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»Es una historia larga y en general tediosa. Creedme, amigos, el noventa y nueve por ciento de una operación sobre el terreno consiste en la recopilación de hechos aburridos y normalmente irrelevantes, entre interminables periodos de date—prisa—y—corre. Digamos que, ayudado por un buen montón de suerte, me las arreglé para infiltrarme, conseguir contactos, sobornar a unos pocos y reunir información y pruebas. Al menos no había duda razonable. Ese Blasco López de oscuro origen debía venir del futuro.
»Llamé a nuestras tropas y atacamos la casa en la que se hospedaba en Bogotá. La mayoría de lo que pescamos eran habitantes locales inofensivos, contratados como sirvientes, aunque lo que nos dijeron resultó útil. La amante de López, que lo acompañaba, resultó ser su socia. Ella nos dijo mucho más, a cambio de una situación cómoda cuando llegase al planeta de exilio. Pero el jefe había escapado y huido.
»Un hombre a caballo, en dirección a la cordillera Oriental que se elevaba más allá de la ciudad, un hombre como otros diez mil criollos de verdad. No podíamos ir tras él con saltadores temporales. La búsqueda llamaría la atención con rapidez. ¿Quién sabe qué efecto podría tener? Los conspiradores ya habían hecho que el flujo temporal fuese inestable…
»Cogí un caballo, un par de monturas frescas, algunas pastillas de vitaminas para mí y me fui en su busca.
El viento resonaba hueco al desplazarse montaña abajo. La hierba y los dispersos matorrales bajos temblaban bajo su fuerza. En lo alto, daban paso a la piedra desnuda. A derecha, izquierda, por detrás, los picos se elevaban ante la desolación azul. Un cóndor volaba en lo alto, buscando una muerte. Los campos de nieve de las alturas relucían bajo el sol en declive.
Sonó un mosquete. A aquella distancia, el ruido era débil, pero los ecos lo repitieron. Everard oyó el silbido de la bala. ¡Cerca! Se acurrucó sobre la silla y azuzó a la montura.
Varagan realmente no puede esperar darme a esta distancia —pensó—. Entonces, ¿qué?¿Espera que me retrase? Si así fuese, si él ganase un poco más de tiempo,¿de qué le serviría?¿Qué meta persigue?
Su enemigo todavía le llevaba medio kilómetro de ventaja, pero Everard podía ver que la montura se tambaleaba, agotada. Buscar el rastro de Varagan le había llevado tiempo, yendo desde ese peón a aquel pastor preguntando si había pasado un hombre que correspondiera a cierta descripción. Sin embargo, Varagan sólo tenía un caballo, que debía tratar con cuidado si no quería que se desmoronase debajo de él. Cuando Everard hubo encontrado el rastro, un ojo acostumbrado a la selva había podido seguirlo, y el ritmo de la cacería se había acelerado.
También se sabía que Varagan había huido llevándose nada más que un mosquetón. Había estado malgastando la pólvora y los perdigones con bastante libertad desde que el patrullero se había plantado tras él. Como recargaba con rapidez y tenía una excelente puntería, eso le retrasaba. Pero ¿qué refugio había en aquella tierra inhóspita? Varagan parecía dirigirse a un peñasco en particular. Era bastante visible, no sólo por su altura sino por su forma, que recordaba la torre de un castillo. Pero no era una fortaleza. Si Varagan se refugiaba allí, Everard podía usar su rayo para arrojarle las rocas sobre la cabeza.
Quizá Varagan no supiese que el agente tenía tal arma. Imposible, Varagan era un monstruo, sí, pero no un tonto.
Everard se bajó el ala del sombrero y se ajustó el poncho para protegerse del viento. No cogió el rayo, todavía no tenía sentido, pero, como por instinto, su mano izquierda se colocó sobre el fusil de chispa y el sable que llevaba al cinto. Eran básicamente elementos del disfraz con el propósito de convertirlo en una figura de autoridad frente a los habitantes, pero su peso le daba cierta seguridad.
Tras detenerse para disparar, Varagan siguió montaña arriba, esta vez sin recargar. Everard hizo que su caballo pasase del trote al medio galope y acortó aún más la distancia. Se mantenía atento… no tenso, pero sí preparado para cualquier contingencia, listo para hacerse a un lado o saltar detrás de la bestia.
No pasó nada, sólo un recorrido solitario bajo el frío. ¿Había disparado Varagan su última carga? Ten cuidado, Manse, hijo. La escasa hierba alpina desapareció, excepto por algunos matojos entre las piedras, y la roca resonó bajo los cascos.
Varagan se detuvo cerca del precipicio y se sentó a esperar, el mosquete enfundado y con las manos sobre la silla. El caballo se estremecía y se balanceaba, con el cuello caído, totalmente destrozado; el sudor le corría frío por el pelo y entre las crines.
Everard sacó su pistola de energía y se adelantó haciendo ruido. Detrás de él, una montura relinchó. Varagan seguía esperando.
Everard se detuvo a tres metros.
—Merau Varagan, queda arrestado por la Patrulla del Tiempo —dijo en temporal. El otro sonrió. —Tiene ventaja sobre mí —contestó en un tono suave que sin embargo, imponía—. ¿Puedo solicitar el honor de conocer su nombre y procedencia?
—Uh… Manse Everard, No asignado, nacido en los Estados Unidos de América como cien años en el futuro. No importa. Va a venir conmigo. Permanezca ahí mientras llamó a un saltador. Se lo advierto, a la menor sospecha de que va a intentar algo, le disparo. Es demasiado peligroso para que me ande con reparos.
Varagan hizo un gesto de amabilidad.
—¿En serio? ¿Qué sabe de mí, agente Everard, o cree que sabe, para justificar esa actitud tan violenta?
—Bien, cuando un hombre me dispara creo que no es demasiado buena persona.
—¿Podría haber creído que usted era un bandido, de los que abundan en estas tierras? ¿Qué crimen supuestamente he cometido?
La mano libre de Everard se detuvo en su camino para recoger el pequeño comunicador que llevaba en el bolsillo. Durante un momento, extrañamente fascinado, miró por entre el viento a su prisionero.
Merau Varagan parecía más alto de lo que en realidad era, porque mantenía su cuerpo atlético completamente recto. El pelo negro le caía sobre una piel cuya blancura no había sido manchada en absoluto por el clima. No había en su rostro signos de barba, podría haber sido el de un joven César de no estar tan delicadamente marcado. Los ojos eran grandes y verdes, los labios sonrientes de un rojo cereza; la ropa hasta las botas, negra con ribetes plateados, como la capa que se agitaba sobre sus hombros. Frente a la torre del peñasco, a Everard le recordó a Drácula.
Pero su voz seguía siendo amable.
—Evidentemente sus colegas han extraído información de los míos. Me atrevería a decir que ha estado en contacto con ellos durante su viaje. Por tanto, conoce nuestros nombres y algo de nuestro origen…
Milenio trigésimo primero. Proscritos después del fracaso de los exaltacionistas por liberarse del peso de una civilización que se había quedado más anticuada que la Edad de Piedra para mí. Durante su momento de poder, se apropiaron de unas máquinas del tiempo. Su herencia genética.,.
Nietzsche podría haberlos comprendido. Yo nunca podré.
—… pero ¿qué sabe realmente de nuestro propósito aquí?
—Iban a cambiar los acontecimientos —respondió Everard—. Apenas hemos podido evitarlo. Y a nuestro cuerpo le queda por delante un complejo trabajo de restauración. ¿Por qué lo hicieron? ¿Cómo pudieron ser tan… egoístas?
—Creo que «egotista, sería un término mejor —se mofó Varagan—. El ascenso del ego, la voluntad sin limitaciones… Pero píenselo. ¿Hubiese estado mal que Simón Bolívar hubiese fundado un verdadero imperio en la América hispana, en lugar de una manada de pendencieros estados sucesores? Hubiese sido un imperio ilustrado, progresista. Imagínese todo el sufrimiento y las muertes que hubiesen podido evitarse.
—¡Venga! —Everard sintió cómo la furia se elevaba cada vez más en su interior—. Debe saber que no sería así. Es imposible. Bolívar no tiene el cuadro de mando, las comunicaciones, los apoyos. Si para muchos es un héroe, tiene a otros tantos furiosos contra él: como a los peruanos, después de independizar Bolivia. Gritará en su lecho de muerte que «aró los mares» con todos sus esfuerzos por construir una sociedad estable.
»Si su intención era unificar aún una parte del continente, debería haberlo intentado antes y en otro sitio.
—¿Sí?
—Sí. La única posibilidad. He estudiado la situación. En 1821 San Martín negociaba con los españoles en Perú, y jugaba con la idea de establecer una monarquía bajo alguien como don Carlos, el hermano del rey Fernando. Hubiese podido incluir los territorios de Bolivia y Ecuador, incluso Chile y Argentina más tarde, porque tendría las ventajas de las que carece el círculo interior de Bolívar. Pero ¿por qué le estoy contando todo esto, bastardo, sino para demostrar que sé que miente? Deben de haber hecho sus deberes.
—¿Y cuál supone que era mi objetivo real?
—Es evidente. Hacer que Bolívar se extendiese demasiado, Es un idealista, un soñador, además de un guerrero. Sí lo empujan demasiado, aquí todo se romperá en un caos que se extenderá por el resto de Sudamérica. ¡Y ahí estaría su oportunidad de tomar el poder!
Varagan se encogió de hombros, como hubiese podido encogerse de hombros un gato.
—Concédame al menos —dijo—, que tal imperio hubiese podido tener cierta magnificencia tenebrosa.
El saltador se manifestó y flotó a seis metros de altura. El tripulante sonrió y apuntó el arma que llevaba. Desde la silla de su caballo, Metau Varagan saludó a su yo del futuro.
Everard nunca supo exactamente qué sucedió después. De alguna forma saltó de los estribos al suelo. El caballo relinchó al recibir una descarga de energía. Emanaron el humo y el olor a carne chamuscada. Mientras el animal muerto se desmoronaba, Everard lo usaba ya para cubrirse al disparar.
El saltador enemigo viró. Everard se apartó de la masa que caía y detuvo el fuego, hacia arriba y de lado. Varagan saltó de su propio caballo, tras una roca. Los rayos se encendían y crujían. La mano libre de Everard sacó el comunicador y pulsó el botón de ayuda.
El vehículo bajó, por la parte de atrás del peñasco. El aire desplazado produjo un sonido de explosión. El viento dispersó el penetrante ozono.
Apareció una máquina de la Patrulla. Era demasiado tarde. Merau Varagan ya se había llevado a su yo anterior a un punto desconocido del espacio-tiempo.
Everard asintió con pesadez.
—Sí —terminó—, ése era su plan, y salió bien, maldición. Llega hasta un punto obvio y apunta el tiempo en el reloj. Eso significa que sabría en un punto posterior de su línea de mundo, el dónde—cuándo al que ir, para preparar su operación de rescate.
Los Zorach estaban horrorizados.
—Pero, un bucle causal de ese tipo —dijo Chaim con voz entrecortada—, ¿no tenía ni idea del peligro que corría?
—Sin duda sí que lo sabía, incluida la posibilidad de haber borrado su propia existencia —contestó Everard—. Pero claro, estaba dispuesto a eliminar todo un futuro para favorecer una historia en la que podría haber estado en la cima. No tiene miedo, es el bandido definitivo. Debe de estar en los genes de los príncipes exaltacionistas.