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Prólogo

Tyler tiró de la manta hasta que ésta le rozó la barbilla, como si fuese un babero, y trató de arrellanarse más profundamente en el colchón. Se volvió de lado, después se colocó boca abajo, y luego sobre el costado otra vez. Nada lo ayudaba; aún se sentía tenso. Tenía los nervios crispados. Y también tenía calor. Hizo un movimiento brusco con las piernas para liberarlas de las sábanas. La manta era demasiado pesada, se volvió de espaldas y la empujó hasta debajo de las rodillas; permaneció allí, sudando, exasperado y, como siempre, paralizado por el miedo.

Para él, con sólo seis años, el sueño era un monstruo. Lo esperaba pacientemente todas las noches y le tendía una emboscada. Siempre lo pillaba desprevenido, con la guardia baja, aunque ya hacía mucho tiempo que había aprendido a esperarlo; la espera traía su propia clase de aterradora anticipación, lo cual empeoraba aún más la situación. El monstruo y él se trababan en una dura lucha, de la que el primero siempre salía victorioso, arrastrándolo hacia un mar de miedo y oscuridad. Instantes después Tyler se despertaba, irrumpiendo en la superficie y buscando desesperadamente un poco de aire, como si una mano gigante lo hubiese mantenido debajo del agua. Un agua fría, una mano cruel.

Sus padres lo llamaban «terrores nocturnos» -los había oído hablando de ello en una ocasión, en la sala de estar-, y le habían asegurado que ya se le pasaría. Ambos se quedaban en su cuarto haciéndole compañía, le leían cuentos hasta que sus voces se volvían roncas y lejanas, y encendían una luz de noche que se suponía que mitigaría sus temores, pero cuyo brillo espectral arrojaba sombras inquietantes y convertía en engendros los caballos del papel pintado. Nada lo ayudaba. El monstruo lo esperaba todas las noches, en la oscuridad que reinaba debajo de su cama.

Y esta noche era peor. Su madre se había marchado en viaje de negocios. Él ignoraba adónde había ido, sólo sabía que debía coger un avión. El hecho de que ella estuviese lejos de casa le producía una sensación horrible; el universo estaba en completo desorden. Creaba un vacío tan grande que él lo sentía como si le doliese algo, como un bulto doloroso. Aferró su koala, que ella le había traído de regalo en su último viaje, frotó la mejilla contra la piel suave, ya gastada en varias zonas, y aspiró la cálida fragancia a almizcle.

Al menos su padre estaba allí. Eso lo ayudaba un poco, era un pensamiento reconfortante. Antes, como todas las noches, él lo había acostado y arropado, y luego se había sentado en el borde de la cama para contarle una historia de Jingo. Las historias siempre comenzaban del mismo modo. Jingo, un niño «muy parecido a ti», estaba aburrido. Entonces buscaba debajo de su cama y allí encontraba su piedra mágica. Y la frotaba:

Y entonces sucedió algo muy extraño. Al principio sintió calor y luego frío. Y después el calor disminuyó y el frío también. Y, finalmente, se sintió bien. Luego abrió los ojos y se encontró delante de una enorme mansión blanca. Subió la escalera que llevaba a la entrada principal, abrió la puerta y frente a él había un largo corredor que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Era «la casa de las mil habitaciones». Entonces Jingo comenzó a caminar por el largo corredor y abrió una de las puertas…

Todas las noches, una nueva habitación, una nueva aventura. Leones, tigres, casas en los árboles, circos, coches que chocaban, huracanes y tormentas de arena. A veces, Jingo se encogía hasta alcanzar el tamaño de una hormiga y, otras veces, se volvía alto como una casa y, en ocasiones, era un caballero o un indio, y otras veces era un astronauta o un hombre de las cavernas. Pero las historias siempre acababan de la misma manera: justo cuando la situación se volvía imposible, cuando el peligro se tornaba demasiado amenazador o el nerviosismo era insoportable, Jingo descubría una pequeña puerta blanca. La abría y entonces, por arte de magia, allí estaba, nuevamente en su cama.

A Tyler le encantaba ese ritual. Le gustaba tanto que no le decía a su padre que él se inventaba sus propias historias y que algunas de ellas le asustaban. Había una que le asustaba mucho más que todas las demás. Jingo estaba acostado en su cama y no podía moverse, y había gente por todas partes, adultos que susurraban con expresión preocupada. Todo era blanco. Y luego sentía que se levantaba y abandonaba su propio cuerpo, pero la gente no se daba cuenta, y cuando llegaba al techo miraba hacia abajo y se veía a sí mismo acostado en la cama, con la gente a su alrededor. Y, finalmente, descubría la puerta de emergencia, pero no era blanca; era oscura, gris, casi negra. Y él sabía que cualquier cosa que hubiese al otro lado de esa puerta sería lo más terrorífico del mundo. Sabía que no debía abrir esa puerta, pero no podía evitarlo. Apoyaba la mano en el pomo y comenzaba a hacerlo gibar y, de pronto, oía un sonido horrible: un sonido fuerte, intenso, aterrador, como si la habitación se estuviese derrumbando tras de sí y todo fuese absorbido a través de la estrecha abertura. Y la puerta comenzaba a abrirse cada vez más. En ese momento siempre sucedía algo: él se sobresaltaba o, si había estado durmiendo, se despertaba rápidamente, justo a tiempo. Y así jamás alcanzaba a ver lo que había al otro lado de la puerta, aunque en el fondo sabía que era algo horrible.

Tyler trataba de pensar en otras cosas.

Su madre se había marchado de viaje. Eso era malo; le provocaba un gran vacío. No obstante, pensar en un avión le emocionaba. El año anterior había viajado en avión a Florida. Se le subían los colores cuando recordaba el miedo que había sentido cuando su padre le había dicho que iban a «volar», porque él no sabía volar, y cómo se había escondido detrás del sofá cuando llevaron las maletas al vestíbulo. Entonces su madre lo encontró y, cuando finalmente admitió los motivos de su miedo, su padre se echó a reír y Tyler se sintió avergonzado de su comportamiento. Pero su madre lo abrazó con tanta fuerza que casi le hizo daño; le cogió el rostro con las manos y besó las lágrimas cálidas que bañaban sus mejillas. Y él aspiró su olor, esa indescriptible fragancia que siempre le llegaba al corazón porque significaba que todo iba bien, que todo iba a salir bien porque ella estaba a su lado.

El viaje en avión resultó ser una experiencia divertida: lápices de colores y cuadernos para colorear, nubes blancas al otro lado de la ventanilla hasta donde alcanzaba a ver, y el piloto con un uniforme inmaculado caminando por el pasillo y apoyando una mano sobre su hombro. Tyler era hijo único pero no se sentía solo. Su mundo era una confortable casa de madera y un cuidado jardín trasero en Westport, Connecticut, que él poblaba con toda clase de criaturas imaginarias. En su habitación había una estantería llena de juguetes; su cómoda estaba cubierta de adhesivos con los personajes de Disney. Fuera, debajo de unos matorrales que abrazaban la casa, en un espacio donde sólo él cabía, había creado una ciudad en miniatura; había trazado caminos en la tierra con el canto de la mano, había apilado pequeñas ramas como si fuesen montones de leña junto a las puertas de las diminutas casas que había hecho su padre y, a veces, maniobraba los coches Matchbox de metal hasta provocar unos atascos fabulosos. Le encantaba subirse a los árboles, especialmente a un viejo pino que se alzaba en el centro del terreno, y sentarse en las ramas más altas para contemplar el vecindario y balancearse con la brisa.

Luego estaban la escuela y los amigos que allí había hecho: Johnny, alto, flaco, con la nariz que le goteaba permanentemente; Tim y Craig, los mellizos pelirrojos, y Lovett, un chico callado que coleccionaba cómics. Tyler era muy guapo, con la tez aceitunada, el pelo negro y los ojos brillantes debajo de las largas pestañas negras. En los recreos, rápido para inventar juegos y veloz como una liebre, era el centro de atención. Los otros chicos se acercaban a él, caían naturalmente bajo su hechizo. La señora Spangler, la maestra de primer grado, lo llamaba a menudo para que leyese las palabras escritas con grandes letras debajo de los dibujos salpicados de colores.

Su vida -si alguna vez se había parado a pensar en ella en esos términos- era perfecta… excepto por las noches, las horribles noches.

Tyler volvió a subirse la manta hasta la barbilla y cambió de posición hasta quedar apoyado sobre el estómago. Hundió la cara en la almohada hasta que le resultó difícil respirar. Acercó un extremo de la almohada con la mano hasta formar un pequeño montículo debajo de la mejilla izquierda. Podía oír a su padre en la habitación contigua y fragmentos de música. Eso hizo que se sintiera mejor, menos solo. Pero, aun así, no era lo mismo con su madre ausente. No tenía idea de dónde se encontraba o cuándo regresaría o incluso, y eso era lo que lo aterraba, si regresaría. Cuando se había inclinado para abrazarlo y despedirse con su traje gris, la larga cabellera cayendo sobre los hombros mientras lo cogía entre los brazos y la fragancia de su perfume cubriendo cada uno de sus poros, ella le había dicho que estaría de regreso «antes de que lo sepas». Pero él supo, mientras*la observaba a través de la ventana, apurando el paso por el camino empedrado del jardín, que sólo era una de esas cosas absurdas que suelen decir los adultos.

De pronto, se quedó paralizado. Levantó la cabeza de la almohada. Allí había algo. Él había oído algo.

No sabía qué era. Pero no estaba dormido, no estaba soñando. En su habitación había algo.

Tyler contuvo el aliento. Podía sentir una presencia. Podía sentir que lo sentía a él. Sus oídos estaban inundados de silencio y su corazón golpeaba contra las costillas. ¿Se atrevería a darse la vuelta? Apoyó lentamente los brazos contra la cama, separó el pecho del colchón y volvió la cabeza. Se giró de cara a la puerta y abrió los ojos, de par en par, en la penumbra de la habitación.

¡Estaba allí!

De pie en el vano, todavía con el traje gris. ¡Mamá! La luz procedía de detrás de ella, la envolvía en una especie de aura, de modo que resultaba difícil verla. Pero supo al instante que era ella. Y su madre lo estaba mirando, con anhelo, con una expresión tan intensa que él jamás había visto antes. En su mirada había una mezcla de amor y dolor.

La parte inferior de su rostro estaba en penumbra. No podía decir si le estaba sonriendo. Pero había algo en ella, en su postura enmarcada en el halo de luz, ligeramente hundida, que hacía que pareciera diferente… distante, triste.

Tyler tenía miedo. Estaba inmóvil. Quería esconderse de ella y, al mismo tiempo, levantarse de la cama y correr hacia su madre. Los sentimientos se agolpaban en su interior.

Y entonces la figura que estaba en la puerta de la habitación se movió ligeramente, cambió el peso del cuerpo hacia un lado. Alzó el brazo derecho con lentitud. Tenía los dedos extendidos; se movían. Tyler comprendió que ese momento era muy importante. ¿Su madre le estaba haciendo señas para que la siguiera? ¿O estaba haciendo un gesto de despedida?

El momento quedó detenido en el tiempo, para siempre. Luego ella se volvió lentamente, se alejó un par de pasos y miró por encima del hombro. Y luego desapareció.

Tyler parpadeó. Cerró los ojos con fuerza, los mantuvo cerrados durante un segundo y luego volvió a abrirlos. Allí no había nada, ningún vestigio, ni siquiera una sombra. Miró en derredor: nada había cambiado; nada se había movido. Y la puerta… ¡la puerta estaba cerrada!

La mañana siguiente transcurrió a cámara lenta. Permaneció en su habitación la mayor parte del tiempo. El teléfono no paraba de sonar y los vecinos acudieron a la casa, hablando en voz baja. Oyó a un presentador de noticias que hablaba con tono solemne en la televisión. Oyó que su padre hablaba, un sollozo ahogado, tan quedo que no pudo creer que viniese de él.

Y luego, después de un rato, cuando oyó los pasos de su padre en el corredor, acercándose pesadamente a su habitación, en algún lugar de su interior supo lo que su padre venía a decirle. Sabía que su vida estaba a punto de cambiar para siempre. En la confusión de emociones que sentía en ese momento se preguntó por qué era capaz de mantenerse de pie, por qué su mente seguía funcionando, por qué era capaz de discernir los dibujos del papel pintado. Y se preguntó, mientras aferraba su koala y veía cómo comenzaba a girar el pomo de la puerta, cómo se lo iba a decir su padre exactamente; y, por alguna razón que ignoraba, se preparó para fingir sorpresa.