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TRESA donde van los transformados2135

1

El muchacho venusino danzó con agilidad alrededor del Hongo Dañino que crecía detrás de la capilla, esquivando al asesino verdegrisáceo con consumada habilidad. En tres saltos dejó atrás el tronco elástico del limolimbo y se acercó a la apretada fila de humildes tallos mellados que crecían en la parte posterior del jardín. El muchacho les sonrió, y se apartaron con tanta diligencia como el mar Rojo ante Moisés algún tiempo antes.

—Aquí estoy —le dijo a Nicholas Martell.

—No creí que regresarías —contestó el misionero vorster.

El muchacho, Elwhit, le miró con aire travieso.

—El hermano Christopher dijo que no podría regresar. Por eso he venido. Habíame del Fuego Azul. ¿De veras puedes conseguir que los átomos hagan luz?

—Entra —dijo Martell.

El chico era su primer triunfo desde su llegada a Venus; por el momento, un triunfo insignificante. Pero Martell no se quejaba. Un paso era un paso. Había todo un planeta que ganar. Incluso un universo.

Al entrar en la capilla, el chico se hizo el remolón, repentinamente tímido. ¿Había venido impulsado por simple malicia, o era un espía enviado por los herejes de la capilla cercana? Daba igual. Martell le trataría como a un converso en potencia. Activó el altar y el Fuego Azul alumbró el pequeño recinto; motas de color bailaron sobre los tablones del techo de madera. La energía brotó del cubo de cobalto, y los rayos, inofensivos pero impresionantes, provocaron que Elwhit lanzara una exclamación de maravillado asombro.

—Este fuego es simbólico —murmuró Martell—. Existe una unidad fundamental en el universo; como los bloques de los juegos de construcción, ¿entiendes? ¿Sabes lo que son las partículas atómicas, protones, electrones, neutrones, de las que están hechas las cosas?

—Puedo tocarlas —dijo Elwhit—. Puedo moverlas.

—¿Me enseñarás cómo? —Martell recordaba la forma en que el chico había apartado aquellas plantas afiladas como la hoja de un cuchillo que había en el jardín posterior. Una mirada, un empujón mental, y habían retrocedido. Estos venusinos podían teleportarse; estaba seguro—. ¿Cómo mueves las cosas?

El chico se desentendió de la pregunta con un encogimiento de hombros.

—Cuéntame más cosas del Fuego Azul —pidió.

—¿Has leído el libro que te di, el que escribió Vorst? Te dirá todo lo que necesitas saber.

—El hermano Christopher me lo quitó.

—¿Se lo enseñaste? —preguntó Martell, estupefacto.

—Quiso saber por qué había venido a verte. Le dije que hablaste conmigo y me diste un libro. Me quitó el libro. He vuelto. Dime por qué estás aquí. Habíame de lo que enseñas.

Martell no había imaginado que su primer converso sería un niño. Sopesó con cuidado las palabras que pronunció a continuación.

—Nuestra religión es muy parecida a la que enseña el hermano Christopher, pero existen algunas diferencias. Su gente inventa muchos cuentos. Son buenos cuentos, pero sólo son cuentos.

—¿Sobre Lázaro, por ejemplo?

—Exacto. Simples leyendas. Intentamos evitar esas cosas. Intentamos centrarnos en los aspectos básicos del universo. Nosotros…

El chico perdió el interés. Tiró de su túnica y dio un codazo a una silla. Únicamente le fascinaba el altar. Sus ojos brillantes se desviaron hacia él.

—El cobalto es radiactivo —dijo Martell—. Es una fuente de rayos beta: electrones. Recorren el depósito y liberan fotones. Así se produce la luz.

—Yo puedo detener la luz —dijo el chico—. ¿Te enfadarás conmigo si la detengo?

Martell sabía que sería una especie de sacrilegio, pero sospechaba que le sería perdonado. Cualquier indicio de actividad telequinésica que detectara sería útil.

—Adelante —dijo.

El chico permaneció inmóvil, pero el resplandor disminuyó, como si una mano invisible hubiera penetrado en el reactor, interceptado el flujo de partículas. ¡Telequinesis a nivel subatómico! Martell estaba entusiasmado y estremecido a la vez mientras veían desvanecerse la luz. De pronto, recuperó su brillo de nuevo. Gotas de sudor resbalaban por la frente purpuroazulada del muchacho.

—Eso es todo —anunció Elwhit.

—¿Cómo lo haces?

—Me sale —rió el chico—. ¿Tú no sabes?

—Me temo que no. Oye, si te doy otro libro, ¿me prometes que no se lo enseñarás al hermano Christopher? No me quedan muchos. No puedo permitirme el lujo de que los armonistas los confisquen todos.

—La próxima vez. No tengo ganas de leer ahora. Volveré. Ya me lo contarás todo en otra ocasión.

Salió bailando de la capilla y avanzó a saltos entre la maleza, indiferente a los peligros que acechaban en el sombrío bosque que se extendía al otro lado. Martell le vio marcharse, sin saber si había logrado su primer converso o se estaban burlando de él.

Quizá ambas cosas a la vez, pensó el misionero.

Nicholas Martell había llegado a Venus diez días antes, a bordo de una nave de pasajeros procedentes de Marte. La nave trasportaba treinta pasajeros, pero ninguno había buscado la compañía de Martell. Diez eran marcianos, y detestaban compartir la misma atmósfera de Martell. Los marcianos, ahora que su planeta había sido terraformado a su gusto, preferían llenar sus pulmones de una mezcla de gases terrestres. Lo mismo le había sucedido a Martell en otro tiempo, pues era nativo de la Tierra, pero ahora formaba parte de los transformados, equipado con branquias del más puro estilo venusino.

En realidad, no eran branquias; no le servirían de nada bajo el agua. Eran filtros de alta densidad, que aprovechaban al máximo las moléculas de oxígeno decente de la atmósfera venusina. Martell se había adaptado bien. El helio y otros gases inertes no servían a su metabolismo, pero se alimentaba de nitrógeno y no ponía auténticos reparos a sustentarse de CO2 durante breves períodos. Los cirujanos de Santa Fe trabajaron en él durante seis meses. Era cuarenta años demasiado tarde para realizar alteraciones en el óvulo o en el feto de Martell, como se hacía normalmente para adaptar al hombre a la vida en Venus, de modo que alteraron al Martell ya adulto. La sangre que corría por sus venas ya no era roja. Su piel poseía un hermoso tono cianótico. Era como cualquier persona nacida en Venus.

En la nave también viajaban diecinueve venusinos de pura cepa, pero no demostraron la menor camaradería con Martell y le obligaron a desaparecer de su presencia. La tripulación alojó a Martell en una cámara de almacenaje, disculpándose educadamente.

—Ya sabe cómo son esos arrogantes venusinos, hermano. Una mirada que induzca a error y se le echarán encima con sus puñales. Quédese aquí. Estará más seguro —una breve carcajada—. Incluso estará más seguro, hermano, si vuelve a casa sin poner pie en Venus.

Martell había sonreído. Estaba preparado para lo peor.

Durante los últimos cuarenta años, docenas de miembros pertenecientes a la orden religiosa de Martell habían sufrido el martirio en Venus. Era un vorster o, dicho en términos más precisos, un miembro de la Hermandad de la Radiación Inmanente, y se había integrado en la rama misionera. Al contrario que sus prodecesores martirizados, Martell se había adaptado quirúrgicamente a la vida en Venus. Los demás se habían visto obligados a protegerse con trajes de respiración, limitando tal vez su eficacia. Los vorsters no se habían abierto camino en Venus, a pesar de que eran el grupo religioso más numeroso de la Tierra desde hacía más de una generación. Martell, solo y adaptado, se había impuesto la tarea largamente aplazada de fundar una orden de la Hermandad en Venus.

Martell recibió una gélida bienvenida al llegar a Venus. Cuando la nave descendió en picado, atravesando las capas de nubes, las turbulencias del aterrizaje le marearon. Se recobró y aguardó sentado pacientemente. Era un hombre flaco, de rostro en forma de cuña y ojos hundidos. Distinguió a través de la portilla su primera visión de Venus: un terreno llano, de aspecto fangoso, bordeado por una franja de árboles feos, de tronco macizo y cuyas hojas azulinas poseían un brillo siniestro. El cielo era gris, y remolineantes masas de nubes bajas formaban dibujos en espiral contra el fondo más oscuro. Técnicos robot salían de un edificio cuadrado y de aspecto extraño para atender las necesidades de la nave. Los pasajeros fueron saliendo.

En la aduana, un venusino de casta inferior miró al vorster con indiferencia y cogió su pasaporte.

—¿Religioso? preguntó con frialdad.

—Exacto.

—¿Cómo le han permitido venir?

—Tratado de 2128 —dijo Martell—. Un número limitado de observadores de la Tierra con propósitos científicos, éticos o…

—Corte la historia —el venusino presionó con el dedo una página del pasaporte y apareció un sello de visado brillante—. Nicholas Martell. Morirá aquí, Martell. ¿Por qué no vuelve por donde vino? En la Tierra los hombres viven enternamente, ¿no?

—Viven mucho tiempo, pero tengo trabajo aquí.

—¡Idiota!

—Tal vez convino Martell sin perder la calma—. ¿Puedo irme?

—¿Dónde se alojará? Aquí no hay hoteles.

—La embajada marciana cuidará de mí hasta que me haya establecido.

—Nunca se establecerá.

Martell no le contradijo. Sabía que hasta un venusino de casta inferior se consideraba por encima de cualquier terrestre, y que contradecirle supondría un insulto mortal. Martell no estaba preparado para entablar un duelo a cuchillo. Como no era orgulloso por naturaleza, estaba dispuesto a tragarse todos los insultos por el bien de su misión.

El aduanero le indicó que pasara con un ademán. Martell tomó su única maleta y salió del edificio. «Ahora, un taxi», pensó. Se encontraba a muchos kilómetros de la ciudad. Necesitaba descansar y hablar con el embajador marciano, Weiner. Los marcianos no miraban con mucha simpatía su objetivo, pero al menos toleraban la presencia de Martell. En Venus no había embajada de la Tierra, ni tan siquiera consulado. Los vínculos entre el planeta madre y su orgullosa colonia se habían roto mucho tiempo atrás.

En el extremo de la pista aguardaban algunos taxis. Martell se encaminó hacia ellos. El suelo crujía bajo sus pies, como si fuera una frágil corteza. El planeta parecía sombrío. Ni un rayo de sol asomaba por entre las nubes. No obstante, su cuerpo adaptado estaba funcionando bien.

El espaciopuerto tenía un aspecto de abandono, pensó Martell. Casi únicamente se veían robots. Un equipo de cuatro venusinos se responsabilizaba del lugar; había los diecinueve de la nave y los diez marcianos, pero nadie más. Venus era un planeta poco poblado, y apenas contaba con tres millones de habitantes, diseminados en sus siete espaciosas ciudades. Los venusinos eran hombres de la frontera, legendarios por su arrogancia. Había espacio suficiente para ser arrogante, pensó Martell. Cambiarían su conducta si pasaran una semana en la abarrotada Tierra.

—¡Taxi! —gritó.

Ningún robocoche se movió de la fila. ¿También los robots eran arrogantes, o le pasaba algo a su acento? Llamó de nuevo, sin obtener respuesta.

Entonces, lo comprendió. Los pasajeros venusinos estaban saliendo y se dirigían hacia la zona reservada a los taxis. Y, por supuesto, gozaban de preferencia. Martell les miró. Eran hombres de casta superior, al contrario que el aduanero. Caminaban con altivez, contoneándose, y Martell comprendió que le derribarían de un puñetazo si se cruzaba en su camino.

Sintió cierto desprecio hacia ellos. ¿Qué eran, sino samurais de piel azul, señores de la frontera fuera de su tiempo, principillos que vivían en una fantasía medieval? Hombres seguros de sí mismos, que no necesitaban baladronear ni someterse a complicados códigos de caballería. Si, en lugar de considerarles nobles revestidos de una superioridad innata, se pensaba en ellos como meros hombres impetuosos, inquietos y profundamente inseguros, era fácil superar la sensación de admiración temerosa que una procesión semejante despertaba.

Sin embargo, no se conseguía suprimir por completo dicha admiración.

Porque impesionaba verles desfilar por la pista. Los venusinos de casta superior e inferior estaban separados por algo más que la costumbre. Eran biológicamente diferentes. Los de casta superior fueron los primeros en llegar, las familias fundadoras de la colonia de Venus, y eran mucho más extraterrestres en cuerpo y mente que los venusinos de cosecha reciente. Los antiguos procedimientos genéticos eran rudimentarios, y los primeros colonos habían sido transformados en virtuales monstruos. Eran seres extraterrestres de unos dos metros y medio de altura, piel de color azul oscuro sembrada de grandes poros y oscilantes ristras de branquias que pendían de sus gargantas. No parecían tataranietos de terrícolas ni por asomo. Una vez avanzado el proceso de colonizar Venus, había sido posible adaptar los hombres al segundo planeta sin variar en exceso el modelo humano básico. Ambas castas de venusinos, surgidas de manipulaciones genéticas, apenas se distinguían. Las dos compartían el mismo exagerado sentido del honor y el mismo desdén por la Tierra; las dos eran extraterrestres por dentro y por fuera, en cuerpo y espíritu. Con todo, aquellos cuyos ancestros descendían de los más transformados entre los transformados, detentaban el poder, hacían gala de su peculiaridad y consideraban al planeta su patio de recreo.

Martell vio cómo los venusinos de casta superior entraban solemnemente en los vehículos que esperaban y se alejaban. No quedó ningún taxi. Los diez pasajeros marcianos de la nave montaron en un taxi aparcado al otro lado de la terminal. Martell volvió a entrar en el edificio. Los venusinos de casta inferior le observaron con el rostro ceñudo.

—¿Cuándo podré conseguir un taxi que me lleve a la ciudad? —preguntó Martell.

—No podrá. Hoy ya no volverán.

—En ese caso, llamaré a la embajada marciana. Enviarán un vehículo para que me recoja.

—¿Está seguro? ¿Por qué se iban a molestar?

—Quizá tenga razón. Será mejor que vaya andando.

La reacción de los marcianos recompensó su bravata. Le miraron sorprendidos y asombrados. Quizá también admirados, como si pensaran que estaba loco. El hermano Martell salió de la terminal y empezó a caminar, siguiendo una estrecha carretera, mientras su cuerpo alterado respiraba el aire de aquel planeta extraño.

2

Fue un paseo solitario. No circulaba ningún vehículo ni se divisaba la menor señal de lugar habitado que rompiera la monotonía de la vegetación que bordeaba la carretera. Los árboles, de tono azulino, tétricos y siniestros, se alzaban como torres sobre la carretera. Sus hojas afiladas como cuchillos centelleaban a la débil y difusa luz. De vez en cuando se oía un crujido en el bosque, como si algún animal acechara entre los arbustos. Martell, sin embargo, no vio nada. Continuó andando. ¿Cuántos kilómetros, doce, veinte? Estaba dispuesto a seguir caminado hasta el fin de los tiempos, si fuera necesario. Contaba con las fuerzas necesarias.

Su mente bullía de planes. Levantaría una pequeña capilla y pregonaría la oferta de la Hermandad: la vida eterna y la conquista de las estrellas. Era posible que los venusinos le amenazaran con matarle, pues ya habían asesinado a otros misioneros de la Hermandad, pero Martell estaba dispuesto a morir, si era preciso, para que los demás llegaran a las estrellas. Su fe era fuerte. Antes de partir, los altos cargos de la Hermandad le habían deseado en persona buena suerte. El canoso Reynolds Kirby, coordinador hemisférico, le había estrechado la mano, y mayor había sido su sorpresa cuando vio aparecer a Noel Vorst, el Fundador, una legendaria figura que rebasaba los cien años de edad.

—Sé que tu misión será fructífera, hermano Martell —le había dicho con voz suave.

El recuerdo de aquel glorioso momento todavía emocionaba a Martell.

Siguió adelante, guiado por el contorno de algunas casas apartadas de la carretera. Por consiguiente, estaba llegando a las afueras de la ciudad. En este mundo de pioneros, las costumbres de los pioneros se mantenían, y los colonos procuraban construir sus casas a cierta distancia de las otras. Se hallaban esparcidas en un área circular que rodeaba los principales centros administrativos. Los muros de la altura de un hombre que aislaban las primeras casas a la vista no le sorprendieron; estos venusinos eran tan poco amigables que construirían un muro alrededor del planeta su pudieran. En cualquier caso, no tardaría en llegar a la ciudad, y entonces…

Martell se detuvo cuando vio que una rueda se precipitaba sobre él.

Su primer pensamiento fue que se había desprendido de algún vehículo. Después comprendió que no se trataba de una pieza mecánica, sino de una forma de vida salvaje venusina. Apareció sobre un promontorio de la carretera y se abalanzó sobre Martell a una velocidad aproximada de ciento cincuenta kilómetros por hora. Martell tuvo una diáfana aunque momentánea visión: dos ruedas de algún material córneo, moteadas de naranja y amarillo, unidas por una estructura interna semejante a una caja. Las ruedas medían, como mínimo, tres metros de diámetro. La estructura que las conectaba era más pequeña, de manera que el borde de las ruedas salía proyectado. Los bordes estaban afilados como una navaja. La criatura se movía mediante una transferencia incesante de su peso al cuerpo central, y adquirió una aceleración terrorífica cuando cargó contra el misionero.

Martell saltó hacia atrás. La rueda pasó de largo, a escasísimos centímetros de sus pies. Martell tuvo tiempo de ver lo afilado que estaba el borde, y un olor acre hirió su olfato. Si se hubiera movido con más lentitud, la rueda le habría partido en dos.

Recorrió unos cien metros sin detenerse. Después, como un giroscopio descontrolado, ejecutó un giro sorprendentemente cerrado y cargó de nuevo sobre Martell.

«Ese bicho se propone cazarme», pensó el misionero.

Conocía muchas técnicas de combate vorster, pero ninguna estaba pensada para enfrentarse a una bestia semejante. Sólo podía continuar esquivándola y confiar en que la rueda fuera incapaz de alterar bruscamente su trayectoria. El animal se acercó a toda velocidad; Martell contuvo el aliento y saltó a un lado de nuevo. Esta vez, la rueda viró con brusquedad. Su borde izquierdo seccionó el borde colgante de la capa azul de Martell, y un trozo de tela cayó sobre el pavimento. Martell, jadeante, vio que la criatura giraba para embestirle otra vez, y comprendió que podía corregir su curso. Unas tentativas más y le acanzaría.

La rueda atacó por tercera vez.

Martell esperó hasta el último momento. Cuando los bordes afilados se encontraban a sólo unos centímetros de distancia, saltó por encima del animal. Sus músculos educados en la Tierra le permitieron elevarse seis metros, gracias a la reducida gravedad. Estaba casi seguro de que le partiría en dos antes de completar el salto, pero cuando sus pies tocaron tierra comprobó que seguía entero. Martell giró sobre sus talones y comprobó que había sorprendido a la bestia; ésta había girado hacia dentro, hacia el lugar donde suponía que Martell se encontraba, y había arrollado su maleta, partiéndola como si un rayo láser la hubiera alcanzado. Sus pertenencias estaban esparcidas sobre la carretera. La rueda se detuvo, disponiéndose a atacarle una vez más.

¿Y ahora, qué? ¿Trepar a un árbol? Las ramas del más próximo brotaban a seis metros de altura. Martell no tendría tiempo de trepar hasta ponerse a salvo. La única posibilidad residía en seguir saltando de lado a lado de la carretera, intentando anticiparse a los movimientos de la criatura. Martell sabía que no aguantaría mucho más. Se cansaría, al contrario que la rueda, y los bordes cortantes le despedazarían, esparciendo sus tripas sobre el pavimento. No le parecía correcto morir inútilmente sin haber comenzado antes su trabajo.

La rueda atacó. Martell la esquivó y oyó que pasaba con un sonido silbante. ¿Se estaría irritando? No, se trataba simplemente de un ser irracional que buscaba comida, que cazaba siguiendo el dictado de una naturaleza perversa. Martell respiró hondo. La próxima acometida…

De súbito, ya no estaba solo. Un muchacho acudió corriendo desde uno de los edificios cercados que coronaban la colina, y trotó paralelo a la rueda durante unos metros. Entonces (Martell no comprendió el motivo), la rueda se torció y cayó, con los discos alzados en el aire. Quedó tendida como un queso gigantesco, bloqueando la carretera. El chico, no mayor de diez años, parecía complacido consigo mismo. Era de casta inferior, por supuesto. Uno de casta superior no se habría molestado en salvarle. Martell llegó a la conclusión de que el muchacho, probablemente, ni siquiera había pensado en salvarle, sino que había derribado la rueda por pura diversión.

—Te doy las gracias, amigo —dijo Martell—. Un segundo más y me habría cortado en pedazos.

El muchacho no respondió. Martell se acercó para examinar la rueda caída. Su borde superior se agitaba de frustración mientras pugnaba por enderezarse… Una tarea imposible, por lo visto. Martell bajó la mirada y vio un quiste violeta oscuro cerca del centro de una rueda, retorcido y abierto.

—¡Cuidado! —gritó el chico, pero ya era demasiado tarde.

Dos tentáculos semejantes a látigos surgieron del quiste. Uno se enrolló alrededor del muslo izquierdo de Martell, y el segundo atrapó al muchacho por la cintura. Martell experimentó una oleada de dolor, como si los tentáculos estuvieran provistos de ventosas ribeteadas de ácido. Una boca se abrió en la estructura interna de la rueda. Martell observó unos contundentes y afilados salientes similares a dientes que empezaban a agitarse de anticipación.

Sin embargo, estaba en condiciones de hacer frente a la situación. No podía detener las temerarias embestidas de la rueda, pura energía mecánica en funcionamiento, pero era probable que el cerebro de la bestia poseyera una carga eléctrica, y los vorsters conocían formas de alterar las corrientes cerebrales. Era una forma menor de poder extrasensorial, al alcance de quien se tomara la molestia de dominar las disciplinas implicadas. Martell, ignorando el dolor, aferró con la mano derecha el tentáculo y ejecutó el acto de neutralización. Un momento después, el tentáculo se aflojó y Martell estuvo libre, al igual que el muchacho. Los tentáculos no se retrayeron hacia el quiste, sino que se derrumbaron flaccidamente sobre la carretera. Los afilados dientes se inmovilizaron; la placa córnea de la rueda superior dejó de moverse. El ser estaba muerto.

Martell miró al chico.

—En paz —dijo—. Yo te he salvado y tú me has salvado.

—Tú aún sigues en deuda —replicó el muchacho con extraña solemnidad—. Si yo no te hubiera salvado primero, no habrías vivido lo suficiente para salvarme. En cualquier caso, no habría sido necesario salvarme, porque yo no habría salido a la carretera, y por tanto…

Martell abrió los ojos de par en par.

—¿Quién te ha enseñado a razonar así? —preguntó, divertido—. Pareces un profesor de teología.

—Soy el pupilo del hermano Christopher.

—Y él es…

—Ya lo descubrirá. Quiere verle. Me envió a buscarle.

—¿Y dónde le encontraré?

—Venga conmigo.

Martell siguió al chico hasta uno de los edificios. Dejaron la rueda muerta en la carretera. Martell se preguntó qué ocurriría si un vehículo cargado de venusinos de casta superior se topaba con el cadáver y tenían que apartarlo del camino con sus aristocráticas manos.

Martell y el muchacho atravesaron un bruñido portal de cobre que se abrió al aproximarse el chico. Se detuvieron ante un sencillo edificio de madera en forma de A. Cuando advirtió el letrero colgado sobre la puerta, se sorprendió tanto que soltó su maleta rota, y sus pertenencias cayeron al suelo por segunda vez en diez minutos.

El letrero decía:

SANTUARIO DE LA ARMONÍA TRASCENDENTE

SED TODOS BIENVENIDOS

Martel sintió que las piernas le fallaban. ¿Armonistas? ¿Aquí?

Los herejes de hábito verde, vastagos del movimiento vorster original, habían hecho algunos progresos en la Tierra durante un tiempo, dando la impresión de que llegarían a constituir una amenaza para la organización de la que habían nacido. Sin embargo, desde hacía más de veinte años no eran más que un absurdo grupillo insignificante de disidentes. Parecía inconcebible que estos herejes, tan fracasados en la Tierra, hubieran establecido una iglesia en Venus, algo que había resultado imposible para los vorsters. Era imposible. Era impensable.

Una figura apareció en el umbral. Se trataba de un hombre corpulento, de unos sesenta años, cabello que empezaba a encanecer y rasgos que anticipaban cierta tendencia a engordar. Como Martell, estaba adaptado quirúrgicamente a las condiciones de Venus. Parecía tranquilo y seguro de sí mismo. Sus manos descansaban sobre una confortable panza eclesiástica.

—Soy Christopher Mondschein —dijo—. Me he enterado de su llegada, hermano Martell. ¿Quiere entrar?

Martell vaciló.

—Vamos, vamos, hermano —sonrió Mondschein—. No existe peligro en compartir el pan con un armonista, ¿verdad? A estas alturas se habría convertido en carne picada de no ser por la valentía del chaval, y yo le envié a salvarle. Me debe la cortesía de una visita. Entre, entre. No pervertiré su alma, se lo prometo.

3

El enclave armonista era modesto, pero de carácter permanente. Había un templo, adornado con las estatuillas y parafernalia de la herejía, una biblioteca y una zona de vivienda. Martell divisó a varios chicos venusinos que trabajaban en la parte posterior del edificio, cavando lo que debían de ser los cimientos de un anexo. Martell siguió a Mondschein a la biblioteca. Se fijó en una colección de libros que le resultaron familiares: las obras de Noel Vorst, bellamente encuadernadas, la carísima Edición del Fundador.

—¿Le sorprende? —preguntó Mondschein—. No olvide que nosotros también aceptamos la supremacía de Vorst, a pesar de que nos rechaza. Siéntese. ¿Le apetece un poco de vino? Aquí hacen un blanco seco excelente.

—¿Qué está haciendo en Venus?

—¿Yo? Es una historia terriblemente larga, que no dice mucho en mi favor. Podría resumirla diciendo que era joven y estúpido y dejé que me enviaran aquí. Eso ocurrió hace cuarenta años, y ahora ya no me arrepiento de lo sucedido. He comprendido que fue lo mejor que pudo pasarme. Supongo que es una señal de madurez poder asumir…

La incoherencia de Mondschein irritó la mente precisa de Martell.

—No me interesa su historia personal, hermano Mondschein —le interrumpió—. Le preguntaba desde cuándo está su orden aquí.

—Unos cincuenta años.

—¿Ininterrumpidamente?

—Sí. Tenemos ocho templos aquí y unos cuatro mil fieles, todos de casta inferior. Los de casta superior no se dignan fijarse en nosotros.

—Tampoco se dignan a expulsarles —observó Martell.

—Es cierto. Quizá estemos más allá de su desprecio.

—Pero han asesinado a todos los misioneros vorsters que han venido aquí. Nos destruyen a nosotros, les toleran a ustedes. ¿Por qué?

—Tal vez perciben una fuerza en nosotros que no encuentran en la organización madre —sugirió el hereje—. Admiran la fuerza, por supuesto. Usted ya debe saberlo, de lo contrario no se habría atrevido a salir de la terminal. Usted demostró fuerza, pese a la tensión nerviosa. De todas formas, no le habría servido de mucho su demostración si la rueda le hubiera despedazado.

—Como estuvo a punto de suceder.

—Como sin duda habría sucedido si no me hubiera enterado de su llegada. Su misión habría concluido de una forma prematura. ¿Le gusta el vino?

Martell apenas lo había probado.

—No está mal. Dígame, Mondschein, ¿de veras se dejan convertir los nativos?

—Algunos. Algunos.

—Me cuesta creerlo. ¿Qué saben ustedes que nosotros no sepamos?

—No se trata de lo que sabemos, sino de lo que ofrecemos. Venga conmigo a la capilla.

—Prefiero no hacerlo.

—Por favor. No le hará ningún daño.

Martell, a regañadientes, se dejó conducir al sanctasanctórum. Contempló con desagrado los iconos, las imágenes y toda la basura armonista. En lugar del pequeño reactor que emitía radiación azul Cerenkov propio de las capillas vorsters, brillaba sobre el altar un modelo del átomo, a lo largo del cual se movían incesantemente centelleantes simulacros de electrones. Martell no se consideraba un hombre fanático, pero era fiel a su fe, y la visión de aquella parafernalia infantiloide le enfermó.

—Neol Vorst es el hombre más brillante de nuestro tiempo —dijo Mondschein—, y no hay que subestimar sus logros. Vio que la cultura de la Tierra se fragmentaba y caía en decadencia, vio que la gente se entregaba a las drogas, a las Cámaras de la Nada y a cientos de vicios deplorables. Y vio que las viejas religiones habían perdido su fuerza, que era el momento adecuado para fundar un credo nuevo, sintético y ecléctico que prescindiera del misticismo de las antiguas religiones y lo reemplazara por un nuevo tipo de misticismo, un misticismo científico. El Fuego Azul de su invención, un símbolo maravilloso, capaz de cautivar la imaginación y encandilar al ojo, tan bueno como la cruz y la media luna, incluso mejor, porque era moderno, era científico, podía ser entendido al tiempo que desconcertaba. Vorst tuvo la perspicacia de establecer su culto y la capacidad admistrativa de llevarlo adelante con éxito. Pero le faltó algo para redondear su pensamiento.

—Una conclusión precipitada, teniendo en cuenta que controlamos la Tierra como ninguna religión del pasado jamás…

—Convengo en que los logros alcanzados en la Tierra son impresionantes —sonrió Mondschein—. La Tierra estaba madura para las doctrinas de Vorst. ¿Por qué fracasó en los demás planetas, pues? Porque su pensamiento era demasiado avanzado. No ofrecía nada capaz de rendir los corazones y los espíritus de los colonos.

—Ofrece la inmortalidad con el cuerpo actual —dijo Martell con crispación—. ¿No es suficiente?

—No. No ofrece un mito, sino un frío toma y daca: acude a la capilla, paga el diezmo y tal vez vivirás para siempre. Es una religión seglar, a pesar de todas las letanías y rituales introducidos. Carece de poesía. Falta un Cristo naciendo en el pesebre, un Abraham sacrificando a Isaac, un destello de humanidad, un…

—Un sencillo cuento de hadas —interrumpió Martell, brusco—. Estoy de acuerdo. Ese es el punto capital de nuestra enseñanza. Irrumpimos en un mundo que ya no era capaz de creer en las viejas historias, y en lugar de inventar otras nuevas ofrecimos sencillez, energía, el poder de los avances científicos.

—Y lograron el control político de casi todo el planeta, mientras establecían al mismo tiempo magníficos laboratorios que llevaban a cabo una investigación avanzada sobre la longevidad y la percepción extrasensorial. Estupendo. Estupendo. Admirable. Pero ahí fracasaron. Nosotros estamos triunfando. Tenemos una historia que contar, la historia de Noel Vorst, el Primer Inmortal, redimido por el fuego atómico, purificado del pecado. Ofrecemos a nuestros feligreses la posibilidad de ser redimidos por Vorst y por el profeta posterior de la Armonía Trascendente, David Lázaro. Poseemos algo capaz de cautivar la fantasía de los venusinos de casta inferior, y dentro de una generación haremos lo propio con los de casta superior. Son pioneros, hermano Martell. Han cortado todos los vínculos con la Tierra y están empezando de nuevo por sus propios medios, en una sociedad de unas pocas generaciones de edad. Necesitan mitos. Están modelando sus propios mitos aquí. ¿No cree que dentro de un siglo los primeros colonos de Venus serán considerados seres sobrenaturales, Martell? ¿No cree que para entonces serán santos armonistas?

Martell estaba auténticamente asombrado.

—¿Es ése su juego?

—En parte.

—Lo que están haciendo es volver al cristianismo del siglo quinto.

—No exactamente. También continuamos el trabajo científico.

—¿Cree en lo que enseña?

Mondschein sonrió de una forma extraña.

—Cuando yo era joven —dijo—, era acólito vorster en la capilla de Nyack. Ingresé en la Hermandad porque significaba un trabajo. Necesitaba estructurar mi vida, y tenía la infundada esperanza de ser enviado a Santa Fe para que hicieran experimentos de inmortalidad conmigo; por eso me enrolé. Por el más frivolo de los motivos. ¿Sabe, Martell, que no sentía la menor vocación religiosa? Ni siquiera el asunto vorster, trillado, secular, me hacía mella. Tras una serie de confusiones que todavía no me explico y que ni siquiera empezaré a explicarle, abandoné la Hermandad, me uní al movimiento armonista y vine aquí como misionero. El misionero que ha logrado más éxitos en Venus, según parece. ¿Cree que la mitología armonista puede emocionarme si fui demasiado racional para aceptar el pensamiento vorster?

—Por lo tanto, vende con el mayor cinismo estas tonterías de santos e imágenes. Lo hace para conservar su influencia. Un mercachifle de panaceas, un predicador de pacotilla en las regiones salvajes de Venus…

—Cálmese —le aconsejó Mondschein—. Estoy consiguiendo resultados. Y, tal como Noel Vorst debió de decirle, no nos interesan los medios, sino los fines. ¿Le apetece arrodillarse y orar un rato?

—Por supuesto que no.

—En ese caso, ¿puedo orar por usted?

—Acaba de decirme que no cree en su propia doctrina.

—Hasta las plegarias de un incrédulo pueden ser oídas —sonrió Mondschein—. ¿Quién sabe? Sólo hay una cosa segura: usted morirá aquí, Martell. Por lo tanto, rezaré por usted, para que atraviese la llama purificadora de las frecuencias máximas.

—Basta de tonterías. ¿Por qué está tan seguro de que moriré aquí? Es una falacia dar por sentado que, como todos los anteriores misioneros vorsters fueron martirizados aquí, yo también lo seré.

—Si nuestra posición en Venus ya es bastante precaria, la suya será insostenible. Venus no le quiere. ¿Puedo decirle la única manera que tiene de sobrevivir más de un mes?

—Hágalo.

—Únase a nosotros. Cambie el hábito azul por el verde. Necesitamos todos los hombres capacitados que podamos conseguir.

—No sea absurdo. ¿Cree de veras que haría algo semejante?

—Cabe la posibilidad. Muchos hombres han dejado su orden por la mía…, incluso yo.

—Prefiero el martirio.

—¿Y a quién beneficiará su gesto? Sea razonable, hermano. Venus es un lugar fascinante. ¿No le apetece vivir para verlo? Únase a nosotros. Aprenderá los rituales enseguida. Verá que no somos unos ogros. Y…

—Gracias. Me marcho, con su permiso.

—Había confiado en que sería invitado en la cena.

—No es posible. Me esperan en la embajada marciana, si no me encuentro con más fieras locales en la carretera.

Mondschein aceptó con serenidad el rechazo a su invitación…, una invitación que, pensaba Martell, no podía haber hecho en serio.

—Permítame, al menos —dijo el armonista—, que le ofrezca un medio de transporte para ir a la ciudad. Estoy seguro de que el orgullo que siente por su santidad no le impedirá aceptarlo.

—Con mucho gusto —sonrió Martell—. Podré contarle una historia divertida al coordinador Kirby: cómo salvaron los herejes mi vida y me acompañaron en coche a la ciudad.

—Después de intentar hacerle abjurar de su fe.

—Naturalmente. ¿Puedo marcharme ya?

—Sólo tardaré unos momentos en preparar el coche. ¿Quiere esperar fuera?

Martell hizo una inclinación con la cabeza y escapó aliviado de la capilla hereje. Atravesó el edificio y desembocó en el patio, un espacio despejado de unos quince metros cuadrados, bordeado de escamosos arbustos verdegrisáceos cuyas flores de gruesos pétalos poseían un espeluznante aspectro carnívoro. Cuatro muchachos venusinos, incluyendo el que había rescatado a Martell, trabajaban en la excavación. Usaban herramientas normales, palas y picos, y Martell tuvo la desagradable sensación de haber retrocedido al siglo XIX. Aquí no era posible encontrar los sofisticados artefactos de la Tierra, tan numerosos y familiares.

Los chicos le miraron con frialdad y prosiguieron trabajando. Martell los observó. Eran delgados y ágiles, de edades que debían de oscilar entre los nueve y catorce años, aunque resultaba difícil decirlo. Parecían hermanos. Sus movimientos eran graciosos, casi elegantes, y sus pieles azules brillaban a causa del sudor. Martell tuvo la sensación de que la estructura ósea de sus cuerpos era mucho más extraña de lo que había imaginado; hacían cosas imposibles con sus articulaciones mientras trabajaban.

De repente, tiraron a un lado los picos y las palas y juntaron las manos. Los ojos brillantes se cerraron por un momento. Martell vio que la tierra suelta surgía del pozo y formaba por sí sola un pulcro montón a unos seis metros de distancia.

«Son teleimpulsores —pensó Martell maravillado—. ¡Vaya con los niños!»

El hermano Mondschein apareció en aquel preciso momento.

—El coche está esperando, hermano —dijo con suavidad.

4

Mientras entraba en la ciudad venusina, Martell no podía apartar de su pensamiento la indiferente proeza de los cuatro muchachos. Habían sacado del pozo unos centenares de kilos de tierra, utilizando poderes extransensoriales, y los habían depositado limpiamente en el lugar elegido.

¡Impulsores! Martell tembló de excitación apenas reprimida. Los espers de la Tierra formaban ahora una tribu numerosa, pero sus talentos eran por lo general telepáticos, sin extenderse en dirección a la telequinesis en grado significativo. Tampoco podía controlarse el desarrollo de sus poderes. Un minucioso programa de reproducción, ya en su cuarta o quinta generación, estaba intensificando los poderes extrasensoriales existentes. A un esper dotado le era posible introducirse en la mente de un hombre y reordenar su contenido, e incluso sondear los secretos más ocultos. También existían algunos precogs, que recorrían en uno y otro sentido la secuencia temporal, como si todos los puntos del trayecto fueran uno solo, pero solían «quemarse» en la adolescencia, y sus genes ya no eran de utilidad para el banco. Impulsores (teleportadores) que pudieran mover objetos físicos de un lugar a otro eran tan raros en la Tierra como las aves fénix. ¡Y había cuatro en el patio trasero de una capilla armonista de Venus!

Nuevas tensiones se agitaban en Martell. Durante su primer día había hecho dos descubrimientos inesperados: la presencia de armonistas en Venus y la presencia de impulsores entre ellos. De repente, su misión había adquirido una urgencia apremiante. Ya no se trataba simplemente de establecer una avanzadilla en un mundo hostil, sino de evitar ser vencidos y aplastados por una herejía que consideraban en declive.

El coche que Mondschein le había proporcionado dejó a Martell ante la embajada marciana, un pequeño y macizo edificio situado frente a la inmensa plaza que parecía constituir toda la ciudad. El papel de los marcianos en lograr que Martell fuera a Venus había sido decisivo, y una visita al embajador era de una importancia capital.

Los marcianos respiraban aire de tipo terrestre y no querían adaptarse a las condiciones venusinas. Por tanto, una vez en el interior del edificio, Martell tuvo que aceptar una capucha respiratoria que le protegería de la atmósfera de su planeta natal.

Nat Weiner, el embajador, doblaba en edad a Martell, y quizá era todavía más viejo, cerca de los noventa. De cuerpo vigoroso, sus hombros eran tan anchos que parecían desproporcionados en relación a sus caderas y piernas.

—Así que finalmente ha venido —dijo Weiner—. Creí que tendría más sentido común.

—Somos gente resuelta, ciudadano Weiner.

—Lo sé. Hace mucho tiempo que estudio sus métodos —la mirada de Weiner parecía perderse en la lejanía—. Más de sesenta años, de hecho. Conocí al coordinador Kirby antes de su conversión… ¿Se lo ha dicho?

—No me lo mencionó —contestó Martell. Sintió un hormigueo en la piel. Kirby había ingresado en la Hermandad veinte años antes de que Martell naciera. Vivir un siglo no era raro en estos tiempos, y el propio Vorst estaría en su vigésima o trigésima década, pero, pese a todo, resultaba estremecedor pensar en un período de tiempo tan dilatado.

—Fui a la Tierra para negociar un acuerdo comercial —sonrió Weiner—, y Kirby fue mi carabina. En aquel tiempo trabajaba para las Naciones Unidas. Se lo hice pasar mal. Me gustaba beber entonces. Creo que nunca olvidará aquella noche —clavó su mirada en los ojos inmóviles de Martell—. Quiero que sepa, hermano, que no puedo proporcionarle protección si es atacado. Mi responsabilidad sólo abarca a los ciudadanos de Marte.

—Comprendo.

—Mi consejo sigue siendo el mismo que le di al principio. Vuelva a la Tierra y viva hasta una edad avanzada.

—No puedo hacerlo, ciudadano Weiner. He venido a cumplir una misión.

—¡Ah, la dedicación! ¡Maravilloso! ¿Dónde construirá su capilla?

—En la carretera que lleva a la ciudad. Quizá más cerca de la ciudad que el templo armonista.

—¿Y dónde vivirá hasta terminar de construirla?

—Dormiré al raso.

—Aquí existe un ave a la que llaman alcaudón. Es grande como un perro, sus alas parecen de cuero viejo y su pico es como una lanza. Una vez la vi precipitarse desde ciento cincuenta metros de altura sobre un hombre que echaba una siesta en un campo despejado. El pico le clavó en la tierra.

—Hoy he sobrevivido al encuentro con una rueda —dijo Martell, imperturbable—. Quizá también pueda esquivar a un alcaudón. En cualquier caso, no permitiré que me atemoricen.

Weiner asintió con la cabeza.

—Le deseo buena suerte —dijo.

Suerte fue lo único que consiguió Martell del embajador, pero aun así se sintió agradecido. Los marcianos se mostraban fríos hacia los terráqueos y todo cuanto producían, incluidas las religiones. No odiaban a los terrestres, como aparentaban los venusinos de ambas castas; los marcianos no eran seres alterados cuyos lazos con el planeta madre eran tenues a lo sumo, sino que seguían siendo muy parecidos a los terrestres. Por otra parte, eran colonizadores duros y agresivos que sólo velaban por sus propios intereses. Hacían de intermediarios entre la Tierra y Venus porque les era beneficioso; aceptaban a los misioneros de la Tierra porque eran inofensivos. A su modo, eran tolerantes, pero reservados.

Martell salió de la embajada marciana y se puso al trabajo. Tenía dinero y energías. No podía contratar mano de obra venusina directamente, porque trabajar a las órdenes de un terráqueo constituiría una afrenta para cualquier venusino, incluso de casta inferior, pero sería posible contratar trabajadores por mediación de Weiner. Los marcianos, por descontado, recibirían una comisión por sus servicios.

Se contrataron hombres y se alzó una modesta capilla. Martell dispuso su diminuto reactor para que entrara en funcionamiento. Solo en la capilla, permaneció de pie en silencio mientras el Fuego Azul cobraba resplandeciente vida.

Martell no había perdido su capacidad de asombro. No era un místico, sino un hombre de mundo, pero la visión de la luz que brotaba del reactor sumergido en agua le fascinó, y cayó de rodillas, tocando su frente en un gesto de sumisión. No llevaba sus sentimientos religiosos al extremo de la idolatría, como los armonistas, pero intuía el poderío del movimiento al que había dedicado su vida.

El primer día, Martell sólo procedió a las ceremonias de consagración. El segundo, tercero y cuarto aguardó esperanzado a que algún miembro de la casta inferior experimentara la curiosidad suficiente para entrar en la capilla. No acudió ninguno.

Martell no se molestó en salir a la busca de fieles. Todavía no. Prefería que, a ser posible, sus conversos fueran voluntarios. La capilla siguió vacía. Al quinto día recibió una visita…, la de un ser parecido a una rana, de veinticinco centímetros de largo, la frente erizada de horribles cuernecillos y espinas de aspecto mortífero que brotaban de sus hombros. ¿Es que no había en ese planeta formas de vida desprovistas de armas o corazas?, se preguntó Martell. Empujó la rana con el pie para echarla afuera. El animal gruñó y trató de clavarle los cuernos en el pie. Martell se apartó a tiempo, interponiendo una silla. El cuerno izquierdo de la rana se clavó tres centímetros en la madera; cuando lo sacó, un fluido iridiscente resbaló por la pata de la silla, abriendo un surco en la madera. Martell jamás había sido atacado por una rana. Al segundo intento consiguió expulsarla sin sufrir ningún daño. Bonito planeta, pensó.

Al día siguiente, hubo una visita más alegre: Elwhit. Martell le reconoció; era uno de los chicos que teleportaban tierra en la parte trasera del recinto armonista. Apareció como por arte de magia.

—Tienes Hongos Dañinos aquí —dijo sin otros preámbulos.

—¿Eso es malo?

—Matan a la gente. Se la comen. No los pises. ¿Eres de veras un religioso?

—Yo creo que sí.

—El hermano Christopher dice que no debemos confiar en ti, que eres un hereje. ¿Qué es un hereje?

—Un hereje es un hombre que no está de acuerdo con la religión de otro hombre. De hecho, yo pienso que el hermano Christopher es el hereje. ¿Quieres entrar?

El chico lo miraba todo con los ojos abiertos de par en par, poseído de una curiosidad insaciable, y no paraba de moverse. Martell ansiaba interrogarle acerca de sus aparentes poderes telequinésicos, pero sabía que en este momento era más importante intentar convertirle. Las preguntas que deseaba hacerle sólo conseguirían alejarle. Martell, paciente y trabajosamente, le explicó lo que ofrecían los vorsters. Era difícil analizar la reacción del chico. ¿Significarían algo los conceptos abstractos para un niño de diez años? Martell le dio el libro de Vorst, el texto sencillo. El chico prometió volver.

—Ten cuidado con los Hongos Dañinos —dijo al marcharse.

Pasaron unos días hasta que el chico regresó con la noticia de que Mondschein le había confiscado el libro. A Martell, en cierta forma, le complació saberlo. Era una señal de que los armonistas estaban asustados. «Que conviertan las enseñanzas de Vorst en algo prohibido y me llevaré a los cuatro mil conversos de Mondschein», pensó Martell.

Dos días después de la segunda visita de Elwhit, un hombre de rostro grande, ataviado con el hábito armonista, entró en la capilla.

—Estás tratando de robarnos a ese chico, Martell —dijo sin presentarse—. No lo hagas.

—Vino por voluntad propia. Puedes decirle a Mondschein…

—El niño siente curiosidad, pero sufrirá si sigues permitiéndole que venga. Disuádele la próxima vez, Martell. Por su bien.

—Estoy intentando alejarle de vosotros por su bien —replicó el vorster con tranquilidad. Y haré lo mismo con todos los que vengan. Estoy dispuesto a luchar con vosotros para quedármelo.

—Le destruirás. Caerá en la lucha. Déjale en paz. Disuádele.

Martell no pensaba rendirse. Elwhit significaba el medio de poner una pica en Venus, y sería una locura desperdiciar la ocasión.

A última hora de la tarde se presentó otro visitante, tan amistosamente como la rana cornuda. Era un fornido venusiano de casta inferior, provisto de un puñal enfundado bajo cada axila. No había venido para rezar.

—Apaga esa cosa y deshazte de las materias fisionables antes de diez horas —dijo, señalando el reactor.

—Es necesario para nuestra observancia religiosa —replicó Martell, el ceño fruncido.

—Son materias fisionables. Aquí está prohibido disponer de un reactor privado.

—En la aduana no pusieron objeciones —observó Martell—. Declaré el cobalto 60 y expliqué su propósito. Me permitieron introducirlo.

—Las aduanas son las aduanas. Ahora estás en la ciudad, y yo digo no a las materias fisionables. Necesitas un permiso para hacer lo que estás haciendo.

—¿Y dónde consigo el permiso? —preguntó Martell, contemporizando.

—En la policía. Yo soy la policía. Petición denegada. Apaga el artilugio.

—¿Y si no lo hago?

Martell pensó por un instante que el presunto policía le apuñalaría en el acto. El hombre retrocedió como si Martell le hubiera escupido en la cara.

—¿Me estás desafiando? —preguntó, tras un inquietante silencio.

—Te estoy haciendo una pregunta.

—Te pido, basándome en mi autoridad, que te deshagas de ese reactor. Si desafías mi autoridad, me desafías a mí. ¿Está claro? No pareces un hombre de acción. Actúa con inteligencia y haz lo que te digo. Diez horas. ¿Me has oído?

Se marchó.

Martell meneó la cabeza, entristecido. ¿Era la defensa de la ley una cuestión de orgullo personal? Bien, sólo cabía esperar esto. Más aún: querían que apagara su reactor, y sin reactor la capilla no sería una capilla. ¿Podía apelar? ¿A quién? Si se enfrentara al intruso y le matara, ¿le conferiría ello derecho a mantener encendido el reactor? En cualquier caso, difícilmente daría ese paso.

Martell decidió no rendirse sin lucha. Acudió a las autoridades, o a quienes pasaban por ser las autoridades en aquel lugar, y después de esperar cuatro horas a que le recibiera un oficial de menor rango, recibió la instrucción fría y concisa de que desmantelara el reactor cuanto antes. Sus protestas fueron en vano.

Weiner tampoco le sirvió de ayuda.

—Apague el reactor —le aconsejó el marciano.

—No puedo realizar mis funciones sin él. ¿De dónde se han sacado esta ley sobre el uso privado de los reactores?

—Probablemente la inventaron en su honor —insinuó Weiner con afabilidad—. No hay forma de evitarlo, hermano. Tendrá que cerrarlo.

Martell volvió a la capilla. Encontró a Elwhit esperando en la escalinata. El chico parecía preocupado.

—No cierres —dijo.

—No lo haré —Martell le invitó a entrar—. Ayúdame, Elwhit. Enséñame. He de aprender.

—¿El qué?

—¿Cómo desplazas las cosas con tu mente?

—Me meto en su interior. Me apodero de lo que hay dentro. Existe una fuerza. Es difícil explicarlo.

—¿Te enseñaron a hacerlo?

—Es como caminar. ¿Qué mueve tus piernas? ¿Qué las hace enderezarse debajo de ti?

Martell hervía de frustración contenida.

—¿Puedes decirme qué sientes cuando lo haces?

—Calor. En la parte superior de la cabeza. No lo sé. No siento gran cosa. Habíame del electrón, hermano Nicholas. Cántame la canción de los fotones.

—Enseguida —Martell se agachó para mirar al chico a los ojos—. ¿Tu padre y tu madre pueden mover cosas?

—Un poco. Yo puedo mover más.

—¿Cuándo descubriste que podías hacerlo?

—La primera vez que lo hice.

—¿Y no sabes cómo…? —Martell se calló. No tenía sentido. ¿Cómo iba a describir un niño de diez años una función telequinésica? Lo hacía con la misma naturalidad que respiraba. Era preciso embarcarlo hacia la Tierra, hacia Santa Fe, y dejar que el Centro de Ciencias Biológicas Noel Vorst le echara un vistazo. Pero sería imposible, obviamente. El chico no iría, y no sería muy ético enviarle contra su voluntad.

—Cántame la canción —pidió Elwhit.

En nombre del espectro, del quantum y del sagrado angstrom…

La puerta de la capilla se abrió y entraron tres venusinos: el jefe de policía y dos agentes. El muchacho giró sobre sus talones y se escabulló en dirección a la parte posterior.

—¡Cogedle! —aulló el jefe de policía.

Martell protestó a voz en grito. Fui inútil. Los dos agentes persiguieron al chico hasta el patio. Martell y el jefe de policía les siguieron.

Los agentes rodearon al muchacho. De repente, el más corpulento salió disparado por los aires, pateando violentamente mientras caía sobre el mortífero grupo de Hongos Dañinos que crecían entre la maleza. Aterrizó con un golpe sordo. Se produjo un gemido ahogado. Martell había observado que los Hongos Dañinos se movían con rapidez. El moho carnívoro devoraba cualquier cosa orgánica; los filamentos pegajosos, que reaccionaban con ominosa velocidad, se pusieron en acción al instante. El agente quedó atrapado en una red de zarcillos cuyas enzimas adhesivas entraron en funcionamiento al cabo de un segundo. Debatirse empeoraba la situación. El hombre se agitó y estiró, pero los zarcillos se multiplicaron, clavándole en el suelo. Había llegado el momento de las enzimas digestivas. Un aroma dulzón y nauseabundo brotó del macizo de Hongos Dañinos.

Martell no tuvo tiempo de examinar el proceso de disolución. El venusino atrapado en los funestos anillos de limo estaba a punto de morir; el agente superviviente, con el rostro casi blanco de miedo y rabia, atacó al muchacho con un cuchillo.

Elwhit se lo arrebató de la mano. Intentó reunir fuerzas para lanzarle sobre el grupo de hongos, pero su cara estaba perlada de sudor, y los músculos que tensaban sus mejillas hablaban bien a las claras de su lucha interna. El agente se tambaleó, resistiéndose a la telequinesis. Martell se quedó petrificado. El jefe de policía se precipitó hacia adelante con el cuchillo en alto.

—¡Elwhit! —chilló Martell.

Ni un telequinésico podía defenderse de una puñalada en la espalda. La hoja se hundió profundamente. El chico se desplomó. En el mismo momento, vencida la presión ejercida sobre él, el agente cayó al suelo. El jefe agarró al herido y convulso muchacho y le arrojó a los Hongos Dañinos. Fue a parar junto a los restos del agente muerto, y Martell contempló horrorizado cómo los siniestros zarcillos se apoderaban del niño. Sintió náuseas. Tuvo que apelar a las técnicas disciplinarias para que su mente reaccionara.

Para entonces, el jefe de policía y el agente habían recuperado la serenidad. Echaron una brevísima ojeada a los dos cadáveres disueltos, agarraron a Martell y le obligaron a entrar de nuevo en la capilla.

—Ha asesinado a un niño —dijo Martell, sin poder controlarse—. Le apuñaló por la espalda. ¿Dónde está su honor?

—Lo aclararé ante nuestros tribunales, cura. Ese chico era un asesino, influido por doctrinas peligrosas. Sabía que íbamos a clausurar la capilla. Estar aquí constituía una violación de la ley. ¿Por qué no ha apagado el reactor?

Martell luchaba por encontrar las palabras precisas. Quería decir que no pensaba aceptar la derrota, que se iba a quedar aquí, decidido a luchar hasta el martirio si era necesario, a pesar de la orden que le conminaba a cerrar el templo. Sin embargo, el brutal asesinato de su único converso había doblegado su voluntad.

—Apagaré el reactor —dijo con voz hueca.

—Hágalo.

Martell lo desmanteló. Los policías aguardaron, e intercambiaron miradas de complacencia cuando la luz se desvaneció.

—No es una capilla de verdad sin esa luz encendida, ¿verdad, cura? —preguntó el agente.

—No —respondió Martell—. Creo que también voy a cerrar la capilla.

—No ha durado mucho.

—No.

—Míralo, con esas branquias que se agitan —dijo el jefe de policía—. Todo para parecerse a nosotros, ¿y a quién ha engañado? Vamos a darle una lección.

Avanzaron hacia él. Ambos eran hombres corpulentos y fuertes. Martell estaba desarmado, pero no les tenía miedo. Sabía defenderse. Se acercaron a él, dos figuras de pesadilla, grotescamente inhumanas, de ojos brillantes y hendidos, párpados internos que se movían arriba y abajo por efecto de la tensión, narices pequeñas que oscilaban, branquias temblorosas. Martell hizo un esfuerzo para recordarse que era tan monstruoso como ellos; ahora era un transformado. Su hermano.

—Démosle una fiesta de despedida —dijo el agente.

—Han conseguido su propósito —objetó Martell—. Voy a cerrar la capilla. ¿También necesitan atacarme? ¿De qué tienen miedo? ¿Tan peligrosas son las ideas para ustedes?

Un puño se hundió en la boca de su estómago. Martell se tambaleó, retuvo el aliento y se esforzó en conservar la calma. El canto de una mano golpeó su garganta. Martell la desvió de un manotazo y aferró la muñeca. Se produjo un breve intercambio de iones y el agente se derrumbó, maldiciendo.

—¡Cuidado! ¡Es eléctrico!

—No pretendo hacerles daño —advirtió Martell—. Déjenme salir.

Las manos volaron hacia los cuchillos. Martell esperó. Después, poco a poco, la tensión disminuyó. Los venusinos se hicieron a un lado, como dando la discusión por concluida. Después de todo, habían logrado dar al traste con la misión vorster, y ahora parecían ser reacios a enfrentarse con el misionero derrotado.

—Largúese de la ciudad, terrícola —masculló el jefe de policía—. Vuelva a su lugar de origen. No vuelva a enredarnos con su religión de pacotilla. No nos interesa ninguna. ¡Fuera!

5

No hay negrura comparable a la del cielo nocturno de Venus, pensó Martell. Era como una capa de lana que envolviera la cúpula del firmamento. Ni una estrella, ni un rayo de luna atravesaba aquel arco de tinieblas. Sin embargo, despuntaba una luz, ocasional e intermitente: grandes aves predadoras, diabólicamente luminosas, rasgaban la oscuridad en el momento más inesperado. Martell, de pie en la terraza posterior de la capilla armonista, observó el vuelo de un ser resplandeciente, a menos de treinta metros de altura, suficiente para divisar la hilera de garras ganchudas que erizaban los bordes sobresalientes de las alas curvadas en forma de flecha.

—Nuestras aves también tienen dientes —dijo Christopher Mondschein.

—Y las ranas tienen cuernos —señaló Martell—. ¿Por qué es tan perverso este planeta?

—Pregúnteselo a Darwin, amigo mío —rió Mondschein—. Sucedió así. ¿Así que ha conocido a nuestras ranas? Unos biche jos mortales. Y ha visto una rueda. También tenemos peces muy divertidos. Y fauna carnívora. Sin embargo, carecemos de insectos. ¿Se imagina? Ni un artrópodo terrestre. Hay algunos deliciosos en el mar, por supuesto, una especie de escorpión más grande que un hombre, un tipo de langosta de garras espantosamente enormes, pero aquí nadie entra en el mar.

—Lo entiendo muy bien —dijo Martell. Otra ave luminiscente pasó volando, rozó los árboles y se alejó. De su cabeza plana brotaba un resplandeciente órgano carnoso del tamaño de un melón, oscilando al extremo de un grueso pedúnculo.

—¿De modo que quiere unirse a nosotros, después de todo? —dijo Mondschein.

—En efecto.

—¿Infiltrándose, Martell? ¿Espiando?

Las mejillas de Martell se cubrieron de rubor. Los cirujanos le habían respetado dicha reacción, que se manifestaba con un color gris oscuro.

—¿Por qué me acusa? —preguntó.

—¿Por qué otro motivo se uniría a nosotros? Se expresó con mucha contundencia la semana pasada.

—Eso fue la semana pasada. Mi capilla está cerrada. Vi con mis propios ojos cómo asesinaban a un muchacho que confiaba en mí. No deseo contemplar más asesinatos similares.

—¿Admite, por tanto, que fue culpable de su muerte?

—Admito haber permitido que pusiera en peligro su vida.

—Nosotros se lo advertimos.

—Pero no tenía ni idea de la crueldad de las fuerzas que se abatirían sobre mí. Ahora, sí. No puedo soportarlo solo. Deje que me una a ustedes, Mondschein.

—Demasiado transparente, Martell. Vino aquí ansioso de convertirse en mártir. Ha tirado la toalla demasiado pronto. Es obvio que pretende espiar nuestro movimiento. Las conversaciones nunca son tan sencillas, y usted no es un hombre fácil de convencer. Sospecho de usted, hermano.

Martell observó un pájaro centelleante que se recortaba contra el fondo oscuro.

—¿Se niega a aceptarme, pues?

—Esta noche le concedemos asilo. Por la mañana tendrá que marcharse. Lo siento, Martell.

Por más persuasivo que se mostrase, la decisión del armonista no cambiaría. Martell no estaba sorprendido, ni tampoco decepcionado; unirse a los armonistas había sido una estrategia de dudoso éxito, y esperaba el rechazo de Mondschein. Si hubiera aguardado seis meses a solicitar el ingreso, quizá la respuesta habría sido diferente.

Se mantuvo apartado mientras el pequeño grupo de armonistas celebraba los ritos vespertinos. No los llamaban «vísperas», desde luego, pero Martell solía identificar a los herejes con la religión más antigua. Tres terráqueos alterados estaban destinados en la misión, y las voces de ambos subordinados hacían coro con la de Mondschein al interpretar los himnos, que parecían ofensivos en su religiosidad, pero al mismo tiempo algo conmovedores. Siete venusinos de casta inferior participaban en el servicio. Después, Martell compartió una cena a base de carne desconocida y vino ácido con los tres armonistas. Su presencia no les incomodó; de hecho, casi parecían satisfechos. Uno, Bradlaugh, era delgado y de aspecto frágil, brazos largos y facciones cómicamente embotadas. El otro, Lázaro, era robusto y atlético, de ojos vacuos y piel tensa como una máscara sobre su ancha cara. Era el que había visitado la malograda capilla de Martell. Éste sospechaba que Lázaro era un esper. Su apellido despertó la curiosidad del misionero.

—¿Es usted pariente del Lázaro? —preguntó.

—Su sobrino nieto. Nunca llegué a conocerle.

—Parece que nadie ha llegado a conocerle —dijo Martell—. A veces pienso que el presunto fundador de su herejía no es más que un mito.

Los rostros que le rodeaban se pusieron rígidos.

—Conozco a alguien que le vio una vez —dijo Mondschein—. Un hombre impresionante, en su opinión: alto e imponente, con cierto aire majestuoso.

—Como Vorst —señaló Martell.

—Muy parecido a Vorst. Líderes naturales, ambos —Mondschein se puso en pie—. Buenas noches, hermanos.

Martell se quedó a solas con Bradlaugh y Lázaro. Se produjo un incómodo silencio. Al cabo de un rato, Bradlaugh se levantó y habló con frialdad.

—Le acompañaré a su habitación.

El cuarto era pequeño, provisto únicamente de un catre. Martell se quedó satisfecho. Había menos símbolos religiosos de los que esperaba, y era un lugar adecuado para dormir. Rezó sus oraciones con gran rapidez y cerró los ojos. Poco después, una capa de sueño ligero recubrió la agitación que le embargaba.

La capa se quebró.

Se oyeron unas carcajadas retumbantes y ásperas. Algo golpeó las paredes de la capilla. Martell consiguió despertarse a tiempo de oír un grito apagado.

—¡Entregadnos al vorster!

Se incorporó. Alguien entró en su habitación. Era Mondschein.

—Están borrachos —susurró el armonista—. Han estado de juerga toda la noche y ahora vienen a armar camorra.

—¡El vorster! —rugió alguien fuera.

Martell miró por la ventana. Al principio no vio nada; después, a la luz de los farolillos que alumbraban los muros externos de la capilla, vislumbró siete u ocho figuras titánicas que se tambaleaban de un lado a otro del patio.

—¡Miembros de la casta superior! —jadeó Martell.

—Uno de nuestros espers nos avisó hace una hora —dijo Mondschein—. Tenía que suceder tarde o temprano. Saldré y les calmaré.

—Le matarán.

—No es a mí a quien persiguen.

Martell le vio salir del edificio. Sobre él se cerró el anillo de venusinos borrachos, y Martell dedujo, por su actitud amenazadora, que le iban a hacer daño. Vacilaron. Mondschein les hizo frente con determinación. Dada la distancia, Martell no distinguía lo que decían. Parlamentaban, probablemente. Los gigantes iban armados y se tambaleaban. Un ser luminoso pasó sobre el grupo, y Martell vislumbró de súbito los rostros de los hombres de casta superior, alienígenas, deformados, aterrorizantes. Sus pómulos parecían hojas de cuchillo; sus ojos eran meras hendiduras. Mondschein, dando la espalda a la ventana, gesticulaba, hablando sin duda con rapidez y vehemencia.

Un venusino levantó una enorme piedra y la arrojó contra la blanca pared de la misión. Martell se mordió los nudillos. Hasta él llegaron fragmentos de conversación, palabras inquietantes.

—Deja que le atrapemos… Podemos terminar con todos vosotros… Ya es hora de que os aplastemos como sapos…

Mondschein levantó las manos. ¿Imploraba, o sólo trataba de calmar los ánimos de los venusinos?, se preguntó Martell. Se le antojó un gesto hueco, inútil. En la Hermandad no se rezaba para obtener una recompensa. Se vivía bien, se servía a la causa, y la recompensa llegaba a su debido momento. Martell se tranquilizó. Se puso el hábito y salió al exterior.

Nunca había estado tan cerca de hombres de casta superior. Despedían un olor fétido, un olor que a Martell le recordó la rueda. Contemplaron con incredulidad la aparición del vorster.

—¿Qué quieren? —preguntó Martell.

Mondschein le dedicó una fugaz mirada.

—¡Vuelva adentro! ¡Estoy negociando con ellos!

Un venusino desenvainó la espada. La hundió treinta centímetros en la tierra esponjosa, se apoyó en ella y dijo:

—¡Aquí tenemos al curita! ¿A qué esperamos?

—No debería haber salido —dijo Mondschein, indeciso—. Aún existía una esperanza de serenarles.

—Ni la menor esperanza. Destruirán todo lo que usted ha hecho aquí si no les apaciguo. No tengo derecho a infligirle esta desgracia.

—Usted es nuestro invitado —le recordó Mondschein.

Martell no pensaba aceptar la caridad de los herejes. Tal como los armonistas sospechaban, había acudido a ellos con la pretensión de espiar; había fracasado, al igual que en todo lo demás, y no estaba dispuesto a esconderse tras el hábito verde de Mondschein.

—Entre. ¡Rápido! —ordenó, tomando a Mondschein del brazo.

El armonista se encogió de hombros y desapareció. Martell se dio la vuelta para encararse con los venusinos.

—¿A qué han venido? —preguntó.

Un escupitajo le alcanzó en plena cara.

—Le empalaremos y le arrojaremos al estanque de Ludlow, ¿eh? —dijo un venusino, sin hacerle caso.

—¡Lo cortaremos en pedazos y lo asaremos!

—¡Lo ataremos con estacas para que lo devore una rueda!

—He venido en son de paz —dijo Martell—. Os he traído el don de la vida. ¿Por qué no escucháis? ¿De qué tenéis miedo? —comprendió que eran como niños grandes, que se divertían empleando su fuerza en aplastar hormigas—. Sentémonos bajo aquel árbol. Os quitaré la borrachera. Bastará con que me deis la mano…

—¡Cuidado! —rugió un venusino—. ¡Da corriente!

Martell alargó la mano hacia el gigante más cercano. El hombre saltó hacia atrás con manifiesta torpeza. Al instante, como para expiar su falta de agilidad, desenvainó su espada, un centelleante anacronismo tan largo como Martell. Dos venusinos sacaron sus cuchillos. Se abalanzaron hacia delante. Martell llenó sus pulmones alterados de aire alienígena y esperó que su sangre en otro tiempo roja se derramara sobre la tierra. De repente, se volatilizó.

—¿Cómo ha llegado aquí? —preguntó el embajador Nat Weiner.

—Ojalá lo supiera —replicó Martell.

La súbita luminosidad del despacho deslumbre los ojos de Martell. Todavía veía las hojas de las temibles espadas que descendían hacia él. Una sensación de irrealidad le sacudió, como si hubiera abandonado un sueño para penetrar en otro, en el cual soñaba una historia diferente.

—Este es un edificio de máxima seguridad —dijo Weiner—. No está autorizado a entrar aquí.

—Ni siquiera estoy autorizado a vivir —replicó el misionero sin vacilar.

6

Martell sopesó la posibilidad de volver a la Tierra para contar lo que sabía en Santa Fe. Podría dirigirse al Centro Vorster, donde, menos de un año antes, había entrado con su aspecto terrícola en una habitación, saliendo transformado en un ser extraterrestre por obra y gracia de cuchillas giratorias y láseres cortantes. Podía solicitar una entevista con Reynolds Kirby e informar al canoso centenario de labios finos de que los venusinos dominaban la telequinesis, de que eran capaces de desviar una rueda, lanzar a un atacante a los Hongos Dañinos o teleportar sin el menor daño a un ser humano a ocho kilómetros de distancia y a través de las paredes.

En Santa Fe debían enterarse. La situación tenía mal aspecto. La firme implantación de los armonistas en Venus y la abundancia de teleportadores podían significar un golpe desastroso para el proyecto de Vorst. Los vorsters habían logrado sustanciales éxitos en la Tierra, por supuesto. Eran los dueños del planeta. Sus laboratorios habían llevado a cabo proyecciones estadísticas sobre la duración de la vida que apuntaban a una longevidad de trescientos o cuatrocientos años sin trasplante de órganos, regenerando desde el interior del cuerpo; una especie de inmortalidad. No obstante, la inmortalidad era sólo un objetivo de los vorsters. El otro era llegar a las estrellas más inalcanzables.

Y en eso les llevaban ventaja los armonistas. Contaban con teleportadores que ya obraban milagros. Unas pocas generaciones de trabajo genético, y enviarían expediciones a los demás sistemas solares. Una vez transportado un hombre a ocho kilómetros de distancia, sano y salvo, sólo era cuestión de un salto cuantitativo, no cualitativo, enviarle a Proción. Martell tenía que decírselo. Santa Fe, aquella vasta extensión de edificios en donde los técnicos escindían genes y los encajaban de nuevo trabajosamente, donde familias de espers se sometían a interminables pruebas, donde hombres biónicos realizaban maravillas más allá del alcance de la comprensión, le llamaba.

Pero no fue. Un informe personal parecía innecesario. Bastaría con un cubo mensaje. Para Martell, la Tierra era ahora un mundo extraño. Le incomodaba volver y vivir en el interior de un traje respiratorio. Se negó a embarcarse en un viaje de vuelta.

Gracias a los buenos oficios de Nat Weiner, Martell grabó un cubo y lo envió a Kirby. Se alojó en la embajada marciana mientras aguardaba la respuesta. Había expuesto la situación reinante en Venus tal como él la entendía, expresando su gran temor de que los armonistas les llevaran la delantera y alcanzaran antes las estrellas. La respuesta de Kirby llegó en su momento. Agradecía a Martell sus valiosísimos datos. Y se expresaba a continuación en tono tranquilizador. Decía que los armonistas eran hombres. Si alcanzaban las estrellas, sería un logro de la raza humana. Ni de ellos ni nuestro, sino de todos, porque el camino estaría abierto. ¿Seguía su razonamiento el hermano Martell?, preguntaba Kirby.

Martell experimentó la sensación de que andaba sobre arenas movedizas. ¿Qué estaba diciendo Kirby? Se mezclaban de cualquier manera medios y fines. ¿Se cumpliría el propósito de la orden si los herejes conquistaban el universo? Se irguió frente al altar que había improvisado en su habitación de la embajada, desolado, buscando respuestas a preguntas imposibles.

Pocos días después volvió con los armonistas.

7

Martell estaba de pie junto a Christopher Mondschein a la orilla de un lago brillante. El opaco resplandor del sol se filtraba a través de las espesas nubes, esparciendo una luminosidad sobre el aguaquenoeraagua. El brillo del agua no era debido a un efecto del sol, sino a los celentéreos luminosos que bullían en su fondo poco profundo. Sus tentáculos, que las corrientes hacían oscilar, emitían una suave radiación verdosa.

Había otros animales en el lago. Martell vio que brillaban bajo la superficie, nervudos y huesudos, de mandíbulas rechinantes y aletas metálicas. De vez en cuando, un hocico hendía el agua, y un ser feo y delgado saltaba veinte metros en el aire antes de hundirse de nuevo. Desde las profundidades asomaban tentáculos retorcidos y erizados de ventosas, pertenecientes a monstruos que Martell no tenía ningún interés en conocer.

—Pensé que nunca le volvería a ver —dijo Mondschein.

—¿Cuando salí a enfrentarme con los venusinos?

—No. Después, cuando se devaneció. Pensé que estaba preparándose para volver a la Tierra. Ya sabe que es inútil tratar de fundar un templo vorster aquí.

—Lo sé, pero llevo la muerte de aquel muchacho sobre mi conciencia. No puedo marcharme. Le animé a visitarme y por eso murió. Estaría vivo si le hubiera alejado. Y yo también estaría muerto si uno de sus pequeños venusinos no me hubiera puesto a salvo teleportándome.

—Teníamos depositadas en Elwhit grandes esperanzas —dijo con tristeza Mondschein—, pero era demasiado impetuoso. Por eso acudió a nosotros. Era un chico inquieto. Ojalá le hubiera dejado en paz.

—Hice lo que tenía que hacer —replicó Martell—. Lamento que acabara tan mal.

Siguió la trayectoria de una sinuosa serpiente negra que se deslizaba de un lado a otro del lago. Proyectó de súbito unos brazos extensibles con un gesto terrorífico y se apoderó de un ave que volaba bajo.

—No he vuelto para espiarles —dijo Martell con cautela—. He venido para unirme a su orden.

Mondschein arrugó levemente su frente azul.

—Por favor. Ya lo hemos discutido antes.

—¡Examíneme! ¡Haga que uno de sus espers me lea la mente! Se lo juro, Mondschein, soy sincero.

—En Santa Fe le introdujeron una serie de órdenes hipnóticas. Lo sé. Yo también he pasado por ello. Le enviaron aquí para espiar, pero usted no lo sabe, y, aunque le sondeáramos, nos costaría mucho descubrir la verdad. Extraerá toda la información que pueda, volverá a Santa Fe y le pondrán en manos de un esper que se la sacará, ¿eh?

—No. Nada de eso.

—¿Está seguro?

—Escuche, no creo que manipularan mi mente en Santa Fe. Acudo a ustedes porque pertenezco a Venus. He sido transformado —extendió las manos—. Mi piel es azul. Mi metabolismo es la pesadilla de un biólogo. Tengo branquias. Soy un venusino, y aquí vienen los transformados. No puedo ser un vorster, porque los nativos no lo aceptarían. Por lo tanto, he de unirme a ustedes. ¿No lo entiende?

Mondschein asintió con la cabeza.

—Sigo pensando que es un espía.

—Le digo…

—Cálmese. Sea un espía. No hay problema. Puede quedarse. Puede unirse a nosotros. Será nuestro puente, hermano. Será el vínculo que conectará a los vorsters con los armonistas. Juegue a dos bandas, si quiere. Es exactamente lo que queremos.

De nuevo, Martell experimentó la sensación de que el suelo se hundía bajo sus pies. Imaginó que se precipitaba en un pozo desprovisto de gravedad, cayendo, cayendo, cayendo eternamente. Escrutó los ojos mansos de Mondschein, sospechando que tal vez estuviera obsesionado por algún demencial proyecto universal, una fantasía personal que…

—¿Intenta reunificar ambas órdenes? —preguntó.

—Personalmente, no le respondió Mondschein—. Forma parte del plan de Lázaro.

Martell pensó que Mondschein se refería a su asistente.

—¿Aquí manda él o usted?

—No me refería al Lázaro de aquí —sonrió Mondschein—. Me refiero a David Lázaro, el fundador de nuestra orden.

—Está muerto.

—En efecto, pero todavía seguimos el camino que nos trazó hace medio siglo. Y ese camino contempla la reunificación de ambas órdenes. Es esencial, Martell. Cada una tiene lo que la otra desea. Ustedes tienen la Tierra y la inmortalidad. Nosotros tenemos Venus y la teleportación. Todo apunta a una fusión de intereses, y usted será, posiblemente, uno de los hombres que ayuden a cimentarla.

—¡No lo dirá en serio!

—Con toda la seriedad de que soy posible —Martell observó que la expresión de Mondschein se endurecía, apartando la máscara de cordialidad—. ¿Quiere vivir para siempre, Martell?

—No deseo morir, excepto por un fin elevado, desde luego.

—Traducido a palabras vulgares significa que desea vivir tanto tiempo como pueda, y con honor.

—Exacto.

—Los vorsters se acercan cada día más a ese objetivo. Tenemos cierta idea de lo que está ocurriendo en Santa Fe. Una vez, hace cuarenta años, robamos el contenido de un laboratorio de longevidad. Nos sirvió de ayuda, pero no lo suficiente. No accedimos al sustrato del conocimiento. Por otra parte, hemos hecho algunos progresos, como habrá descubierto. La reunificación vale la pena, ¿no? Nosotros alcanzaremos las estrellas, ustedes la eternidad. Quédese y espíe, hermano. Pienso, y creo coincidir con Lázaro, que cuantos menos secretos ocultemos, más rápidos serán los progresos.

Martell no contestó. Un muchacho salió del bosque. Era venusino, tal vez el que le había salvado de la rueda, tal vez el hermano de Elwhit. Parecían intercambiables en su peculiaridad. La conducta de Mondschein se transformó al instante. Sonrió levemente y se olvidó de los temas cósmicos.

—Tráenos un pez —dijo al muchacho.

—Sí, hermano Christopher.

Se hizo el silencio. Las venas de la frente del chico palpitaron. El agua hirvió en el centro del lago y un chorro de espuma salió disparado hacia lo alto. Apareció un animal escamoso, de color dorado apagado. Quedó suspendido en el aire, tres metros de furia frustrada; sus grandes mandíbulas se abrían y cerraban, impotentes. La bestia se abalanzó sobre el grupo reunido en la orilla.

—¡Ese no! —jadeó Mondschein.

El muchacho lanzó una carcajada. El enorme pez fue devuelto al lago. Un instante después cayó a los pies de Martell algo opalescente, un animal de medio metro de largo, numerosos dientes, aletas que casi eran piernas y una cola en forma de abanico, provista de púas que se agitaban y estremecían. Martell se apartó de un salto, pero enseguida comprendió que no se hallaba en peligro. La cabeza del pez se abatió como golpeada por un puño invisible y quedó inmóvil. El esbelto y sonriente muchacho, que había sacado del agua al monstruo y a este pequeño animal igualmente mortífero, podía matar con un leve impulso de sus lóbulos frontales.

Martell miró a Mondschein.

—¿Todos sus impulsores… son venusinos?

—Todos.

—Confío en que los tenga controlados.

—Yo también —replicó Mondschein. Agarró al pez con cuidado por una gruesa aleta, procurando que las púas de la cola no le apuntaran—. Un bocado exquisito, en cuanto saquemos los sacos de veneno, por supuesto. Cogeremos dos o tres más y esta noche cenaremos demonio marino para celebrar su conversión, hermano Martell.

8

Le dieron una habitación, le destinaron a trabajos domésticos, y en sus ratos libres le adoctrinaron sobre los principios de la Armonía Trascendente. Martell encontró la habitación adecuada y el trabajo aceptable, pero tragarse la teología le costó bastante más. No podía fingir, ni en su interior ni de puertas afuera, que tuviera sentido para él. Cristianismo maquillado, unas gotas de Islam, una pizca de budismo puesto al día, todo ello encajado en una estructura copiada sin el menor recato de Vorst. Una mezcla indigesta para Martell. Las enseñanzas de Vorst ya contenían bastante sincretismo, pero Martell las aceptaba porque se había criado en su seno. Instruirse en la herejía era muy diferente.

Empezaban con Vorst, aceptándole como profeta del mismo modo que el cristianismo respetaba a Moisés y el Islam honraba a Jesús. Pero, por supuesto, existía la posterior desviación, representada por la figura de David Lázaro. Los escritos de Vorst no mencionaban a Lázaro. Martell conocía su existencia gracias a sus estudios sobre la historia de la Hermandad de la Radiación Inmanente, que mencionaban a Lázaro de pasada como una figura tangencial, un temprano partidario de Vorst y también un temprano disidente.

Pero Vorst vivía y, según afirmaban ambos grupos, viviría eternamente, en armonía con el cosmos, el Primer Inmortal. Lázaro había muerto, mártir de la honradez, cruelmente traicionado y asesinado por los prepotentes vorsters cuando triunfaron en la Tierra.

El Libro de Lázaro narraba la triste historia. Martell sintió escalofríos cuando leyó:

Lázaro era confiado y carecía de malicia. Pero los hombres de corazón duro le asaltaron una noche y le asesinaron, y alimentaron el convertidor con su cuerpo para que no quedara ni una sola molécula. Y cuando Vorst supo la noticia, derramó amargo llanto y dijo: Ojalá me hubierais matado a mí en su lugar, porque de esta manera le habéis concedido una inmortalidad que nunca perderá…

Martell no encontró ni un pasaje de las escrituras armonistas que desacreditara a Vorst. Incluso se describía el asesinato de Lázaro como obra de secuaces, ejecutado sin el conocimiento o el deseo de Vorst. Las escrituras estaban impregnadas de la confianza en que un día la fe se reunificaría, si bien quedaba patente que los armonistas sólo se plegarían a la unidad sin que se les impusiera por la fuerza, y en completa igualdad.

Unos meses antes, Martell habría considerado absurdas sus pretensiones. En la Tierra eran un movimiento insignificante, que cada año perdía adeptos. Ahora, entre ellos pero no integrado del todo, comprendía que había subestimado su poder. Venus les pertenecía. Por más que fanfarronearan y se pavonearan los nativos de casta superior, ya no eran los amos. Había espers entre los venusinos de la oprimida casta inferior (impulsores, como mínimo), y habían puesto su destino en manos de los armonistas.

Martell trabajó. Aprendió. Escuchó. Y sintió miedo.

Llegó la estación de las tormentas. Brotaron de las eternas nubes lenguas de fuego que iluminaron todo Venus. Torrentes de lluvia enconada azotaron las llanuras. Arboles de ciento cincuenta metros de altura fueron arrancados de la tierra y transportados a grandes distancias. De vez en cuando, miembros de la casta superior se acercaban a la capilla para burlarse o proferir amenazas, y entre carcajadas y alaridos lanzaban gritos de desafío, mientras en el interior del edificio sonrientes muchachos de casta inferior aguardaban, dispuestos a defender a sus maestros en caso necesario. En cierta ocasión, Martell vio a tres hombres de casta superior catapultados a veinte metros de la entrada cuando intentaban irrumpir por la fuerza.

—Nos ha golpeado un rayo —se dijeron entre sí—. Hemos tenido suerte de sobrevivir.

La primavera trajo el calor. Martell trabajó en los campos, arañándose su piel alienígena. Bradlaugh y Lázaro le acompañaron. Ya no tomaba lecciones. Estaba bien versado en la docrina armonista, pero sin asumirla, y una barrera de escepticismo, en apariencia infranqueable, le impedía profundizar en ella.

Entonces, un día sofocante en que el sudor manaba a chorros de los poros alterados de los exterrícolas, el hermano León Bradlaugh se unió al cortejo de santos mártires. Sucedió con gran rapidez. Estaban en el campo, una sombra se cernió sobre ellos, y una voz silenciosa gritó en el interior de Martell: «¡Cuidado!».

No pudo moverse, pero tampoco estaba escrito que ese día moriría. Algo cayó a plomo desde el cielo, algo pesado y alado, y Martell vio un pico de un metro de largo que se hundía en el pecho de Bradlaugh. Brotó un chorro de sangre cobriza. Bradlaugh se desplomó, empalado por el alcaudón. Este desenterró el pico y se oyó el sonido de la carne al ser rasgada y destrozada.

Rindieron el último homenaje a los restos de Bradlaugh. El hermano Christopher Mondschein presidió la ceremonia, y después requirió la presencia de Martell.

—Ya sólo quedamos tres —dijo—. ¿Te harás cargo de la enseñanza, hermano Martell?

—Yo no soy de los vuestros.

—Vistes un hábito verde. Conoces nuestras creencias. ¿Aún te consideras un vorster, hermano?

—Yo… Yo no sé lo que soy. Necesito reflexionar.

—No tardes en darme tu respuesta, hermano. Tenemos mucho que hacer.

Martell no sabía que en menos de un día sabría de qué lado estaba. Al día siguiente del funeral de Bradlaugh, llegó la nave de pasajeros que hacía el trayecto desde Marte cada tres semanas. Martell no se enteró hasta que Mondschein mandó a buscarle.

—Llévate a uno de los muchachos en el coche, y rápido. ¡Hay que salvar a un hombre!

Martell no hizo preguntas. La noticia había sido transmitida mediante una cadena de espers, y su misión se limitaba a obedecer. Entró en el coche. Uno de los pequeños acólitos venusinos se sentó a su lado.

—¿Qué dirección tomamos? —preguntó Martell.

El chico hizo un gesto. Martell apretó el botón de arranque. El coche aceleró por la carretera que llevaba a la autopista. Al cabo de cinco kilómetros, el muchacho gruñó una orden y el coche se detuvo.

Una figura cubierta con un hábito azul se divisaba a un lado de la carretera, la espalda apoyada contra el tronco de un gigantesco árbol. Había dos maletas abiertas caídas en la carretera, y un animal de lomo angosto y peludo, hocico chato y colmillos que recordaban a los de un jabalí estaba revolviendo su contenido, mientras su pareja atacaba al vorster recién llegado. El hombre intentaba romper el cerco dando patadas y puñetazos al animal.

El muchacho saltó del coche. Sin el menor esfuerzo aparente, hizo que los dos animales volaran por los aires y se estrellaran contra unos árboles, al otro lado de la carretera. Cayeron a tierra, aturdidos pero resueltos. El chico les hizo levitar de nuevo y entrechocar sus cabezas. Esta vez dieron media vuelta y huyeron, buscando refugio en unos matorrales.

—Parece que Venus siempre recibe a los recién llegados de esta manera —dijo Martell—. Mi comité de recepción fue un ser llamado rueda. Y espero que nunca se tropiece con una. Me habría hecho pedazos de no ser por un muchacho venusino que tuvo la gentileza de ponerla ruedas arriba. ¿Es usted un misionero?

El hombre parecía demasiado desconcertado para responder de inmediato. Enlazó las manos, las separó y se ajustó el hábito.

—Sí… —dijo por fin—. Sí, lo soy. Vengo de la Tierra.

—¿Transformado quirúrgicamente, por lo tanto?

—Exacto.

—Yo también. Me llamo Nicholas Martell. ¿Cómo van las cosas por Sante Fe, hermano?

Los labios del recién llegado se tensaron. Era un hombrecillo descarnado, uno o dos años más joven que Martell.

—Si usted es Martell, ¿qué puede importarle? Martell el hereje. Martell el renegado.

—No. Quiero decir que… yo…

Se quedó callado. Sus manos estrujaron la tela del hábito verde armonista. Las mejillas le ardían. Asumió con dolor la verdad sobre sí mismo, que el cambio se había producido de fuera a dentro, y ya no pudo sostener la mirada de su transformado sucesor en la misión de Venus. Se volvió, clavando la vista en el espeso bosque que ya no le resultaba alienígena.