124626.fb2 Los colmillos de los ?rboles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 1

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Desde la casa de la plantación, sobre la colina de Dolan, gris y esbelta como la aguja de una torre, Zen Holbrook alcanzaba a ver todo cuanto le interesaba: las alamedas de los árboles del jugo en el amplio valle, la corriente rápida donde su sobrina Naomí prefería bañarse, el lago tranquilo y sereno más allá. También veía la zona amenazada de infección en el Sector C, al lado norte del valle, donde —¿o era sólo su imaginación?— las lustrosas hojas azules de los árboles parecían ya manchadas con el tono naranja de la enfermedad del moho.

Si su mundo iba a acabarse, aquello significaba el principio del fin.

Permaneció en pie ante el curvado ventanal del centro de información, sobre la casa. Era a primera hora de la mañana. Dos lunas pálidas pendían aún en el cielo del amanecer, pero el sol se levantaba ya sobre el país de las colinas. Naomí estaba levantada y fuera de la casa, jugueteando en el arroyo. Cada mañana, antes de dejar la casa, Holbrook pasaba revista a toda la plantación. El radar y los sensores ofrecían a su vista planos de todos los puntos clave. Adelantando el cuerpo, Holbrook pasó sus manos de dedos gruesos sobre los mandos y encendió las pantallas que flanqueaban el ventanal. Poseía mil setecientas hectáreas de árboles del jugo… Una fortuna, aunque, debido a la hipoteca, lo que ganaba era poco en comparación con lo mucho que daba a ganar. Su reino. Su imperio. Registró el Sector C, su favorito. Sí, en la pantalla se veían largas filas de árboles, de quince metros de altura, agitando sus miembros inquietos. Ésta era la zona de peligro, el sector amenazado. Holbrook examinó intensamente las hojas de los árboles. ¿Tenían ya manchas de moho? Los informes del laboratorio llegarían un poco más tarde. Estudió los árboles, vio el brillo de sus ojos, el destello de sus colmillos. Eran muy buenos los árboles de este sector. Cumplidores, unos productores magníficos.

Sus árboles favoritos. Le gustaba tratar de convencerse a sí mismo de que los árboles tenían personalidad, nombre, identidad. No hacía falta simular demasiado. Puso en marcha el audio.

—Buenos días, César-dijo—. Buenos días, Alcibíades, Héctor. Buenos días, Platón.

Los árboles reconocían su nombre. En respuesta a su saludo, agitaron las ramas como si el viento barriera la alameda. Holbrook vio el fruto casi maduro, largo e hinchado, cargado de jugo alucinógeno. Los ojos de los árboles —placas brillantes y escamosas incrustadas en varias filas sobre el tronco— brillaron y se volvieron buscándole.

—No estoy en la alameda, Platón —advirtió Holbrook—. Todavía me encuentro en la casa de la plantación. Pronto iré ahí. Hace una mañana preciosa, ¿verdad?

Entre la penumbra, a nivel del suelo, surgió el hocico largo y sonrosado de un ladrón de jugo, saltando de un montón de hojas caídas. Disgustado, Holbrook observó cómo el roedor, pequeño y audaz, cruzaba la alameda en cuatro saltos rápidos y venía a caer sobre el enorme tronco de César, trepando con destreza entre los grandes ojos del árbol. Los miembros de César se agitaban furiosos, pero no conseguía localizar al monstruo. El ladrón de jugo se desvaneció entre las hojas y reapareció nueve metros más arriba, moviéndose ahora en el nivel donde crecía el fruto. Fruncía ansiosamente el hocico. Luego, se incorporó sobre las cuatro patas posteriores y se dispuso a chupar un fruto casi maduro, por un valor de ocho dólares en alucinógenos.

De la copa del Alcibíades surgió, como una serpentina estrecha y sinuosa, un zarcillo, un tentáculo poderoso. Cruzó el espacio que le separaba de César y cayó como el rayo en torno al ladrón de jugo. El animal apenas tuvo tiempo de gemir al comprender que había sido atrapado cuando ya el tentáculo acababa con él, estrangulándole. En un gracioso arco, el zarcillo regresó a la copa de Alcibíades, y la boca abierta del árbol quedó a la vista cuando las hojas se entreabrieron. Los dientes se separaron, el tentáculo se desprendió de su presa y el cuerpo del ladrón cayó en la boca del árbol. Alcibíades se estremeció de placer. Fue un ligero temblor de las hojas, una afectación de modestia, la satisfacción en realidad por sus rápidos reflejos que le habían proporcionado un bocado tan exquisito. Era un árbol muy listo y muy hermoso, y estaba muy satisfecho de sí mismo. «Una vanidad perdonable —pensó Holbrook—. Eres un buen árbol, Alcibíades. Todos los del Sector C sois buenos árboles. ¿Pero si tienes la enfermedad del moho, Alcibíades? ¿Qué será de tus hojas brillantes, de tus ramas esbeltas, si tengo que quemarte y eliminarte de la alameda?»

—Muy bien hecho —le dijo—. Me gusta verte siempre tan alerta.

Alcibíades siguió agitándose. Sócrates, a cuatro árboles en diagonal, en la misma fila, apretó las ramas contra el tronco en lo que Holbrook reconoció como un gesto de disgusto, un gruñido torvo. No a todos los árboles les gustaba la vanidad de Alcibíades, su orgullo y su rapidez.

De pronto, Holbrook no pudo soportar la vista del Sector C. Tocó los botones de mando y pasó al Sector K, el nuevo, al extremo sur del valle. Aquí los árboles no tenían nombres, ni los recibirían tampoco. Holbrook había decidido hacía tiempo que era una afectación tonta considerar a los árboles como si fueran amigos o animalitos domésticos. Eran, sencillamente, productores de ingresos. Y suponía un error encariñarse con ellos…, según comprendía con mayor claridad ahora que algunos de sus amigos se veían amenazados por el moho, que se contagiaba de un mundo a otro para arruinar las plantaciones de árboles del jugo.

Registró el Sector K con mayor frialdad.

Debería pensar en ellos como árboles, se dijo. No como animales, ni como personas. Árboles. Raíces muy largas que se hunden a dieciocho metros bajo el suelo para nutrirse. No pueden moverse de un lugar a otro. Se desarrollan por fotosíntesis. Florecen, son fecundados por el polen y producen grandes frutos como falos, cargados de alcaloides capaces de inducir sombras muy interesantes en la mente de los hombres. Árboles, árboles, árboles. Pero tienen ojos. Y dientes. Y boca. Poseen miembros prensiles. Piensan. Reaccionan. Tienen un alma. Cuando se les hiere, incluso gritan. Están adaptados para perseguir animales pequeños. Digieren carne. Algunos prefieren el cordero a la ternera. Unos son pensativos y solemnes; otros, alegres y saltarines; otros plácidos, casi bovinos. Aunque todos son bisexuales, algunos presentan una personalidad decididamente masculina; hay otros femeninos, otros ambivalentes. Almas. Personalidades.

Árboles.

Los árboles sin nombre del Sector K le tentaban a cometer el pecado de apegarse a ellos. Ese gordo podía llamarse Buda. Y aquél, Abe Lincoln. Y tú, tú eres Guillermo el Conquistador…

Árboles.

Había hecho el esfuerzo y había triunfado. Examinó fríamente la alameda, asegurándose de que no había sufrido daño durante la noche a causa de los animales de presa; comprobando los frutos maduros; leyendo los informes que proporcionaban los sensores, monitores que vigilaban el nivel del azúcar, la etapa de la fermentación, la toma de manganeso, todo el proceso complicado y equilibrado de la vida del que dependía el éxito de la plantación. Holbrook lo manejaba todo prácticamente solo. Tenía a sus órdenes tres vigilantes humanos y tres docenas de robots. El resto se hacía por telemetría y, por lo general, todo iba bien. Por lo general. Adecuadamente guardados, cuidados y alimentados, los árboles daban su fruto tres veces al año. Holbrook lo enviaba a la planta de transformación, junto al puerto espacial de la costa, donde se sometía el jugo al debido proceso y se embarcaba hacia la Tierra. Holbrook no participaba en eso; no era más que un productor del fruto. Llevaba aquí diez años y no tenía planes para cambiar de profesión. Llevaba una vida tranquila, una vida solitaria, la vida que él había elegido.

Hizo girar los registros del radar de un sector a otro, hasta haberse asegurado de que todo iba bien en la plantación. En el recorrido final, captó la corriente y a Naomí justo en el momento en que salía del baño. La muchacha subió a un acantilado rocoso, sobre las aguas agitadas; y agitó sus largos cabellos, lisos y dorados. Daba la espalda a la cámara. Holbrook observó con placer cómo goteaba el agua de su cuerpo esbelto. Las sombras delineaban su silueta; la luz del sol brillaba en la cintura estrecha, en la curva de las caderas, en las nalgas tensas. Tenía quince años, estaba pasando un mes de sus vacaciones de verano con el tío Zen y se divertía como nunca entre los árboles del jugo. Su padre era el hermano mayor de Holbrook. Éste sólo había visto antes a Naomí en dos ocasiones, una cuando era aún un bebé y otra cuando tenía unos seis años. Se había sentido algo inquieto cuando le hablaron de enviársela, ya que no entendía nada de niños y, además, no estaba muy ansioso de compañía. Pero no se negó a la petición de su hermano. Por otra parte, tampoco era ella una niña. Se volvió ahora, y la cámara mostró a Holbrook los senos como manzanas, el vientre liso, el ombligo hundido, los muslos esbeltos. Quince años. No, ya no era una niña. Era una mujer. No ocultaba en absoluto su desnudez y nadaba así cada mañana, aun no ignorando la existencia de las cámaras. Holbrook no se sentía cómodo observándola. ¿Debía hacerlo? La verdad, no resultaba adecuado. La vista de la muchacha le agitaba sospechosamente. «¡Qué diablos, soy su tío!» Un músculo se le crispó en la mejilla. Se dijo que la única emoción que le invadía al verla era el placer y el orgullo de que su hermano hubiera engendrado algo tan encantador. Sólo admiración, eso era todo lo que se permitía sentir. Ella estaba morena, de color miel, con tonos rosados y dorados. Parecía emitir una radiación más brillante que la del sol. Holbrook apretó el botón de mando. «He vivido demasiado tiempo solo. Mi sobrina. Mi sobrina… Sólo una niña. Quince años. Encantadora.» Cerró los ojos, los abrió apenas, se mordió el labio. «¡Vamos, Naomí, cúbrete!»

Cuando la chica se puso los shorts y el sujetador, fue como un eclipse de sol. Holbrook cerró el centro de información y bajó a la casa de la plantación, tomando al pasar un par de cápsulas como desayuno. Un cochecito reluciente salió del garaje, Holbrook saltó al interior y se puso en camino para dar los buenos días a la chiquilla.

Todavía estaba junto a la corriente, jugando con una cosita peluda, enroscada en un arbusto, semejante a un gatito con muchas patas.

—¡Mira esto, Zen! —le gritó—. ¿Es un gato o un ciempiés?

—¡Apártate de eso! —le gritó con tal vehemencia que ella dio un salto atrás, aterrada.

Él ya tenía el arma en la mano y el dedo en el gatillo. El pequeño animal, impasible, seguía enroscando las patas en torno a las ramas.

Muy cerca de él, Naomí se asió a su brazo y dijo roncamente:

—No lo mates, Zen. ¿Es peligroso?

—No lo sé.

—Por favor, no lo mates.

—Es la regla en este planeta —dijo—. Cualquier cosa con columna vertebral y más de una docena de patas es probablemente mortal.

¡Probablemente!

La voz sonó burlona.

—Aún no conocemos toda la fauna local. A éste no lo había visto antes, Naomí.

—Es demasiado lindo para ser peligroso. ¿No quieres guardar el arma?

La guardó y se acercó a la bestezuela. No había garras, tenía los dientes pequeños, el cuerpo débil. Mala señal. Una criatura así, sin medios visibles de defensa… Había muchas probabilidades de que ocultara un aguijón venenoso en la peluda cola. La mayoría de los animales con tantas patas lo tenían. Holbrook cogió una rama de un metro de largo y precavidamente, la arrojó contra la sección media del animal.

Rápida respuesta. Un siseo, la parte trasera se volvió como un relámpago… y ¡bum! un aguijón de muy mal aspecto se clavó en la corteza de la ramita. Cuando la cola se retiró, unas cuantas gotas de un fluido rojizo cayeron de la madera. Holbrook se alejó y el animal le miró furioso, como esperando que se acercara más a él.

—¡Qué rico! —dijo Holbrook—. Una monada. Naomí, ¿es que no quieres vivir ni hasta cumplir los dieciséis años?

Ella seguía de pie muy pálida y agitada, casi atónita ante la ferocidad del ataque.

—Parecía tan cariñoso —dijo—. Casi domesticado.

Zen sacó el arma y lanzó un rápido rayo a la cabeza del animal, que cayó del árbol, se enroscó y no se movió más. Naomí apartó la vista. Holbrook la sujetó por los hombros.

—Lo siento, cariño —dijo—. No quería matar a tu amiguito. Pero un minuto más y él te habría matado a ti. Cuenta las patas cuando juegues con los bichos de aquí. No lo olvides. Cuenta siempre las patas.

Asintió ella. Le resultaría muy útil esta lección de no fiarse de las apariencias. No es oro todo lo que reluce. Holbrook miró la hierba de un tono cobrizo y pensó por un momento en lo que significaba tener quince años y despertar a la horrible verdad del universo. Propuso amablemente:

—Vamos a visitar a Platón, ¿quieres?

Naomí olvidó su tristeza. La otra cara de la moneda de tener quince años: uno se recupera pronto.

Aparcaron el cochecito al llegar al Sector C y entraron a pie. A los árboles no les gustaba que los vehículos motorizados circularan entre ellos. Estaban conectados, a pocos centímetros por debajo de la tierra arcillosa de la alameda, por una red de filamentos entremezclados que tenían cierta función neurológica y, aunque no registraban el peso de un humano, cualquier vehículo que cruzara el camino originaba un coro de gritos entre los árboles. Naomí iba descalza. Holbrook, junto a ella, llevaba botas hasta la rodilla. Se sentía grande y torpón a su lado. Era bastante corpulento, pero la ligereza de la muchacha intensificaba aún más el contraste.

Ella se entregó a su juego habitual con los árboles. Su tío se los había presentado a todos, y ahora pasaba de uno a otro, saludando a Alcibíades y Héctor, a Séneca, a Enrique VIII, a Tomas Jefferson y al rey Tut. Naomí conocía a todos los árboles tan bien como él, mejor quizás, y ellos la conocían a su vez. Cuando pasaba entre ellos, los árboles se agitaban y se acicalaban, enderezándose y disponiendo sus miembros y ramas del mejor modo posible. Incluso el viejo Sócrates, retorcido y rechoncho, parecía deseoso de gustar. Naomí se acercó a la caja gris colocada en medio del camino donde los robots dejaban trozos de carne cada noche y lanzó algunos a sus preferidos. Pedazos de carne cruda y roja. Cargados los brazos con aquellos trofeos sanguinolentos, bailaba alegremente por el camino, ofreciéndoselos a sus árboles favoritos. Una ninfa en medio de sus ritos, pensó Holbrook. Tiraba la carne a lo alto, vigorosamente. Cuando ésta iba por el aire, salían tentáculos de un árbol u otro para atraparla al vuelo y metérsela en la garganta. Los árboles no necesitaban carne, pero les gustaba, y era una tradición muy corriente entre los cultivadores que los árboles bien alimentados producían más jugo. Holbrook daba carne a sus árboles tres veces a la semana, excepto al Sector D, que tenía ración diaria.

—No te saltes a ninguno —recomendó.

—Sabes que no lo haré.

Ningún trozo volvía a caer al suelo de la alameda. A veces, dos árboles trataban de coger el mismo a la vez, lo que daba por resultado una ligera pelea. No se mostraban precisamente amistosos entre ellos. Por ejemplo, había mucha inquina entre César y Enrique VIII y era indudable que Catón despreciaba tanto a Sócrates como a Alcibíades, aunque por razones diferentes. De vez en cuando, por la mañana, Holbrook y su personal hallaban miembros arrancados, yaciendo en el suelo. Sin embargo, y por lo general, incluso los árboles con personalidades conflictivas se las arreglaban para tolerarse mutuamente. Tenían que hacerlo, ya que estaban condenados a una proximidad constante. Holbrook había intentado en una ocasión separar dos árboles del Sector F enfrentados en una enemistad constante, pero era imposible arrancar del suelo un árbol ya crecido sin matarlo y estropear el sistema nervioso de los treinta vecinos más próximos, según aprendió a su costa.

Mientras Naomí daba de comer a los árboles, les hablaba y acariciaba sus troncos escamosos como podría hacerlo con un rinoceronte domesticado, Holbrook desenrolló en silencio una escalera telescópica e inspeccionó de nuevo las hojas buscando manchas de moho. En realidad, apenas servía de nada. El moho no se hacía visible en las hojas hasta que había penetrado ya en las raíces del árbol. Probablemente, las manchas de tono naranja que creía ver eran puro producto de su imaginación. Tendría el informe del laboratorio en una o dos horas, y él le diría cuanto necesitaba saber, bueno o malo. Sin embargo, no podía dejar de mirar. Cortó un puñado de hojas de una de las ramas bajas de Platón, disculpándose por ello, y las volvió entre sus manos, frotando la superficie brillante. ¿Qué eran estas pequeñas colonias de partículas rojizas? Su mente trató de rechazar la posibilidad de la peste. ¿Una plaga que saltara de un mundo a otro y que caía sobre él, arruinándole? Había creado su plantación a base de créditos. Un poco de dinero propio y mucho del banco. Pero el crédito es un arma de dos filos. Si la peste atacaba la plantación y mataba un número de árboles suficiente para que su parte quedara por debajo del nivel que el banco consideraba necesario como garantía, éste se apoderaría de todo. Aunque podrían contratarle para que trabajara como administrador suyo. Ya había oído hablar de cosas así.