida que navegaba por el espacio, y su luz se reflejaba en el hielo arrugado que cubría la Tierra.

Oí que me llamaban: o mejor, no era oír, sino una conciencia llegada por algún medio que no querría explicar de buena gana. Intenté volverme, pero mi visión rotó.

¿Nebogipfel? ¿Eres tú?

Sí. Estoy aquí. ¿Estás bien?

Nebogipfel… no puedo verte.

Yo a ti tampoco. Pero eso no importa. ¿Sientes mi mano?

Sí.

Ahora la Tierra se hizo a un lado, y nuestra Nave se movió conjuntamente con sus compañeras. Pronto las Naves del Tiempo nos rodearon en una formación que llenaba muchas millas del espacio interplanetario; era como estar en medio de un grupo de grandes ballenas brillantes. La luz de la plattnerita era brillante, pero aun así parecía irreal, como si se reflejase en un plano invisible; de nuevo tuve esa sensación de contingencia en las Naves, como si no perteneciesen del todo a aquella realidad, o a cualquier otra.

Nebogipfel, ¿qué nos pasa? ¿Adónde nos llevan?

Amablemente me respondió:

Ya conoces la respuesta. Vamos a viajar atrás en el tiempo… de vuelta a su limite, a su corazón más profundo y oculto.

Empezaremos pronto?

Ya hemos comenzado. Mira las estrellas.

Me volví —o sentí que lo hacía— para dejar la Tierra Blanca a mi espalda, y lo vi.

Por todo el cielo, las estrellas aparecían.

2. LA TIERRA RETROCEDE

Al viajar al pasado, las flotas de colonización de la Tierra volvían a su punto de origen, y se desmantelaban los cambios que el hombre había provocado en mundos y estrellas. Y a medida que la ola de civilización y cultura se retiraba, las Esferas que ocultaban las estrellas desaparecían una a una. Miré maravillado cómo las viejas constelaciones se reunían como candelabros. Sirio y Orión brillaban tan espléndidas como en cualquier noche de invierno; la Estrella Polar estaba sobre mi cabeza y podía distinguir el aspecto de sartén de la Osa Mayor. Muy por debajo de mí, más allá de la curvatura de la Tierra, había extrañas agrupaciones de estrellas que nunca había visto desde Inglaterra: no conocía las constelaciones de las antípodas tan bien como para reconocerlas todas, pero podía distinguir la brutal forma de cuchillo de la Cruz del Sur, las manchas brillantes que eran las Nubes de Magallanes y aquellos dos gemelos luminosos, Alfa y Beta Centauri.

Y ahora, al sumergirnos más en el pasado, las estrellas comenzaron a desplazarse por el cielo. En pocos momentos, me pareció, las constelaciones familiares desaparecieron, a medida que el movimiento propio de las estrellas —demasiado lento para distinguirlo en una vida humana— se hizo visible ante mi perspectiva cósmica.

Le comenté ese nuevo fenómeno a Nebogipfel.

Sí. Y mira la Tierra.

Miré. La máscara de glaciación que había desfigurado aquel globo querido y exhausto se retiraba. Vi cómo el blanco retrocedía hacia los polos, en grandes pulsos, exponiendo el marrón y azul de la tierra y el mar que estaban debajo.

De pronto, el hielo había desaparecido —desterrado a los polos— y el mundo giraba lentamente debajo de nosotros, con los conocidos continentes restaurados. Pero la Tierra estaba cubierta de

nubes; y las nubes estaban manchadas de colores imposibles, marrones, púrpuras, naranjas. Las costas estaban cercadas con luz y grandes ciudades brillaban en el corazón de cada continente: Vi que incluso había grandes ciudades flotantes en medio de los océanos. Pero el aire estaba tan enrarecido que en aquellas grandes ciudades —si alguien se atrevía a ir por la superficie— estaba claro que tenían que llevar máscaras y filtros para poder respirar.

Es evidente que presenciamos los últimos días de la modificación de la Tierra por los nuevos hombres, dije. Debemos estar recorriendo millones de años a cada minuto…

Sí.

Entonces, ¿por qué no vemos la Tierra girar como una peonza alrededor de su eje, o correr alrededor del Sol?

Todo lo que vemos es una reconstrucción, dijo Nebogipfel. Es algo similar a una proyección, basada en las observaciones que llegan al Mar de Información a medida que viajamos: esa parte del Mar que transportan las Naves. Fenómenos como la rotación de la Tierra son suprimidos.

Nebogipfel, ¿qué soy yo? ¿Sigo siendo un hombre?

Todavía eres tú mismo, dijo con firmeza. La única diferencia es que ahora la maquinaria que te mantiene no está hecha de carne y hueso, sino de constructor en el Mar de Información… Tienes miembros, no de nervios y sangre, sino de conocimientos.

Parecía que su voz flotaba en el espacio, alrededor mío; había perdido la sensación reconfortante de su mano en la mía, y ya no sabía si estaba cerca, aunque tenía la sensación de que la «cercanía» ya no era una idea relevante, porque tampoco tenía una idea clara de dónde estaba «yo». Sabía que aquello en que me hubiese convertido ya no era un punto de conciencia mirando desde una caverna de huesos.

El aire de la Tierra se aclaró. Por todo el planeta, con prontitud sorprendente, las luces de las ciudades se apagaron y murieron y pronto la mano del hombre no dejó marca sobre la Tierra.

Hubo ráfagas de vulcanismo, grandes chorros que arrojaban nubes de cenizas que cubrían el mundo —o, mejor, al retroceder en el tiempo las nubes penetraban en las perforaciones volcánicas— y me parecía que los continentes se desplazaban lejos de las posiciones que ocupaban en los mapas escolares. En las grandes praderas del hemisferio norte parecía haber una lucha —lenta, milenaria— entre dos tipos de vegetación: por un lado, el pasto verde marrón y los bosques de hoja caduca que bordeaban los continentes en el límite de la capa de hielo; y por el otro lado, el verde virulento de la jungla tropical. Durante un momento ganó la jungla y con un gesto barrió hacia el norte desde el ecuador, hasta que cubrió la tierra desde los trópicos, hasta Europa y Norteamérica. Incluso Groenlandia fue, durante un momento, verde. Entonces, con la misma rapidez con que había conquistado la Tierra, la gran jungla retrocedió de nuevo a su fortaleza ecuatorial, y tonos más pálidos de verde y marrón ocuparon los continentes del norte.

La deriva de los continentes se hizo más pronunciada. Y a medida que los continentes entraban en distintas regiones climáticas cambiaban también los colores de la vida, por lo que grandes bandas de verde y marrón cubrían las tierras desgraciadas. Erupciones volcánicas enormes y devastadoras moteaban aquel vals geológico.

Ahora los continentes se unieron —era como ver un rompecabezas que se reunía— para formar una sola masa inmensa que ocupaba medio globo. El interior de aquel gran campo pronto se convirtió en un desierto.

Ya hemos alcanzado trescientos millones de años en el pasado…, dijo Nebogipfel. No hay mamíferos, ni aves, e incluso los reptiles apenas han nacido.

No tenía ni idea de que fuese tan grácil, como un ballet rocoso, respondí. ¡Los geólogos de mi época tenían todavía tanto por entender! Es como si todo el planeta estuviese vivo y en evolución.

Ahora el gran continente se dividió en tres grandes masas. Ya no podía distinguir las formas familiares de las tierras de mi época, porque los continentes giraban como platos en una mesa pulida. Cuando se rompió el inmenso desierto central el clima se hizo más variado, y pude ver una serie de mares poco profundos que franjeaban las tierras:

Nebogipfel habló:

Ahora los anfibios vuelven a los mares y sus miembros primarios se desvanecen. Pero en la Tierra todavía hay insectos y otros invertebrados: milpiés, ácaros, arañas y escorpiones…

No es un lugar muy agradable, señalé.

También hay libélulas gigantes y otras maravillas. El mundo no carece de belleza.

Ahora la Tierra empezaba a perder la capa verde, y un marrón óseo quedó al descubierto al retirase la marea de vida, y supuse que pasábamos más allá de la aparición sobre la Tierra de las primeras plantas con hojas. Pronto, la superficie de la Tierra se convirtió en una máscara informe de marrón y azul cenagoso. Sabía que la vida persistía en los mares, pero allí también se estaba simplificando, con filos enteros que desaparecían en las entrañas de la historia: primero los peces, luego los moluscos, y ahora las esponjas, las medusas y los gusanos… AL final, comprendí, sólo un alga verde y delgada —que trabajaba para convertir la luz del Sol en oxígeno— sería lo que quedase en los mares oscuros. La tierra era rocosa y estéril, y la atmósfera se hizo más densa, manchada de amarillo y marrón por los gases venenosos. Grandes fuegos surgieron sobre la Tierra, simultáneamente. Nubes densas enmascaraban el globo y los mares retrocedían como charcos secos. Pero las nubes no persistieron durante mucho tiempo. La atmósfera se hizo más delgada, luego bastante escasa, hasta que desapareció por completo. La corteza expuesta brilló con un rojo uniforme, menos las grandes heridas naranjas que se abrían y cerraban como bocas. No había mares, ni diferencia entre el océano y la tierra: sólo una corteza interminable y castigada sobre la que flotaban las Naves del Tiempo, observadoras y gráciles.

Luego el brillo de la corteza creció en intensidad —hasta ser un resplandor intolerable— y, con una explosión de fragmentos ardientes, ¡la joven Tierra se sacudió en su eje, tembló y voló en pedazos!

Fue como si algunos de esos fragmentos volaran a través de mí. La rocas brillantes se abrieron paso por mi conciencia, y se perdieron en el espacio. ¡Y entonces acabó! Ahora sólo quedaba el Sol… y un disco de escombros y gas, sin forma, girando en remolino alrededor de la estrella luminosa.

Una onda atravesó la nube de Naves del Tiempo, como si la fusión invertida de la Tierra hubiese producido un impacto físico en aquella armada suelta.

Ésta es una época extraña, Nebogipfel, dije.

Mira a tu alrededor…

Lo hice, y vi que, por todo el cielo, había varias estrellas —quizás una docena— que incrementaban su brillo. Ahora las estrellas estaban en una especie de formación, una estructura dispersa por el cielo, aunque tan distante que sólo se mostraban como puntos. Espirales de gas parecían reunirse para formar una nube, extendida por el cielo y que envolvía aquella colección de estrellas.

Ésas son las verdaderas compañeras del Sol, dijo Nebogipfel. Sus hermanas, si te gusta más: las estrellas que compartieron la nube originaria del Sol. Una vez formaban un cúmulo tan brillante y cercano como las Pléyades… pero la gravedad no pudo mantenerlas juntas y antes del nacimiento de la Tierra se separaron.

Una de las jóvenes estrellas llameó directamente sobre mi cabeza. Se expandió, para hacerse de pronto tan grande como para tener disco, pero haciéndose más roja y apagada… hasta que finalmente murió, y cl brillo de esa parte de la nube también murió.

Ahora otra estrella, casi diametralmente opuesta a la posición de la primera, atravesó el mismo ciclo: la llamarada, seguida de la expansión en un brillante disco carmesí, y después la extinción.

Todo ese drama magnífico, deben imaginarlo, se ejecutaba contra un fondo de absoluto silencio.

Estamos presenciando el nacimiento de las estrellas, dije, pero a inversa.

Sí. Las estrellas embrionarias encienden las nubes de gases donde nacen —esas nebulosas son un espectáculo maravilloso—, pero después de la ignición estelar, los gases más ligeros escapan del calor, dejando solamente los materiales más pesados…

Materiales que se condensan para formar mundos, dije.

Sí.

Y entonces —¡tan pronto!— le tocó al Sol. Se produjo la llamarada incierta de luz blanca amarillenta, un resplandor que se reflejó en las proas de plattnerita de las Naves del Tiempo, y luego se hinchó hasta convertirse en un globo inmenso que engulló momentáneamente la armada de Naves del Tiempo en una nube de luz carmesí… y entonces, al final, se dispersó en el vacío general.

Las Naves estaban colgadas en la súbita oscuridad. Las últimas compañeras del Sol llamearon, se hincharon y murieron; y nos quedamos en una nube de hidrógeno frío e inerte que reflejaba el resplandor verde de la plattnerita.

Sólo las estrellas remotas marcaban el cielo y vi que pronto resplandecían y llameaban, para desaparecer a su vez. Pronto los cielos se oscurecieron, y supuse que existían menos y menos estrellas.

Súbitamente, un nuevo tipo de estrella brilló en el cielo. Había un buen montón: docenas de ellas estaban lo bastante cerca para mostrar un disco, y la luz de esas nuevas estrellas era, estoy seguro, lo suficientemente brillante para leer el periódico con ella, ¡aunque no estaba en posición de intentar semejante experimento!

Maldita sea, Nebogipfel, ¡qué visión más increíble! La astronomía hubiese sido un poco diferente bajo un cielo como éste, ¿no?

Ésta es la primerísima generación de estrellas. Son las únicas luces en todo el nuevo cosmos… Cada una de esas estrellas tiene una masa cientos de miles de veces superior a la del Sol, pero queman su combustible a un ritmo prodigioso, su esperanza de vida es de unos pocos millones de años.

Y de hecho, mientras hablaba, vi que las estrellas se expandían, enrojecían y se dispersaban, como inmensos globos sobrecalentados.

Pronto acabó; y el cielo estuvo oscuro de nuevo. Negro, exceptuando el brillo verde de las Naves del Tiempo, que avanzaban, firmes y decididas, hacia el pasado.

3. EL LÍMITE DEL ESPACIO Y EL TIEMPO

Un nuevo resplandor uniforme comenzó a llenar el espacio a mi alrededor. Me pregunté si en aquella era primigenia no brillaría una generación anterior de estrellas, una generación no concebida por Nebogipfel y los Constructores con los que se comunicaba. Pero pronto vi que el resplandor no provenía de un conjunto de fuentes puntuales, como estrellas; en su lugar, se trataba de una luz que parecía brillar, a mi alrededor, como si proviniese de la misma estructura del espacio, aunque aquí y allá el resplandor estaba manchado al brillar de forma más intensa, supuse, por materia protoestelar. La luz era de un carmesí profundo —me recordaba a una puesta de sol a través de las nubes—, pero se incrementó y recorrió la familiar escala de los colores del espectro, desde el naranja, amarillo, azul, hasta el violeta.

Vi que la flota de Naves del Tiempo se había acercado; eran balsas de alambres verdes, recortadas contra el vacío deslumbrante, que se reunían por necesidad. Unos tentáculos —cuerdas de plattnerita— se abrían paso por el vacío brillante entre las Naves, y se conectaban con las terminaciones asimiladas en las estructuras complejas de las Naves. Pronto toda la armada estaba unida por una especie de red de cilios.

Incluso en esta época remota, me dijo Nebogipfel, el universo tiene una estructura. Las galaxias por nacer están presentes como agrupaciones de gas frío, atrapado en pozos gravitacionales… Pero la estructura implosiones, contrayéndose a medida que viajamos hasta su límite.

Entonces es como una explosión invertida, le propuse a Nebogipfel. Metralla cósmica que se colapsa hasta el lugar de la explosión. Al final, toda la materia del universo estará contenida en un solo punto, un centro arbitrario de las cosas, y será como si un gran sol hubiese nacido en medio de un espacio infinito y vacío.

No. Es más sutil que eso…

Me recordó la torsión de los ejes del Espacio y el Tiempo, la distorsión que estaba detrás del principio del viaje en el tiempo.

El giro de ejes se produce ahora a nuestro alrededor, dijo. Al viajar al pasado, no es que la materia y la energía converjan en un volumen fijo, como moscas que se reúnen en el centro de una habitación vacía… Más bien, el espacio en sí mismo se está doblando, comprimiéndose. Retorciéndose como un globo deshinchado, o como un trozo de papel arrugado con la mano.

Seguí la descripción, pero me llenó de asombro y temor, ¡porque no podía entender cómo la vida o la Mente podrían sobrevivir a ese plegamiento!

La luz universal se hizo más intensa, y trepó por la escala espectral hasta un violeta intenso con sorprendente velocidad. En aquel mar de hidrógeno giraban grupos y remolinos como llamas en un horno; las Naves del Tiempo, unidas por las cuerdas, apenas eran visibles como siluetas lúgubres contra el resplandor desigual. AL final el cielo era tan brillante que sólo tuve la impresión de blancura; era como mirar el Sol.

Hubo una conmoción silenciosa —sentí como si hubiese oído un golpe de platillos—, la luz me anegó como un líquido invasor y caí en una especie de ceguera blanca. Estaba inmerso en la más brillante de las luces, una luz que parecía penetrar en todo mi ser. Ya no podía distinguir aquellos grupos, ni tampoco ver las Naves del Tiempo. ¡Ni siquiera la mía!

Llamé a Nebogipfel.

No puedo ver. La luz…

Su voz sonó pequeña y tranquila en el clamor de luz.

Hemos alcanzado la época de Dispersión Final… El espacio en todos sus puntos está ahora tan caliente como la superficie del Sol, y está repleto de materia cargada eléctricamente. El universo ya no es transparente, como lo será en nuestra época…

Entendía por qué las Naves se habían unido con aquellas cuerdas de material de Constructor, porque estaba claro que ninguna señal podía viajar por entre aquel resplandor. El resplandor se hizo todavía más intenso, hasta que estuve seguro de que había superado el límite de visibilidad normal del ojo humano, ¡y no es que un hombre hubiese podido durar al menos un momento en aquel resplandeciente horno cósmico!

Era como si estuviese colgado, solo, en medio de aquella inmensidad. Si los Constructores estaban allí, no los percibía. Mi sentido del paso del tiempo se fragmentó hasta desaparecer; no sabía si presenciaba sucesos a escala de siglos o segundos, o si contemplaba la evolución de estrellas o átomos. Antes de penetrar en aquella mezcla final de luz había conservado cierta sensación de lugar —sabía dónde era arriba y abajo—, de cerca y lejos… El mundo a mi alrededor había estado estructurado como una gran habitación, en la cual yo flotaba. Pero ahora, en la época de la dispersión final, todo eso desapareció. Era una mota de conciencia, flotando en la superficie de un gran río que corría hacía su fuente, y sólo podía dejar que la corriente me llevase a donde quisiera.

La mezcla de radiación se hizo más caliente —era de una intensidad insoportable— y vi que la materia del universo, la materia que algún día formaría las estrellas, los planetas y mi propio cuerpo abandonado, no era sino una fina capa de solidez, un contaminante en aquel remolino hirviente de luz y estrellas. Al fin —me pareció que podía verlo— incluso los núcleos de los átomos se dividieron ante la presión de aquella insoportable luz. El espacio se llenó de una mezcla de partículas todavía más elementales, que se combinaban y recombinaban a mi alrededor en una confusión compleja y microscópica.

Estamos cerca del límite, susurró Nebogipfel. El principio mismo del tiempo… pero no debes imaginar que estamos solos: nuestra historia —este joven universo brillante— no es sino una entre un número infinito que han surgido de ese límite; al retroceder todos los miembros de la multiplicidad convergen hacia ese momento, hacia ese límite, como aves en picado.

Pero todavía continuó la contracción, todavía aumentaba la temperatura, todavía crecía la densidad de materia y energía; y ahora incluso esos fragmentos finales de radiación y materia fueron absorbidos en el cuerpo del espacio y el tiempo, con toda su energía almacenada en la tensión de aquella gran torsión.

Hasta que, al final…

La última partícula brillante se alejó de mí suavemente, y el resplandor de radiación se intensificó hasta una cierta invisibilidad.

Ahora, sólo una luz blanca grisácea llenaba mi conciencia; pero eso es una metáfora, porque sabía que la que ahora experimentaba no era la luz de la física, sino el brillo imaginado por Platón, la luz que está por debajo de la conciencia, la luz frente a la cual la materia, los sucesos y las mentes no son sino sombras.

Hemos alcanzado la Nuclearización, susurró Nebogipfel. El espacio y el tiempo están tan retorcidos que son indistinguibles. Aquí no hay física… no hay estructura. Uno no puede señalar y decir: eso es allí, a tal distancia; y yo estoy aquí. No hay medida, ni observación… Todo es uno. Y, de la misma forma que nuestra historia se ha encogido hasta un punto, también ha convergido la multiplicidad de historias. El mismo límite está desapareciendo —¿lo entiendes?— perdido en las infinitas posibilidades de la multiplicidad colapsada…

Y entonces hubo un solo pulso, muy brillante, de luz: verde de plattnerita.

4. LOS DISPOSITIVOS DE NO LINEALIDAD

La multiplicidad unida tembló. Me sentí retorcido —estirado y alterado— como si el gran río de causalidad que me llevaba se hubiese hecho turbulento y hostil.

¿Nebogipfel…?

¡Son los Constructores! Los Constructores… Su voz sonaba plácida, exultante.

El movimiento se apagó. El resplandor verde desapareció, dejándome inmerso una vez más en el blanco grisáceo de aquel momento de Creación. Entonces surgió una luz nueva y completamente blanca, pero permaneció sólo un momento; y luego vi que la energía y la materia se condensaban como rocío al separarse el Espacio y el Tiempo.

Viajaba una vez más hacia el futuro, lejos del límite. Había sido colocado en una nueva historia que se extendía desde la Nuclearización. El resplandor del universo seguía siendo brillante, varios órdenes de magnitud más brillante que el centro del Sol.

Las Naves del Tiempo ya no me acompañaban —quizá sus formas físicas no habían podido sobrevivir el viaje a través de la Nuclearización— y la red de plattnerita había desaparecido. Pero no estaba solo: a mi alrededor —como copos de nieve atrapados en el resplandor de una lámpara— había motas del verde de la plattnerita que se agitaban y balanceaban. Sabía que aquéllas eran las conciencias elementales de los Constructores, y me pregunté si Nebogipfel se encontraba entre aquella multitud incorpórea y de hecho si yo también aparecía a los demás como un punto en movimiento.

¿Se había invertido mi viaje en el tiempo? ¿Iba a nadar una vez más corriente arriba por la historia hasta mi propia era?

¿Nebogipfel? ¿Puedes oírme?

Estoy aquí.

¿Qué sucede? ¿Viajamos otra vez en el tiempo?

No, dijo. Todavía tenía aquella nota de exultación —de triunfo en su voz incorpórea.

¿Entonces qué? ¿Qué nos sucede?

¿No lo ves? ¿No puedes entenderlo? Atravesamos la Nuclearización. Alcanzamos el límite. Y…

¿Sí?

Piensa en la multiplicidad como una superficie, dijo. Toda la multiplicidad es lisa, cerrada, monótona, un globo. Y las historias son como líneas de longitud, dibujadas entre los polos de la esfera.

Y en las Naves del Tiempo llegamos a un polo.

Sí, al punto donde se unen todas las líneas de longitud. Y, en ese preciso instante de posibilidades infinitas, los Constructores han activado los dispositivos de no linealidad… Los Constructores han viajado a través de las historias, dijo. Ellos y nosotros hemos seguido trayectorias de Tiempo Imaginario, trayectorias garabateadas perpendicularmente en la superficie del globo de multiplicidad, hasta que hemos llegado a esta nueva historia…

Ahora la nube de Constructores —me pareció que había millones— se dispersaba, como fragmentos de fuegos artificiales. Era como si intentasen llenar el joven vacío con la luz y la conciencia que habían traído de un cosmos diferente. Y al desarrollarse el nuevo universo, el resplandor crepuscular de la creación se convirtió en una inmensa oscuridad.

Era el resultado final —la conclusión lógica— de mi propio interés superficial en las propiedades de la luz y la distorsión del Espacio y el Tiempo que las acompañan. Todo aquello, comprendía, incluso el colapso del universo y su gran progresión a través de diversas historias, todo, había surgido inevitablemente de mis experimentos, de mi primera y querida máquina de cuarzo y cobre…

Yo había provocado aquello: el paso de la mente entre universos.

¿Pero adónde hemos venido? ¿Qué historia es ésta? ¿Es como la nuestra?

No, dijo Nebogipfel. No, no es como la nuestra.

¿Podremos vivir aquí?

No lo sé… no la eligieron para nosotros. Recuerda que los Constructores han buscado, dijo, un universo —de entre la inmensidad de posibilidades que da la multiplicidad—, un universo óptimo para ellos.

Sí. ¿Pero qué significa «óptimo» para un Constructor? Conjuré imágenes vagas de cielo, paz, seguridad, belleza, luz. Pero sabía que esas fantasías eran irremediablemente antropomórficas.

Ahora vi que surgía una nueva luz de la oscuridad que nos rodeaba. Al principio creí que se trataba del regreso del brillo al comienzo del tiempo, pero era demasiado suave, demasiado insistente, para ser eso; era más bien como luz de estrellas.

Los Constructores no son hombres, dijo el Morlock. Pero son los herederos de la humanidad. Y la audacia de lo que han conseguido es asombrosa. Entre todas las incontables posibilidades, los Constructores han buscado ese universo —el único— que es infinitamente grande, y eterno: donde el límite del comienzo del tiempo se encuentra en el infinito pasado.

Hemos viajado más allá de la Nuclearización, al límite mismo del Espacio y el Tiempo. Y dedos de mono han tocado la singularidad que se encuentra allí, ¡y la han empujado hacia atrás!

La luz estelar emergía ahora de la oscuridad a mi alrededor; las estrellas se encendían por todas partes, y pronto el cielo ardió, tan brillante en todos sus puntos como la superficie del Sol.

5. LA VISIÓN FINAL

¡Un universo infinito!

Se puede mirar, a través de las nubes de humo de Londres, las estrellas que marcan el cielo catedralicio; es todo tan inmenso, tan inalterable, que es fácil suponer que el cosmos es algo sin fin y que ha existido por siempre.

Pero eso no puede ser. Y sólo tienes que hacerte una pregunta de sentido común —¿por qué es oscuro el cielo nocturno?— para comprender la razón.

Si tienes un universo infinito, con estrellas y galaxias dispersas en un vacío sin fin, entonces no importa en qué dirección mires, tus ojos encontrarían el rayo de luz de una estrella. El cielo nocturno brillaría en todas partes con la misma intensidad que el Sol…

Los Constructores habían desafiado la misma oscuridad del cielo.

Mis impresiones tenían una dureza diamantina: no había contornos suaves, ni atmósfera, nada más que el brillo infinito producido por la multitud de puntos y motas de luz. Aquí y allá creí encontrar estructuras y características reconocibles —constelaciones de estrellas más brillantes frente al fondo general—, pero el efecto total era tan deslumbrante que no podía encontrar una misma formación dos veces.

Las chispas de luz de plattnerita que me acompañaban —los Constructores, con Nebogipfel entre ellos— se alejaron de mí, por arriba y abajo, como fragmentos esmeralda de un sueño. Me dejaron aislado. No sentí ni miedo ni incomodidad. El movimiento que había sentido en el momento de la no linealidad había desaparecido, dejándome sin sensación de lugar, tiempo o duración…

Pero entonces —después de un intervalo que no pude medir— percibí que no estaba solo.

La forma surgió contra la luz de las estrellas, como si hubiesen colocado una lámina de linterna mágica frente a mí. Comenzó siendo una simple sombra contra el brillo universal —al principio ni siquiera estaba seguro de que hubiese algo ahí, exceptuando las proyecciones de mi imaginación desesperada—, pero finalmente ganó una cierta solidez.

Era una bola, aparentemente de carne, colgando en el espacio, al igual que yo, sin soporte. Estimé que estaba a ocho o diez pies de mí (donde y como estuviese yo) y quizá tenía cuatro pies de ancho. Le colgaban tentáculos. Oí un sonido suave y burbujeante. Tenía un pico de carne, no tenía agujeros de la nariz, y dos enormes párpados se recogían como cortinas para revelar ojos —¡ojos humanos!— que se fijaron en mí.

Por supuesto, lo reconocí; era una de las criaturas que había denominado Observadores, aquellas enigmáticas visiones que me visitaban durante mis viajes en el tiempo.

La cosa se deslizó hacia mí. Tenía los tentáculos en alto, y vi que los dedos eran articulados y formaban dos grupos, como manos alargadas y distorsionadas. Los tentáculos no eran lacios y sin hueso, como los de un calamar, sino que tenían múltiples articulaciones y parecía que acababan en uñas o pezuñas, de hecho, se parecían bastante a dedos.

Fue como si me cogiese. Nada de esto puede ser real —pensé desesperadamente— porque yo ya no era real, ¿no? Yo era un punto de conciencia; no había nada de mí que pudiese ser cogido de esa forma…

Y sin embargo me sentí acunado por él, extrañamente seguro.

El Observador aparecía inmenso ante mí. Su piel era suave y estaba cubierta de un vello fino; los ojos eran inmensos —de color azul cielo—, con toda la hermosa complejidad de los ojos humanos, e incluso ahora podía olerlo; emitía un ligero aroma animal, como de leche, pensé. Me sorprendió cuán humano era. Eso puede que les parezca extraño, pero allí —tan cerca de la bestia, y suspendido en medio de aquella inmensidad sin estructura— sus puntos en común con la forma humana eran más impresionantes que sus increíbles diferencias. Me convencí de que era humano: quizá tremendamente distorsionado por el paso del tiempo evolutivo, pero de alguna forma cercano a mí.

Pronto el Observador me soltó, y sentí que flotaba alejándome.

Parpadeó; oí el lento susurro de sus párpados. Recorrió con la vista el cielo uniforme, como si buscase algo. Con el más suave de los murmullos, se alejó de mí. Se volvió al hacerlo y los tentáculos colgaron tras él.

Durante un momento sentí una punzada de pánico —porque no tenía deseos de quedar varado otra vez con mi única compañía en la desolada Perfección óptima—, pero de repente me deslicé tras el Observador. Lo hice sin querer, como una hoja de otoño que es arrastrada por las ruedas de un carruaje.

Ya he mencionado aquellas posibles constelaciones que había visto, brillando en el fondo cubierto de luz del espacio infinito. En aquel momento me parecía que un grupo de estrellas, frente a nosotros, se estaba dispersando, como una bandada de pájaros; mientras que otro detrás de mí (podía variar mi punto de vista) se contraía.

¿Puede ser así?, me pregunté. ¿Puede ser que esté viajando a una velocidad tan enorme que incluso las estrellas mismas se mueven por el campo visual, como postes frente a un tren?

De pronto vinieron volando multitud de partículas de roca, brillando como el polvo bajo la luz; se arremolinaban a mi alrededor, y se perdían de nuevo detrás de mí. Exceptuando ese montón de polvo, no vi planetas, o cualquier otro objeto rocoso, en todo el tiempo que permanecí en la Historia óptima, y me pregunté si el gran calor y la radiación intensa evitarían la formación de planetas a partir de los fragmentos generales.

El universo corría a mi lado más y más rápido, motas apresuradas contra el brillo general.

Las estrellas se hicieron más intensas, y pasaron de ser puntos a ser globos que se precipitaban contra mí, para desvanecerse en un momento a mi espalda.

Nos elevamos y flotamos sobre el plano de una galaxia; era una gigantesca espiral de estrellas cuyos distintos colores brillaban, pálidos y deslucidos, contra el fondo de blancura general. Pero pronto incluso ese inmenso sistema se perdió debajo de mí, ahora convertido en un disco luminoso y giratorio, y al final fue una diminuta mancha de luz incierta, perdida en medio de millones de manchas parecidas.

Y durante todo aquel sorprendente vuelo —deben imaginarlo— tenía ante mí la imagen de los hombros redondos y oscuros del Observador, mientras se balanceaba delante de mí por entre aquella marea de luz, imperturbable ante el paisaje estelar que atravesábamos.

Pensé en las veces que había observado a aquella criatura y sus compañeros. Tenía aquel distante eco de murmullos durante mis primeras expediciones en el tiempo, y entonces mi primera imagen clara de un Observador cuando, bajo la luz del Sol moribundo del futuro, había visto cómo saltaba irregularmente algo parecido a una pelota de fútbol que brillaba por el agua. En ese momento lo consideré un ciudadano de aquel mundo condenado. Más tarde, había tenido aquellas visiones —entrevistas a través del brillo verde de la plattnerita— de Observadores flotando en la máquina mientras yo viajaba en el tiempo.

Ahora sabía que durante mi breve y espectacular carrera como viajero del tiempo había sido seguido —estudiado— por los Observadores.

Los Observadores debían de ser capaces de seguir a voluntad las líneas de Tiempo Imaginario, para atravesar a voluntad las infinitas historias de la multiplicidad con la facilidad con que un buque de vapor atraviesa una corriente; los Observadores habían tomado el tosco dispositivo explosivo de no linealidad creado por los Constructores y lo habían desarrollado hasta la perfección.

Ahora atravesábamos un vacío inmenso —un agujero en el espacio— con paredes formadas por filamentos y planos, hojas de luz compuestas de galaxias y nubes de estrellas sueltas. Incluso allí, a millones dé años luz de la nebulosa estelar más cercana, persistía el baño general de radiación y el cielo a mi alrededor estaba lleno de luz. Y, más allá de las burdas paredes de aquella cavidad, podía distinguir una estructura mayor: podía ver que «mi» vacío era uno entre muchos en un campo mayor de sistemas estelares. Era como si el universo estuviese lleno de algo parecido a la espuma, con burbujas en una masa de brillante material estelar.

Pronto pude apreciar una cierta regularidad extraña en la espuma. Por ejemplo, a un lado el vacío estaba marcado por el plano de una galaxia. Ese plano, de materia mantenida unida con tanta densidad que resplandecía de forma significativamente más brillante que el fondo general, estaba tan claramente definido —tan plano y extenso— que en mi mente se formó la idea de que no se trataba de una situación natural.

Ahora miré con más cuidado. Aquí creí que podía ver otro plano —limpio y bien definido— y allá distinguir una especie de lanza de luz, completamente rectilínea, que parecía cubrir el espacio de lado a lado—, y más allá de nuevo vi un vacío, pero de forma cilíndrica muy bien definida…

El Observador corría ahora frente a mí, sus grupos de tentáculos estaban bañados por la luz de las estrellas y sus ojos estaban abiertos y fijos en mí.

Artificial. La palabra era ineludible; comprendí que la conclusión era tan evidente que tenía que haberlo pensado antes, ¡si no fuese por la escala monstruosa de todo aquello! La Historia óptima era un producto de ingeniería —y aquel artificio debía de ser lo que el Observador quería que entendiese con aquel inmenso viaje.

Recordé las viejas predicciones de que un universo infinito tendería a un colapso gravitatorio desastroso; era otra de las razones por las que nuestro cosmos no podía ser, lógicamente, infinito. Porque, de la misma forma que la Tierra y los otros planetas se habían formado a partir de agrupamientos en la turbulenta nube de escombros alrededor del nuevo Sol, habría remolinos en la nube todavía mayor de galaxias que poblaban la Historia óptima, remolinos en los que estrellas y galaxias caerían a una escala inmensa.

Pero era evidente que los Observadores cuidaban la evolución de su cosmos para evitar catástrofes de ese tipo. Habían aprendido que el Espacio y el Tiempo eran en sí mismos entidades dinámicas y ajustables. Los Observadores manipulaban la torsión, el colapso, la rotación y corte del Espacio y del Tiempo en sí mismos, para conseguir el objetivo de un cosmos estable.

Por supuesto, esa cuidadosa supervisión no podía terminar nunca, si el universo debía permanecer viable, y, pensé, si el universo era eterno, tampoco tendría comienzo. Esa idea me inquietó brevemente: era una paradoja, un ciclo causal. Debía existir la vida para que pudiera producir las condiciones necesarias para que existiera vida aquí…

¡Pero pronto me deshice de esas confusiones! Estaba siendo, comprendí, demasiado parroquial en mis razonamientos: no permitía que las cosas fuesen infinitas. Ya que este universo era infinitamente antiguo —y la vida había existido en él durante un periodo de tiempo infinitamente largo—, el ciclo benigno en que la vida mantenía las condiciones de su propia supervivencia no había comenzado nunca. La vida existía en él porque el universo era viable; y el universo era viable porque la vida existía para hacer que lo fuese… y así indefinidamente, una regresión infinita, sin comienzo, ¡y sin paradoja!

Con arrogancia me sentí divertido ante mi propia confusión. ¡Claramente me llevaría algo de tiempo comprender el significado del Infinito y la Eternidad!

6. EL TRIUNFO DE LA MENTE

El Observador se detuvo y giró en el espacio como un globo de carne. Los enormes ojos se fijaron en mí, oscuros, inmensos, el resplandor del cielo repleto de luz se reflejaba en sus pupilas como platos; al fin, parecía, mi mundo estaba ocupado por completo por aquella mirada inmensa que excluía todo lo demás —incluso el cielo ardiente.

Pero entonces el Observador pareció derretirse. La dispersión de lejanas constelaciones, la estructura galáctica espumosa e incluso el resplandor del cielo ardiente desaparecieron de mi vista o, mejor, era consciente de que esas cosas eran un aspecto de la realidad, pero sólo en la superficie.

Si imaginan que enfocan la vista en un panel de vidrio frente a ustedes, y luego deliberadamente relajan los músculos de los ojos, para fijarse en el paisaje que hay más allá, el polvo sobre el panel desaparece de la conciencia; así entenderán el efecto que intento describir.

Pero, por supuesto, mi cambio de percepción no estaba producido por algo tan físico como un tirón de los músculos oculares y el cambio de perspectiva era algo mas que un cambio en la profundidad de foco.

Vi —creo— la estructura interna de la naturaleza.

Vi átomos: puntos de luz, como pequeñas estrellas que llenaban el espacio en una estructura que se extendía a mi alrededor sin fin. Lo vi con la misma claridad con que un médico puede examinar las costillas debajo de la piel del pecho. Los átomos burbujeaban y brillaban; giraban alrededor de su eje, y estaban unidos por una red compleja de rayos de luz, o eso me parecía; comprendía que debía de estar viendo una representación gráfica de las fuerzas eléctrica, magnética, gravitatoria y alguna otra. Era como si el universo estuviese lleno de una maquinaria de relojería atómica y, me di cuenta, el conjunto era dinámico, con la estructura de uniones y átomos continuamente fluyendo.

Se me hizo inmediatamente claro el significado de aquella extraña visión, porque percibí la misma regularidad que había observado entre las galaxias y las estrellas. Podía ver —en cada voluta de gas, en cada átomo perdido— sentido y estructura. Había un propósito en la orientación de cada átomo, la dirección de su spin, y la unión entre él y sus vecinos. Era como si el universo, todo él, se hubiese convertido en una biblioteca, para almacenar la sabiduría colectiva de aquella variante antigua de la humanidad; cada trozo de materia, hasta el último vestigio, era catalogado y explotado… ¡Justo como Nebogipfel había predicho como meta final de la inteligencia!

Pero aquello era más que una biblioteca —más que la recopilación pasiva de datos polvorientos—, porque había una sensación de vida, de insistencia, a mi alrededor. Era como si la conciencia estuviese distribuida a través de aquella extensa estructuración de materia.

¡La Mente llenaba aquel universo, rezumando incluso hasta su misma estructura! Me parecía que podía ver pensamiento y conciencia moverse en grandes mareas por aquella estructura universal de hechos. Me maravillaba la escala de. aquello y no podía concebir su carácter ilimitado. En comparación, mi propia especie se había limitado a la manipulación de la capa externa de un planeta insignificante, y los Morlocks a su Esfera; e incluso los Constructores sólo habían tenido una galaxia, un sistema estelar, entre millones…

Allí, sin embargo, la Mente lo tenía todo: un infinito.

Ahora al fin entendí —lo vi por mí mismo— el sentido y el propósito de la vida eterna e infinita.

El universo era infinitamente antiguo e infinitamente grande; y la Mente, también, era infinitamente antigua. La Mente había conquistado el centro de la materia y las fuerzas, y había almacenado una cantidad infinita de información.

La Mente era omnisciente, omnipotente y omnipresente. Los Constructores, gracias a su valiente desafío a los comienzos del tiempo, habían conseguido su ideal. Habían trascendido lo finito y colonizado el infinito.

Los átomos y las fuerzas se retiraron al fondo de mi atención inmediata y mis ojos se llenaron una vez más con la luz interminable y las estructuras estelares de aquel cosmos. El Observador que me acompañaba se había ido y yo flotaba solo, como una especie de punto de vista incorpóreo que giraba lentamente.

La luz de las estrellas me rodeaba, profunda y sin fin. Sentí la pequeñez de las cosas, de mí, de lo irrelevante de mis pequeñas preocupaciones. Comprendí que en un universo infinito y eterno no hay centro; no hay ni principio ni final. Cada suceso, cada punto, acaba siendo idéntico a cualquier otro debido al interminable escenario en el que está… En un universo infinito yo era infinitesimal.

Nunca he sido un entusiasta de la poesía, pero recordé unos versos de Shelley: de cómo la vida, al igual que una bóveda multicolor / mancha la luz blanca de la Eternidad… y seguía en ese tono. Bien, ya había acabado la vida para mí; la cubierta del cuerpo, la vanas ilusiones de la materia misma, todo me lo habían quitado y estaba inmerso, quizá para siempre, en la luz blanca de la que hablaba Shelley.

Durante un rato sentí una paz peculiar. Cuando presencié por primera vez el impacto de la Máquina del Tiempo en la historia había llegado a creer que mi invento era un dispositivo de la más absoluta maldad, por su destrucción y distorsión arbitraria de las historias: porque eliminaba millones de almas humanas por nacer, simplemente con el más leve movimiento de las palancas. Pero ahora, al fin, comprendí que la Máquina del Tiempo no había destruido historias: no, las había creado. Todas las historias posibles existen en la multiplicidad, unas al lado de otras en un catálogo eterno de lo-que-puede-ser. Cada historia posible, con su carga de mente, amor y esperanza, existe en algún lugar de la multiplicidad.

Pero lo que me emocionaba no era la realidad de la Multiplicidad sino lo que significaba para el destino de la humanidad.

El hombre —siempre me lo había parecido desde que leí a Darwin por primera vez— había estado atrapado en un conflicto: entre las aspiraciones de su alma, que eran de una arrogancia sin límite, y la base física de su naturaleza, que, al final, era lo que le sostenía. Creía haber visto, en los Eloi, cómo la mano muerta de la evolución —el legado de la bestia que llevamos dentro— destruía finalmente los sueños del hombre, y convertía su posesión de la Tierra en poco más que un breve y glorioso brillo del intelecto.

Ese conflicto, implícito en la forma humana, se había instalado, creo, como un conflicto en mi propia mente. Sí, Nebogipfel había tenido razón al decir que siento desprecio por el cuerpo; bien, ¡quizá mi comprensión de ese conflicto de millones de años era su causa! Había virado, en mis opiniones y argumentos, entre una desesperación triste, un desprecio de la cárcel bestial de nuestra mente, hasta un utopismo amable y algo tonto, el sueño de que algún día nuestras cabezas se despertarían, de un delirio en masa, y estableceríamos una sociedad fundada en los principios de la lógica, la justicia evidente y la ciencia.

Pero ahora, el descubrimiento —o construcción— y colonización de aquella historia final lo había cambiado tildo. Aquí, el hombre había superado finalmente sus orígenes y la degradación de la selección natural; aquí, no habría retorno al olvido de aquel mar primigenio y estúpido del que habíamos salido: en su lugar, el futuro se había hecho infinito, una escalada de historias sin final.

Sentí que había salido, finalmente, de la oscuridad de la desesperación evolutiva a la luz de la sabiduría infinita.

7. EMERGENCIA

¡Pero —si me han seguido hasta aquí puede que no les sorprenda leerlo— aquel estado de ánimo, una especie de aceptación tranquila, no persistió durante mucho tiempo!

Me dediqué a mirar a mi alrededor. Me esforzaba por escuchar, por ver cualquier detalle, la más pequeña mancha en la bóveda de luz que me rodeaba; pero durante un rato no hubo nada sino silencio infinito y un brillo intolerable.

Me había convertido en una mota incorpórea, presumiblemente inmortal, y me habían colocado en el mayor de los objetos artificiales: un universo cuyas fuerzas y partículas estaban dedicadas por completo a la Mente. Era magnífico, pero también terrible, inhumano y estremecedor, y cierto desaliento deprimente se apoderó de mí.

¿Había dejado de ser para pasar a algo que no era ni ser ni no ser? Bien, si así era —y esto es lo que había descubierto— todavía no tenía la paz eterna. Todavía tenía el alma de un hombre, con toda su carga de curiosidad y sed de acción que siempre han sido parte de la naturaleza humana. Soy demasiado occidental, ¡y pronto me harté de aquel intervalo de contemplación incorpórea!

Entonces, después de un intervalo sin medida, descubrí que el brillo del cielo no era absoluto. Había una especie de neblina en el límite de mi campo visual, un oscurecimiento sutil.

Creo que esperé durante épocas geológicas, y durante esa larga espera la neblina se hizo más evidente: era una especie de círculo alrededor de mi campo visual, como si mirase a través del agujero en una cueva. Y entonces, en medio de aquella apertura cavernosa y espectral, distinguí una nube irregular, una mancha frente al brillo general; vi una colección de barras y discos, todos indistintos, colocados como fantasmas sobre las estrellas. En una esquina había un cilindro de color verde puro.

Sentí una impaciencia apasionada. ¿Qué era aquella irrupción de sombras en el mediodía interminable de la Historia óptima?

La caverna que me rodeaba se hizo más clara; me pregunté si sería algún recuerdo emergente del Paleoceno. Y en lo que se refiere a la fantasmagórica colección de barras y discos, tuve la impresión de que había visto aquel conjunto antes: me eran tan familiares como mis propias manos, pero en aquel contexto transformado no podía reconocerlos…

Y luego me llegó el entendimiento. Las barras y otros componentes eran mi Máquina del Tiempo; las líneas que oscurecían aquella constelación eran las barras de cobre que constituían la estructura fundamental del dispositivo; y aquellos discos coronados de galaxias debían de ser los indicadores cronométricos. ¡Se trataba de mi máquina original, que yo había creído perdida, desmantelada, y finalmente destruida durante el ataque alemán sobre Londres en 1938!

El ensamblaje de la visión continuó deprisa. La barras de cobre brillaban, vi que había algo de polvo en las esferas de los indicadores cronométricos y que las agujas giraban. Reconocí el brillo verde de la plattnerita que impregnaba el cuarzo dopado que formaba la estructura inferior. Miré abajo y distinguí dos cilindros anchos, gordos y oscuros: ¡eran mis piernas, vestidas con el equipo de jungla!, y aquellos objetos pálidos, peludos y complejos debían de ser mis manos, que descansaban sobre las palancas de control de la máquina.

Y ahora, finalmente, comprendí el sentido de la «caverna» alrededor de mi campo visual. Era el borde de mis ojos, nariz y mejillas en mi campo visual: una vez más miraba desde la más oscura de las cavernas, mi propio cráneo.

Sentí como si me colocasen en mi cuerpo. Dedos y piernas se conectaron por sí solos a mi conciencia. Podía sentir la palancas, frías y firmes, en las manos, y sentí una punzada de sudor en la frente. Era un poco, supongo, como recuperarse de la inconsciencia del cloroformo; lenta y sutilmente volvía a ser yo. Y entonces sentí un balanceo y la sensación de vértigo del viaje en el tiempo.

Más allá de la Máquina del Tiempo sólo había oscuridad —no podía distinguir nada del mundo—, pero podía sentir, porque sus bandazos se reducían, que la máquina se detenía. Miré a mi alrededor —recibí la recompensa del peso de un cráneo cargado sobre el tallo del cuello; después de mi estado incorpóreo parecía como si girase una pieza de artillería—, pero sólo quedaban trazos de la Historia óptima: un cúmulo de galaxias allí, y allá un fragmento de luz estelar. En los últimos instantes, antes de que se cercenase definitivamente mi lazo intangible, vi de nuevo el rostro redondo y solemne del Observador, con sus enormes ojos pensativos.

Luego todo desapareció y fui nuevamente yo por completo; ¡y sentí una descarga de felicidad salvaje y primitiva!

La Máquina del Tiempo se detuvo. Se desplomó a un lado y yo fui lanzado de cabeza contra la oscuridad más absoluta.

Hubo un sonido de trueno en mis oídos. La lluvia dura y firme golpeaba con fuerza brutal sobre mi cabeza y la camisa. En un momento quedé empapado. ¡Vaya una bienvenida a la corporalidad!, pensé.

Me hallaba en un trozo de césped empapado frente a la máquina caída. Estaba muy oscuro. Me pareció que me encontraba en un pequeño jardín rodeado de arbustos con hojas que bailaban bajo la lluvia. Las gotas rebotadas flotaban en una pequeña nube sobre la máquina. Cerca de mí oí el murmullo del agua, y de la lluvia golpeando en la masa de líquido.

Me puse en pie y miré a mi alrededor. Había un edificio cerca, visible sólo como una silueta contra el cielo gris carbón. Noté un ligero brillo verde que provenía de la parte de abajo de la máquina volcada. Vi que venía de un frasco, un cilindro de vidrio de unas seis pulgadas de alto: era una botella de medicina graduada de ocho onzas normal y corriente. Evidentemente la habían colocado en la estructura de la máquina, pero ahora se había caído.

Recogí el frasco. El resplandor verde provenía de un polvo en su interior: era plattnerita.

Gritaron mi nombre.

Me volví sorprendido. La voz había sonado suave, casi enmascarada por el silbido de la lluvia sobre la hierba.

Había una figura a unos diez pies de mí: baja, casi infantil, pero con la cabeza y la espalda cubiertas de pelo largo y desmadejado que la lluvia mantenía completamente pegado a la carne pálida. Tenía los enormes ojos rojo grisáceo fijos en mí.

—¿Nebogipfel…?

Y entonces un circuito se cerró en mi cerebro desconcertado.

Me volví y examiné una vez más la silueta del edificio. Allí estaba el balcón de hierro, allá la cocina del comedor con una pequeña ventana entreabierta, y la forma del laboratorio…

Era mi hogar; la máquina me había depositado en el jardín inclinado de la parte de atrás, entre la casa y el Támesis. Había vuelto —¡después de todo!— a Richmond.

8. SE CIERRA UN CÍRCULO

Una vez más —como ya lo habíamos hecho, muchos ciclos de la historia antes— Nebogipfel y yo caminamos por Petersham Road hacia mi casa. La lluvia golpeaba el empedrado. La oscuridad era casi completa; de hecho, la única luz provenía del frasco de plattnerita,

que brillaba como una débil bombilla eléctrica arrojando sombras lóbregas sobre el rostro de Nebogipfel.

Rocé con los dedos el metal delicado y familiar de la verja que rodeaba la casa. Allí tenía algo que no creía volver a ver: la falsa fachada, los pilares del porche, los rectángulos oscuros de las ventanas.

—Vuelves a tener los dos ojos —le comenté a Nebogipfel en un susurro.

Miró su cuerpo renovado, extendiendo las palmas de forma que la carne pálida brilló bajo la luz de la plattnerita.

—No necesito prótesis —dijo—. Ya no. Ahora que he sido reconstruido… al igual que tú.

Puse las manos contra el pecho. La tela de la camisa era tosca, basta al tacto, y los huesos se notaban duros bajo la piel. Parecía muy sólido. Y todavía me sentía como yo, es decir, conservaba una continuidad de la conciencia, un único y brillante camino de recuerdos, que me llevaba desde aquel enredo de historias hasta los días simples de mi niñez. Pero yo no podía ser el mismo hombre, me habían desmontado y reconstruido en la Historia óptima. Me pregunté cuánto de aquel resplandeciente universo permanecía en mí.

—Nebogipfel, ¿recuerdas mucho de lo que pasó allí, cuando atravesamos el límite al comienzo del tiempo, el cielo brillante y lo demás?

—Todo. —Sus ojos estaban oscuros—. ¿Tú no?

—No estoy seguro —dije—. Todo parece un sueño, ahora, especialmente aquí, bajo la fría lluvia de Inglaterra.

—Pero la Historia óptima es la realidad —susurró—. Todo esto… —señaló con la mano el inocente Richmond— estas historias parciales subóptimas… esto es el sueño.

Levanté el frasco de plattnerita. Era un bote de medicina vulgar, con un tapón de goma; ni que decir tiene que no sabía de dónde había salido o cómo había acabado entre la estructura de la máquina.

—Bien, esto sí que es real —dije—. Realmente es una solución muy hermosa, ¿no? Como cerrar un círculo. —Avancé hacia la puerta—. Creo que es mejor que te quedes atrás, para que no te vea, antes de llamar.

Se echó hacia atrás, hacia las sombras del porche, y pronto fue invisible.

Tiré del llamador.

Dentro de la casa oí una puerta que se abría, un grito suave —«¡Ya voy! »— y luego pasos pesados e impacientes en la escalera. Una llave sonó en la cerradura, y la puerta se abrió con un crujido.

Una vela, sostenida sobre un candelabro de bronce, se lanzó contra mí a través de la puerta; el rostro de un hombre joven, ancho y redondo, salió fuera, con los ojos recién abiertos. Tenía veintitrés o veinticuatro años, y llevaba una bata vieja y deshilachada sobre un camisón arrugado; el cabello, de un marrón ratonil, le sobresalía a los lados de su cabeza ancha.

—¿Sí? —me soltó—. Son más de las tres de la mañana, ¿sabe…?

No sabía con seguridad lo que iba a decirle, pero ahora que el momento había llegado las palabras se me escaparon por completo. Una vez más sufrí el extraño e incómodo impacto del reconocimiento. No creo que un hombre de mi siglo se hubiese podido acostumbrar jamás a encontrarse consigo mismo, no importa cuántas veces lo hiciese, y ahora todo un conjunto de sentimientos venían a hacerlo aún más conmovedor. Porque aquél ya no era sólo una versión más joven de mí mismo: era también un antecesor directo de Moses. Era como enfrentarse cara a cara con un hermano más joven que había creído perdido.

Estudió de nuevo mi cara, ahora suspicaz.

—¿Qué demonios quiere? No hago tratos con vendedores ambulantes, incluso si ésta fuese una hora apropiada para ello.

—No —dije con amabilidad—. No, sé que no lo hace.

—Oh, lo sabe, ¿no? —Comenzó a cerrar la puerta, pero vio algo en mi cara, lo noté en su mirada, un lejano reconocimiento—. Creo que es mejor que me diga qué quiere.

Con torpeza, le mostré el frasco de medicina con la plattnerita.

—Esto es para usted.

Sus cejas se elevaron al ver el frasco de brillo verde.

—¿Qué es?

—Es… —¿Cómo podía explicárselo?—. Es una muestra. Para usted.

—¿Una muestra de qué?

—No lo sé —mentí—. Me gustaría que usted lo descubriese.

Parecía sentir curiosidad, pero todavía vacilaba; y entonces cierta tozudez le llenó el rostro.

—¿Descubrir qué?

Comencé a irritarme con esas preguntas tontas.

—Maldita sea, hombre… ¿no tiene usted iniciativa? Haga algunas pruebas…

—No estoy seguro de que me guste su tono —dijo envarado—. ¿Qué tipo de pruebas?

—¡Oh! —Me pasé la mano por el pelo mojado; semejante pomposidad no encajaba bien en un hombre tan joven—. Es un nuevo mineral, ¡eso ya lo puede ver!

Frunció el ceño, todavía más suspicaz.

Me incliné y dejé el frasco en los escalones.

—Lo dejaré aquí. Puede examinarlo cuando quiera, y sé que querrá hacerlo. No quiero malgastar su tiempo. —Me volví y comencé a recorrer el camino, mis pasos sonaban fuertes aun a pesar de la lluvia.

Cuando miré atrás vi que había recogido el frasco y su resplandor verde suavizó las sombras que producía la vela en su rostro. Gritó:

—Pero su nombre…

Sentí un impulso.

—Es Plattner-dije.

¿Plattner? ¿Le conozco?

—Plattner —repetí desesperado, y busqué una mentira más detallada en los oscuros recovecos de mi cerebro—. Gottfried Plattner…*

Fue como si lo dijese otra persona, pero tan pronto como las palabras salieron de mi boca supe que tenían algo de inevitables.

Ya estaba; ¡el círculo se había cerrado!

Siguió llamándome, pero caminé resuelto colina abajo.

Nebogipfel me esperaba en la parte de atrás de la casa, cerca de la Máquina del Tiempo.

—Ya está hecho —le dije.

Una primera muestra de la mañana se filtraba por el cielo cubierto y podía ver al Morlock como una silueta granulosa: tenía las manos unidas a la espalda y el pelo pegado contra el cuerpo. Los ojos eran enormes estanques rojos.

—No vas muy adecuadamente vestido —le dije amable—. En esta lluvia…

—Apenas importa.

—¿Qué harás ahora?

—¿Qué harás tú?

Como respuesta me incliné y levanté la Máquina del Tiempo. Giró chirriando como una vieja cama y se posó en el césped con un ruido seco.

Recorrí la estructura de la máquina con la mano; había musgo y trozos de hierba pegados a las barras de cuarzo y al asiento, y un carril estaba muy doblado.

—Puedes volver a casa, ¿sabes? —dijo—. A 1891. Está claro que los Observadores nos han traído de vuelta a tu historia original, la versión primera de las cosas. Sólo tienes que viajar hacia delante unos pocos años.

Consideré esa idea. En cierta forma hubiese sido cómodo regresar a esa época acogedora, y a mi conjunto de posesiones, compañeros y logros.

Y hubiese disfrutado otra vez de la compañía de algunos de mis viejos compinches, Filby y el resto. Pero…

—Tengo un amigo en 1891 —le dije a Nebogipfel (pensaba en el Escritor)—. Es sólo un joven. Un tipo extraño en cierta forma, muy intenso, y sin embargo tenía una forma de mirar las cosas…

»Parecía ver más allá de la superficie de todo, más allá del Aquí y Ahora que nos obsesiona a todos, y percibir los cambios, las tendencias, las corrientes profundas que nos conectan con el pasado y el futuro. Creo que sabía lo pequeña que es la humanidad frente al tiempo evolutivo; y creo que eso le hacía sentirse impaciente con el mundo en el que estaba atrapado, con los interminables y lentos procesos de la sociedad, incluso con su propia y enfermiza naturaleza humana.

»Era como un extraño en su propio tiempo —concluí—. Y, si yo volviese, así es como me sentiría. Fuera del tiempo. Porque, no importa cuán sólido parezca el mundo, siempre sabré que miles de universos, diferentes en un grado pequeño o grande, se apilan a mi alrededor, fuera de mi alcance.

»Supongo que me he convertido en un monstruo… Mis amigos tendrán que considerarme perdido en el tiempo y tendrán que llorarme como deseen.

Al hablar había tomado mi decisión.

—Todavía tengo una vocación. Todavía no he terminado lo que empecé cuando viajé en el tiempo después de mi primera visita. Aquí se ha cerrado un círculo, pero otro sigue abierto, colgando como un hueso roto, en el lejano futuro…

—Lo entiendo —dijo el Morlock.

Subí al asiento de la máquina.

—Pero ¿qué hay de ti, Nebogipfel? ¿Vendrás conmigo? Puedo imaginar un papel para ti allí, y no quiero dejarte varado aquí.

—Gracias, pero no. No me quedaré aquí mucho tiempo.

—¿Adónde irás?

Levantó el rostro. La lluvia se detenía, pero una fina niebla de gotas todavía cubría el cielo y caía contra las grandes córneas de sus ojos.

—Yo también veo el cierre de círculos —dijo—. Pero siento curiosidad por lo que hay más allá de los círculos…

—¿Qué quieres decir?

—Si hubieses vuelto aquí y hubieses disparado contra tu yo más joven, bien, no habría habido contradicción causal: en su lugar, habrías creado una nueva historia, una variante nueva en la multiplicidad, en la que mueres joven a manos de un extraño.

—Eso lo tengo claro ahora. No hay paradoja posible dentro de una única historia, debido a la existencia de la multiplicidad.

—Pero —continuó el Morlock con calma— los Observadores te han traído aquí para que te entregases la plattnerita a ti mismo, para que iniciases la secuencia de sucesos que llevó al desarrollo de la primera Máquina del Tiempo y a la creación de la multiplicidad. Por tanto hay un cierre mayor, el de la multiplicidad en sí misma.

Vi adónde iba.

—Hay un cierto bucle causal cerrado después de todo —dije—, una serpiente que se muerde su propia cola… ¡La multiplicidad no podría haberse producido sino fuese por la existencia de la multiplicidad en primer lugar!

Nebogipfel dijo que los Observadores creían que la resolución de esa Paradoja Final requería la existencia de más multiplicidades: ¡una multiplicidad de multiplicidades!

—El orden superior es lógicamente necesario para resolver el bucle causal —dijo Nebogipfel—, de la misma forma que nuestra multiplicidad era necesaria para resolver las paradojas de una única historia.

—Pero ¡maldita sea, Nebogipfel! Mi mente se tambalea ante esa idea. Colectividades paralelas de universos; ¿es posible?

—Más que posible —dijo—. Y los Observadores tienen la intención de viajar allí. —Agachó la cabeza. El amanecer ya era muy brillante y podía ver que la carne pálida alrededor de sus ojos se arrugaba incómoda—. Y me llevarán con ellos. No puedo concebir una aventura mayor… ¿Puedes tú?

Sentado en el asiento de la máquina di un último vistazo a mi alrededor, al amanecer normal en algún momento del siglo diecinueve. Las casas, llenas de personas durmiendo, destacaban a todo lo largo de Petersham Road; olía el aroma de la hierba, y en algún lugar una puerta se cerró de golpe, y algún lechero o cartero comenzaba su jornada.

Sabía que nunca volvería a recorrer ese camino.

—Nebogipfel, cuando lleguéis a esa multiplicidad mayor, ¿entonces qué?

—Hay muchos órdenes de infinito —dijo Nebogipfel con calma; la lluvia le caía por los contornos de la cara—. Es como una jerarquía de estructuras universales… y de ambiciones. —Su voz conservaba el borboteo suave de los Morlocks, una entonación extraña, pero también estaba llena de maravilla—. Los Constructores podían haber poseído un universo; pero eso no era suficiente. Por tanto desafiaron la finitud, y tocaron los límites del tiempo, los atravesaron y permitieron que la Mente colonizase y habitase los muchos universos de la multiplicidad. Pero, para los Observadores de la Historia óptima, ni siquiera eso es suficiente; y buscan formas de ir más allá, hacia mayores órdenes del infinito…

—¿Y si triunfan? ¿Descansarán?

—No hay descanso. No hay límite. No hay final para el más allá, ningún límite que la vida y la Mente no puedan desafiar y atravesar.

Mi mano se tensó sobre las palancas de la máquina, y toda la masa rechoncha tembló como una rama al viento.

—Nebogipfel, yo…

Levantó la mano.

—Vete —dijo.

Tragué aire, agarré la palanca de arranque con ambas manos, y partí con un ruido sordo.