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Al llegar al seali, pregunté a Souilik:
— ¿Dónde estamos añora?
— En algún lugar del Espacio, lo bastante alejados para que nada pueda ocurrimos, supongo. Estamos esperando la explosión.
— Entonces tendremos que esperar un basike, no? Algo más, pues aunque se producirá dentro de un basike, nosotros no la veremos Hasta dentro de cuatro o cinco basikes. Eso depende de la distancia a que nos hallemos de la estrella, distancia que, desde luego, no conozco con exactitud. No olvides que la propagación de la luz no es instantánea.
Beranthon y Seler estaban preparando los aparatos registradores. Esperamos. Solo se oía el débil zumbido de los motores auxiliares y el silbido producido por el purificador de aire. Cansado, me senté en una de las confortables butacas y me quedé dormido.
Me despertó un fantástico rugido. Abrí los ojos, todas las luces estaban apagadas, pero una luz refulgente que procedía de la pantana, dibujaba con duros contrastes las siluetas del Hr'ben, del Sinzú y de Souilik. Este, protegiendo sus ojos con el brazo, manipulaba una palanca. La luz decreció y pude ver aquel espectáculo de pesadilla, que, en parte, era obra mía: ¡la resurrección de un sol!
En el cielo negro, una mancha de luz cegadora, a pesar de los filtros, se iba agrandando por momentos. De ella surgieron tres lenguas de fuego violeta que semejando tres inmensos dedos se extendieron en direcciones distintas. El espectáculo era grandioso.
— ¿Por qué no me habéis despertado? — grité.
— Nos ha pillado de sorpresa — contestó Souilik —. La explosión se ha producido antes de lo que esperábamos, lo cual significa que estamos más cerca de la que creíamos — demasiado cerca incluso —. Mira el detector de radiaciones.
En efecto, la aguja se estaba acercando a la línea verde: peligro. Beranthon y Seler vigilaban impasiblemente los registros.
— ¡Atención, nos vamos!
Sentí el balanceo típico del paso del ahun. La pantalla se oscureció. Inmediatamente después sentí de nuevo el balanceo, pero la pantalla siguió obscura.
— ¿Dónde estamos?
Nadie contestaba.
— Souilik, ¿dónde estamos?
— ¿Dónde quieres que estemos? ¡En el Espacio, hombre!
— Pero, ¿y el sol? ¿Se ha vuelto a apagar?
Mis tres compañeros soltaron unánimemente una carcajada.
— No seas ingenuo. Sencillamente, hemos ido más aprisa que la luz y ésta todavía no nos ha alcanzado. Presta atención, vas a ver el principio de la explosión.
Aguardamos en vano durante dos basikes. De repente, en la oscuridad del espacio brilló un chispazo.
— La explosión del kilsim — dijo Beranthon.
Durante unos segundos no se vio más que aquel chispazo verde que se iba repitiendo. Luego, cegadora, estalló la luz. Al principio, como estábamos bástante más lejos que antes, su diámetro me pareció insignificante. Volví a ver aquellos gigantescos dedos de fuego, gases llevados a temperaturas incalculables, que crecieron y se unieron formando una corona donde palpitaron por un momento todos los colores del espectro. Cuando parecía que iba a apagarse, volvía a estallar y a cada nueva explosión el diámetro de la mancha se hacía mayor. Vista de donde nos hallábamos, tenía ya el doble del diámetro aparente de nuestro sol.
— Ya no debe quedar ni rastro de Misliks — dijo Beranlhon —. Ni siquiera de sus planetas.
Souilik reguló la pantalla de forma que agrandara la imagen. La totalidad de la superficie del aparato quedó invadida por un mar hirviente de fuego. El diámetro de la estrella superaba ahora el de su antiguo sistema solar, y todos los mundos que ella había iluminado se revolvían en su seno, con sus montañas, sus océanos, sus posibles ruinas humanas y… ¡sus Misliks!
— ¡Dios! ¡Luz del Cielo! eso es demasiado, demasiado poder en manos de tus criaturas — dijo un joven Hiss que acababa de entrar.
Souilik se volvió como si le hubiera mordido una serpiente.
— ¿Qué es lo que estás diciendo? ¿Acaso preferirías ver a lalthar apagado por los Misliks?
El joven Hiss no respondió. Esta fue la única vez que oí a un Hiss dudar de la Gran Promesa. Y por alguna ironía de la vida, fue precisamente Souilik, uno de los pocos agnósticos de Ela, quien le hizo callar.
Ya poco quedaba por ver. Iniciamos el viaje de regreso.
Cuando Ela estuvo a la vista, Souilik radiotelegrafió la noticia. Así, aun antes de alcanzar la atmósfera, fuimos recibidos por un enjambre triunfal de ksills y por el Tsalan. Al llegar al embarcadero, el Consejo de los Sabios, en su pleno, nos esperaba. Y, en el extremo del dique, tres siluetas femeninas agitaban el brazo: Ulna, Essine y Beichit. La playa, las terrazas, las laderas de las montañas estaban materialmente cubiertas por una multitud de Hiss. Cuando hicimos aparición sobre el caparazón del Sivinss, miles y miles de gargantas entonaron el himno que ya había oído en la sala del Consejo de los Mundos, en el planeta Ressan. Esta vez sí me emocioné. Era el canto de libertad de cientos de humanidades que habían escapado a la amenaza de la Gran Noche, y para las que se abría un futuro sin límites.
Penetramos en la Sala del Consejo bajo los efectos del cansancio y de la emoción. Souilik empezó a dar su parte, pero Azzlem le interrumpió:
— No — dijo —, deja para mañana el informe con los detalles técnicos. Ahora sólo queremos saber cómo os ha ido.
Cada uno de nosotros contó sus impresiones. Emocionado como estaba supe encontrar las palabras adecuadas para hacer participar a todos de los terribles momentos de angustia pasados allí, en la superficie del sol muerto, cuando con el moderador en la mano los segundos corrían despiadadamente. Sugerí la conveniencia de instalar una grúa en la corona del Swinss por las enormes ventajas y facilidades que proporcionaría, y fui escuchado como jamás lo había sido en mi vida.
Después vino la marcha con Ulna a mi casa. Pasé allí ocho días deliciosos, de puro descanso y recuperación. Recibí la visita de Souilik y Essine y Beichit y Sefer. Muchos fueron los que vinieron a verme, vecinos y otros Hiss que jamás había visto, y tuve que contar innumerables veces los detalles de nuestra aventura. El octavo día, al anochecer, un reob con los colores del Consejo aterrizó ante mi casa. Assza bajó de él y sonriendo, me dijo sencillamente:
— Clair, ¡el segundo kilsim ya está a punto!
Entonces empezó para mí la parte más fantástica de mi vida. El plan de los Hiss era crear una gran mancha de luz en el centro de la galaxia maldita, torpedeando sistemáticamente todos los soles muertos cercanos al que ya habíamos reanimado.
Dentro de este plan, tomé parte en diez expediciones más sin incidentes dignos de mención. La pieza móvil era levantada ahora por una grúa y mi papel quedaba reducido a guiarla. Todos mis compañeros se habían puesto tácitamente de acuerdo y me cedían este honor, y digo honor porque en realidad, con la ayuda de la grúa, cualquier mujer habría podido hacerlo. Y así fue; pronto hasta las mujeres empezaron a participar en estas expediciones.
En Marte, las fábricas trabajaban a marchas forzadas, construyendo otros ksills gigantes. En la cuarta expedición ya fuimos tres. En la décima siete, y siete soles resucitaron simultáneamente. En la undécima, diez fueron los ksills que partieron, pero sólo regresaron cinco.
Nunca olvidaré ese día. Acabábamos de torpedear un enorme sol y a pesar de los campos antigravitatorios intensos, habíamos tenido grandes dificultades. Un Hiss de la tripulación se había acercado peligrosamente al borde del círculo y, perdiendo pie, habíase caído sobre la superficie del sol, donde pereció aplastado por su propio peso, sin que pudiéramos socorrerle.
Errábamos por el espacio esperando la explosión. Yo estaba en el seall con Souilik, Ulna y Essine; ésta estaba apenada pues el Hiss muerto, cuyo cuerpo había quedado sobre el sol que estaba a punto de estallar, era un familiar suyo. Reinaba, pues, un silencio absoluto, sólo interrumpido por la monótona letanía del encargado de los registradores de radiaciones:
— …sekán, snik. Tsénnn, snik. Ofan snik… De pronto, le vimos erguirse mirando atónico el registrador:
— ¡Tsénan Mislik: sen tsi, serón, stell, sidon!… El registrador de la radiación mislik había saltado de cero a cinco. ¡Para los Hiss era peligrosa en el siete y para los Hr'ben en el seis! Había, pues, Misliks en las cercanías, en pleno espacio y lejos de cualquier planeta. Esto en sí, constituía una novedad y una gran amenaza.
Por esta vez no tuvo consecuencias, al menos para nosotros. La radiación decreció rápidamente y minutos más tarde nos alcanzó la onda luminosa. El kilsim había funcionado una vez más y podíamos regresar a nuestra base.
Nos dirigimos al planeta de los Kaíens, nuestro cuartel general. El ksill gigante de Akeion ya había llegado. Esperamos un poco. Dos nuevos ksills llegaron sin novedad y sus comandantes dieron el parte; todo había transcurrido con absoluta normalidad. La lucha seguía, pues, su curso; cincuenta soles habían sido ya reanimados pero — como muy bien hizo observar Beichit — dado el incalculable número de estrellas muertas que había en las galaxias malditas, esto no era más que una chispa en la oscuridad.
Pasaron las horas. La noche de Sswft cayó sobre nosotros sin que hubiéramos tenido noticias de los ksills que faltaban. No había motivo de inquietud puesto que la hora límite prevista para el regreso no había llegado todavía y por esta razón cenamos tranquilamente y nos fuimos a dormir. A la mañana siguiente nuestros cuatro ksills seguían siendo los únicos que había sobre el terreno. A media mañana Assza llegó en un pequeño ksill, procedente de Ela. Su visita nos distrajo un poco pero, al llegar la noche sin que se consiguieran noticias de nuestros aparatos, la inquietud empezó a atormentarnos. Souilik, Assza y yo decidimos Souilik le relevó.
Nos instalamos en el penúltimo piso de la torrt de control donde los Hiss habían organizado un puesto de observación. Assza se sentó ante la emisora e intento» entrar en contacto con alguno de los ksills. No obtuvo respuesta alguna. A medianoche Souilik le relevó.
Yo me estaba adormeciendo, cómodamente instalado en un diván, cuando, de repente, en la pantalla de visión, apareció el semblante lívido dr.Brissan, comandante del ksill n.° 8. Pronunció algunas palabras ininteligibles, y la pantalla se apagó de nuevo.
— ¿Que es lo que ocurre, Souilik? — pregunté.
— No lo sé, pero desde luego, nada bueno.
— Venid — dijo Assza interrumpiéndonos,
Subimos al piso superior donde el Kaíen de servicio orientó, a petición de Assza, el detector espacial. Este detector es una especie de radar que funciona a base de las ondas sness. En la pantalla apareció un punto que se desplazaba a gran velocidad.
— Es el 8 — dijo Souilik —. Dentro de pocos minutos estará aquí. Ya debe haber entrado en la atmósfera.
Volvimos a nuestro puesto de observación. Apenas llegados, vimos aparecer el ksill que, en lugar de bajar verticalmente, picó siguiendo una línea oblicua. Con cara que revelaba una gran tensión, Souilik miraba aquella maniobra.
— ¿Qué estará pensando Brissan? Está loco o cree que está pilotando un reob? ¡Frena! ¡frena! ¡Ayyy!
El enorme aparato acababa de llegar al suelo a una velocidad de más de 1000 Km/h. Surcó la tierra, dio varios tumbos, rozó el ksill de Akeion y, pasando entre el 1 y el 3, fue a estrellarse contra un aparato Kaien.
De nuestros ksills salieron los Hiss y los Sinzúes y me encontré corriendo al lado de Essine, Ulna y Beichit. Los equipos de socorro de los Kaiens acudieron también a toda velocidad.
Al lado de la astronave incendiada yacía lo que quedaba del ksill n.° 8. Su puerta de salida estaba abierta pero nadie apareció en ella. Nos internamos en el pasillo cuyas paredes se habían derrumbado y sorteando varios cadáveres de Hiss y Sinzúes, llegamos hasta el seall. En su interior aún brillaba la luz; de los siete ocupantes, seis habían muerto ya, Brissan era el único que respiraba todavía. Reconoció a Souilik y a Assza y murmuró:
— ¡Cuidado, los Misliks han empezado la contraofensiva! — , y murió inmediatamente después.
Souilik buscó el diario de a bordo entre los restos de lo que había sido el puesto de mando, hasta que lo encontró. Abandonamos el lugar dejando el campo libre a la tripulación del 3 que inició metódicamente la tarea de salvamento de los sobrevivientes. Sólo encontramos a uno, una joven Kren que tenía los cuatro miembros fracturados. Fue llevada inmediatamente al hospital de la base.
En resumen, esto fue lo que nos dijo el diario de a bordo: Todo había empezado normalmente. El kilsim fue depositado sin novedad sobre la superficie de una estrella muerta y el ksill se había alejado prudentemente esperando la explosión. Pero ésta no se produjo. Brissan esperó todavía un tiempo cinco veces mayor que el lógico. No había que pensar en volver a la estrella para comprobar lo ocurrido y, cuando Brissan iba a dar la orden de regresar a la base, el ksill se encontró rodeado de Misliks. Cuando los rayos térmicos, que entraron m funciones inmediatamente, alejaron el peligro, tres Hiss habían sido va alcanzados mortalmente.
Entonces Brissan, de acuerdo con su estado mayor había cometido la imprudencia. En vez de dirigirse inmediatamente a su base, se acercó al último planeta de aquel sistema repleto de Misliks. Pudo ver que éstos habían erigido unas torres, de un tipo más
complicado que las que ya conocíamos. El kilsim seguía inactivo y Brissan dedujo que los Misliks habían encontrado el medio de anular su funcionamiento. Esto demostraba que habían sido advertidos sobre su poder y que, por tanto, los Misliks disponían — Dios sabe por qué procedimientos — de sistemas de comunicación ultrarrápidos entre los diversos sistemas solares.
Brissan pensó en regresar y se lanzó al Espacio para tomar velocidad y penetrar en el ahun. En aquel momento, empezaron a llover sobre su caparazón bloques de metal procedentes de Misliks muertos, que lograron perforarlo, ya que el casco de esos ksills no era ni mucho menos tan espeso como el del Ulna-ten-sülon. Aunque seriamente averiado, pudo entrar en el ahun. Las últimas palabras escritas en el diario eran: «Estamos llegando a la base, pero la velocidad es excesiva».
Estuvimos esperando en vano la llegada de los demás ksills. De los trescientos miembros de las seis tripulaciones, sólo uno sobrevivió, Barassa, la joven Kren, que más tarde nos confirmó la versión dada por el diario de a bordo.
Volvimos a Ela. Allí, el Consejo de los Mundos — del que yo formaba ya parte, no como hombre de la Tierra, sino como Hiss —, estudió durante dos meses la nueva situación que se había creado. La conclusión a que se llegó fue la siguiente: a partir de entonces las incursiones las realizarían los ksills gigantes con una escolta de gran número de pequeños ksills del tipo del Ulna-ten-sülon que se ocuparían en destruir las torres Misliks de los planetas, mientras el ksill gigante colocaba el kilsim en la estrella muerta. Pero, para conseguir esto sin que las pérdidas en vidas Hiss fueran excesivas, las tripulaciones de los pequeños ksills debían estar integradas exclusivamente por Sinzúes o… ¡hombres de la Tierra!
EPÍLOGO
«Y llego ya al final de mi relato. Tomé parte en dos expediciones más. La primera contra el sistema solar que había sido escenario de la aventura del n.° 8. Esta vez, el kilsim depositado por el ksill gigante, al mando de Souilik, funcionó gracias a que un centenar de pequeños ksills habían atacado simultáneamente los planetas destruyendo las fortalezas con bombas infranucleares. Y yo era su comandante, a bordo de mi viejo Ulna-ten-sillon.
«A mi regreso de la segunda expedición fui llamado por el Consejo de los Sabios, que me hizo esta sorprendente proposición:
«En la fase en que se halla actualmente nuestra civilización, no existe posibilidad alguna de que los Hiss intenten iniciar un contacto oficial con la Tierra. En otras ocasiones ya hablan querido imponer la paz en planetas donde la guerra seguía haciendo estragos y siempre habían acabado indisponiéndose con las poblaciones de estos planetas y habían tenido que recurrir ellos mismos a la guerra. Esta era la única razón de la Ley de Exclusión. Así, pues, su proposición era que regresara a la Tierra y buscara voluntarios para emigrar al planeta virgen Sefan-Theseon, que se halla situado a nueve años-luz de Ela. Una vez allí podríamos multiplicarnos hasta alcanzar el número que nos permitiera participar eficazmente en la lucha. El factor tiempo tenía poca importancia, ya que era una lucha de siglos la que se habían entablado.
«Fui con Souilik y Ulna a ver ese planeta. Es algo mayor que la Tierra, pero sin que la gravedad sea sensiblemente más fuerte, está poblado por diversas especies animales, ninguna de las cuales es demasiado peligrosa. La vegetación es verde como aquí, el clima es suave y agradable, tiene dos lunas, montañas, mares, etc. Acepté la proposición que se me hacía y aquí me tienes.
«Ahora, ya en mi casa natal, casi me siento forastero a todo eso. Estoy por creer que Souilik tenía razón cuando bromeando me decía que yo era más Hiss que los mismos Hiss.
«Un ksill me dejó una noche en el claro de Magnou, hace seis meses. Salí inmediatamente de viaje por el extranjero y regresé a los dos meses para recibir a Ulna a quien hice pasar por una finlandesa conocida durante mi viaje. Hasta el momento he hablado con varias personas de distintas nacionalidades. Muchos han aceptado y están dispuestos a venir.
— Pero — dije yo —, no has estado hablando de una estancia en Ela de unos tres años, y antes has dicho que tu marcha tuvo lugar este último mes de octubre. ¿Cómo compaginar esto?
— Pues sencillamente. Para los terrestres no he estado ausente más de dos días. Desde luego, fue un quebradero de cabeza bastante considerable solucionar el viaje de vuelta cuando les dije que convenía a mis planes que mi ausencia de la Tierra no hubiera durado más que unos pocos días. El paso en el ahun permite, según cómo, con la ayuda de un enorme consumo de energía, trasladarse en el Tiempo con ciertos límites. No sé exactamente cómo lo hicieron. Lo que sí sé es que he vivido tres años en Ela, que tengo ahora tres años más que tú cuando antes sólo nos llevábamos un mes, que salí de aquí un 5 de octubre y que el 8 del mismo mes ya estaba de vuelta. Pero si vienes, los Sabios te lo explicarán.
— ¿Qué? ¿Me estás proponiendo que vaya con vosotros?
— ¿Por qué no? Ahora estás solo en el mundo y un físico joven y entusiasta como tú…
— Tendría que aprender muchas cosas — dije con cierta amargura.
— Aprenderás con mucha facilidad con los métodos semihipnóticos de los Hiss. ¡Piénsalo bien! i El universo está al alcance de tu mano!
Clair se calló. No se oyó más que el tic-tac del viejo reloj de pared. Yo estaba aturdido por lo que acababa de oír. Este relato fantástico y las sorprendentes posibilidades que se abrían ante mi.
Clair reanudó su monólogo:
— Esto es todo. No sé con exactitud dónde he estado, lo que si es un hecho, es que los Hiss viven en el mismo universo que nosotros. Y los Misliks también. Esta es la amenaza que pesa sobre todos nosotros igual que sobre ellos.
«Aparte de las fotos que puedo enseñarte, sólo tengo una prueba definitiva de cuanto te he contado, y aquí está: Ulna, hija de Andrómeda, nacida a ochocientos mil años-luz de aquí, en el planeta Arbor de la estrella Apber, el único planeta conocido, además de la Tierra, cuyos habitantes tengan sangre roja y resistan sin daño el mortal rayo de los Misliks. «aquellos-que-apagan-las-estrellas». «Me marché hace seis meses, a los tres días ya estaba de vuelta y, sin embargo, he vivido tres años en Ela, he visitado una galaxia maldita, he luchado con los Misliks, he torpedeado soles muertos y, en Ressan, he conocido a los representantes de todas las humanidades en la Liga de Tierras Humanas. Si no fuera por la presencia de Ulna, yo mismo creería que todo eso es un sueño o una alucinación y me sometería a los cuidados de algún psiquiatra ¡Ah, no! ahora me olvidaba, está también el hassrn, que antes estabas mirando en mi laboratorio — no lo niegues porque nunca has sabido mentir —. Pero ese aparato no lo dejaré en la Tierra. Sí, ya sé que con él libraríamos a la humanidad de la mayor parte de las enfermedades que la aquejan. Recientemente lo utilicé para curar a la hermana de nuestro amigo Lepeyre que padecía de un cáncer mortal, pero bastaría que el secreto cayera en manos de políticos o militares malintencionados para convertirlo en la más espantosa máquina de guerra: los rayos abióticos diferenciales. No, decididamente no puedo dejarlo. Tal vez más adelante…
Clair quedó un momento pensativo y después, sonrió socarronamente y dijo:
— Me pregunto qué van a pensar los gobiernos cuando se den cuenta de esas desapariciones entre los mejores elementos de sus respectivos pueblos. Sin duda acusarán una vez más a los rusos. Aunque a decir verdad, también ellos notarán desapariciones, ya que no hay razón alguna para excluirlos de Nova Terra.
«Bueno, son las tres de la madrugada y hay que ir a dormir. Piénsalo.
— Es que mañana por la noche tengo que estar en París, — dije.
— No importa. La respuesta no es tan urgente. Estaré todavía unos meses en la Tierra, y además, pienso volver de vez en cuando. ¡Ah! un dalo divertido: Devolví el bloque de tungsteno que me prestaron. ¡Poco se piensa mi antiguo cliente que el mineral que guarda ahora en su cajón es el producto de un laboratorio de Ressan!
No sé cómo pude dormirme aquella noche. Por la mañana, Clair y su mujer me esperaban en el comedor. Todo lo que había oído la noche anterior me parecía un lejano sueño, increíble a la luz del día. Tuve que mirar la mano de Ulna y pensar en lo que llevaba grabado en el magnetófono para convencerme de lo contrario.
Al despedirnos, Ulna me entregó un paquetito y Clair dijo:
— Ulna te da esto para la mujer que elijas en el caso de que no te decidas a venir con nosotros. Es un regalo de Arbor a la Tierra. Escríbeme cuando te hayas decidido.
— De acuerdo, — respondí —. Pero ten en cuenta que he de meditarlo un poco. Además, necesito oír tu relato un par de veces más.
Me fui. Unos kilómetros más allá paré el coche y abrí el paquete. Contenía una sortija de un metal blanco, con un magnífico diamante azul tallado en forma de estrella de seis puntas.
A la mañana siguiente ya había reanudado mi rutinaria actividad diaria. Cada noche, conectaba mi magnetófono y escuchaba el relato de Clair hasta que me lo aprendí de memoria. Lo he transcrito sobre este cuaderno. También enseñé el anillo a un famoso joyero. Su dictamen fue categórico: jamás, hasta aquel momento, había visto o había oído hablar de un brillante tallado en forma de estrella. En cuanto al metal, era platino del más puro. He hecho la tontería de prestar este cuaderno a Irene M…, la bella especialista en neutrones. Me lo ha devuelto dos días después aconsejándome que abandonara la Física y me dedicara a escribir novelas futuristas. «¿Si fuera cierto, querrías venir? — le pregunté. — Por qué no — me contestó». Entonces le hice oír el relato y le enseñé la sortija.
Ya está decidido: me voy. Se lo he escrito a Clair y voy a ver si convenzo a Irene.
Este manuscrito sorprendente ha sido hallado en la casa de M. F. Borie. Como recordarán nuestros lectores, el doctor M. Borie, joven y prestigioso físico nuclear, desapareció hace seis meses al mismo tiempo que una de sus colegas del centro de investigaciones atómicas, la Srta. Irene Masón. Hemos hecho indagaciones en la Dordogne sobre el doctor Clair de que se habla en el manuscrito y, al parecer, desapareció en aquellas mismas fechas. Unos meses antes había vuelto de un viaje con una joven muy hermosa con la que se había casado en el extranjero. Según el portero de la casa de M. F. Borie, la víspera de su desaparición recibió la visita de un hombre moreno de gran estatura acompañado de una joven rubia, muy bella.
Finalmente, colmando ya nuestra capacidad de sorpresa, hemos podido averiguar — a pesar de la discreción de los gobiernos — que tanto en Europa como en América, desaparecieron en aquella misma época centenares de personas de ambos sexos, la mayor parte gente joven, pero todos ellos de un elevado nivel intelectual: sabios, artistas, estudiantes, obreros especializados, algunos con toda su familia. En todas partes donde eso ocurrió, observaron, poco tiempo antes, el paso del hombre alto y moreno y la hermosa mujer rubia.
FIN