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— Y pensar que murió sólo un año antes del Sputnik.
Sato lo corrigió:
— Estaba viva aún cuando Gagarin efectuó su vuelo.
— Puede ser. Pero eso no fue ningún consuelo para ella.
— Lo hubiera sido, si lo hubiese sabido — agregó Pavlysh.
— No estoy tan seguro — dijo Dag—. Entonces hubiera esperado que la rescataran. Y habría sido en vano.
— Ese no es el caso — alegó Pavlysh—. Hubiera significado mucho para ella saber que habíamos aprendido a viajar por el espacio. — Y continuó leyendo en voz alta hasta sentirse cansado:
Me trajeron algo para comer, y permanecieron en el quicio de la puerta, aguardando a ver si lo probaba. Lo hice, y resultó una pasta de gusto extraño, ligeramente salada. Una comida de lo menos apetecible. Pero yo estaba hambrienta, y aún muy aturdida. Me quedé mirando a los glupys parados allí como tortugas, y les pedí que llamaran a su jefe. Por aquel entonces, yo no sabía aún que su jefe era la Máquina, un dispositivo que abarcaba una pared entera de un lejano cuarto. Y aún desconozco completamente la identidad de los verdaderos amos de la Nave, tripulada sólo por robots.
Me pregunté entonces cómo habían llegado a imaginar cuál era la comida que no me haría daño. Esa pregunta atormentó mi cerebro hasta que descubrí el laboratorio, y conjeturé que me habían extraído sangre mientras estaba inconsciente y que habrían estudiado concienzudamente mi cuerpo. Comprendieron qué era lo que necesitaba y en qué proporciones, de manera que no muriera de inanición. Sin embargo, no tenían ni la menor noción de lo que significaba el gusto. Mi rabia hacia los glupys ha desaparecido hace largo tiempo ya; comprendí que sólo cumplen órdenes, como los soldados. Excepto que los soldados son capaces de pensar, mientras que los glupys no. Durante los primeros días de mi cautiverio lloré incesantemente, rogando en vano que me pusieran en libertad…
Repentinamente, he comenzado a sentirme extrañamente desasosegada. Probablemente porque ahora ya no estoy sola. Tengo la sensación de que sobrevendrá un cambio muy pronto, aunque no sé todavía si ese cambio mejorará las cosas. No obstante, las cosas no pueden ir peor. Hoy soñé con Olenka, y en mi sueño me sorprendía el hecho de que no hubiera crecido, que aún siguiera correteando como una chiquilla. Ya es tiempo de que haya crecido. Pero ella sólo reía. Cuando desperté, me sentí alarmada: ¿Quería decir eso que Olenka ya no pertenecía al mundo? Yo no era persona propensa a creer en premoniciones. Pero luego se me ocurrió que no tenía medios de estar segura de haber controlado correctamente el paso del tiempo. ¿Acaso no había efectuado una marca cada día, al despertarme por la mañana? Pero, ¿supongamos que no fuera la mañana? Tal vez yo estaba durmiendo más ahora. O menos. ¿Cómo podía saberlo? El tiempo resultaba siempre igual aquí. Entonces pensé que quizá habían pasado dos años en vez de cuatro. ¿O tal vez uno? ¿O incluso cinco, seis o siete? ¿Cuántos años tendría Olenka ahora? ¿Y yo? ¿Quizás ya era una mujer vieja? Me puse tan inquieta que corrí hacia los espejos. No eran espejos verdaderos, por supuesto. Eran circulares, y convexos, algo similares a una pantalla de televisión. Algunas veces, unas líneas azules y verdes zigzagueaban a través de su superficie, pero no poseía otros espejos. Observé mi reflejo por un largo rato; tanto que hasta los glupys que estaban de guardia comenzaron a hacerme señas, preguntándome qué necesitaba. Simplemente los alejé con un ademán; ya había pasado el tiempo en que los consideraba verdugos, torturadores y fascistas. Ya no los temía. Sólo temía a la Máquina. Al Jefe. Estudié mi rostro en los espejos por un largo rato, yendo de uno a otro, buscando el más brillante. No pude decidir nada. La imagen era igual a mí: la misma nariz, los ojos hundidos, y mi cara tenía un tinte azulado; probablemente por el espejo. Por supuesto, había bolsas bajo mis ojos. Retorné a mi habitación.
— Sumamente interesante — trasmitió Dag—. ¿Qué piensas, Pavlysh?
—¿Acerca de qué?
— Acerca de este problema. Aislar a una persona durante varios años, de forma tal que no tenga conciencia del paso del tiempo en el exterior. ¿Se modificaría su reloj biológico?
— Tengo otras cosas en qué pensar en este momento.
Repentinamente recordé a la gatita. La había olvidado por completo. Hoy la recordé. Una gatita que había sido traída a bordo de alguna parte. De alguna parte de la Tierra, por supuesto. Los primeros días gemía y maullaba en un cuarto contiguo al mío y los glupys corrían continuamente hacia ella, totalmente incapaces de imaginar que necesitaba leche. Yo era muy tímida por aquellos tiempos, y ellos me llevaron hasta la gatita, pensando que podía hacer algo por ella. Sin embargo, no conseguí hacerles entender qué era la leche. Era obvio que algo faltaba en su alimentación sintética. Me afané alrededor de la gatita durante tres días. Diluí cereal en agua. En mi preocupación por ella olvidé por completo mis propios problemas. Pero la gatita murió. Es evidente que la gente pueda soportar más que los animales, aunque se diga que los gatos tienen nueve vidas. Sin embargo yo aún estoy viva, y la gatita probablemente figure en la colección del museo. Ahora podría haber encontrado una dieta sintética apropiada para ella, porque conozco el camino hacia el laboratorio. Y la actitud de los glupys hacia mí cambió. Se han acostumbrado a mí. Pero el dragón está muy mal; morirá pronto. Ayer me senté con él durante largo tiempo y limpié nuevamente sus heridas. Se ha puesto mucho más débil. Hice un descubrimiento sorprendente: parece que el dragón, de alguna manera desconocida, puede afectar mis pensamientos. No es que pueda entenderlo, pero cuando sufre, yo puedo sentir su dolor. Sé que está contento de verme. Ahora lamento no haberle prestado atención antes, pero estaba muy asustada. Quién sabe; podría incluso ser un prisionero como yo. Pero menos afortunado. Durante todos estos años ha vivido encerrado en su celda. Quizás el dragón era una enfermera en algún hospital de algún remoto planeta. Y como yo, había acudido a visitar a su pequeña hija, para caer prisionero en las garras de este zoológico, y pasar tantos años encerrado aquí, detrás de estos barrotes. Y seguir tratando que los glupys comprendan que no es más estúpido que ellos mismos. Sin embargo, morirá sin haber podido comunicarse con ellos. Al comienzo, cuando pensé en ello, me reí; ahora lloro. Y aquí estoy, sentada y llorando, aunque debo irme, porque ellos me esperan.
A pesar de todo, cuando pienso en el dragón, siento que mi destino es mejor que el suyo. Al menos yo poseo un cierto grado de libertad, y lo tuve casi desde el momento en que llegué a la nave. Desde la muerte de la gatita me pregunté a menudo por qué todos los otros prisioneros están encerrados, mientras que a mí se me permite vagabundear libremente entre las cubiertas. Por alguna razón decidieron que yo no representaba ningún peligro para ellos. Quizá sus amos sean parecidos a mí. Me confiaron a la gatita; me permitieron ingresar en la huerta, y me mostraron dónde se guardaban las semillas. Tuve acceso incluso al laboratorio. Hasta los glupys me obedecen. Cualquiera que lea estas páginas se preguntará qué son los glupys. Yo los llamo tortugas de hierro. Tan pronto como comprendí que eran máquinas, y que no podían asimilar las cosas más simples, comencé a llamarlos glupys. Para mí misma, claro.
A pesar de todo, cuando reflexiono acerca de mi situación aquí, creo que no estoy en mejores circunstancias que las demás criaturas, encerradas detrás de las barras, o confinadas en pequeños cuartos. La única ventaja de que dispongo, es que mi prisión es un poco más espaciosa que la de ellos. Y eso es todo. Por intermedio de los glupys traté de explicar a la Máquina, el Cerebro Principal, que era simplemente criminal raptar a una persona y retenerla de esta forma. Quería explicarle que sería más provechoso para ellos establecer contactos con nosotros, con la Tierra. Pero pronto me convencí que no había ninguno de Ellos aquí —sólo máquinas—. Y a ellas sólo se les había ordenado volar a través del Universo, recoger todo lo que encontraran a su paso, y luego informar sobre sus hallazgos a su base de origen. Pero el vuelo de retorno se hace demasiado largo. Todavía tengo esperanzas de poder sobrevivirlo, y si lo hago, me encontraré con Kilos, y les contaré todo. Quizás Ellos desconozcan totalmente la existencia de otro tipo de vida inteligente fuera de su propio planeta.
Cuando Pavlysh finalizó la lectura de la página en alta voz, Dag comentó:
— Yo diría que su razonamiento, en lo fundamental, es bastante lógico.
— Por supuesto que la Nave era un robot de investigación — dijo Pavlysh—, pero hay un elemento intrigante aquí, y Natasha lo descubrió.
—¿Cuál? — preguntó Sato.
— Pienso que es muy extraño que una nave de semejante tamaño, enviada a una misión tan distante, no mantenga un contacto de algún tipo con una base, o con su propio planeta de origen. Obviamente ha estado navegando durante muchos años, y de ese modo la información se torna obsoleta.
— No estoy de acuerdo — discrepó Dag—. Supongan que existen varios de estos navíos. Cada uno de ellos asignado a un sector de la Galaxia.
Y ahora imaginemos que navegan durante muchos años. No hay ninguna diferencia. Las naves encuentran (Dios no lo quiera) vida orgánica en uno de cada cien planetas; entonces remiten la información. ¿Qué significa un lapso de cien años para una civilización capaz de enviar tales naves de reconocimiento? Luego podrían examinar sus trofeos con todo detenimiento, y decidir dónde enviar sus expediciones.
—¿Y secuestrar todo lo que se cruza en su camino? — Sato no podía disimular su hostilidad hacia los amos de la Nave.
—¿Pero qué criterio podrían tener los robots para determinar si la criatura que han atrapado debe ser considerada inteligente?
— Bueno, Natasha, por ejemplo, estaba vestida. Ellos habrán visto nuestras ciudades.
— No puedo tragarme eso — contestó Pavlysh—. ¿Quién puede asegurar que la gente inteligente del Mundo X no sea nudista, y acostumbren a vestir a sus mascotas?
Dag sacudió la cabeza:
— Quizá sus medidas de seguridad tendientes a no atrapar criaturas inteligentes son tan complejas, que a veces las pasan por alto. En todo caso, tratan de conservar sus presas vivas.
— Están malgastando su aliento — señaló Pavlysh, pasando a la página siguiente—. Todavía no sabemos nada de los sujetos que fletaron esta nave. Ni conocemos lo que tenían en mente. No existe nada como ellos en ninguna parte de la Galaxia explorada por el hombre. Así que deben proceder de algún remoto rincón del Universo. Todo lo que sabemos es que visitaron nuestro planeta, y, por alguna razón, no regresaron a su hogar.
— Quizá sea preferible que no lo hicieran — observó Dag.
Sus compañeros guardaron silencio.
Más tarde, de alguna forma encontraré tiempo para referirme a mis primeros años de cautiverio. Por el momento todo me parece nebuloso y distante: mi terror y desesperación; mis vanos intentos de encontrar una salida; incluso he pensado en irrumpir en el cuarto de control y destrozar sus instrumentos. Total, ¿qué importa si perecemos todos? Estos fueron mis pensamientos durante el tiempo que temí que visitáramos nuevamente la Tierra, y sucediera algo terrible. Sin embargo, comprendí que no podía enfrentarme con la tecnología de la Nave. Ni siquiera un centenar de ingenieros podría. Pero ahora es tiempo que regrese a los sucesos ocurridos recientemente, hace pocas semanas o meses, después de haber encontrado el papel, y comenzar a llevar el diario.
Los nuevos prisioneros capturados en la última redada fueron ubicados en mi cubierta, probablemente porque respiran mi misma atmósfera. Al principio los mantuvieron en cuarentena en otro nivel, y luego los trasladaron a unos pequeños cubículos cercanos a mis propias habitaciones. Mis esperanzas crecieron: quizás ellos también fueran humanos, o al menos humanoides. Sin embargo, cuando los vi (noté que los glupys traían comida a sus celdas) comprendí que una vez más me decepcionaría terriblemente. Recuerdo haber visto una vez, en un mercado de Yaroslavl, una fuente de holoturias expuestas para su venta. Entonces me pregunté cómo la gente podía comer cosas tan repugnantes. Otros clientes del mercado reaccionaron de la misma forma que yo. Pues bien, los animales recientemente capturados se asemejaban mucho a aquellas holoturias. Tenían aproximadamente el tamaño de un perro, viscosas y repulsivas. Regresé a mi camarote tan trastornada que ni siquiera pude comenzar a escribir algo acerca de ellos en mi diario. Si mis esperanzas habían volado tan alto, no era justo que se me decepcionara de tal forma. A las holoturias no se les permite abandonar sus cuartos. Pronto descubrí que había cinco de ellas dos en un pequeño cuarto y tres en una celda, detrás de una puerta metálica. También tuve oportunidad muy pronto de ver su comida, pues los glupys restringieron el espacio de mi huerta para cultivar unas bateas llenas de una especie de humus orgánico, que se movía y olía espantosamente. Luego les llevaban esas bateas de humus a las holoturias.
El dragón ha experimentado otra recaída. Realicé algunas pruebas de laboratorio. Iván Abramovich, del personal de nuestro hospital, debería haberme visto en ese momento. Él siempre me apremiaba para que continuara mis estudios, decía que con mi aguzado sentido intuitivo me convertiría en un buen médico. Pero la vida me hizo a un lado, y continué siendo una ignorante, de lo que ahora me arrepiento enormemente. En realidad, en muchas ocasiones substituí a los técnicos de laboratorio, y sabía cómo efectuar las pruebas y asistir a las operaciones. Un hospital pequeño es un buen terreno de práctica, y aconsejo a todas las enfermeras pasar alguna temporada en uno de ellos. Sin embargo, ¿de qué me servirían aquí mis conocimientos?
—¿Por qué estás tan callado? — preguntó Dag—. ¿Te estás salteando algo?
— Luego lo leerás tú mismo. Estoy tratando de encontrar las partes importantes — replicó Pavlysh.
A pesar de que la apariencia de las holoturias era repugnante, reconozco que mi reacción fue injusta: ellas no me habían hecho ningún daño. Más aún: ya me había acostumbrado a vivir entre prodigios y monstruos que ninguna pesadilla podría igualar. Cuando recuento los días pasados aquí, la monótona e interminable cadena que forman es aterradora. Pero cuando pienso en ello, reconozco que cada día que transcurre aporta algo nuevo. ¡Qué criatura resistente es el ser humano! Estoy segura que los otros cautivos, y quizás mi dragón también, me contemplan como una monstruosidad.
Las holoturias son probablemente capaces de pensar. Se me ocurrió esto cuando noté que me seguían con la vista y se agitaban inquietas cuando pasaba frente a su jaula. Una vez, cuando volvía de la huerta con un puñado de rábanos — marchitos y raquíticos, pero aún una fuente de vitaminas— encontré a una de las holoturias manipulando con las rejas. Me fijé para ver si estaba tratando de romper el cerrojo. Bueno, pensé, eso es precisamente lo que se me ocurrió al principio, cuando estuve encerrada, y en las épocas en que me recluían en mi camarote porque nos aproximábamos a otros planetas. Medité acerca de ello, y me detuve por un instante. Me asombré del significado. Quizás podían pensar. Como yo. Tan pronto como la holoturia se dio cuenta de mi presencia comenzó a sisear, y reptó hacia atrás apartándose de las rejas. Pero no lo hizo a tiempo, pues uno de los glupys que merodeaban por las inmediaciones (yo me había acostumbrado tanto a ellos que ni siquiera lo había visto) la alcanzó con un shock eléctrico. Esa es la forma en que nos castigan. La holoturia se contrajo violentamente hacia atrás. Le grité al glupy y traté de continuar mi camino, pero entonces repitió su ataque conmigo. Me asestó un shock tan potente que me desplomé, desparramando los rábanos. Estaba tratando claramente de enseñarme a mantenerme apartada de las holoturias.
De alguna forma me las arreglé para ponerme de pie. Después de todo el tiempo que he pasado aquí, aún no he podido hacerme a la idea de que para ellos no soy más que un conejillo de Indias. Pueden matarme en cualquier momento, y mi existencia terminaría en un frasco de la colección del museo. Y a ellos no se los castigaría. Apreté los dientes y me dirigí a mis habitaciones.
Más tarde comprendí que mi castigo no había carecido de beneficios. Hasta ese momento las holoturias habían creído que yo era uno de los Amos; habían supuesto incluso que yo era el jefe aquí. De no haber sido por el castigo que me administraron los glupys, hubieran continuado considerándome su enemiga. Así, alrededor de tres días después, cuando me dirigía a curar al dragón nuevamente, descubrí a una de las holoturias agitándose inquieta cerca de los barrotes y siseando muy suavemente. Eché una mirada a mi alrededor; ningún glupy a la vista.
—¿Lo están pasando mal? — pregunté. Durante todos estos días me había ido acostumbrando a las holoturias, y ya no las consideraba monstruosas. El animal siguió siseando y emitiendo unos ruidos secos.
Súbitamente comprendí que estaba tratando de comunicarse conmigo.
— No entiendo — le dije. Estuve a punto de sonreír, pero luego lo pensé mejor: quizás mi sonrisa podría parecerle más aterradora que el gruñido de un lobo. La holoturia siseó nuevamente. Yo pregunté—: ¿Qué estás tratando de decirme? No tengo un diccionario de vuestra lengua. Si no eres venenosa, sin duda llegaremos a comprendernos. — Se quedó silenciosa, prestando atención a algo. Un enorme glupy, con brazos largos como los de un saltamontes, apareció repentinamente por el corredor. El carcelero. A pesar que sabía que ese tipo de glupy no castiga a sus cautivos con electroshocks, me apresuré a seguir mi camino; no deseaba que me vieran cerca de la jaula. Pero cuando regresé, me detuve un momento a charlar.
Más tarde se me ocurrió que debería ser más fácil para ellos comunicarse conmigo por medio de la palabra escrita. Por lo tanto, escribí mi nombre en una hoja de papel, lo entregué a la holoturia, y lo repetí en voz alta mientras se lo mostraba. Me temo que no entendió.
Dos días después, una de las holoturias tuvo un combate con los glupys. Creo que se las había ingeniado para abrir el cerrojo, y la atraparon en el corredor. Cayó en manos de los glupys y la golpearon de mala manera, secundados por otros que acudieron en su ayuda. El animal trató de resistirse. Yo estaba en el corredor, y al oír la conmoción corrí hacia el lugar, pero ya era demasiado tarde. La holoturia había sido recluida en otra pequeña habitación, provista de un nuevo cerrojo. Las otras holoturias estaban trastornadas e inquietas. Traté de entrar al cuarto de la holoturia aislada, pero los glupys me lo impidieron. Entonces decidí imponérmele. Me planté cerca de la puerta y permanecí allí. Esperé hasta que abrieron, y me ingenié para echar una mirada al interior. La holoturia yacía en el suelo, cubierta de heridas. Corrí hasta el laboratorio y, recogiendo mi equipo médico — no era la primera vez que debía prestar primeros auxilios— me dirigí directamente al pequeño cuarto. Cuando uno de los glupys trató de detenerme, le mostré el contenido de mí maletín. El glupy se inmovilizó en el lugar. Para ese entonces yo ya sabía que adoptaban esa postura cuando recababan el consejo de la Máquina. Esperé. Pasó un minuto. Repentinamente, el glupy se hizo a un lado. Permanecí con la holoturia durante tres horas. Traté a los glupys como a mis propios asistentes del hospital. Me trajeron agua, pero no pude convencerlos de traer a otra de las criaturas. Después de todo, uno de su propia raza debía saber mejor que yo lo que necesitaba el herido. Y entonces, en el exacto momento en que los glupys abandonaron el cuarto, sucedió lo más asombroso de todo: la holoturia comenzó a sisear nuevamente, y entre sus siseos pude distinguir claramente las palabras: —¿Qué estás tratando de hacer? Comprendí que había memorizado mi conversación anterior con ella, y estaba tratando de imitarme. Por primera vez en muchos meses, me sentí exultante. No estaba solamente imitándome; ¡realmente entendía lo que estaba diciendo!
La velocidad con que memorizaban mis palabras era sorprendente, y trataban arduamente de pronunciarlas, aunque sus bocas en forma de tubo y la falta de dientes les creaban dificultades casi insuperables. Durante todos esos días y semanas viví como en un sueño. Un sueño maravilloso. Advertí notables cambios en mí misma. Creía que no existía en el mundo una criatura más agradable que una holoturia. Me volví consciente de su belleza, y aprendí a distinguirlas individualmente. Pero debo advertir con toda honestidad que era absolutamente incapaz de descifrar sus propios sonidos siseantes y cucleantes. Y aún no puedo. Les enseñaba nuevas palabras cada vez que se presentaba una oportunidad. Yo solía pasar cerca de ellas, y pronunciar algunas palabras, llevando varios objetos para ilustrar su significado. Y ellas entendían al momento. Aprendieron mi nombre, y tan pronto como me veían (si no había glupys por los alrededores) siseaban: «¡Natasha! ¡Natasha!», como niños pequeños. Me explicaron qué era lo que les gustaba comer de la huerta, y trataba de alimentarlas de tiempo en tiempo, aunque su comida despedía un olor nauseabundo al que simplemente no pude acostumbrarme jamás. La Máquina había dado a los glupys instrucciones concretas respecto a las holoturias: debían permanecer encerradas, bajo constante vigilancia con guardias, y sin confiar en ellas. A causa de esas órdenes, yo tampoco podía reunirme abiertamente con ellas, so pena de que se me considerase igualmente sospechosa. Lo más sorprendente era que hasta ese momento yo nunca había representado una amenaza para los glupys. Pero era porque había estado siempre sola. Pero ahora, aliados, las holoturias y yo nos transformábamos en una fuerza que era preciso tener en cuenta. Y cuando las holoturias aprendieron a hablar el ruso, me dijeron que tenían la misma sensación que yo. Y así llegó el día en que al acercarme a su jaula me dijeron: —Natasha, debemos salir de aquí. —Pero, ¿adonde iremos al salir? — pregunté—. Sólo Dios sabe a dónde se dirige la Nave. Ni siquiera sabemos dónde estamos ahora. Además, ¿cómo podríamos pilotar la Nave?
Una de las criaturas, a quien yo llamaba Bal, replicó: