124805.fb2 Marfil y monas y pavos reales - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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Y en cuanto a Bronwen, cuando perdiese su belleza se la asignaría a trabajar. Al no haber recibido formación en habilidad como la costura, lo más probable es que acabase en el fregadero o el molino.

Everard tuvo que sacarlo todo lentamente, poco a poco. Ella ni se lamentó ni rogó. Su destino era el que era. Él recordó una frase que Tucídides escribiría siglos después, sobre una desastrosa expedición militar ateniense cuyos últimos miembros acabaron sus días en las minas de Sicilia: «Habiendo hecho lo que los hombres podían hacer, sufrieron lo que los hombres debían sufrir.»

Y las mujeres. Especialmente las mujeres. Se preguntó si, muy en su interior, él tenía tanto coraje como Bronwen. Lo dudaba.

Sobre sí mismo dijo poco porque le parecía mejor jugar sobre seguro.

Sin embargo, al final ella levantó la vista, se sonrojó, sonrió, y dijo con una voz ligeramente alterada por el vino:

—Oh, Eborix… —Él no pudo entender el resto.

—Me temo que tu lengua es demasiado diferente a la mía, querida —dijo.

Ella volvió al púnico:

—Eborix, qué generosa ha sido Asherat habiéndome traído hasta vos por todo el tiempo que ella desee. Qué maravilloso. Ahora venid dulce señor, permitid que vuestra criada os devuelva algo de la alegría…

—Se puso en pie, dio la vuelta a la mesa, situó su calor y su peso sobre las rodillas de Everard.

Él ya había consultado su conciencia. Si no hacía lo que todos esperaban, el rey acabaría enterándose. Hiram bien podría ofenderse o preguntarse qué le pasaba a su invitado. La misma Bronwen se sentiría herida, asustada; podría meterse en problemas. Además, era encantadora y él había pasado mucha necesidad. La pobre Sarai apenas contaba.

Acercó a Bronwen.

Inteligente, observadora, sensible, había aprendido bien cómo satisfacer a un hombre. Él no había esperado más que uno, pero ella pronto le hizo cambiar de opinión, más de una vez. Su propio ardor, tampoco parecía fingido. Bien, él probablemente era el primer hombre que había tratado de darle placer a ella. Después del segundo, ella le susurró al oído:

—No he tenido… más… en estos tres últimos años. Cómo ruego a la diosa que abra mi vientre a vos, Eborix, Eborix…

Él no le recordó que cualquier hijo también sería un esclavo.

Pero antes de dormirse ella murmuró algo más, algo que él consideró que no hubiese dejado escapar de haber estado completamente despierta.

—Hemos sido una carne esta noche, mi señor, y pronto lo volveremos a ser. Pero sabed que sé que no somos del mismo pueblo.

—¿Qué? —El hielo lo apuñaló. Se sentó de pronto.

Ella se acercó:

—Tendeos, corazón mío. Nunca, nunca os traicionaré. Pero… recuerdo muchas cosas de casa, cosas pequeñas, y no creo que la gente en la montaña pueda ser muy diferente de la gente en la costa… Tranquilo, tranquilo, vuestro secreto está a salvo. ¿Por qué Bronwen hija de Brannoch iba a traicionar a la única persona que la ha tratado bien? Dormid, mi amor sin nombre, dormid bien en mis brazos.

Al amanecer un sirviente despertó a Everard —disculpándose y alabándole a cada paso— y se lo llevó a darse un baño caliente. El jabón era cosa del futuro, pero una esponja y una piedra pómez le rasparon la piel, y luego el sirviente le dio una friega con aceite aromático y un buen afeitado. Después se unió a los oficiales de la guardia, para un rápido desayuno y una conversación vivaz.

—Hoy tengo permiso —propuso uno de los hombres—. ¿Qué te parece ir a Usu, amigo Eborix? Te mostraré la ciudad. Más tarde, si queda luz, podremos ir fuera de las murallas. —Everard no estaba seguro si eso sería a lomos de burros, o con mayor rapidez pero menos comodidad en un carro de batalla. En ese momento, los caballos eran casi siempre animales militares, demasiado valiosos para todo aquello que no fuese el combate y la pompa.

—Muchas gracias —contestó el patrullero—. Pero primero necesito ver a una mujer llamada Sarai. Trabaja como camarera.

Se levantaron algunos ceños.

—Qué —se mofó un soldado—, ¿los del norte prefieren a una camarera mugrienta que el presente del rey?

Este palacio está lleno de chismosos —pensó Everard—. Mejor será que arregle rápido mi reputación. Se sentó recto, miró al otro lado de la mesa y dijo refunfuñando:

—Estoy aquí a petición del rey, para realizar investigaciones que no importan a nadie más. ¿Está claro, muchacho?

—¡Oh, sí, oh, sí! No era más que una broma, noble señor. Esperad, encontraré a alguien que sepa dónde está. —El hombre se levantó del banco.

Guiado a una sala exterior, Everard tuvo unos minutos de soledad. Los pasó meditando sobre su sensación de urgencia. Teóricamente, tenía todo el tiempo que quisiese; si fuese necesario, podría hacer un bucle doble, siempre que tuviese cuidado de evitar que la gente lo viese junto a sí mismo. En la práctica, eso implicaba riesgos aceptables sólo en las peores emergencias. Aparte de la posibilidad de iniciar un bucle causal que podría expandirse sin control, estaba la posibilidad de que algo saliese mal en el curso normal de los acontecimientos. La probabilidad de algo así se incrementaría a medida que la operación se hiciese más amplia y compleja. Pero también sentía la natural impaciencia por acabar el trabajo, completarlo, asegurar la existencia del mundo que le había visto nacer.

Una figura rechoncha abrió la cortina. Sarai se arrodilló frente a él.

—Vuestra adoradora espera las ordenes de su señor —dijo con ligeramente desigual.

—Levántate —le dijo Everard—. Tranquila. No deseo más que hacerte una pregunta o dos.

Agitó los párpados. Se puso colorada al final de su gran nariz.

—Lo que ordene mi señor, ella que tanto os debe se esforzará por cumplirlo.

Él comprendió que ella no se comportaba de forma servil ni coqueta. Ni invitaba ni esperaba atrevimiento por su parte. Una vez hecho su sacrificio a la diosa, una pía mujer fenicia permanecía casta. Sarai simplemente se sentía agradecida. Se sintió conmovido.

—Tranquila —repitió—. Deja que tu mente vague con libertad. En nombre del rey, busco saber de ciertos hombres que en una ocasión visitaron a su padre, al final de la vida del glorioso Abibaal.

Ella abrió los ojos.

—Amo, apenas había nacido.

—Lo sé. Pero ¿qué hay de los viejos sirvientes? Debes de conocer a todo el personal. Puede que queden algunos que sirvieron en esa época. ¿Preguntarás entre ellos?

Ella se tocó frente, labios y pecho, el signo de la obediencia.

—Siendo el deseo de mi señor.

Le pasó la escasa información que tenía. Eso la alarmó.

—Me temo… me temo que no saldrá nada de esto —dijo—. Mi señor debe comprender lo mucho que apreciamos a los extranjeros. Si eran tan extraños como decís, los sirvientes hubiesen hablado el resto de sus días sobre ellos. —Sonrió con tristeza—. Después de todo, no recibimos muchas novedades, los que habitamos entre las paredes de palacio. Mordisqueamos los mismos chismes una y otra vez. Creo que hubiese oído hablar de esos hombres si quedase alguien que los recordase.

Everard se maldijo a sí mismo en varios idiomas. Parece que tendré que ir a Usu en persona, hace veintitantos años, y buscar yo mismo… sin que importe el peligro de que mi máquina sea descubierta por el enemigo y que eso le alerte, o de que me maten.

—Bien —dijo, cansado—, pregunta de todas formas, ¿sí? Si no descubres nada, no será culpa tuya.

—No —dijo—, pero será mi pesar, amable señor. —Volvió a arrodillarse antes de partir.

Everard fue a buscar a su conocido. No tenía ninguna esperanza real de descubrir nada en el continente, pero el viaje eliminaría algunas tensiones de su cuerpo.

El sol se encontraba bajo cuando regresaron a la isla. Una ligera neblina cubría el mar, difundiendo la luz, haciendo que las altas murallas de Tiro pareciesen doradas, no del todo reales, como un castillo mágico que fuese a desvanecerse en cualquier momento. Al tomar tierra, Everard descubrió que la mayoría de los ciudadanos se habían ido a la cama. El soldado, que tenía familia, dijo adiós, y el patrullero se abrió paso hasta palacio por calles que, después del bullicio matutino, parecían fantasmales.

Había una figura oscura al lado del porche real, no tenida en cuenta por la guardia. Los guardias se pusieron en pie y mostraron las lanzas al aproximarse Everard, listos para comprobar su identidad. Todavía a nadie se le había ocurrido mantenerse en pie en la guardia. La mujer se apresuró a interceptarlo. Reconoció a Sarai mientras ésta se inclinaba para arrodillarse.

Le saltó el corazón.