124805.fb2 Marfil y monas y pavos reales - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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Animado, Pum siguió hablando:

—No cansaré a mi señor con los detalles. Los sirvientes siempre vigilan a los grandes y adoran contar chismes. Puede que engañase un poquito a Sara¡. Como soy vuestro criado, no vio razones para echarme. Aunque tampoco es que le preguntase mucho directamente. Eso hubiese sido innecesario además de una tontería. Me contenté con dirigirme a la casa de Jantin—hamu, donde todo era anhelo por su visitante de la tarde de ayer. Así tuve indicios de lo que busca mi señor.

Tomó aire:

—Eso, mi resplandeciente amo, era lo que requería este sirviente. Me dirigí a los muelles y empecé a callejear por allí. ¡Con suerte!

Una ola recorrió a Everard.

Qué descubriste? —Casi gritó.

Qué otra cosa —declamó Pum— sino un hombre que sobrevivió al naufragio y al ataque de los demonios?

Gisgo parecía tener cuarenta y tantos años, era bajo pero nervudo y con la cara castigada llena de vida. A lo largo de los años, había pasado de marinero de cubierta a timonel, un puesto importante y bien remunerado. También a lo largo de los años, sus compañeros se habían cansado de oír su extraordinaria experiencia. Además, sólo la consideraban una exageración.

Everard apreciaba la fantástica labor detectivesca realizada por Pum, buscando al hombre haciendo que los marineros en las tabernas hablasen de quién contaba qué historias. Él mismo nunca lo hubiese logrado; se hubiesen mostrado demasiado recelosos de un extraño que además era invitado real. Como la gente inteligente a lo largo de los siglos, el fenicio medio quería tener la menor relación posible con su gobierno.

Había sido una suerte que Gisgo estuviese en casa en temporada de viaje. Sin embargo, había conseguido suficiente prestigio y ahorrado lo bastante para no tener que unirse ya a expediciones largas, peligrosas e incómodas. Su nave realizaba viajes a Egipto y hacía paradas entre viajes.

En su buen apartamento del quinto piso, sus dos mujeres trajeron refrescos mientras él se arrellanaba y discurseaba frente a sus invitados. Una ventana daba a un patio entre casas de vecindad. La vista consistía en paredes de barro y la colada tendida en las cuerdas que la cruzaban. Pero entraba la luz del sol junto con una ligera brisa para tocar recuerdos de muchos viajes… un querubín en miniatura de Babilonia, una siringa de Grecia, un hipopótamo del Nilo reproducido en loza fina, un talismán íbero, una daga de bronce en forma de hoja traída del norte… Everard le había hecho un importante regalo de oro y el marinero se había vuelto elocuente.

—Sí —dijo Gisgo—, aquél fue un viaje extraño. Mala época del año, con el equinoccio próximo, y esos sinim de quién sabe dónde llevando la desgracia en sus huesos por todo lo que sabíamos. Pero éramos jóvenes, toda la tripulación, desde el capitán hasta el último marinero; pensamos en pasar el invierno en Chipre, donde los vinos son fuertes y las chicas dulces; esos sinim pagarían bien, vaya que sí. Por ese tipo de metal estábamos dispuestos a ir al infierno y volver. Desde entonces me he vuelto más sabio, pero no diré que estoy más contento, no, no. Todavía estoy lleno de vida, pero empiezo a sentir los dientes constantemente y, creedme amigos, era mejor ser joven.

Hizo un gesto de buena suerte.

—Los pobres muchachos que murieron, que descansen en paz. —Miró a Pum—: Uno de ellos se parecía a ti, zagal. Me diste un susto, sí, cuando nos vimos por primera vez. Adiyaton, ¿se llamaba así? Sí, creo que sí. ¿Podrías ser su nieto?

El muchacho hizo un gesto de ignorancia. No tenía forma de saberlo.

—He hecho ofrendas por todos ellos, sí —siguió diciendo Gisgo—, así como en agradecimiento por mi supervivencia. Siempre apoya a tus amigos y paga tus deudas, entonces los dioses te ayudarán cuando lo necesites. A mí me ayudaron ciertamente.

»El viaje a Chipre es complicado incluso en el mejor de los casos. No se puede acampar; es de noche en pleno mar, en ocasiones durante días si hay viento. En esa ocasión… ¡ah, en esa ocasión! Apenas nos habíamos alejado de la tierra cuando comenzó la tempestad, y de poco nos sirvió arrojar aceite en esas aguas. Fuera remos y mantener la proa sobre el agua, eso era, hasta que nos fallase el aliento y estallasen los músculos, pero debíamos seguir remando. Estaba oscuro como en el vientre de un cerdo, y había crujidos, agitaciones, balanceos y rugidos mientras la sal se me metía en los ojos y me quemaba los labios rotos… ¿y cómo mantener el ritmo cuando no podíamos oír el tambor del timonel debido al viento?

»¡Pero en la pasarela de guardia vi al jefe de los sinim, con la capa volando a su alrededor, mirando directamente la tormenta, y riendo, riendo!

»No sé si era valiente, ignoraba el peligro, o era más sabio que yo en los modos del mar. Después he recordado, y a la luz de la experiencia duramente ganada, decidido que con suerte hubiésemos Podido salir de la tormenta. Aquélla era una buena nave, y los oficiales conocían su oficio. Sin embargo, los dioses, o los demonios, no querían que fuese así.

»Porque de pronto, ¡furia y resplandor! La luz me cegó. Perdí el remo, como la mayoría. De alguna forma, conseguí agarrarlo antes de que se perdiese entre los toletes. Eso puede que me salvase la vista, porque no miraba al cielo cuando estalló el siguiente resplandor.

»Por desgracia, un rayo nos había dado, En dos ocasiones. No oí el trueno, pero quizá el rugido de las olas y el aullido del viento lo habían cubierto. Cuando recuperé la visión vi el mástil en llamas como una antorcha. El casco estaba roto y debilitado. Sentí cómo el mar agitaba mi cabeza, y también mi culo, mientras partía la nave.

»Aquello no parecía importar. A la poca luz imprecisa pude vislumbrar cosas en el cielo, como toros alados pero enormes como bueyes y relucientes como si estuviesen hechos de hierro. Los cabalgaban hombres. Venían hacia abajo…

»Entonces todo se desmoronó. Me encontré en el agua, agarrado al remo. Otros hombres que podían ver también estaban agarrados a trozos de madera. Pero la furia no había terminado Para nosotros. Un rayo cayo, directo hacia el pobre Hurum—abi, mi compañero de bebida desde que era un niño. Debió de morir inmediatamente. En cuanto a mí, me hundí y contuve el aliento todo lo que pude.

»Cuando al final tuve que sacar la nariz del agua, parecía estar solo en el mar. Pero por encima había un enjambre de esos dragones o carros o lo que fuesen, corriendo en el viento. Entre ellos saltaban llamas. Volví a sumergirme.

»Creo que pronto volvieron al más allá del que habían venido, pero yo estaba demasiado ocupado sobreviviendo para prestar atención. Al fin llegué a tierra. Lo que había sucedido parecía irreal, como un sueño febril. Quizá lo fue. No lo sé. Lo que sé es que fui el único hombre de esa nave que regresó. Gracias a Tanith, ¿eh, chicas? —Sin preocuparse de los recuerdos, Gisgo pellizcó el trasero de su esposa más cercana.

Vinieron más recuerdos, que precisaron un par de horas para desenredarlos. Al fin Everard pudo preguntar con la lengua seca a pesar del vino:

—¿Recuerdas cuándo sucedió eso? ¿Hace cuántos años?

—Claro que sí, claro que sí —contestó Gisgo—. Hace una veintena completa y seis años, quince días antes del equinoccio de otoño, o cerca de ahí.

Agitó una mano.

—¿Cómo lo sé, se pregunta? Bien, es como los sacerdotes egipcios, que tienen esos calendarios porque el río sube y baja todos los años. Un marinero que no se preocupa no es probable que llegue a viejo. ¿Sabía que más allá de las Columnas de Melqart el mar se eleva y cae como el Nilo pero dos veces al día? Es mejor controlar bien el tiempo, si quieres sobrevivir en esas partes.

»Pero fueron realmente los sinim los que me metieron la idea en la cabeza. Allí estaba, asistiendo a mi capitán mientras negociaba el pasaje, y hablaban continuamente del día exacto en que partir… haciéndoselo entender. Yo escuchaba, y me pregunté qué se podría ganar recordando las cosas así, y decidí tenerlo en cuenta. En aquella época no sabía leer ni escribir, pero lo que sí podía era señalar las cosas especiales que sucediesen cada año, y mantener esos acontecimientos en orden para poder contar hacia atrás cuando fuese necesario. Así que ése fue el año de una expedición a los Acantilados Rojos y el año en que pillé la enfermedad babilónica…

Everard y Pum salieron y empezaron a alejarse desde la zona residencial del puerto Sidonio hacia la calle de los Cordeleros ahora llena de oscuridad y tranquilidad, en dirección a palacio.

—Veo que mi señor conserva sus fuerzas —murmuró el muchacho al cabo de un rato.

El patrullero asintió distraído. Su mente era una tormenta.

Le parecía claro el procedimiento de Varagan (Everard estaba completamente seguro de que se trataba de Merau Varagan, perpetrando una nueva barbaridad). Desde donde se encontrase su escondite en el espacio-tiempo, él y media docena de sus confederados habían negado a la zona de Usu veintiséis años atrás. Otros debían de haberles llevado en saltadores, que se fueron y regresaron inmediatamente. La Patrulla no podría cazar esos vehículos en un espacio de tiempo tan corto, cuando el momento y tiempo exactos eran desconocidos. La banda de Varagan había entrado a pie en la ciudad y se había congraciado con el rey Abibaal.

Debían de haberlo hecho después de bombardear el templo, dejado la nota de rescate, y probablemente atentar contra Everard… es decir, después en términos de sus líneas de mundo, su continuidad de experiencias. No hubiese sido difícil elegir un blanco, o incluso plantar un asesino. Los científicos que estudiaban Tiro habían escrito libros que estaban disponibles. El atentando inicial le daría a Varagan una idea de las posibilidades del plan. Habiendo decidido que valía la pena invertir una cantidad sustancial de esfuerzo y tiempo de vida, buscó entonces el conocimiento detallado, ese tipo de conocimiento que rara vez llega a los libros, que necesitaría para realmente destruir aquella sociedad.

Una vez que hubo descubierto en la corte de Abibaal todo lo que le pareció necesario, Varagan partió con sus seguidores de la forma usual, para no extender entre la gente historias que persistirían y que acabarían siendo una pista para la Patrulla. Por esa misma razón, la desaparición del interés público en ellos, querían que se pensase que habían muerto.

De ahí su fecha de partida, sobre la que habían insistido; un vuelo de reconocimiento había mostrado que se levantaría una tormenta en cuestión de horas. Los que habían ido a recogerlos habían disparado armas de energía para destruir la nave y matar a los testigos. Si no se hubiesen saltado a Gisgo, hubiesen cubierto por completo su rastro. De hecho, sin la ayuda de Sarai, era probable que Everard nunca hubiese oído hablar de los sinim que desgraciadamente habían perecido en el mar.

Desde su base, Varagan «ya» había enviado agentes para vigilar el cuartel general de la Patrulla en Tiro, a medida que se aproximaba el momento del ataque de demostración. Si el pistolero tenía éxito en reconocer y matar a uno o más de los escasos agentes No asignados, ¡excelente! Eso aumentaría las probabilidades de que los exaltacionistas consiguiesen lo que querían: ya fuese el transmutador de materia o la destrucción del futuro daneliano. Everard no creía que a Varagan le importase mucho cuál de ellos. Cualquiera de los dos satisfaría sus ansias de poder y Schadenfreude.

Bien, pero Everard había encontrado el rastro. Podía soltar a los sabuesos de la Patrulla…

¿Podía?

Se agarró el bigote celta y pensó sin lógica en lo mucho que se alegraría cuando pudiese afeitarse el maldito mostacho al terminar la operación.

¿Se terminará?

Superado en número y armas, Varagan no estaba necesariamente derrotado en inteligencia. Su plan tenía un mecanismo de seguridad que podría ser imposible de romper.

El problema era que los fenicios no tenían ni reloj ni instrumentos de navegación precisos. Gisgo no sabía, más allá de una semana o dos, cuándo había sufrido el desastre la nave; ni tampoco sabía, más allá de una precisión de treinta kilómetros, dónde se encontraban en ese momento. Por tanto, Everard tampoco lo sabía.

Claro está, la Patrulla podría verificar con facilidad la fecha, y la ruta a Chipre se conocía. Pero cualquier cosa más precisa exigía mantener una vigilancia desde el aire, ¿no? Y el enemigo debía de tener detectores que se lo advertirían. Los pilotos que debían destruir la nave y llevarse al grupo de Varagan llegarían preparados para luchar. No necesitarían más que unos minutos para completar su misión, y luego desaparecerían sin posibilidad de ser seguidos.

Peor aún, podrían cancelar la misión por completo. Podrían esperar un momento más favorable para recuperar a sus asociados… o peor todavía, hacerlo antes, incluso antes de que la nave partiese. En cualquier caso, Gisgo no tendría (no tuvo) la experiencia que Everard acababa de oírle relatar. La pista que el patrullero había descubierto con tanto trabajo nunca habría existido. Probablemente, las consecuencias a largo plazo en la historia serían triviales, pero no había garantía de eso, una vez que se empezaba a jugar con los acontecimientos.

Por la misma razón —la segura desaparición de las pistas y la posible alteración del continuo—, la Patrulla no podía anticiparse al plan de Varagan. No se atrevería, por ejemplo, a bajar a la nave y arrestar a los pasajeros antes de la tormenta y del ataque de los exaltacionistas.

Parece que la única forma en que podemos actuar es aparecer exactamente donde están, con una ventaja de unos cinco minutos o menos en la que los secuaces realizan el trabajo sucio. Pero ¿cómo vamos a descubrir el momento exacto sin alertarlos?

—Creo —dijo Pum—, que mi señor tiene intención de luchar, en un reino extraño donde los magos son sus enemigos.