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La chica se echó a reír.
—¿Tengo que creer acaso que vas a disparar contra mí?
Por supuesto, tenía razón. Se quedó inmóvil, vacilante, impotente, sudoroso y desconcertado. La locura se contagiaba. Su amenaza había sido completamente vana, y ella lo había comprendido de inmediato. Holbrook subió al camión, la agarró y trató de sacarla de allí.
Naomí era fuerte y la situación de él muy precaria. Consiguió soltarla del arma, pero no arrojarla del camión. No quería hacerle daño, y su misma solicitud le volvía incapaz de triunfar en la lucha. Porque ella peleaba con una fuerza histérica, toda codos, rodillas, uñas que arañaban. Consiguió sujetarla al fin y descubrió con horror que la había asido por uno de sus senos. Lo soltó, embarazado y confuso. Ella se apartó de él. La aferró de nuevo y esta vez logró empujarla al borde del camión. Naomí saltó, aterrizó sin dañarse volvió y corrió hacia la alameda.
¿De modo que otra vez le había vencido? La siguió allí y le costó un momento descubrir dónde estaba. La encontró acariciando el tronco de César y mirando aterrada los restos quemados donde se alzaran Sócrates y Héctor.
—¡Adelante! —dijo—. ¡Quema toda la alameda! ¡Me quemarás a mí con ellos!
Holbrook se lanzó contra la muchacha. Ella le esquivó y echó a correr hacia Alcibíades. Trató de agarrarla, perdió el equilibrio y cayó, tratando de afianzarse en el aire. Cayó…
Algo fino, áspero y largo, le golpeó en los hombros.
—¡Zen! —gritó Naomí—. El árbol… Alcibíades…
Se vio en el aire. Alcibíades le había atrapado con un tentáculo y lo alzaba hacia su copa. El árbol luchaba con la carga. Un segundo zarcillo se tendió hacia el hombre, y Alcibíades dejó de tener dificultades. Holbrook se agitaba a unos tres metros del suelo.
Raras veces los árboles atacaban a los humanos. Habría sucedido unas cinco veces en total desde que los hombres cultivaban los árboles del jugo. En cada caso, la víctima había estado haciendo algo que ellos consideraban hostil…, como desarraigar un árbol enfermo, por ejemplo.
Un hombre constituía un gran bocado para un árbol del jugo, aunque no demasiado para su apetito.
Naomí chilló, pero Alcibíades siguió izándole. Holbrook oía ya el entrechocar de los colmillos allá arriba. La boca del árbol estaba dispuesta a recibirle. Alcibíades, el presumido; Alcibíades, el voluble; Alcibíades, el impredecible… Bien bautizado en verdad. Aunque, ¿era traición actuar en defensa propia? Alcibíades tenía el imperioso deseo de sobrevivir. Había visto el destino de Héctor y Sócrates. Holbrook alzó la vista a los colmillos, más cercanos ya.
«De modo que éste es el fin —pensó—. Devorado por uno de mis propios árboles. Mis amigos. Me está bien por ser tan sentimental. Al fin y al cabo, son carnívoros. Tigres con raíces.»
Alcibíades gritó.
En el mismo instante, uno de los tentáculos que se enrollaban al cuerpo de Holbrook perdió fuerza. Cayó unos seis metros de golpe antes de que el otro tentáculo se estabilizara, sosteniéndole a escasa altura. Cuando pudo respirar de nuevo, Holbrook miró hacia abajo y vio lo que había sucedido. Naomí había recogido el arma que él dejara caer al sentirse cogido por el árbol y había quemado uno de los tentáculos. Ahora apuntaba de nuevo. Hubo otro aullido de Alcibíades. Holbrook advirtió una gran conmoción en las ramas por encima de él y cayó bruscamente al suelo, aterrizando sobre un montón de hojas. Un instante después, giraba sobre sí mismo y se incorporaba. Nada roto. Naomí permanecía a su lado, con el arma todavía en la mano.
—¿Estás bien? —preguntó serenamente.
—Sólo un poco agitado, eso es todo. —Empezó a levantarse—. Te debo la vida —añadió—. Un minuto más y acabo en la boca de Alcibíades.
—Por un momento, pensé en dejar que te devorara, Zen. El árbol actuaba en defensa propia. No fui capaz. Así que quemé uno de los zarcillos.
—Sí, sí. Te lo agradezco mucho. —Se levantó al fin y dio unos pasos vacilantes hacia ella—. Vamos, será mejor que dejes el arma antes de que te hagas un agujero en el pie.
—Espera un segundo —dijo Naomí glacialmente, reculando conforme Holbrook avanzaba hacia ella.
—¿Qué?
—Un trato, Zen. Yo te rescaté, ¿no es cierto? No tenía por qué hacerlo. A cambio, tú dejas a esos árboles en paz. Al menos, comprueba si hay o no alguna droga. ¿De acuerdo? Un trato.
—Pero…
—Me debes la vida, dijiste. Pues págame. Lo que quiero de ti es una promesa. Si no hubiera cortado ese zarcillo, estarías muerto ahora. Que los árboles vivan también.
Se preguntó si se atrevería a usar la pistola en su contra. Guardó silencio largo rato, sopesando la opción. Luego, contestó:
—De acuerdo, Naomí. Me salvaste y no puedo negarte lo que pides. No tocaré los árboles. Averiguaré si hay alguna droga para matar el moho.
—¿Lo dices en serio?
—Lo prometo. Por todo lo que es sagrado, ¿quieres darme ahora esa pistola?
—¡Toma! —gritó ella. Las lágrimas resbalaban por su rostro—. ¡Tómala! ¡Oh, Dios mío, Zen, qué horrible es todo esto!
Le quitó el arma y la metió en la funda. La muchacha pareció hallarse agotada, sin fuerzas, una vez que se la hubo entregado. Cayó en brazos de Holbrook y él la retuvo estrechamente, sintiéndola temblar contra su pecho. También Holbrook temblaba al abrazarla fuertemente, consciente de las tensas puntas de los jóvenes senos contra su pecho. Una oleada poderosa —que reconoció como deseo— le inundó. «Asqueroso» se dijo. Esbozó una mueca al recordar las imágenes de aquella mañana, que aún danzaban ante sus ojos: Naomí desnuda, la piel brillante por el baño, los senos como manzanas, los muslos firmes. «Mi sobrina. De quince años. ¡Que Dios me ayude!» Consolándola, le pasó las manos por los hombros, por la espalda. Sus ropas eran livianas, el cuerpo de la chica se revelaba bajo ellas.
La tiró bruscamente al suelo.
Ella cayó encogida, dio la vuelta y se llevó la mano a la boca al lanzarse Holbrook sobre ella. Soltó un grito agudo y penetrante cuando el cuerpo del hombre cayó sobre el suyo. Sus ojos aterrados revelaban claramente el temor de que él la violara, pero otra clase de ideas malvadas llenaban la mente de Holbrook. Rápidamente; la volvió hacia el suelo, le cogió la mano derecha y le dobló el brazo tras la espalda. Luego, la alzó hasta sentarla.
—Ponte de pie —ordenó, forzándole el brazo para persuadirla.
Naomí obedeció.
—Ahora camina. Sal de la alameda y regresa al camión. Te romperé el brazo si es preciso.
—¿Qué pretendes? —preguntó ella con voz apenas audible.
—De vuelta al camión —insistió.
Dio otro tirón del brazo. Naomí gimió de dolor. Pero se puso en marcha. Ya en el camión, la mantuvo bien sujeta y llamó a Leitfried, al centro de información.
—¿Qué ocurre, Zen? Lo seguimos todo y…
—Demasiado difícil de explicar. La chica les tenía mucho cariño a los árboles, eso es todo. Envía unos robots aquí para que se la lleven, por favor.
—¡Lo prometiste! —gritó Naomí.
Llegaron los robots a toda prisa. Eficientes, mantuvieron inmóvil a Naomi con sus dedos de acero hasta introducirla en un vehículo y llevársela a la casa de la plantación. Una vez desaparecida, Holbrook se sentó por un momento en tierra para descansar, para que se le despejara la cabeza. Al fin, subió de nuevo a la cabina.
Y apuntó con el arma de fusión, a Alcibíades en primer lugar.
Le llevó poco más de tres horas. Cuando terminó, el Sector C era un campo de cenizas, y un amplio cinturón de tierra despejada se extendía desde el límite exterior de la devastación hasta el huerto más próximo de árboles sanos. Hasta pasado algún tiempo, no sabría si había logrado salvar la plantación. En fin, había hecho cuanto se hallaba en su mano.
Al volver en coche hacia la casa, pensaba menos en la ejecución llevada a cabo que en la sensación del cuerpo de Naomí contra el suyo y todo cuanto había sentido en el momento de tirarla al suelo. El cuerpo de una mujer, sí. Pero ella era una niña. Una niña todavía, enamorada de sus animalitos domésticos. Incapaz aún de comprender que, en el mundo de la realidad, uno ha de sopesar el pro y el contra entre lo necesario y lo que nos es querido y obrar del mejor modo posible. ¿Qué había aprendido hoy Naomí en el Sector C? ¿Qué el universo sólo ofrece en ocasiones una elección brutal? ¿O simplemente que el tío al que ella adoraba era capaz de traición y de asesinato?
Le habían dado sedantes, pero estaba despierta en su habitación. Cuando él entró, se subió las sábanas para ocultar el pijama. Le miró con ojos fríos, muy hundidos.
—Lo habías prometido —dijo amargamente—. Y me engañaste.
—Tenía que salvar a los demás árboles. Ya lo entenderás, Naomí.