124805.fb2 Marfil y monas y pavos reales - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

Marfil y monas y pavos reales - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

—Bien, hijo, podría ser que estuvieses exagerando un poquito —dijo.

El chico se golpeó en el delgado pecho.

—No más de lo necesario para darle a su magnificencia la idea correcta. Está claro que es usted un hombre de gran experiencia, juez de lo mejor, así como dispuesto a recompensar con generosidad el leal servicio. Venga, déjeme acompañarlo a un alojamiento o a lo que pueda desear, y luego juzgue usted mismo si Pummairam le ha guiado bien.

Everard asintió. Tenía el mapa de Tiro grabado en la memoria; no necesitaba un guía. Sin embargo, sería natural que un recién llegado lo contratase. Además, el chico evitaría que otros le molestasen y podría darle algunos buenos consejos.

—Muy bien, guíame hasta donde debo ir. ¿Tu nombre es Pummairam?

—Sí, señor. —Como el joven no mencionó a su padre como era la costumbre, probablemente no sabía quién había sido—. ¿Puedo preguntar cómo debe este humilde sirviente dirigirse a su amo?

—Nada de título. Soy Eborix, hijo de Mannoch, de un país más allá de los aqueos. —Como ya no le escuchaba Mago, el patrullero pudo añadir—: Busco a Zakarbaal de Sidón, que representa a los suyos en esta ciudad. —Eso significaba que Zakarbaal representaba la firma de su familia entre los tirios y que se encargaba de los asuntos entre visitas de sus barcos—. He oído que su casa se encuentra en la, humm, calle de los Cereros. ¿Puedes mostrarme el camino?

—Claro, claro. —Pummairam cogió las cosas de Everard—. Simplemente, dígnese a acompañarme.

En realidad, no era difícil orientarse. Como ciudad planificada, en lugar de haber crecido de forma orgánica durante siglos, Tiro estaba distribuida más o menos como una red. Las vías públicas estaban pavimentadas, disponían de alcantarillado y eran razonablemente amplias dada la escasez de suelo de la isla. No tenían aceras, pero eso no importaba, porque exceptuando unas cuantas rutas de transporte, no se permitía que las bestias de carga las recorriesen fuera de la zona de los muelles; ni tampoco la gente tiraba nada en las vías públicas. La rotulación y los indicadores también faltaban, claro, pero eso tampoco importaba, ya que casi cualquiera se sentiría feliz de dar indicaciones sólo por intercambiar unas palabras con un extranjero o tener la oportunidad de proponer un negocio.

Las paredes se levantaban a izquierda y derecha, casi sin ventanas, cercando las casas interiores en un esquema que prevalecería durante milenios en los países mediterráneos. Frenaban la brisa y reflejaban el calor de] sol y los sonidos, y entre ellas se movían olores intensos. Pero Everard disfrutaba del lugar. Todavía más que en el puerto, la multitud se movía, se empujaba, hacía gestos, reía la gente, hablaba como una ametralladora, cantaba, gritaba. Los mozos bajo sus cargas, los porteadores de literas llevaban de vez en cuando a algún ciudadano rico y se abrían paso entre marineros, artesanos, vendedores, obreros, esposas, artistas, agricultores y pastores, extranjeros de un extremo a otro del mar del centro del mundo, entre todas las condiciones y los modos de, vida. Si la mayoría de las prendas tenían colores apagados, muchas eran extravagantes y ninguna parecía no cubrir un cuerpo que no rebosase de energía.

Había puestos adosados a las paredes. Everard no pudo resistirse a demorarse aquí y allá para mirarla oferta. No encontró el famoso tinte púrpura; era demasiado caro e iba buscado por todos los fabricantes de tela del mundo, puesto que estaba destinado a convertirse en el color tradicional de la realeza. Pero no había escasez de telas brillantes, drapeados, alfombras. Abundaban los objetos de vidrio, desde cuentas huta tazas; era otra especialidad de los fenicios, una invención propia. Las joyas y figuritas, a menudo talladas en marfil y fundidas en metales preciosos, eran excelentes; aquella cultura producía muy poco o casi nada de artístico, pero copiaba con libertad y habilidad. Amuletos, hechizos, chucherías, comida, bebida, utensilios, armas, instrumentos, juegos, juguetes, infinidad de cosas…

Everard recordó cómo la Biblia se vanagloriaba (se vanagloriaría) la fortuna de Salomón y de dónde la había obtenido: «Porque el rey tenía en el mar una flota de Tarsis con la flota de Hiram: una vez cada tres años llegaba la flota de Tarsis, y traía oro y plata, y marfil y monas, pavos reales. »

Pummairam se apresuraba a interrumpir la conversación con los comerciantes y hacer que Everard siguiese su camino.

—Dejad que muestre a mi maestro dónde está realmente la buena creencia. —Sin duda eso implicaba una buena comisión para Pumiram, pero qué demonios, el chico tenía que vivir de algo, y no parea que viviese demasiado bien.

Siguieron el canal durante un rato. Cantando obscenidades, los marineros tiraban de una nave cargada. Los oficiales permanecían en cubierta, envueltos en la dignidad que corresponde a los hombres de negocios. La burguesía fenicia tendía a ser muy sobria… menos en la religión, algunos de cuyos ritos eran lo suficientemente orgiásticos como para compensar.

La calle de los Cereros se alejaba del agua. Era razonablemente larga, ocupada por grandes edificios de almacenes así como de oficinas y viviendas particulares. También era tranquila, a pesar de que el otro extremo daba a una avenida concurrida; allí no se apoyaba ninguna tienda en las altas y calientes paredes, y había un poco de gente. Capitanes y armadores que venían a buscar suministros, mercaderes que venían a negociar, y, sí, dos monolitos flanqueaban la entrada de un pequeño templo dedicado a Tanith, Nuestra Señora de las Olas. Varios niños pequeños que debían de pertenecer a familias residentes —chicos y chicas juntos, desnudos por completo o casi— corrían jugando mientras ladraba un demacrado perro callejero.

Había un mendigo sentado, con las rodillas alzadas, a la sombra de la boca de un callejón. Tenía el cuenco entre los pies desnudos. Un caftán le cubría el cuerpo y una capucha le oscurecía el rostro. Everard vio el trozo de tela atado sobre los ojos. Pobre diablo ciego; la oftalmía era una de las incontables maldiciones que hacían que, después de todo, el mundo antiguo no fuese tan atractivo… Pummairam dejó atrás al hombre para alcanzar a un sacerdote que abandonaba el templo.

—Vuestra reverencia, si pudieseis ayudarme —gritó—, ¿cuál es la puerta de Zakarbaal el sidonio? Mi amo condesciende a visitarlo… —Everard, que ya conocía la respuesta, apretó el paso para alcanzarlo.

El mendigo se puso en pie. Con la mano izquierda se quitó el vendaje para dejar al descubierto un rostro delgado con una espesa barba y un par de ojos que seguramente habían estado vigilándole por entre el trapo. De las amplias mangas, la mano derecha sacó algo que relucía.

¡Una pistola!

Everard se apartó instintivamente. El dolor le golpeó el hombro izquierdo. Una pistola sónica, comprendió, del futuro de su propia era, silenciosa, sin retroceso. Si el rayo invisible le daba en la cabeza o el corazón estaría muerto, y sin ninguna marca.

No podía hacer otra cosa que avanzar.

—Aaaah —rugió, y se lanzó en zigzag al ataque, la espada por delante.

El otro sonrió, retrocedió, apuntó con cuidado.

Sonó un golpe. El asesino se dobló, gritó, dejó caer el arma y se agarró las costillas. La piedra de Pummairam golpeó el pavimento.

Los niños se dispersaron gritando. El sacerdote, con toda prudencia, volvió a atravesar las puertas del templo. El extraño se dio la vuelta y corrió. Se perdió en la calle. Everard se encontraba demasiado torpe. La herida no era seria, pero por ahora le dolía terriblemente. Medio mareado, se detuvo en la boca del callejón, miró al vacío que tenía delante, tomó aliento y consiguió decir, en inglés:

—Ha escapado. Oh, maldita sea.

Pummairam llegó corriendo. Manos ansiosas recorrieron el cuerpo del patrullero.

—¿Estáis herido, maestro? ¿Puede ayudaros vuestro sirviente? Ah, congoja y aflicción, no tuve tiempo para tensar correctamente ni para apuntar bien, o si no, hubiese esparcido el cerebro de ese malvado para que se lo comiera ese perro.

—Lo… has hecho muy bien… de todas formas. —Everard respiraba entrecortadamente. La fuerza y la seguridad regresaban, y la agonía alejaba. Seguía vivo. Eso era milagro suficiente por un día.

Pero tenía trabajo que hacer, y era urgente. Después de recuperar la pistola, puso la mano en el hombro de Pummairam y lo miró directamente a los ojos.

—¿Qué has visto, muchacho? ¿Qué crees que ha sucedido hace un rato?

—Bien, yo… yo… —Rápido como un hurón, el joven recuperó la compostura—. Me pareció que un mendigo, aunque no lo era, amenazaba la vida de mi amo con un talismán cuya magia causaba daño. ¡Que los dioses arrojen abominaciones sobre la cabeza de aquel que hubiese extinguido la luz del universo! Sin embargo, y naturalmente, la maldad prevaleció sobre el valor de mi amo… —la voz pasó a un susurro confidencial— cuyos secretos están protegidos con toda seguridad en fondo de este leal sirviente.

—Bien —gruñó Everard—. Claro, y estos son asuntos sobre los que una persona normal no se atreve a hablar, no sea que llegue a sufrir parálisis, sordera y hemorroides. Has hecho bien, Pum. —Probablemente me hayas salvado la vida, pensó, y se agachó para abrir el cordón de una bolsa caída—. Aquí tienes, una pequeña recompensa, pero este lingote deberías comprarte algo que te guste. Y ahora… Antes que comenzase el jaleo descubriste la casa que busco, ¿no?

Sobre el asunto del momento, el dolor que se desvanecía y el impacto del asalto se elevaban la alegría de sobrevivir y lo sombrío también. Después de todas sus precauciones, a una hora de su llegada se había quedado sin tapadera. El enemigo no sólo vigilaba el cuartel general de la Patrulla, sino que, de alguna forma, su agente había visto inmediatamente que no se trataba de un viajero normal que hubiese llegado a esa cosa y no había vacilado ni un segundo en matarlo.

Aquélla era una misión peliaguda. Y había más en juego de lo que Everard quería considerar… primero la existencia de Tiro, después, destino del mundo.

Zakarbaal cerró las puertas de sus cámaras privadas y pasó el cerrojo. Dándose la vuelta, le ofreció la mano al estilo occidental.

—Bienvenido —dijo en temporal, el lenguaje de la Patrulla—. Mi nombre, como recordarás, es Chaim Zorach. ¿Puedo presentarte a esposa, Yael?

Los dos parecían levantinos y vestían ropas de Canaán. Pero lejos del personal y la servidumbre, su aspecto entero cambió: postura, porte, expresión facial, tono de voz. Everard, aunque no se lo hubiesen dicho, había sabido inmediatamente que pertenecían al siglo XX. La atmósfera le resultaba tan refrescante como la brisa del mar.

Se presentó.

—Soy el agente No asignado que pedisteis —añadió.

Los ojos de Yael Zorach se abrieron.

—¡Oh! Es un honor. Eres… eres el primero que conozco. Los otros que investigan son sólo técnicos.

Everard hizo una mueca.

—No estés tan impresionada. Me temo que hasta ahora no portado demasiado bien.

Describió el viaje y los contratiempos del final. Ella le ofreció analgésicos, pero él adujo que ya no le dolía demasiado y su marido, inmediatamente, sacó algo mejor: una botella de whisky escocés. Pronto estaban sentados en confianza.

Las sillas eran cómodas, no muy diferentes de las de casa… un, en aquella época; pero claro, se suponía que Zakarbaal era un hombre rico, con acceso a todo tipo de objetos importados. Por lo demás, el lugar resultaba austero para los cánones del futuro, aunque los frescos, drapeados, lámparas y muebles fuesen de buen gusto. Era fresco y curo; habían cubierto una ventana que daba al patio central para evitar que entrara el calor del día.

¿Porqué no nos relajamos y nos conocemos antes de hablar de negocios? —sugirió Everard.

Zorach respondió.

—¿Puedes hacerlo después de que casi te asesinen?