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—Lo lamento. ¿Me perdonas?
—¡Vete al infierno! —dijo, y esas palabras adultas resultaron horribles en aquellos labios infantiles.
No pudo quedarse más con ella. La dejó y subió a hablar con Fred Leitfried, en el centro de información.
—Todo ha terminado —dijo en voz alta.
—Actuaste como un hombre.
—Sí, sí.
Registró el sector de cenizas, mediante la pantalla. Seguía sintiendo el calor de Naomí contra su cuerpo. Vio sus ojos hoscos. Vendría la noche, las dos lunas danzarían en el cielo, brillarían las constelaciones a las que nunca había llegado a acostumbrarse. Quizá le hablaría de nuevo. Intentaría hacerla comprender. Y luego la enviaría lejos, hasta que se hubiera transformado del todo en una mujer.
—Empieza a llover —comentó Leitfried—. Eso ayudará a la maduración.
—Probablemente.
—¿Te sientes un asesino, Zen?
—¿A ti qué te parece?
—Lo sé, lo sé.
Holbrook empezó a cerrar las pantallas. Había hecho todo cuanto se propusiera hacer hoy. Y dijo serenamente:
—Fred, eran árboles. Solamente árboles. Árboles, Fred, árboles.