124635.fb2 Los ondulantes - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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—¿Qué?

—También compraré una corneta. Tocaba una cuando era chico y puedo empezar de nuevo. Y quizá luego me encierre en alguna parte y escriba esa nove... Oye, ¿qué pasará con la imprenta?

—Se imprimían libros mucho antes de la electricidad, George. Llevará un tiempo readaptar la industria editorial, pero seguirá habiendo libros. Gracias a Dios.

George Bailey sonrió y se levantó. Caminó hasta la ventana y observó la noche. La lluvia había cesado y el cielo estaba limpio.

Un tranvía estaba parado, sin luces, en medio de la calle. Un auto se detuvo, luego arrancó más despacio, se detuvo de nuevo; los faros se opacaban rápidamente.

George miró el cielo y bebió un sorbo de whisky.

—No hay más relámpagos — dijo con tristeza —. Echaré de menos los relámpagos.

El cambio fue menos violento de lo que nadie hubiera imaginado.

El gobierno, en una sesión de emergencia, tomó la sabia decisión de crear un comité con autoridad absolutamente ilimitada y debajo de él sólo tres comités subsidiarios. El comité principal, llamado Secretaría de Readaptación Económica, tenía sólo siete miembros y su función era coordinar los esfuerzos de los tres comités subsidiarios y decidir, rápidamente y sin apelaciones, toda querella jurisdiccional entre ellos.

El primero de los tres comités subsidiarios era la Secretaría de Transporte. Inmediatamente se hizo cargo, en forma temporaria, de los ferrocarriles. Ordenó que las máquinas Diesel fueran llevadas a vías laterales y abandonadas, organizó el uso de las locomotoras de vapor y resolvió los problemas creados por ferrocarriles sin telegrafía ni señales eléctricas. Luego decretó qué se debía transportar: alimentos en primer lugar, luego carbón y fuel oil, y artículos manufacturados esenciales en el orden de su importancia relativa. Un cargamento tras otro de radios nuevas, cocinas eléctricas, refrigeradores y otros artículos inútiles fueron amontonados irrespetuosamente a lo largo de las vías para ser usados más tarde como chatarra.

Todos los caballos fueron declarados bajo protección gubernamental, clasificados de acuerdo con su capacidad, y puestos a trabajar o a reproducir. Los caballos de tiro eran usados sólo para los acarreos más esenciales. El programa de reproducción recibió el mayor énfasis posible; la secretaría estimó que la población equina se duplicaría en dos años, se cuadriplicaría en tres, y que en seis o siete años habría un caballo en cada garaje del país.

Los granjeros, privados provisionalmente de sus caballos, y con los tractores oxidándose en los campos, recibieron instrucciones para usar bovinos para arar y otras faenas, incluyendo el acarreo de corta distancia.

El segundo comité, la Secretaría de Reempleo Humano, funcionaba tal como uno deduciría del título. Otorgaba beneficios por desempleo a los millones privados temporariamente de trabajo y contribuía a reemplearlos, una tarea no tan difícil teniendo en cuenta el gran incremento de la demanda de mano de obra en muchos campos.

En mayo de 1957 había treinta y cinco millones de desocupados; en octubre, quince millones; en mayo de 1958, cinco millones. En 1959 la situación estaba totalmente dominada y la demanda competitiva ya empezaba a elevar los salarios.

El tercer comité tenía la función más difícil de los tres. Se llamaba Secretaría de Readaptación de las Fábricas. Encaraba la tremenda tarea de convertir fábricas llenas de máquinas operadas por electricidad y, en su mayoría, adaptadas para producir otras máquinas operadas por electricidad, para la producción, sin electricidad, de artículos esencialmente no eléctricos.

Las pocas máquinas de vapor estacionarias disponibles trabajaban las veinticuatro horas en esos primeros días, y lo primero que se les encomendó fue la activación de los tornos, estampadores, cepillos mecánicos y molinos que trabajaban para fabricar más máquinas de vapor estacionarias de todos los tamaños. Éstas, a su vez, fueron puestas a trabajar para fabricar aún más máquinas de vapor. El número de máquinas de vapor creció exponencialmente, tal como el número de caballos. El principio era el mismo. Uno podría, y muchos lo hicieron, referirse a esas primeras máquinas de vapor como a sementales. Al menos, no faltaba metal para fabricarlas. Las fábricas estaban llenas de maquinaria no convertible que esperaba para ser fundida.

Sólo cuando las máquinas de vapor — base de la nueva economía fabril — estuvieron en plena producción, fueron asignadas a la maquinaria destinada a manufacturar otros artículos: lámparas de aceite, ropas, cocinas de carbón, cocinas de petróleo, bañeras, y camas.

No todas las grandes fábricas fueron convertidas. Pues mientras continuaba el período de conversión, las artesanías individuales se desarrollaron en miles de lugares. Pequeños talleres de uno o dos operarios fabricaban y reparaban muebles, zapatos, velas, todas las cosas que podían hacerse sin maquinaria compleja. Al principio esos pequeños talleres hicieron pequeñas fortunas porque no tenían competencia de la industria pesada. Más tarde, compraron pequeñas máquinas de vapor para impulsar pequeñas máquinas y sobrevivieron, creciendo con el florecimiento causado por la normalización del empleo y el poder adquisitivo, expandiéndose gradualmente hasta que muchos de ellos rivalizaron con las fábricas más grandes en productividad y las superaron en calidad.

Durante el período de readaptación económica hubo sufrimiento, pero menos del que había habido durante la gran depresión de la década del treinta. Y la recuperación fue más rápida.

La razón era obvia: al combatir la depresión, los legisladores trabajaban en la oscuridad. No conocían la causa — mejor dicho, conocían mil teorías conflictivas sobre la causa — y no conocían el remedio.

Los trababa la idea de que el problema era temporario y se solucionaría por sí solo si no intervenían.

En pocas palabras, no sabían de qué se trataba, y mientras ellos experimentaban el fenómeno cobraba proporciones gigantescas.

Pero la situación que enfrentaba el país, y todos los demás países en 1957, era nítida y obvia. No habría más electricidad. Había que volver al vapor y la tracción a sangre.

Era así de sencillo y, claro, y no había peros ni alternativas. Y toda la gente — excepto los chiflados de siempre — respondió.

En 1961...

Era un lluvioso día de abril y George Bailey esperaba bajo el techo de la pequeña estación de ferrocarril de Blakestown, Connecticut, para ver quién vendría en el de las 3:14.

Entró a las 3:25 y frenó entre bufidos, tres vagones de pasajeros y uno para el equipaje. La portezuela del vagón de equipajes se abrió. Descargaron una bolsa de correspondencia y la portezuela se cerró de nuevo. No había equipaje, de modo que quizá no hubiera pasajeros.

De pronto, al ver a un hombre alto y moreno que bajaba del estribo del último vagón, George Bailey soltó un hurra de alegría.

—¡Pete! ¡Pete Mulvaney! ¿Qué diablos...?

—¡Bailey, por todos los cielos! ¿Qué haces aquí?

George aferró la mano de Pete.

—¿Yo? Yo vivo aquí. Hace dos años. Compré el Blakestown Weekly en el 59, por una bicoca, y me hice cargo... redactor, reportero y ordenanza. Tengo un impresor que me ayuda con esa parte, y Maisie se encarga de las noticias sociales. Ella es...

—¿Maisie? ¿Maisie Hetterman?

—Ahora es Maisie Bailey. Nos casamos cuando compré el diario y nos mudamos aquí. ¿A qué has venido, Pete?

—Viaje de negocios. Sólo pasaré la noche. Debo ver a un tal Wilcox...

—Ah, Wilcox. Nuestro excéntrico local... pero no me interpretes mal; es un individuo bastante listo. Bien, podrás verlo mañana. Ahora vendrás conmigo. Cenarás y dormirás en casa. Maisie se alegrará de verte. Vamos, tengo el carro afuera.

—Claro. ¿Has terminado can el asunto que te traía aquí?

—Sí. Sólo venía a enterarme de quién llegaba en el tren. Y has llegado tú, así que vamos.

Subieron al carro, y George empuñó las riendas y azuzó a la yegua:

—Vamos, Bessie. — Luego preguntó: — ¿Qué haces aquí, Pete?

—Investigo. Para una compañía de gas. Estuve trabajando en una gasa incandescente más eficaz, que dará más luz y será menos destructible. El tal Wilcox nos escribió que tenía algo en esa línea; la compañía me envió a echarle un vistazo. Si tiene lo que él dice, lo llevaré conmigo a Nueva York y dejaré que los abogados de la compañía se arreglen con él.

—¿Cómo andan los negocios, por lo demás?

—Muy bien, George. Gas, ésa es la clave ahora. En cada casa nueva se instalan cañerías para eso, y en muchas de las viejas. ¿Qué cuentas tú?

—Nos va bien. Por suerte teníamos una de esas viejas linotipias que fundía los tipos con un mechero de gas, de modo que la instalación ya estaba hecha. Y nuestra casa está encima de la oficina y el taller, de modo que sólo tuvimos que prolongar las cañerías hacia arriba. El gas es grandioso. ¿Cómo anda Nueva York?

—Bien George. Ha llegado a tener un millón de habitantes, y se ha estabilizado allí. No hay apiñamiento y sobra lugar para todos. El aire... vaya, es mejor que Atlantic City, sin el humo de los escapes.

—¿Aún hay suficientes caballos?

—Casi. Pero lo que está de moda es la bicicleta; las fábricas no alcanzan a cubrir la demanda. Hay un club de ciclistas en casi todas las cuadras, y los que están físicamente capacitados van y vienen del trabajo en bicicleta. Les hace bien, además; en pocos años los médicos estarán en apuros.

—¿Tú tienes una bicicleta?

—Claro, una anterior a la invasión. Hago un promedio de siete kilómetros diarios en ella, y como igual que un caballo.

George Bailey rió.