124626.fb2
—Espera un segundo —dijo—. Catalina la Grande tiene hambre y no me perdonará si la olvido.
La carne subió hacia el cielo, fue apresada desapareció en la boca de un árbol.
—Muy bien —continuó Naomí—. ¿Qué ocurre?
—Será mejor que vuelvas a la casa de la plantación.
—Todavía he de dar de comer a muchos árboles.
—Déjalo para esta tarde.
—Zen, ¿qué sucede?
—Tengo un trabajo que hacer y prefiero que te mantengas alejada de los árboles mientras lo hago.
—¿Dónde estás ahora?
—En el Sector C.
—Tal vez pueda ayudarte, Zen. Estoy en el sector inmediato. Iré enseguida.
—No. Vuelve a la casa.
Las palabras brotaron con la seguridad de una orden. Jamás le había hablado así con anterioridad. Ella pareció agitada y temerosa, pero se metió obediente en su vehículo y abandonó el lugar. Holbrook la siguió en la pantalla hasta que desapareció de su vista.
—¿Dónde está ahora? —preguntó a Leitfried.
—Viene de regreso. Ya la veo en el sendero de acceso.
—De acuerdo —dijo Holbrook—. Ocúpala en algo hasta que esto haya terminado. Voy a empezar.
Giró el arma de fusión, apuntando el cañón hacia el corazón del sector. En el núcleo central del arma, un poco de materia solar pendía de una barra magnética, poniendo a su disposición una cantidad infinita de energía, más que suficiente para la potencia que hoy necesitaba. Carecía de punto de mira, pues no estaba diseñada como arma de ataque. Sin embargo, sabría manejarla. Apuntaba a un blanco muy grande. Con la vista, seleccionó a Sócrates, en el borde de la alameda. Montó el arma lentamente, con una vacilación deliberada, meditó en el mejor modo de cumplir con su deber y apoyó el dedo en el gatillo. El nexo neural del árbol estaba en la copa, detrás de la boca. Un tiro rápido allí…
—Eso es.
Un arco de llama blanca siseó a través del aire. La copa retorcida de Sócrates resplandeció por un instante. Una muerte rápida, una muerte limpia, mejor que la putrefacción del moho. Luego, Holbrook paseó la línea de fuego por todo el árbol, desde la copa a lo largo del tronco. La madera era dura. Disparó una y otra vez. Miembros, ramas y hojas fueron cayendo, mientras el tronco aún seguía intacto y grandes nubes de humo aceitoso se alzaban sobre la alameda. Holbrook vio silueteado el tronco desnudo contra el brillo del rayo de fusión y se sorprendió al comprobar lo recto que había sido el tronco del viejo filósofo bajo las ramas. Ahora ya no era más que un pilar de cenizas. De pronto, se derrumbó y desapareció.
De los otros árboles surgió un gemido bajo y terrible.
Sabían que la muerte rondaba entre ellos y sentían el dolor de la ausencia de Sócrates mediante la red de raíces nerviosas que cubría el subsuelo. Lloraban de temor, de angustia y de rabia.
Holbrook dirigió hoscamente el arma de fusión hacia Héctor.
Era éste un árbol grande, impasible, estoico. Ni quejoso ni adulador. Deseaba darle la buena muerte que merecía, pero falló el blanco. El primer disparo dio a dos metros y medio por lo menos bajo el centro cerebral del árbol, y el grito que surgió de sus compañeros reveló lo que Héctor debía de estar sintiendo. Holbrook vio unos miembros que se agitaban frenéticamente, una boca que se abría y cerraba en un horrible espasmo de tormento. El segundo disparo puso fin a la agonía. Casi serenamente, Holbrook remató la tarea de aniquilar aquel árbol lleno de nobleza.
Estaba terminando cuando advirtió que un vehículo llegaba junto al camión y que Naomí saltaba de él sonrojada, con los ojos muy abiertos, próxima a la histeria.
—¡Detente! —gritó—. ¡Detente, tío Zen! ¡No los quemes!
Al saltar a la cabina del camión de fumigación, le cogió por las muñecas con una fuerza sorprendente y se lanzó contra él. Estaba dominada por el pánico, los senos agitados, jadeante, respirando, con dificultad.
—Te dije que fueras a la casa de la plantación —gruñó él.
—Lo hice. Pero vi las llamas.
—¿Quieres irte de aquí?
—¿Por qué quemas los árboles?
—Porque están infectados de moho —contestó—. Hay que quemarlos antes de que contagien a los demás.
—¡Eso es un asesinato!
—Naomí, mira, ¿quieres volver…?
—¡Mataste a Sócrates! —gritó ella, mirando la alameda—. ¿Y… a César? No. Héctor. Héctor ha desaparecido también. ¡Los has quemado!
—No son personas. Son árboles. Árboles enfermos que, de todas formas, morirán pronto. Quiero salvar a los otros.
—¿Pero por qué matarlos? Tiene que haber algún tipo de droga al que recurrir, Zen. Un pulverizador o algo por el estilo. Hay drogas ahora para curar cualquier enfermedad.
—No para ésta.
—¡Tiene que haberla!
—Sólo el fuego —afirmó Holbrook.
El sudor le caía helado por el pecho y sentía el temblor de todos sus músculos. Ya era bastante duro hacerlo, sin tenerla a su lado. Le habló con la mayor serenidad posible:
—Naomí, es preciso; y cuanto antes mejor. No existe alternativa. Amo a estos árboles tanto como tú, pero he de quemarlos de raíz. Recuerda lo que ocurrió con aquel animalito peludo y con el aguijón en la cola. No podía mostrarme sentimental hacia él sólo porque te pareciera lindo. Suponía una amenaza. Y ahora Platón, César y los demás amenazan cuanto poseo. Son portadores de la plaga. Vuélvete a la casa y enciérrate allí, en donde quieras, hasta que haya terminado.
—¡No te dejaré que los mates!
Hablaba llorosa, desafiante. Exasperado, la cogió por los hombros, la sacudió dos o tres veces y la tiró de la cabina del camión. Ella vaciló pero cayó en tierra sobre sus pies. Saltando a su lado, Holbrook exclamó:
—¡Maldita sea, no me obligues a pegarte, Naomí! Esto no es asunto tuyo. Tengo que quemar esos árboles, y si no dejas de interferir…
—Tiene que haber otro modo. Permitiste que esos hombres te asustaran, ¿no es verdad, Zen? Ellos temen que la infección se extienda, de modo que te dijeron que quemaras los árboles a toda prisa. Y ni siquiera te paraste a pensar, a pedir otra opinión. Te viniste aquí con el arma y empezaste a matar a unos inteligentes, a unos sensibles y encantadores…
—…árboles —terminó él—. Te estás pasando de la raya, Naomí. Por última vez…
Su respuesta fue saltar al camión y colocarse ante el cañón del arma de fusión, con su pecho apoyado contra el metal.
—¡Si disparas, tendrás que hacerlo a través de mí!
Nada que él dijera la obligaría a bajar. Se había entregado por completo a una fantasía romántica, la Juana de Arco de los árboles del jugo, defendiendo la alameda contra la barbarie. De nuevo trató de razonar con ella, y de nuevo negó Naomi la necesidad de extirpar los árboles. Le explicó con todo el ímpetu de que fue capaz la imposibilidad total de salvarlos. Con la misma falta de lógica anterior, le contestó que forzosamente existía otro medio. Holbrook soltó maldiciones, la llamó estúpida, adolescente histérica… Le suplicó, le rogó. Le ordenó. Naomí seguía aferrada al arma.