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—Se trata sólo de un sector ¿no? —protestó—. Puedo hacerlo. Y debo hacerlo. Son mis árboles.
—¿Cuándo empezarás? —preguntó Borden, el cultivador cuya plantación lindaba con la de Holbrook por el este. Había casi cien kilómetros de monte bajo entre las dos propiedades, pero no era difícil comprender que se mostrara impaciente y deseoso de que se adoptaran las medidas de protección necesarias.
—Dentro de una hora, supongo —respondió Holbrook—. Primero he de efectuar algunos cálculos. Fred, ¿y si subieras conmigo y me ayudaras a comprobar el área infectada en la pantalla?
—De acuerdo.
—Antes de que se vaya, señor Holbrook… —empezó el de la compañía de seguros, avanzando un paso.
—Dígame.
—Quiero que sepa que lo aprobamos por completo. Le apoyaremos en todo.
Muy amable de su parte, pensó Holbrook con amargura. ¿Para qué servían los seguros, si no para apoyar siempre? No obstante, consiguió devolverle una amable sonrisa, acompañada de un murmullo de gratitud.
El del banco no dijo nada, y Holbrook se sintió agradecido por su silencio. Habría tiempo más tarde para hablar de la garantía, la nueva negociación de las acciones y todo lo demás. Primero se precisaba saber qué parte de la plantación sobreviviría después de adoptar las necesarias medidas de protección.
En el centro de información, él y Leitfried pusieron en marcha todas las pantallas a la vez. Holbrook indicó el Sector C e introdujo un plano esquemático de la alameda en la computadora. Añadió los datos del informe del laboratorio.
—Ésos son los árboles infectados —dijo, utilizando una pluma luminosa para trazar un círculo en la pantalla—. Tal vez unos cincuenta en total —amplió un poco el círculo—. Y ésta es la zona de incubación posible. Entre ochenta y cien árboles más. ¿Qué te parece, Fred?
El gobernador del distrito cogió la pluma luminosa de manos de Holbrook y se acercó a la pantalla. Hizo un círculo todavía más amplio, que llegaba casi a la periferia del sector.
—Han de desaparecer todos ésos, Zen.
—Son cuatrocientos árboles…
—¿Cuántos tienes en total?
—Tal vez siete u ocho mil —repuso Holbrook, encogiéndose de hombros.
—¿Quieres perderlos todos?
—De acuerdo. Al parecer, pretendes crear un foso de protección en torno a la zona infectada. Un área estéril.
—Sí.
—¿Para qué? Si el virus llega como caído del cielo, ¿a qué preocuparse por…?
—No hables así —le atajó Leitfried. Su rostro se alargó más aún, imagen viva de toda la tristeza, frustración y desesperación del universo. Parecía sentir lo mismo que Holbrook. Pero su tono era incisivo cuando dijo—: Zen, sólo te queda una alternativa. O vas a la plantación y empiezas a quemar los árboles o te rindes y dejas que el moho se apodere de todo. En el primer caso, se te ofrece la oportunidad de salvar la mayoría de cuanto posees. Si cedes, nosotros lo quemaremos de todos modos para protegernos. Y no nos detendremos en esos cuatrocientos árboles.
—Lo haré —dijo Holbrook—. No te preocupes por mí.
—No estaba preocupado. De verdad que no.
Leitfried se deslizó tras los botones de mando para inspeccionar toda la plantación, mientras Holbrook daba sus órdenes a los robots y disponía el equipo que necesitaba. A los diez minutos, estaba ya todo organizado y él dispuesto a salir.
—Hay una chica en el sector infectado —dijo Leitfried—. Es esa sobrina tuya, ¿no?
—Sí. Naomí.
—Muy guapa; ¿qué edad tiene, dieciocho, diecinueve años?
—Quince.
—Una figura preciosa, Zen.
—¿Qué hace ahora? —preguntó éste—. ¿Sigue dando de comer a los árboles?
—No, se ha tendido a su sombra. Creo que habla con ellos. Contándoles un cuento, quizá. ¿Quieres que ponga el audio?
—No te molestes. Le gusta jugar con los árboles. Ya sabes, darles un nombre, imaginarse que tienen personalidad… Cosas de críos.
—Claro —dijo Leitfried.
Sus miradas se encontraron por un instante, evasivas. Holbrook bajó los ojos. Los árboles tenían en efecto una personalidad. Todos los relacionados con el negocio del jugo lo sabían y, probablemente, no había muchos cultivadores que no mantuvieran con sus árboles una relación mucho más íntima de lo que admitían ante los demás. Cosas de críos… En realidad, cosas de las que no se hablaba.
«¡Pobre Naomí!», pensó Holbrook.
Dejó a Leitfried en el centro de información y salió por la parte de atrás. Los robots lo habían dispuesto todo tal y como él lo programara: el camión de fumigación con el arma de fusión montada en el lugar del tanque químico. Dos o tres de aquellos mecánicos de brillante metal se habían quedado esperando que les ordenara subir al camión, pero él los alejó y se situó tras el panel de dirección. Activó la computadora, y la pequeña pantalla se iluminó. Desde el centro de información, Leitfried le saludó y le transmitió el plano esquemático de la zona de infección, con los tres círculos concéntricos que indicaban los árboles infectados, los que podían estar incubando la enfermedad, y el cinturón de seguridad que Leitfried insistía en crear en torno a todo el sector.
El camión arrancó en dirección a los árboles. Era mediodía ahora, mediodía de la jornada más larga que había conocido. El sol más alto y un poco más anaranjado que aquel bajo el cual naciera, ascendía perezosamente por el cielo, todavía no dispuesto a iniciar la caída hacia las llanuras distantes. El día era caluroso, pero, en cuanto entró en las alamedas, donde el toldo espeso de los árboles ocultaba el suelo a los rayos del sol, sintió una frescura deliciosa en el techo del camión. Tenía los labios resecos y se había iniciado un inquietante latido tras su ojo izquierdo. Guiaba el camión manualmente, llevándolo por el sendero de acceso en torno a los sectores A, D y G. Al verle, los árboles agitaron ligeramente las ramas. Estaban ansiosos porque se bajara y paseara entre ellos, les diera un golpecito en el tronco, les dijera lo buenos que eran. No disponía de tiempo para eso.
A los quince minutos, se hallaba ya en el extremo norte de su propiedad, al borde del Sector C. Aparcó el camión de fumigación ante la entrada de la alameda. Desde aquí, alcanzaría cualquier árbol del área con el arma de fusión. Pero todavía no.
Caminó entre los árboles condenados.
No veía a Naomí por ninguna parte. Tendría que encontrarla antes de empezar a disparar. Y además, deseaba despedirse de sus árboles. Corrió por la avenida principal del sector. ¡Qué delicioso frescor, incluso a mediodía! ¡Qué dulcemente olía aquel aire cargado! El suelo de la alameda aparecía cubierto de frutos. Habían caído a docenas en las dos últimas horas. Recogió uno. Maduro. Lo abrió con un giro experto de la muñeca y llevó el interior pulposo a sus labios. El jugo, rico y dulce, resbaló al interior de su boca. Probó lo suficiente para saber que el producto era de primera calidad. No tomaría una dosis alucinógena, pero aquello le daría una poco de euforia, lo bastante para enfrentarse a lo que debía hacer, a la horrible tarea que le esperaba.
Alzó la vista hacia los árboles. Parecían algo encogidos, suspicaces, inquietos.
—Tenemos problemas, amigos —dijo Holbrook—. Héctor, tú lo sabes. Os ha atacado una enfermedad. La sentís en vuestro interior. No hay modo de salvaros. Todo cuanto puedo esperar es salvar a los demás árboles, a los que aún no tienen manchas de moho. ¿Entendido? ¿Lo comprendéis, verdad? ¿No es cierto, Platón? ¿César? Tengo que hacerlo. Os costará unas cuantas semanas de vida, pero tal vez salve a miles de árboles.
Hubo un furioso agitar de ramas. Alcibíades echó atrás sus miembros, desdeñosamente. Héctor, elevado y noble, estaba dispuesto a aceptar su medicina. Sócrates, bajo y malformado, parecía también resignado. La cicuta o el fuego, ¿qué importaba? Critón: le debo un gallo a Esculapio. César se mostraba enojado. Platón se encogía. Sí, lo habían comprendido todos. Pasó entre ellos acariciándoles, consolándoles. Había iniciado su plantación con esta alameda, y confiado en que sus árboles le sobrevivieran.
—No pronunciaré un largo discurso. Todo cuanto puedo deciros es adiós. Habéis sido buenos, habéis tenido una vida útil. Ahora, vuestro tiempo ha terminado y yo lo siento terriblemente. Eso es todo. Ojalá no fuera preciso hacerlo —recorrió con la mirada toda \a alameda—. Fin del discurso. Adiós.
Volviéndose, retrocedió lentamente hacia el camión de fumigación. Estableció contacto con el centro de información y preguntó a Leitfried:
—¿Sabes dónde está la chica?
—Un sector más allá del tuyo, hacia el sur. Está dando de comer a los árboles.
Y pasó la imagen a la pantalla de Holbrook.
—Dame la línea de audio, ¿quieres? —dijo éste. Luego a través de los altavoces, la llamó—: ¿Naomí? Soy yo, Zen.