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Mientras Salomón reinaba en toda su gloria y el templo se encontraba en construcción, Manse Everard llegó a Tiro, la de la púrpura. Casi de inmediato corrió peligro de perder la vida.
Eso importaba poco en sí mismo. Un agente de la Patrulla del Tiempo era sacrificable, más aún si disfrutaba de la situación privilegiada de No asignado. Aquellos a los que Everard buscaba podían destruir toda una realidad. Él había venido para ayudar a rescatarla.
Una tarde del año 950 a.C., la nave que le llevaba llegó a su destino. El tiempo era cálido, casi sin viento. Con las velas arriadas, la nave se movía por tracción humana, con la agitación y el golpe de los remos, el tambor de un timonel colocado cerca de los marineros que llevaban los dos remos de timón. Alrededor del ancho casco de veintiún metros, la olas relucían de azul, reían, giraban. Más lejos, el brillo del agua ocultaba las otras naves. Éstas eran numerosas, e iban desde esbeltas naves de guerra hasta botes de remos en forma de bañera. La mayoría eran fenicias, aunque muchas procedían de diferentes ciudades—estado de esa sociedad. Algunas eran de zonas muy remotas: filisteas, asirlas, aqueas o aún más extrañas; el comercio de todo el mundo conocido fluía hacia y desde Tiro.
—Bien, Eborix —dijo el capitán Mago con alegría—, aquí tienes a la reina del mar, tal y como te dije que era, ¿eh? ¿Qué opinas de mi ciudad?
Se encontraba a proa con su pasajero, justo tras un adorno en forma de cola de pescado que se doblaba hacia arriba y hacia su compañero en la popa. Atado al mascarón y a los raíles de enrejado que corrían a ambos lados había una tinaja de arcilla tan grande como él mismo. El aceite seguía en su interior; no habían tenido necesidad de calmar ninguna ola, ya que el viaje desde Sicilia había sido cómodo.
Everard miró al capitán. Mago era un fenicio típico: esbelto, moreno, nariz aguileña, grandes ojos algo caídos, mejillas altas, barba cuidada; vestía un caftán rojo y amarillo, un sombrero cónico y sandalias. El patrullero era más alto que él. Como hubiese estado en evidencia con cualquier disfraz, Everard había asumido el papel de un celta de la Europa central, con calzones, túnica, espada de bronce y gran bigote.
—Una gran vista, cierto, cierto —respondió con una voz diplomática y de mucho acento. La electrolección que había tomado, en el futuro de su nativa América, podría haberle dado un púnico perfecto, pero eso no hubiese encajado con el personaje; se conformó con tener fluidez de palabra—. Casi desalentadora, para un hombre de los bosques.
Su mirada volvió al frente. En cierta forma, a su modo, Tiro era tan impresionante como Nueva York… quizá más, cuando recordaba lo mucho que el rey Hiram había conseguido en un espacio de tiempo tan corto, con los escasos recursos de una Edad de Hierro no todavía demasiado lejana.
A estribor, la tierra se elevaba hacia las montañas del Líbano. Era del color del estío, excepto allí donde los huertos y las arboledas ponían una nota de verde o se veía una villa. La apariencia era más rica, más invitadora que cuando Everard la había visto en sus viajes futuros, antes de unirse a la Patrulla.
Usu, la ciudad original, seguía la costa. Excepto por su tamaño, era representativa de la época; edificios de adobe cuadrados y de techo plano, calles estrechas y sinuosas, unas cuantas fachadas alegres pertenecientes a un templo o un palacio. Tres de sus lados estaban cerrados por murallas con almenas y torres. En los muelles, las puertas entre almacenes permitían que éstos también sirviesen de defensas. Un acueducto venía de alturas, más allá de la visión de Everard.
La ciudad nueva, Tiro en sí —Sor para sus habitantes, que significaba «rocas»— se encontraba en una isla, a menos de un kilómetro de la costa. Más bien, cubría lo que habían sido dos arrecifes hasta que los habían ido llenando en medio y alrededor. Más tarde excavaron un canal en pleno centro, de norte a sur, y construyeron malecones y rompeolas para convertir toda la región en un refugio incomparable. Con una población creciente y un comercio bullicioso en conjunción, las casas se elevaban, piso sobre piso, hasta mirar por encima de las murallas defensivas, como pequeños rascacielos. Solían ser menos a menudo de ladrillo que de piedra o cedro. Donde les habían aplicado barro y yeso, los adornaban frescos o conchas incrustadas. Hacia el este, Everard observó una enorme y noble estructura que el rey había construido no para sí mismo, sino para uso público.
La nave de Mago iba en dirección al puerto exterior o al sur, al Puerto Egipcio, como él lo llamaba. Los embarcaderos eran todo bullicio, con hombres cargando, descargando, acarreando, llevando, reparando, aprovisionando, regateando, discutiendo; un revoltijo y un caos en el que, sin embargo, se hacían las cosas. Estibadores, conductores de asnos y otros trabajadores, como los marineros de las cubiertas llenas de carga, no llevaban más que taparrabos o caftanes gastados y llenos de remiendos. Pero se veían muchos otros vestidos de calidad, algunos de los costosos colores que allí se producían. De vez en cuando pasaban mujeres entre los hombres, y la educación preliminar de Everard le indicó que no todas eran putas. Los sonidos lo rodearon: charlas, risas, gritos, rebuznos, relinchos, pisadas, martillazos, el gruñido de las ruedas y grúas, las música vibrante. La vitalidad era sobrecogedora.
Y no es que fuese una escena bonita en una película de Las mil y una noches. Ya podía distinguir mendigos tullidos, ciegos, muertos de hambre; vio un látigo golpear a un esclavo que trabajaba demasiado despacio; a las bestias de carga les iba peor. Los olores del antiguo Oriente le sobrecogieron: humo, desechos, asaduras, sudor, así como brea, especias y sabrosos asados. Se añadía a todo ello el olor de los tintes y las conchas de múrices de los estercoleros del continente; pero navegar por la costa y acampar en la orilla cada noche lo había acostumbrado a todo.
No tenía demasiado en cuenta las limitaciones. Sus viajes por la historia le habían curado de remilgos y le habían endurecido frente a las adversidades del hombre y la naturaleza… hasta cierto punto. Para su época, aquellos cananeos eran un pueblo culto y feliz. De hecho, lo eran más que la mayoría de la humanidad de cualquier lugar o tiempo.
Su trabajo era que continuara siendo así.
Mago recobró su atención.
—Por desgracia, están esos sinvergüenzas que robarían a un recién llegado inocente. No quiero que te suceda, Eborix, amigo. He acabado apreciándote a lo largo del viaje y quiero que tengas buena opinión de mi ciudad. Déjame mostrarte la posada de un cuñado mío… hermano de mi mujer más joven. Te proporcionará un buen catre y un lugar seguro para tus bienes por un precio justo.
—Te doy las gracias —contestó Everard—, pero mi idea era buscar al hombre del que me han hablado. Recuerda, su presencia me dio ánimos para venir aquí. —Sonrió—. Eso sí, si ha muerto o se ha mudado, seré feliz de aceptar tu oferta.
Eso no era más que amabilidad. La impresión que se había llevado de Mago durante el viaje era que resultaba tan codicioso como cualquier otro mercader aventurero, y que tenía la esperanza de estafarle.
El capitán lo estudió un momento. A Everard se le consideraba alto en su propia época, lo que lo convertía aquí en un gigante. Una nariz rota entre los rasgos marcados contribuía a su aspecto de dureza, mientras que los ojos azules y el pelo castaño oscuro recordaban el norte salvaje. Era mejor no atosigar demasiado a Eborix.
Al mismo tiempo, su disfraz celta no era una gran sorpresa en aquel lugar cosmopolita. No sólo llegaban allí ámbar del litoral báltico, estaño de Iberia, condimentos de Arabia, madera de África, ocasionalmente productos de aún más lejos: los hombres también lo hacían.
Al comprar pasaje, Eborix dijo que debía abandonar su montañosa tierra natal por una disputa perdida, para buscar fortuna en el sur. Vagando, había cazado y trabajado por su sustento, cuando no recibía hospitalidad a cambio de su historia. Había ido a parar entre los umbríos de Italia, que se parecían a él (los celtas no comenzarían a controlar Europa, hasta el Atlántico, hasta pasados tres siglos, cuando se hubiesen familiarizado con el hierro; pero ya en esa época algunos se habían hecho con territorios lejos del valle del Danubio, la cuna de su raza). Uno de ellos, que había servido como mercenario, describió oportunidades en Canaán y le enseñó a Eborix la lengua púnica. Eso indujo a éste a buscar una bahía en Sicilia donde los comerciantes fenicios atracaban con regularidad y a comprar pasaje con los bienes que había adquirido. Se decía que en Tiro vivía un hombre de su tierra natal, instalado allí tras una carrera aventurera, y que probablemente estaría dispuesto a dirigir a un compatriota en una dirección rentable.
Esa mentira, cuidadosamente inventada por especialistas de la Patrulla, hizo algo más que saciar la curiosidad local. Hizo que el viaje de Everard fuese seguro. Si hubiesen supuesto que el extranjero no tenía ningún contacto, Mago y la tripulación quizá se hubiesen sentido tentados de caer sobre él mientras dormía, atarlo y venderlo como esclavo. Como estaban las cosas, el viaje había sido interesante, sí, incluso divertido. Everard había acabado sintiendo aprecio por aquellos pillos.
Eso redoblaba su deseo de salvarlos.
El tirio suspiró.
—Como desees —dijo—. Si me necesitas, mi hogar está en la calle del Templo de Anat, cerca de¡ muelle sidonio. —Sonrió—. En cualquier caso, venid a verme, tú y tu anfitrión. ¿Dijiste que se dedica al comercio de ámbar? Quizá podamos hacer negocios… Ahora, échate a un lado, tengo que llevar la nave a puerto. —Gritó algunas órdenes llenas de profanaciones.
Con destreza, los marineros situaron la nave a lo largo de un muelle, la aseguraron, y pusieron las planchas. La gente se acercaba, pidiendo noticias a gritos, solicitando trabajo de estibador, cantando alabanzas sobre los productos de los establecimientos de sus amos. Pero ninguno subió a bordo. Ésa era en principio una prerrogativa de] agente de aduanas. Un guarda, con casco y cota, armado con lanza y espada corta, se puso frente a él y se abrió paso entre la multitud, dejando un rastro de insultos benevolentes. Tras el oficial trotaba un secretario sujetando un estilo y una tabla de cera.
Everard bajó y recogió el equipaje que había guardado entre los bloques de mármol italiano que constituían la carga principal de la nave. El oficial le exigió que abriese los dos sacos de cuero. En ellos no había nada de especial. El sentido de viajar desde Sicilia, en lugar de saltar en el tiempo directamente allí, era que el patrullero pasara por lo que decía ser. Estaban casi seguros de que el enemigo vigilaba con cuidado los acontecimientos, y que se acercaban al momento de la catástrofe.
—Al menos podrás vivir durante un tiempo. —El oficial fenicio inclinó un poco la cabeza cuando Everard le mostró unos cuantos lingotes pequeños de bronce. Faltaban siglos para que se inventase la acuñación de monedas, pero el metal podía cambiarse por cualquier cosa—. Debes comprender que no podemos permitirle la entrada a nadie de quien pensemos que se puede convertir en un ladrón. De hecho…
—Miró dubitativo la espada bárbara—. ¿Cuáles tu propósito al venir aquí?
—Busco un trabajo honrado, señor, como guarda de caravana. Busco a Conor, el mercader de ámbar.
La existencia de ese celta residente había sido una razón de peso para que Everard adoptase aquel disfraz. Lo había sugerido el jefe de la e local de la Patrulla.
El tirio tomó una decisión.
—Muy bien, puedes bajar a tierra, y también el arma. Recuerda que crucificamos a los ladrones, bandidos y asesinos. Si no consigues trabajo, busca la casa de empleo de lthobaal, cerca del Salón de los Magistrados. Él siempre puede encontrar algún trabajo eventual para un tipo grande como tú. Buena suerte.
Se volvió a tratar con Mago. Everard esperó, aguardando la oportunidad de decirle adiós al capitán, La discusión fue rápida, casi informal, y el impuesto a pagar sería modesto. Aquella raza de negociantes no necesitaba la complicada burocracia de Egipto o Mesopotamia.
En cuanto hubo dicho lo que quería, Everard tomó sus bolsas por los cordones y bajó a tierra, La multitud lo rodeó, mirando, hablando. Al principio se asombró; después de un par de tentativas de aproximación, ya nadie le pidió limosna ni le ofreció baratijas. ¿Era el Cercano Oriente?
Recordó la ausencia de dinero. Un recién llegado era poco probable que tuviese algo equivalente al cambio. Normalmente negociabas con el posadero cama y comida por cierta cantidad de metal o lo que llevases de valor. Para compras menores, cortabas un trozo de un lingote, a menos que se acordase algo diferente (los fondos de Everard incluían ámbar y cuentas de nácar). En ocasiones llamabas a un intermediario que se ocupaba de tu transacción como parte de otra de mayor envergadura en la que había implicados varios individuos más. Si te sentías caritativo, llevabas encima un poco de grano o fruta seca para llenar los cuencos de los indigentes.
Everard no tardó en dejar atrás a la mayoría de la gente, principalmente interesada en la tripulación. Unos pocos buscadores de curiosidades y alguna miradas le siguieron. Recorrió el muelle hacia una puerta abierta.
Una mano le agarró la manga, Sobresaltado lo suficiente para trastabillar, bajó la vista.
Un muchacho de tez oscura le sonrió. Tenía dieciséis años, más o menos, a juzgar por la pelusa de la barbilla, aunque resultaba pequeño y esquelético incluso para los cánones del lugar. Sin embargo, se movía con agilidad, descalzo como iba y vestido sólo con una falda raída y sucia de la que colgaba una bolsa. El pelo negro rizado le caía en una cola tras Un rostro de nariz angulosa y mentón marcado. Su sonrisa y sus ojos —grandes ojos levantinos de largas pestañas— eran brillantes.
—¡Saludos señor, saludos a usted! —fue su presentación—. ¡Vida, salud y fuerza a los suyos! ¡Bienvenido a Tiro! ¿Adónde va, señor, y qué puedo hacer por usted?
No farfulló, sino que lo dijo con mucha claridad, con la esperanza de que el extraño lo entendiese. Cuando recibió una respuesta en su propia lengua, saltó de alegría.
—¿Qué quieres, muchacho?
—Señor, ser su guía, su consejero, su ayudante, y, sí, su guardián. Por desgracia, nuestra ciudad, por lo demás agradable, está llena de maleantes que no desean más que atacar a un inocente visitante. Sí no le roban todo lo que tiene al primer parpadeo, al menos le desearán las terribles desgracias, a un coste que le dejará pobre casi con igual rapidez …
El muchacho salió corriendo. Había visto aproximarse a un joven aspecto desastrado. Aceleró para interceptarlo agitando los puños, gritando con demasiada rapidez y demasiado frenético como para que Everard entendiese más que unas pocas palabras.
—… ¡Chacal piojoso!… Yo lo vi primero… Vuelve a la letrina de la saliste… El joven se envaró. Intentó desenvainar un cuchillo que le colgaba del hombro. Apenas se había movido cuando el pilluelo se sacó una honda de la bolsa y una piedra para cargarla. Se agachó, apuntó y dio vueltas a la correa de cuero. El hombre escupió, dijo algo desagradable, dio la vuelta y se fue. Los transeúntes que habían prestado atención echaron a reír.
El chico también rió, con alegría, y volvió con Everard.
—Eso, señor, es un ejemplo perfecto de lo que le explicaba —dijo. Conozco bien a ese villano. Es el mensajero de su padre, su supuesto padre, que es dueño de la taberna La Marca del Calamar Azul. Allí tendría suerte si le sirviesen de cena un trozo de rabo de cabra podo, la única moza es un nido de enfermedades, los jergones se sostienen sólo porque las chinches se dan la mano y, en cuanto al vino, con un poco de benevolencia diría que es vinagre. Pronto estaría demasiado enfermo para notar cómo el biznieto de mil hienas le roba o el equipaje, y si se queja, jurarán por todos los dioses del universo que lo perdió todo en el juego. Poco teme ése al infierno después de este mundo se libre de él; sabe que nunca se rebajarían dejándolo entrar. De eso le he salvado, gran señor.
Everard se encontró esbozando una sonrisa.