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¡Recita en el nombre de tu Señor, que ha creado,
ha creado al hombre de sangre coagulada!
Al alaq, 1-2
En el centro del bosque, en la cima de una colina, se levantaba el templo. El último de una serie casi infinita de santuarios, construidos uno sobre otro desde tiempo inmemorial, pues aquella pequeña montaña era un importante «nudo» que concentraba varias corrientes de la energía del chu'lel.
El Mujer Serpiente trepó por la ladera en compañía de dos sacerdotes y un prisionero tutul xiu. Era un hombre alto, de rasgos marcados y angulosos, que movía sus largos miembros con una asombrosa elegancia. Se detuvo para meditar al pie del templo en ruinas. La visión del horizonte en aquel lugar remoto le recordó el largo camino que había recorrido para llegar hasta allí. Hubo un tiempo en que sus nuevos pupilos eran señalados por las demás tribus como «los que no tenían nada». Eran tan pobres que nunca fueron una preocupación para nadie. Fue entonces cuando él los encontró, y los que habían llegado del norte como un pueblo errante que nada poseía conquistaron en poco tiempo las ciudades más poderosas del valle.
Penetró solo en el viejo templo abandonado. Caminó unos pasos en el oscuro interior y se detuvo frente a la figura de piedra de Tezcatlipoca, erigida en aquel lugar olvidado doscientos años antes por los voluntariosos sacerdotes toltecas. Contempló el rostro del dios, cubierto por innumerables capas de sangre seca, y buscó el parecido con su propio rostro.
– Todo pasa -murmuró con ironía-, las eras y los hombres. Sólo los dioses permanecen.
Pero la amenaza del Final Definitivo volvía a presentarse. Dos años atrás, había presenciado cómo el cielo se iluminaba sobre Tenochtitlán con un gran resplandor, ancho cerca del horizonte y afilado en el cenit, como un fuego blanco que se alzara por el oriente en mitad de la noche. De inmediato interpretó estos augurios para el tlatoani.
– Una vez más el Mundo está a punto de desaparecer -le dijo-. Algún día no habrá sangre suficiente en él para evitarlo.
– ¿Y ese día será el fin de todo? -le preguntó Ahuítzotl.
El Mujer Serpiente siempre había sido su consejero y su ejecutor, como antes lo había sido de su hermano Tízoc, el anterior tlatoani. Y de Moctezuma, el creador del Imperio. Este último había llegado al trono siendo ya un hombre maduro y no había dirigido sus campañas personalmente, aunque fue un excelente administrador y organizador. Ahuítzotl, en cambio, era inseparable de sus ejércitos, por muy remota que fuera la batalla. Era un comandante de campaña dotado de verdadero genio militar y sus hombres lo adoraban. Con la ayuda del Mujer Serpiente, las conquistas no conocerían límites.
Y sólo había una cosa que él le pediría a cambio: chalchihuatl, sangre humana.
– Hay otro mundo al otro lado del mar -le confió en una ocasión a Ahuítzotl-. Algún día necesitaremos también de su sangre para evitar el final.
A su debido tiempo, él les daría la tecnología necesaria para cruzar el mar y apoderarse de los reinos de ese otro mundo que Talos el Rojo había abandonado en un remoto pasado. Quizás, incluso, convirtiera a Ahuítzotl en inmortal para liderar la conquista. Le parecía el hombre adecuado. Tras la elección, el joven tlatoani había emprendido importantes campañas guerreras para extender los límites de la Triple Alianza, para someter al mundo entero en su fervor sangriento. Primero venció la resistencia de la rebelde ciudad de Xiquipilco. Después conquistó Chiapa y Xilotepec, sus aliadas. Tomaron las ciudades y quemaron sus templos. Todos los sacerdotes fueron degollados; todas sus casas, quemadas, y el saqueo fue la recompensa para sus tropas victoriosas. Los rebeldes de Xiquipilco fueron sometidos al más terrible de los castigos, no fueron perdonados ni los ancianos ni los enfermos. Se llegó a arrancar a los niños que dormían al lado de sus madres para ser sacrificados. Todos los prisioneros fueron enviados a Tenochtitlán, donde aguardarían su destino final. Los ensartaron por las fosas nasales y los obligaron a caminar durante semanas, unidos uno a otro, en una interminable fila que desaparecía en la distancia.
Y la guerra continuaba aún, imparable hacia el sur. La sangre no podía dejar de fluir.
El Mujer Serpiente se tumbó para tocar con sus manos y su boca el suelo del templo. En aquel lugar la corriente era poderosa, notaba fluir el chu'lel con una cegadora velocidad bajo él.
– Estoy aquí -le dijo-. ¿Puedes oírme? ¿Puedes hablarme?
Entonces le llegó la respuesta. Pero no fueron palabras inteligibles, como las que pronunciaría una criatura dotada de razón, fue un bramido agónico, desesperado, una mezcla del llanto de un anciano desdentado y el rugido de una bestia sin mente. A su alrededor el templo tembló. Las paredes se agrietaron y el polvo acumulado durante milenios se desprendió como chorros de lágrimas.
«Baal» era el primer nombre que le habían dado los humanos y el que Mujer Serpiente prefería. Según las antiguas leyendas de los tirios, Baal fue destrozado por gigantescos monstruos y sus restos fueron recogidos del desierto por la diosa Anat, quien, a pesar de la tristeza que la embargaba, fue capaz de cavar con diligencia una tumba para sepultarlo. Y, desde entonces, el lugar en el que yacen los restos de Baal dejó de ser arena baldía y tierra yerma, para transformarse en un fértil vergel.
Pero el cuerpo durmiente de Baal necesitaba ser alimentado.
Ordenó a los sacerdotes que esperaban en el exterior que le trajeran inmediatamente al prisionero. Conduciendo al guerrero maniatado, penetraron en el templo. Sujetaron al cautivo por los brazos, mientras el Mujer Serpiente lo miraba directamente a los ojos.
– Eres afortunado -le dijo al tutul xiu-; tu mundo se muere, pero tú no vas a contemplar tanta desdicha…
Extrajo su cuchillo ritual de obsidiana y con un movimiento rápido cercenó la yugular del prisionero. La sangre brotó como de una fuente y el Mujer Serpiente bebió directamente de la herida.
La vida perdura sólo devorando a la vida. Únicamente destruyendo y asimilando a otros seres vivientes es como las criaturas pueden existir.
Ésa era la terrible verdad que encerraba aquel universo.
Cuando se sintió saciado, se apresuró a recoger la sangre que seguía manando y empapó unos trapos de algodón. Acto seguido, salpicó con ella las paredes del templo.
– ¡Salgamos de aquí! -ordenó luego a los sacerdotes.
Éstos dejaron el cadáver en el suelo y obedecieron.
De regreso al campamento, el Mujer Serpiente convocó a su presencia a los embajadores que habían visitado la ciudad de los itzá.
– ¿Los habéis visto? -les preguntó.
– Si, tehuatzin [28] -dijo el jefe de la expedición-, vimos a los dzul. Nuestros ojos tenían que luchar para no observarlos constantemente, pues en verdad son extraños. Pero lo importante es que él está con ellos.
– ¿Estás seguro?
El mexica alzó un disco de jade en cuyo centro había sido incrustada una esmeralda.
– Tú me entregaste esto para que mirara a su través.
– ¿Y lo hiciste?
– Sí, tehuatzin. Apenas durante un instante, pero él estaba allí. Oculto.
– ¿Qué fue lo que viste?
– Su aspecto era el de un hombre extraño, como el resto de los dzul, pero al mirarlo a través del amuleto vi… una gran llama deslumbrante en el interior de su cuerpo.
– Entonces es él -musitó el Mujer Serpiente-. Está aquí.
– Tehuatzin -siguió diciendo el cacalpixque-, también vi el disco del que nos hablaste. Uno de los dzul lo llevaba colgado del cuello, disimulado bajo sus ropas, pero pude verlo.
El Mujer Serpiente asintió gravemente.
Hizo venir al señor de la ciudad de Amanecer y a su viejo Ahuacán.
– No era ninguno de los hombres que capturamos en la playa -se defendió el Halach Uinich-. Mis sacerdotes lo hubieran descubierto.
– ¡Estúpido! No podrían haberlo descubierto de ninguna forma. La magia que lo oculta es muy poderosa.
El señor de Amanecer tendió sus manos abiertas.
– En ese caso, tehuatzin, ¿qué podríamos haber hecho nosotros?
El Mujer Serpiente se agachó y dibujó algo en la arena con un palito: un disco rodeado por un anillo de símbolos.
– ¿Visteis si alguno de ellos llevaba un adorno como éste?
– Sí -dijo de inmediato el Halach Uinich-. Colgaba como un medallón del cuello de uno de los dzul. Reconocimos la escritura de los dioses y respetamos la vida de su dueño.
– Yo soy el dueño de ese objeto. -Se incorporó y se enfrentó al gordo jefe cocom-. Me pertenece.
– Lo siento, tehuatzin. No lo sabíamos.
El Ahuacán permanecía en silencio y con los ojos clavados en el suelo. El Mujer Serpiente le dijo:
– Tú sí deberías haberlo reconocido como un objeto de los teules.
– Pensé que su portador era un enviado de los dioses, que ellos se comunicarían con nosotros a través de él. Cuando el guerrero itzá venció en la piedra del gladiador, interpreté esto como una respuesta.
El Mujer Serpiente apretó los puños y sintió deseos de arrancar la cabeza del anciano Ahuacán de su frágil cuello. Pero se contuvo. La culpa había sido suya, ésa era la verdad. ¿Cómo es posible que un humano como el Uija-tao se hubiera adelantado a sus pasos de ese modo? Si él hubiera advertido a sus aliados de Amanecer sobre la llegada de los extranjeros las cosas serían distintas. Pero en aquel momento miraba hacia otro lado, ¿no? La amenaza dibujada en el cielo estaba demasiado próxima y era demasiado impresionante.
– De alguna forma -dijo- ha conseguido eludirnos, y ahora lo tenemos enfrente.
– Entonces, todo va a ser más difícil -se lamentó el Halach Uinich.
El Mujer Serpiente se volvió hacia él y le dijo:
– Todo va a suceder tal y como estaba previsto.
– ¡Es un teule! -exclamó.
– Los nahual de Tezcatlipoca combatirán a vuestro lado. ¿Qué puedes temer?
El Halach Uinich bajó los ojos, avergonzado. El Mujer Serpiente siguió hablando:
– Es importante que concentremos todo el poder en este lugar sagrado. Hace un momento, Tezcatlipoca me habló en el templo. Me dijo que la victoria será nuestra y que él estará con vosotros a través de mí. Éste será el campo de combate; ordena a tus hombres que limpien la zona y talen los árboles para prepararlo.
– Así se hará, tehuatzin -dijo el cocom cruzando su brazo sobre el pecho.
El Mujer Serpiente se volvió hacia el Ahuacán y el Halach Uinic y añadió:
– El propio tlatoani viene hacia aquí para dirigir en persona a las tropas. Llamad a todos vuestros sacerdotes y que preparen los sacrificios para recibirlo.
Con una profunda reverencia, los dos hombres se retiraron para cumplir sus órdenes.
Él alzó la vista hacia el cielo y experimentó en su vieja alma el intenso dolor de aquel instante en el tiempo. Tenía que seguir caminando, siempre hacia delante, tal y como había hecho mientras el mundo se hacía viejo a su alrededor. Siempre hacia delante, aunque presintiera que en su futuro ya no había otra cosa que un muro en llamas.
El Ah Cuh Caboob, el Consejo de Uucil Abnal, se congregó alrededor de la Gran Ceiba Sagrada. Un tupil [29] golpeó repetidamente un pequeño tambor ritual, para señalar que la sesión había comenzado.
Tras una declaración de guerra la tradición establecía que el Ahau Canek debía transferir su gobierno a los nacom. Na Itzá entregó las insignias del mando a los dos nuevos jefes de la ciudad: el Cetro del Maniquí, un bastón de obsidiana con forma antropomorfa, al batab; la lanza ceremonial, adornada con plumas de quetzal y correas rojas, a Koos Ich. Luego fue a sentarse junto a los otros consejeros, ya como uno más de ellos.
A pesar de lo impenetrable que resultaba el rostro de aquellos nativos para Lisán, podía percibir con claridad la tristeza que esa entrega representaba para el padre de Sac Nicte. Observó a los dos nacom. El anciano batab, llamado Hun Uitzil Chaac, que significaba «la única montaña de Chaac», era un hombre delgado e impasible, un probado guerrero de noble estirpe, sabio y diplomático. Koos Ich, en cambio, era joven, poderoso, entusiasta y feroz. Juntos dirigirían la guerra y de ellos se esperaba que uno actuara con sagacidad y el otro con la energía propia de su juventud.
La selva estaba sombría y llovía a raudales, aunque esto no parecía importar a todos los que allí se habían reunido. Lisán asistía a la ceremonia en compañía de los turcos, desde el gran círculo de espectadores que formaban las gentes de Uucil Abnal.
Sac Nicte estaba junto a ellos y les iba explicando las partes más oscuras de aquel complejo ritual:
– El sistema de embajadas no ha hecho más que empezar -dijo la sacerdotisa a los dzul-. Si en un plazo de veinte días no rendimos la ciudad, los embajadores mexica regresarán y esta vez amenazarán a los nobles. Les dirán que si no mueren en la batalla serán sacrificados a los dioses. Luego les entregarán unas flores blancas, para simbolizar el reconocimiento de su nobleza, y más armas para defenderse, en el caso de que las negociaciones no llegaran a buen puerto al término de otros veinte días.
– ¿Y luego empezará la batalla al fin? -preguntó Piri.
– Ma' -le respondió ella-. Transcurrido este nuevo período, se presentará una tercera embajada para hacer una última advertencia a todo el pueblo de Uucil Abnal. Antes de retirarse, los mexica ofrecerán a los oficiales y a los militares…
– Déjame adivinar: más escudos y macanas.
– Beey. Y cuando transcurra este último plazo, ellos designarán el campo de batalla y podrá empezar la contienda.
En ese momento, en el Ah Cuh Caboob, uno de los guerreros-águila de Koos Ich obedeció una señal de éste y empezó a hablar:
– Nuestros espías han observado que los mexica están limpiando una gran zona de terreno situada al norte de las marismas, al pie de un templo de los Antiguos. Sin duda, es allí donde van a situar el campo de batalla.
– Pero ¿dónde están acampados? -preguntó Hun Uitzil Chaac.
– Eso aún no hemos podido averiguarlo -le respondió el guerrero.
– Los mexica dominan la región de Xoconochco -dijo uno de los consejeros-, y sus ciudades del sur están cercanas a nuestras tierras…
– Aun así es demasiado lejos para que estos cacalpixque hayan viajado desde Xoconochco -señaló Na Itzá-. Deben de haber establecido un campamento no lejos de aquí, quizás en medio de los grandes lagos salados.
– Eso explicaría el conveniente campo de batalla que están preparando -dijo otro.
Piri dio un paso y entró decididamente en el círculo del Consejo. Un tupil se plantó frente a él, impidiéndole seguir avanzando, pero el turco elevó la voz para ser oído por todos.
– ¿Estáis todos locos? -gritó-. ¿Qué está pasando aquí?
– Vuelve a tu lugar, dzul -dijo uno de los consejeros más ancianos-, no tienes derecho a intervenir en el Ah Cuh Caboob.
Hubo más protestas. Los asistentes increpaban a Piri para que abandonase de inmediato el círculo del consejo. Koos Ich alzó una mano pidiendo silencio. Se acercó al joven turco.
– Dejémosle hablar -dijo-. Dime, dzul, ¿por qué piensas que hemos enloquecido?
– Porque todo este ritual es absurdo. ¿Para qué tantas embajadas, tantas discusiones inútiles?… En el lugar del que yo vengo no hay reglas cuando es la propia vida, o la de los nuestros, lo que está en juego. Cuando luchamos, lo único que nos importa es la victoria.
– ¿A cualquier precio? ¿Sin honor, como las bestias?
– No como las bestias, como los hombres. Matar al enemigo sin juegos hipócritas, arrasar sus ciudades y quemar sus campos para que no vuelva a levantarse contra nosotros…
– El Mundo basa su funcionamiento en unas reglas establecidas por los dioses… -dijo Hun Uitzil Chaac. El viejo guerrero se había sentado al pie de la Ceiba y apoyaba las manos en su macana-. Desde el crecimiento del maíz en la tierra hasta la guerra entre los hombres. No podemos eludir estas reglas, porque la propia realidad dejaría de tener sentido.
– Si Allah me ha hecho dueño de mi vida -insistió Piri-, nadie, aparte de Él, puede imponerme sus reglas. La guerra no puede ser un juego, porque la vida que Allah nos ha entregado es preciosa. No somos peones de madera que se arrojan al fuego cuando pierden la partida. Sobrevivir es lo único que importa. A toda costa. Así es como peleamos en mi tierra.
– ¿Y qué es lo que propones? -le preguntó Koos Ich.
Animado por la pregunta del nacom, Piri se volvió hacia los presentes, observó con detenimiento los rostros de los nativos que lo rodeaban, y les dijo con entusiasmo:
– Averigüemos dónde se esconden esos canallas… O mejor aún, cuando regresen en una de sus absurdas embajadas, rebanémosles el cuello uno a uno, tal y como ellos hicieron con ese desdichado que traían. Os aseguro que el último hablará y nos dirá dónde está oculto su ejército.
Piri parecía muy orgulloso de lo que acababa de decir, pero la única respuesta a sus palabras fue un murmullo de horror entre los consejeros y entre los espectadores.
– La vida de un cacalpixque es sagrada -dijo Na Itzá con aparente calma.
– La vida de todo hombre es sagrada, tal y como yo lo entiendo. Pero únicamente hay una forma de tratar con los enemigos.
– ¿Y qué harías a continuación? -preguntó el batab.
Piri giró sobre sus talones y se enfrentó al anciano.
– Atacaría de noche, silenciaría a los centinelas y penetraría en su campamento, matando a todo aquel que nos saliera al paso.
– ¡Lo que dices es una abominación! -gritó otro de los consejeros.
– Dime -dijo Hun Uitzil Chaac, alzando una mano para pedir calma-, ¿qué crees que pasaría a continuación?
Piri escrutó los ojos cansados del viejo guerrero.
– ¿Qué?…
– Te pregunto qué crees que pasaría a continuación.
– Nada. Que habríamos vencido. Eso es todo.
– Creo que no tienes ni idea de a lo que nos enfrentamos.
Pidió que se trajera un mapa. Estaba pintado en vivos colores sobre una gran tela de algodón y fue extendido sobre el suelo.
– Éste es el vasto imperio de nuestros enemigos -dijo señalando los territorios marcados en el mapa-. Al norte los otomíes, los que hablan la lengua oscura y veneran a sus antiguos dioses del sol, del viento y de la tierra. Al nordeste y al oriente los huaxtecas, los totonacas y los mazatecas. Éste es el camino de Xoconochco, controlado por los guerreros mexica para favorecer el paso de sus comerciantes a las regiones sureñas de los mixtecas y zapotecas, cercanas a las tierras que habitamos. Al suroeste los tlapatecas y al oeste los mazahuas y los matlaltzincas. Todos pueblos diferentes, con distintas lenguas y distintas costumbres, todos tributarios de los mexica, pero todos respetuosos con las reglas de la guerra que han sido establecidas por los dioses. Si nosotros las rompemos, como tú pretendes, ¿quién querrá luchar a nuestro lado? Nuestros propios aliados se volverían en nuestra contra.
Antes de que Piri pudiera responder, Na Itzá se puso en pie y dijo:
– Nunca podremos resistirnos a los mexica con la fuerza de las armas. Debemos buscar el entendimiento con ellos, y no el camino de la guerra.
Koos Ich calló por respeto al antiguo Ahau Canek, pero Sac Nicte se adelantó y pidió permiso para intervenir.
– Despierta de una vez, padre -dijo-. Sueñas con que los mexica tienen nuestros mismos anhelos, pero ése es el error en el que has vivido siempre.
– Hija… -musitó Na Itzá con un gesto de dolor. Era evidente que aquellas palabras de Sac Nicte, pronunciadas en el mismo consejo en el que había entregado su poder, suponían una gran humillación para él-. Te ruego que entiendas que…
– No, padre. Ya es suficiente. Fui moneda de cambio para buscar esa paz que tanto ansías. Recuerdo las pesadillas de mi niñez, cuando esperaba ser enviada lejos de aquí y unirme con un hombre desconocido, en una tierra lejana. ¿Y todo para qué? El final será el mismo, porque no puedes alcanzar una alianza con los mexica, de la misma forma que nuestros antepasados de Chichén Itzá no pudieron lograr la paz con los toltecas. Ellos no desean nuestra amistad, tan sólo ansían nuestra sangre. Fíjate en todos esos pueblos que viven bajo el poder de la Triple Alianza. -Sac Nicte señaló el mapa que seguía desplegado en el suelo-. No tienen paz. Son obligados por los mexica a pelear en sus xochiyaoyotl. [30] Porque ellos, por encima de los tributos, de las mantas, las pieles y el cacao, ansían sangre, la sangre de sus súbditos… Nuestra sangre, cuando pasemos a formar parte de la Triple Alianza.
– Los dioses no han creado el mundo para la locura -dijo Na Itzá-. Tenemos comercio con muchos pueblos, algunos en las islas del sur son tan extraños que sus costumbres parecen incomprensibles para nosotros, pero al final siempre es posible razonar con ellos.
– Ma' -negó Sac Nicte-. No con los mexica. Como los toltecas del pasado, viven sólo para la guerra. Desde el mismo instante de su nacimiento se preparan para ella y sus sacerdotes les anuncian que han venido al mundo sólo para combatir. Ni siquiera tú, padre, puedes razonar con quienes no conocen otro anhelo que la muerte… Con quienes no desean otra cosa que nuestra sangre… Y la obtendrán, de una forma u otra.
– Es su misma sangre la que corre por nuestras venas. Recuerda que nosotros también procedemos del norte…
Koos Ich alzó su macana sobre su cabeza y pidió permiso al consejo para que hablara alguien designado por él. Cuando éste le fue concedido, señaló a Lisán. El andalusí permaneció atónito durante un momento, sin entender qué significaba aquel gesto del guerrero. El círculo del Ah Cuh Caboob se abrió ante él.
– ¿Cuál es tu opinión, Lisán al-Aysar? -le preguntó Koos Ich.
Lisán avanzó unos pasos titubeantes y penetró en el círculo. Se detuvo al pie de la Ceiba Sagrada. Allí permaneció en silencio por un instante, antes de decidirse a hablar.
– La tierra de la que vengo también está siendo sometida por extranjeros llegados del norte -dijo-. Durante incontables años nos hemos enfrentado a ellos y nuestros hijos crecen sabiendo que hay un enemigo contra el que luchar. Algunos entre nosotros han buscado también la paz y el entendimiento con ese adversario. Una y otra vez se han firmado tratados que han sido rotos una y otra vez. Y, mientras nuestra tierra es invadida, los nuestros son considerados extranjeros en su propio hogar, nuestra fe es despreciada y nuestros templos destruidos… Quienes quieran vivir en paz en esas condiciones están equivocados. Pagarán su error con la extinción de su mundo, de su fe y de su gente…
Una idea había cruzado por la mente de Lisán mientras pronunciaba estas palabras: regresar a Granada, con un ejército de hombres-águila… ¿Qué podría hacer un guerrero tan fabuloso como Koos Ich equipado con armas modernas? Miró a Piri y vio en sus ojos que había adivinado lo que estaba pensando. Pero, justo en ese instante, comprendió la paradoja sin solución que encerraba un concepto semejante.
Hun Uitzil Chaac reclamó la atención de todos con unos golpes de su macana en las gruesas raíces de la Ceiba, y dijo:
– La guerra es inminente y ya nada puede evitarla. Sin embargo, los mexica cumplirán escrupulosamente con el trámite de las embajadas. Durante los meses que esto nos da de plazo, debemos enviar a nuestros propios embajadores a las ciudades vecinas, para hacerles ver la amenaza que nuestros enemigos representan y lo necesario que es hacerles frente en este momento decisivo. Ésta es mi opinión.
– Que así sea hecho -sentenció Koos Ich.
Mientras todos regresaban a sus casas, Piri se acercó a Lisán.
– Tengo entendido -le dijo- que los mexica son aliados de aquellos que asesinaron y devoraron a nuestros hermanos.
– Sí. Es muy posible que los guerreros de Amanecer acudan a la guerra a su lado.
– En ese caso, ha llegado la hora de la venganza. Si ayudamos ahora a esta gente, quizás en el futuro nos ayuden ellos a nosotros… ¿A que es eso lo que estabas pensando…?
– Más o menos.
– En cualquier caso, nunca me ha gustado ser un mero espectador en una batalla. Pero ¿qué podemos hacer? Si al menos dispusiéramos de unas cuantas armas de fuego…
El andalusí especuló sobre esto.
– Yo podría producir pólvora -dijo-. Recuerdo que el ungüento que me aplicaron en una herida olía a azufre. El resto de los ingredientes no son difíciles de conseguir, y conozco la mezcla y las proporciones.
– Pero aquí apenas trabajan los metales, y sin ellos no veo cómo fabricar las armas de fuego. Tan sólo he visto adornos de cobre, que es un metal demasiado blando…
– Siempre podemos fabricar bombardas de cuero…
– ¿Bombardas de cuero? -Piri no sabía si el andalusí se burlaba de él o si deliraba.
– Imagina un ánima de cobre ceñida por varias vueltas de cuerda y revestida por una fuerte vaina de cuero. El cobre es resistente al calor y el cuero le da solidez al conjunto.
Como viera que Piri no se lo tomaba en serio se apresuró a añadir:
– Oí hablar de ellas y de que fueron usadas en las montañas de India por los sayyids. Eran lo bastante ligeras como para ser emplazadas en lugares casi inaccesibles.
– Pero ¿funcionaban? -preguntó Piri, escéptico.
Lisán se encogió de hombros.
– No lo sé. Hasta ahí no llegan mis datos. Pero eso tampoco tiene mucha importancia.
– ¿Por qué?
– Porque nunca nos dejarán usar armas de fuego en una batalla. Abre los ojos, Piri, intenta comprender a esta gente. Aquí todo está establecido de acuerdo con unas normas muy precisas y a nosotros no nos han de permitir romperlas.
Ésa era la cuestión. La paradoja irresoluble. Aquéllos eran unos guerreros fabulosos, sin duda, pero apresados por unos códigos de comportamiento tan extraños que en la práctica harían imposible la guerra contra los ejércitos de su mundo. Sería como si cada bando luchara en dos planos distintos de la realidad.
Mientras Lisán le explicaba esto, Piri parecía indignado. No podía entender qué sentido tenían aquellas especulaciones ociosas del andalusí. Él era joven y era un hombre de acción, no de palabras o sueños imposibles.
– No se puede tapar el sol con un dedo -le dijo-. El día que esta gente tenga que enfrentarse con los guerreros de nuestro mundo, comprenderán de inmediato que de nada valen todos esos estúpidos códigos para hacer la guerra. Entonces se verán obligados a jugar de acuerdo con nuestras reglas… o serán exterminados.
– Es posible. Pero hasta que llegue ese momento, estamos limitados por sus costumbres. No podemos proponerles que fabriquen armas de fuego porque éstas provocarían la muerte indiscriminada y ése no es su objetivo al luchar. Necesitan enfrentarse en combates individuales, para medir así sus fuerzas y que sus dioses puedan decidir.
– Como los personajes de los cuentos. Es ridículo.
– Quizá. Pero deberías hacer un esfuerzo por entenderlo.
Piri observó al andalusí. Parecía desconcertado por su actitud.
– ¿Qué nos está pasando? -dijo-. Dragut se viste y se comporta como uno de ellos, y tú pareces aprobar sus ideas.
– No las apruebo. Lo que te estoy diciendo es que puedo entenderlas. Este mundo tiene una lógica que no es igual a la nuestra, pero que funciona para ellos.
– ¿Qué podemos hacer entonces? ¿Luchar con esas palas de madera y dejarnos matar?
Lisán miró a su compañero y no supo qué decirle. No tenía respuesta para eso.
Una fría sensación de miedo se fue extendiendo por su alma. Presentía que el final estaba ya muy cerca.
– Quiero tomar otra vez el kuuxum -le dijo Lisán al Uija-tao.
Al caer la noche, había trepado de nuevo hasta la vivienda situada en lo alto del Yaxcheelcab. El anciano estaba en el interior de su choza, tumbado sobre su lecho de palos. Abrió los ojos. Ya no quedaba color en ellos, su iris se había vuelto tan blanco como la esclerótica y sus pupilas eran dos lunares negros que se movieron lentamente hacia el andalusí.
– Ma'. No puedes exigirle al chu'lel que te entregue el Conocimiento. Algunos hombres emplean toda una vida antes de atreverse a intentar un viaje como el que tú hiciste. Considérate afortunado.
– No respondes a mis preguntas y no me permites comunicarme con el chu'lel. Quiero saber qué es lo que esperas de mí y cómo voy yo a averiguarlo si no me das ninguna opción para aprender.
– Tienes el Códice de la Vida. Pregúntale a él.
– No puedo descifrar un alfabeto de sólo cuatro símbolos… Eso no tiene ningún sentido… -Lisán recordó algo y señaló el medallón que colgaba de su cuello-. Es esto, ¿verdad? Aquí está la clave de todo.
Los dos puntitos negros bajaron brevemente hasta el disco dorado y luego volvieron a enfocar el rostro del dzul.
– Lo ignoro. Eres tú quien tiene que averiguarlo.
– Déjame comer de nuevo el hongo.
– Eso es imposible. El kuuxum te sumerge por completo en el chu'lel y sin preparación no sobrevivirías a un nuevo encuentro con él. Nuestra mente es demasiado pequeña y tú no has aprendido a protegerla de su poder de absorción.
– ¿Crees que el chu'lel me matará?
– Te abrasará hasta dejarte reducido a cenizas. Ahora te conoce y no te permitirá escapar de nuevo. Mira ese bosque que nos rodea, todo nace de él, pero todo vuelve también a él. Él es el Gran Devorador tanto como es la Gran Madre. Quizá tu Realidad ya ha sido alterada para siempre… Ahora debes buscar el Conocimiento dentro de ti.
– No hay tiempo. La guerra con los mexica es inminente.
El anciano cerró los ojos y permaneció en silencio durante un largo rato. Lisán pensó que se había dormido, pero alzó una mano esquelética y señaló un cajón situado al fondo de la choza.
– Encontrarás allí un objeto alargado, envuelto en una funda de piel de serpiente.
Lisán revolvió durante un momento y alzó lo que el Uija-tao le había indicado.
– Beey. Eso es. Acércate ahora.
Así lo hizo y le entregó el objeto al anciano. Éste retiró la funda, descubriendo una pipa de madera larga, estrecha, con toda su superficie tallada de símbolos y decoraciones. Abrió una bolsa de cuero, que colgaba de un cordel de su cuello, y empezó a llenar la cazoleta con gestos lentos, solemnes.
– ¿Qué es esa mixtura? -preguntó Lisán.
– Es el bosque. Aquí hay pequeñas y escogidas partes de él. De sus maderas, de sus resinas, de sus hojas y sus gusanos. Todo bien triturado…
– ¿Eso me dará respuestas?
– Será tu guía para que tú las encuentres. -Comprimió la mezcla usando su dedo pulgar y luego se lo chupó-. Ahora tráeme un ascua…
Un pequeño brasero ardía a un lado y era la única fuente de luz en la choza. El andalusí se lo acercó al Adivino que, sin inmutarse, tomó uno de los carbones ardientes con los dedos y lo colocó en la cazoleta sobre la mezcla.
Empezó a chupar con fuerza. Sus mejillas se hundían dándole un aspecto cadavérico, y luego expulsaban una bocanada de un humo espeso. Fumó en silencio. Al cabo de un buen rato apartó la pipa de sus labios y la giró para ofrecer su boquilla al dzul.
– Pruébalo -dijo.
Lisán colocó los labios sobre ella y aspiró. Notó el humo penetrando en su boca y expandiéndose dentro de ella. Sintió que presionaba contra su cavidad bucal, contra su cerebro, le aplastaba los ojos desde detrás y salía como vapor por los agujeros de su nariz. Lo tragó. No lo notaba caliente ni frío, sólo denso y áspero. Se pegó a su garganta como si no quisiera descender hacia su pecho y taponó su tráquea por completo. Intentó toser, pero su faringe estaba cerrada. Parecía que se hubiera tragado un trozo de carne sin masticar. Finalmente el humo llegó a sus pulmones y desde ellos empezó a extenderse por todo su cuerpo. Podía notar con claridad cómo iba inundando cada uno de sus órganos, como una marea que se arrastrase por su interior. Volvía a respirar, pero en realidad era el humo quien lo hacía por él. Sintió que se mareaba, que iba a perder el sentido.
El Uija-tao lo observaba con frialdad. Las paredes de la choza empezaron a girar a su alrededor. Giraban muy rápido. Más rápido… hasta que se convirtieron en un borrón.
Oyó la voz débil del Uija-tao susurrarle:
– Los dioses siempre forman medidas armónicas.
Pero no podía estar seguro de si había oído realmente esas palabras o si éstas ya formaban parte de sus sueños.
– Despierta.
Lisán parpadeó. Uno de los sacerdotes que atendían al anciano adivino estaba frente a él. Golpeaba suavemente sus mejillas. El andalusí lo apartó de un manotazo. Se volvió y vio al Uija-tao durmiendo de espaldas a él.
– No puedes quedarte aquí -le dijo el sacerdote-. Debes marcharte, el Uija-tao necesita descansar.
El andalusí asintió y se puso en pie con torpeza. Caminó por la plataforma hasta la escalerilla y empezó a descender por ella. Se bamboleaba de un lado a otro. Sentía que mientras bajaba su cuerpo iba dibujando una mareante espiral en el espacio. Cada dos escalones tenía que detenerse, porque las piernas y los brazos le temblaban. Se abrazaba a la cuerda con los ojos cerrados por el vértigo, colgando en medio de la nada, rodeado sólo por los diminutos puntos de luz de las estrellas y por la Gran Ceiba.
El árbol Yaxcheelcab representaba el eje cielo-tierra, y la espiral que su cuerpo dibujaba podría ser una representación de la idea del descenso-ascenso, el medio de comunicación entre los planos subterráneo, terrestre y celeste, donde se agrupaban todos los seres creados. No era difícil encontrar similitudes con su propia tradición sufí, pero le fascinaba la obsesión de aquella cultura por ordenarlo todo de acuerdo con un eje y un centro. Siempre estaba presente este concepto, formulado con los cuatro ángulos del espacio y el tiempo, y con el quinto punto central en el que se conjugaban…
Quizá tu Realidad ya ha sido alterada para siempre…
Llegó finalmente al suelo y caminó hasta su choza. Estaba muy cansado, no deseaba otra cosa que echarse a dormir. Sin embargo, sus pasos lo llevaron hasta el Templo de los Escribas. Se detuvo frente a él, sin entender qué hacía allí, y descubrió que sentía el fuerte deseo de entrar y consultar el Códice de la Vida.
– ¿Para qué? ¿Qué objeto tiene eso? -dijo, y su voz resonó en el silencio de la noche-. No puede existir un alfabeto con sólo cuatro caracteres. Es demasiado simple, ¿qué puede expresarse con cuatro letras?
El interior del templo estaba completamente a oscuras. Lisán tuvo que subir por la escalera espiral palpando con cuidado el camino. Imaginó con viveza la escalera mientras sus ojos se esforzaban por ver algo en aquella negrura. Una espiral involutiva y otra evolutiva, y ambas se conjugan en el signo de una doble espiral. Y se vio a sí mismo caminando por su interior, dibujando sus huellas en el polvo de los escalones…
Y entonces lo comprendió.
Se detuvo respirando lentamente en la oscuridad. Temía espantar aquella idea que había empezado a formarse en su mente. Sus huellas a lo largo de la espiral eran como letras escritas sobre un papel que no era plano, que poseía tres dimensiones. De esa manera, con sólo cuatro caracteres escritos sobre un lienzo tridimensional, si su posición en el espacio variara su significado, se podría componer un texto muy complejo. Esto era lo que hacían las matemáticas que había aprendido en aquella tierra. Un sistema de numeración vigesimal, basado en la posición de los valores en diferentes columnas, que implicaba el uso de la cantidad «cero» y de dos numerales: un punto y una raya. Y sólo con esto era posible realizar los cálculos más complejos que pudiera concebir la mente humana.
Al llegar a la sala circular de los escribas, tropezó con uno de los códices y se dio de bruces contra el suelo. No intentó levantarse. A través de uno de los ventanucos se veían las estrellas. Los números y los astros siempre seguirían siendo los mismos. Por toda la eternidad. Quizá por eso, el deseo de buscar en los cielos y en las matemáticas las claves para la vida sobre la tierra era algo que compartían todos los pueblos.
Cuatro ángulos del espacio y el tiempo…
Despertó. Miró a un lado y a otro, desconcertado. Ya era de día y los sacerdotes trabajaban junto a él, indiferentes a su presencia. Sintiéndose avergonzado, pidió agua pura a uno de los acólitos y realizó el wudú, luego se arrodilló en dirección a oriente para rezar.
Un sacerdote estaba reparando el códice con el que él había tropezado durante la noche. Uno de sus pliegues estaba rasgado e intentaba cortarlo, con ayuda de una afilada cuchilla de cobre, para insertar allí una nueva sección de papel. Lisán se acercó a él y le pidió que le dejara estudiar aquel volumen. El sacerdote se lo entregó sin ningún comentario. Era una copia del Códice de la Vida. Desplegó sus hojas en forma de biombo y repasó con el dedo las interminables series de los cuatro símbolos.
Alzó el disco de oro que había colgado de su pecho durante tanto tiempo. Allí estaban los mismos cuatro símbolos, repetidos por su circunferencia. Un disco podía entenderse como una espiral comprimida en un plano. Pasó el dedo por el borde dentado del medallón. Exactamente doscientas sesenta muescas. Sonrió. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?
Se acercó al sacerdote y le preguntó por su cuchilla de cobre. Éste iba a entregársela, pero Lisán alzó la mano con una sonrisa.
– Tan sólo necesito que me digas dónde puedo encontrar al hombre que la fabricó.
El andalusí salió del templo y caminó hasta la choza del artesano, al que le expuso detalladamente lo que quería. El hombre le pidió su medallón, lo colocó sobre un papel y con un carboncillo hizo un calco de su silueta. Luego se lo devolvió a Lisán, asegurándole que al caer la noche tendría el objeto que le había encargado.
Ahora le parecía todo tan claro… Aquel pueblo disponía de dos sistemas diferentes para medir el tiempo con una asombrosa precisión.
El calendario tzolkín servía para adivinar el futuro y determinar las fiestas. En él se combinaban los veinte símbolos de los días con trece numerales, de modo que los números retornaban cada trece días y los signos cada veinte. Esta combinación de cifras y signos impedía que se repitiera ningún número con el mismo signo hasta que transcurrieran los doscientos sesenta días que constituían su ciclo completo. Doscientas sesenta muescas. Su medallón era, por lo tanto, un calendario tzolkín en el que los símbolos de los días habían sido sustituidos por las cuatro figuras del Códice de la Vida.
El otro calendario era el agrícola, al que denominaban haab. Constaba de dieciocho meses de veinte días, lo que daba un total de trescientos sesenta días. Pero los dos calendarios se combinaban generando uno nuevo llamado haaboob. [31] Las fechas de esta rueda se repetían cada cincuenta y dos años, y para diferenciarlas usaban un sistema llamado «cuenta larga», que permitía medir el tiempo en millones de años.
Pero la relación iba más allá. Cincuenta y dos semanas de siete días equivalían a un año lunar de trece meses, y tanto el número trece como el cincuenta y dos eran claves en aquella concepción cosmogónica, pues cuatro veces trece suman cincuenta y dos. El cuatro estaba, de este modo, por todas partes. El mes de veinte días se dividía en cuatro partes. Las cuatro direcciones cósmicas y los cuatro dioses Bacab, designados por Hunab Ku para sostener el cielo desde cuatro extremos que coincidían con los cuatro puntos cardinales. Los cuatro símbolos del Códice de la Vida presentes en su medallón…
Es lógico, pensó, los dioses siempre forman medidas armónicas… ¿no?
Esa misma noche, sentado en el suelo de su choza, Lisán colocó frente a él las dos ruedas, la de oro y la de cobre, e hizo coincidir los engranajes. Con un pincel muy fino, y tinta hecha con rocío y pelo animal carbonizado, dibujó con cuidado los símbolos de los veinte días sobre el disco de oro. Luego, fue girando con la mano la rueda del calendario solar, para comprobar que daba cincuenta y dos vueltas, al mismo tiempo que la del tzolkín de su medallón giraba setenta y tres veces, y que ambos calendarios se encontraban al término de este lapso en el mismo punto.
Tenía una copia del Códice de la Vida que dejó abierta frente a él. Ajustó su calendario con el Primer Año del Mundo, que según los itzá era el 4 ahau 8 kumk'ú. Luego fue moviendo los discos para que los cuatro símbolos grabados sobre cada uno de ellos fueran coincidiendo con aquella posición, de acuerdo con la secuencia contenida en el Códice.
Entonces, las dos ruedas dentadas empezaron a moverse solas. Con un sobresalto, Lisán apartó las manos de los discos. Se formó una neblina sobre la rueda calendárica que había sido su medallón. Al principio pensó que era el cansancio y las muchas horas de estudio a la luz de las antorchas, pero los caracteres grabados sobre la superficie de metal empezaron a elevarse como un polvillo dorado, dejando un rastro luminoso en forma de espiral entre la niebla que flotaba sobre el disco. La piedra de lapislázuli proyectó una imagen de sí misma en medio de aquella neblina. No podía dejar de mirar ese extraordinario fenómeno. Entonces vio formarse unas elipses, como delgados hilos dorados, girando a gran velocidad alrededor de la piedra azul y blanca.
Estaba tan absorto contemplando esto, que dio un respingo cuando fue sobresaltado por la voz de alguien que había entrado en su choza sin que él lo advirtiera.
– Te felicito, faquih. Una vez más has demostrado tu gran sabiduría.
Alzó la vista y comprobó que Baba estaba de pie frente a él.
– Tú ya sabías lo que era esto -le dijo.
– Es una máquina de los ÿinns, capaz de leer el chu'lel tan fácilmente como nosotros leeríamos un libro… Pero nunca logré descifrar el mecanismo para hacerla funcionar.
– ¿Y qué es lo que estamos viendo ahora?
Baba se sentó frente al andalusí. Su rostro tenía una expresión fascinada.
– Fíjate en esa esfera azul y blanca -dijo señalando el reflejo de la piedra de lapislázuli-, es la Tierra vista desde los cielos. Y estos trazos dorados creo que son… los cometas.
– ¡Magia diabólica! -exclamó Lisán-. Dime si es eso lo que está actuando aquí.
– Y cuando recibieron la Verdad dijeron: ¡magia! -dijo Baba, citando el Corán con una sonrisa sardónica-. No es tal, no te preocupes. Algunos números y sus combinaciones contienen un gran potencial para activar las energías del chu'lel, de acuerdo a las propias leyes del Universo. Esa energía es la llave de lo que la gente común conoce como «magia»… El Uija-tao ya ha debido explicártelo, ¿no? El Universo fue conformado para que pudiera contener a la vida y sólo ésta posee un poder capaz de alterar las leyes que lo rigen. Pero se debe liberar chu'lel… o pneuma, que es como lo denominaba mi maestro. Es una sustancia abundante en el interior de cada criatura viviente y, al liberarlo, desatamos la energía que contiene. En realidad no resulta más extraordinario que quemar un trozo de carbón para calentar el agua de una marmita, pero a ti te resulta inexplicable porque se emplean conocimientos de mundos anteriores que ya han sido olvidados. Toda la civilización de los ÿinn se basó en explotar los recursos del chu'lel. Los humanos, muy de vez en cuando, conseguimos capturar a uno de ellos y aumentar así nuestros conocimientos.
– Que fue lo que tú hiciste…
– Exactamente. Como muchos otros antes de mí. A lo largo de las generaciones hemos ido aprendiendo a utilizar limitadamente el chu'lel. Lo malo es que sólo conocemos unas pocas combinaciones, pero con una máquina como ésta será posible descifrar otros muchos códigos y conseguir un poder similar a los ÿinn.
– ¿Es eso lo que estabas buscando, convertirte en un ÿinn?
Baba le dirigió una mirada sombría y dijo:
– Tienes demasiada prisa por entenderlo todo, faquih. Se entra paso a paso en la oscuridad. Un pie primero y luego el otro…
Señaló el aparato que Lisán había montado. Seguía girando lentamente y sobre él continuaba desarrollándose la danza de lucecitas.
– Eso es un calendario. ¿Puedes marcar en él una fecha? -preguntó.
– Sí. Creo que sí.
– Hace dos años, cuando llegamos a estas tierras…
Lisán sujetó los dos discos con las manos y los obligó a situarse en la posición que Baba le había pedido. Los trazos de los cometas desaparecieron en la neblina y la esfera giró a toda velocidad. Cuando el andalusí liberó de nuevo los discos, los cometas reaparecieron y vio que uno de ellos estaba muy cerca de la bola azul.
– Ése es el cometa que vimos en el cielo mientras nos dirigíamos hacia aquí -señaló Baba-. Ahora, adelanta el calendario hasta la fecha actual.
Lisán así lo hizo. El cometa se movió alejándose de la esfera azul mientras trazaba una delicada elipse. Alcanzó el apogeo y regresó hacia ella. Pero esta vez su línea brillante no pasó junto a la Tierra, sino que chocó contra ésta.
– Ahí lo tienes -dijo Baba.
El andalusí tragó saliva. Sentía la garganta seca. Si lo que estaba viendo era información extraída directamente del chu'lel, si aquello era real, el cometa regresaría y se precipitaría sobre ellos. Recordó la amenaza de Sapas y el fin del mayor imperio de la Antigüedad…
– ¿Piensas que los ÿinn…?
– Hace miles de años estuvieron a punto de destruirnos y lo van a intentar de nuevo ahora. Aquel que capturé me lo anunció. Su victoria final sobre nosotros, aliados con los demonios del hielo, va a producirse aquí, en Tenochtitlán. La ciudad de los mexica es un nudo en las corrientes del chu'lel, y la sangre de miles de hombres sacrificados hará que esa montaña de hielo caiga y destruya el mundo de los hombres.
Lisán iba a seguir preguntando, pero una gran algarabía se oyó de repente en el exterior, interrumpiéndolos. Se puso en pie y caminó unos pasos hacia la puerta. Pero se detuvo, confuso, y se volvió hacia el mago, que seguía en la misma posición.
– ¿Qué está pasando ahí fuera?
Baba se agachó y recogió los dos discos. La imagen sobre ellos desapareció al instante. Los guardó entre los pliegues de su ropa.
– Los mexica. Ésta es su última embajada. La guerra va a empezar ya.
Los cacalpixque caminaban entre las chozas haciendo sonar sus caracolas de batalla y lanzando aullidos que imitaban la voz de los jaguares.
– ¡Escuchad, guerreros itzá! ¡Escuchad lo que venimos a advertiros, hombres bravos de Uucil Abnal! -gritaban-. Vosotros sois los que vais a recibir los golpes, vosotros sois los que vais a sufrir las heridas y todo el esfuerzo de la guerra. Vosotros y nadie más. Éstas son las palabras rituales, éste es nuestro último aviso. Escuchadlo…
Lisán contempló aquel extraño cortejo desde la puerta de su vivienda. Los esclavos de los embajadores mexica repartían regalos entre los ciudadanos de Uucil Abnal. Pequeños escudos, macanas, petos de algodón prensado y adornos de plumas. Pensó que aquello se parecía más a una boda andalusí, con los padrinos repartiendo presentes entre los invitados, que a una declaración de guerra. Pero eso es lo que era exactamente. El tiempo se había terminado.
– Queda fijado el tercero y último plazo de veinte días -dijo el cacalpixque-. Si persistís en vuestra negativa a aceptar la amistad de la Triple Alianza, nuestros ejércitos devastarán toda la provincia, los prisioneros serán sometidos a la esclavitud, y vuestra ciudad, reducida a cenizas.
Los mexica se marcharon y la ciudad volvió a quedar en silencio.
Lisán vio a Baba salir de su choza y caminar hacia el bosque. Corrió tras él.
– ¡Espera! -le gritó.
Llegó a su altura y lo sujetó por el brazo.
– Espera, no hemos terminado.
– De momento sí.
– No, creo que no.
Baba se volvió hacia él y dijo lentamente:
– Me has ayudado, faquih, y te lo agradezco, pero la verdadera batalla no va a suceder hasta que lleguemos a Tenochtitlán. Mantente con vida hasta entonces y nos volveremos a encontrar.
Pero Lisán no lo soltó.
– Espera, no puedes irte ahora. Esta gente te necesita… Necesitamos del poder y de la ciencia del disco de los ÿinns para vencer a los mexica.
Baba sonrió.
– ¿Ya te incluyes entre ellos?
– Debes ayudarnos.
– Esta guerra no tiene ningún interés para mí y no puedo arriesgarme. Nuestro destino está en Tenochtitlán. Entonces volveremos a vernos, faquih.
Se liberó de la presa del andalusí y desapareció de inmediato entre los árboles.
Lisán meditó durante horas sobre cada detalle descrito por el mago. ¿Cuánto era verdad y cuánto más mentiras? Él no tenía forma de saberlo. Desconcertado, acudió a la Gran Ceiba e intentó ver de nuevo al Uija-tao para preguntarle, pero uno de sus sacerdotes le impidió el paso.
– Está muy enfermo -le dijo-. Es imposible que pueda recibirte.
– Debo verlo ahora -insistió-. Es muy importante.
– Ma'. Lo siento. No puedo dejarte pasar.
Pero otro sacerdote descendió del gran árbol y habló en susurros con el que estaba frente a Lisán. Con una expresión que el andalusí interpretó como de fastidio, el primero se hizo a un lado y dijo:
– Beey. Al parecer el Uija-tao también desea verte a ti. Puedes seguir a mi compañero si te place.
Lisán llegó a lo alto de la Ceiba y entró en la choza del adivino. Se sentó a su lado, sobre una estera de algodón, escuchando el silencio entrecortado de su respiración, que ya era apenas un silbido. La pálida luz de la luna iluminaba la piel cubierta de arrugas del anciano tendido frente a él y le daba un aspecto estremecedor. Su cuerpo material era una cáscara casi sin vida, como la imagen reseca de Ah Puch, el dios de la muerte.
– Estás ahí -dijo el anciano con un hilillo de voz.
Lisán apenas lo había visto mover los labios.
– Acércate -susurró de nuevo aquella voz mortecina.
Lisán se inclinó sobre él y acercó el oído a su boca.
– Me apago -dijo-. Mi alma desea retornar al chu'lel, disolverse apaciblemente en él, pero debo permanecer aquí. Mi misión no ha terminado y tenemos que volver a vernos…
Con un gran esfuerzo se sacó del cuello el cordel que sujetaba la bolsita de cuero y se la entregó al andalusí. Luego alzó una mano temblorosa y señaló el cajón de madera donde estaba guardada la pipa. Lisán la encontró, en su funda de piel de serpiente.
– Llévala contigo. Sé que hoy te ha ayudado, y puede volver a hacerlo en el futuro. Llévala siempre a tu lado.
Lisán le ató una cuerda y la colgó a su espalda. A continuación volvió a sentarse y le contó al anciano su conversación con Baba.
– Recuerda lo que viste en el fondo del cenote -dijo el anciano-. Recuerda que lo que habitualmente ven tus ojos es sólo una parte de la realidad. Lo que él te ha contado es por lo tanto un pequeño fragmento de algo mucho mayor. Y muy por encima, con una complejidad suprema, el Gran Todo tiene las respuestas… Mi Dios Único y tu Dios Único quizá son el mismo Dios después de todo. Algún día saldremos de este ciclo y lo averiguaremos…
Las últimas palabras del Uija-tao fueron apenas un susurro ininteligible. Lisán se acercó e intentó sentir su aliento sin lograrlo. ¿Había muerto? Se inclinó sobre su pecho y escuchó. El corazón del anciano, aunque débil, seguía latiendo.
Los pasos de los sacerdotes sonaron detrás de él.
– El Uija-tao debe descansar ahora -dijo uno de ellos-. Nosotros lo cuidaremos.
El andalusí se puso en pie y abandonó la choza.
Tras descender de la Ceiba caminó solo entre las chozas. Sacó la pipa de su funda y la contempló a la luz de la luna. Acarició con los dedos los caracteres grabados sobre ella, casi invisibles entonces. La llenó con cuidado, guiándose por el tacto, luego se acercó a los restos de una hoguera y buscó un carboncillo que aún estuviera encendido.
Mientras fumaba, se preguntó si aquel objeto sería realmente una guía. Si ya le había ayudado, tal y como pretendía el Uija-tao. Parecía absurdo, pero Lisán se sorprendió a sí mismo considerándolo con toda seriedad. En su existencia anterior, la que había dejado atrás en la otra costa del mundo, le habían enseñado que Allah procura al sufí unas luces para que lo guíen en el transcurso de su vida. La primera consiste en la práctica común de la Sharîà, es decir, de la religión literal. Pero ésta es como las estrellas, cuyo brillo se oscurece tan pronto como se levanta la luna llena. Entonces ha llegado el momento de ser iniciado al Ta'wîl, la reinterpretación de todos los hechos en su sentido místico y esotérico.
Mi Dios Único y tu Dios Único quizá son el mismo Dios, le había dicho el Uija-tao.
¿Era posible? En la era del Jahiliyya todas las religiones habían sido una. Luego, algo las había barrido de su lado del mundo. Pero en aquella lejana costa seguían viviendo los mismos dioses y demonios de sus antepasados… Con todos sus ritos bárbaros y sangrientos, pero también con una extraña sabiduría y un conocimiento del Universo que nadie señalaría como hijo de la «ignorancia». ¿Cómo descifrar los datos que ahora se le presentaban? ¿Cómo? Estaba seguro de que había una forma… Pero era incapaz de verla.
Siguió fumando mientras reflexionaba y, sin saber cómo, se encontró en medio del bosque, lejos de las chozas. Algo llamó su atención, interrumpiendo sus pensamientos: una figura solitaria que caminaba en dirección a uno de los santuarios menores. La siguió en silencio por aquel sendero y se internó en la selva tras ella.
De repente, la silueta se detuvo y se volvió. Era Sac Nicte, tal y como había supuesto.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Lisán, acercándose.
A pesar de la escasa luz, advirtió que la mujer estaba temblando.
– Ma'. Tuve un sueño… Tú y yo…
Sus ojos miraban a un lado y a otro, febriles, llenos de terror. Parecía a punto de desmayarse. Lisán corrió hacia ella y la rodeó con los brazos para evitar que cayera.
– Por favor -le suplicó-, tranquilízate.
– Estábamos cercados por los cadáveres de mi gente, rodeados de muerte, cubiertos los dos de sangre… Tú y yo, en el final de este mundo…
Sus palabras lo estremecieron. Ella estaba llorando y se apretó un poco más contra él.
– Salí a buscarte. Deseaba con todas mis fuerzas que aparecieras y así ha sido. Esto debe de tener un significado… aunque me siento tan asustada…
– Yo también tengo miedo -dijo él con toda sinceridad.
Ella le acarició el cuello y la barba, y sonrió con ternura mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Aquel extranjero siempre conseguía parecer tan vulnerable que ella sentía la necesidad de protegerlo, incluso en un momento como ése.
– Me temes a mí, ¿no es cierto?
– Beey -admitió él.
– No debes hacerlo. La costumbre de mi pueblo es que cada uno de nosotros tenga muchos nombres diferentes, porque somos muchas personas diferentes a la vez. Yo soy Sac Nicte sólo para ti, pero tú ya no eres la misma persona que abandonó tu mundo… tu alandalus… Aquí eres otro, porque lo que te rodea es distinto y tú también has cambiado.
Ella apretó su rostro contra el de él, sus labios se rozaron… Se besaron.
Una sacudida recorrió el cuerpo de Lisán cuando fue consciente de lo que estaban haciendo. Recordó su juramento e intentó apartarse, pero Sac Nicte le dijo al oído:
– No me sueltes. Esta noche no quiero que te alejes de mí.
Él sentía que su cuerpo deseaba estar cerca del de ella. Y parecía imposible resistirse a ese impulso. Presionar sus cuerpos, el uno contra el otro, hasta que sus carnes se fundieran y sus átomos se mezclaran. Aunque su mente le gritara con desesperación que debía apartarse de aquella mujer y regresar de inmediato al poblado. Aunque una firme voz de su interior le recordara que romper el juramento dhihar significaba la condenación eterna. ¿Por cuánto tiempo escuchó aquella voz? No lo sabía. Más adelante ni siquiera se sintió seguro de haber dudado. Ella lo miraba. Sus ojos brillaban por las lágrimas, pero estaban tan llenos de promesas que lo hicieron temblar de deseo.
Ambos se acurrucaron juntos en la oscuridad, sobre un lecho de hojas.
– Esto no debería suceder.
– Ya lo sé -dijo ella.
Su pasión se convirtió en una ola que barrió de golpe todas aquellas sensaciones de vergüenza y de miedo, y arrastró el recuerdo de extraños juramentos. La sangre le latía con fuerza en el cerebro. Era la búsqueda de su propio ser a través de aquella fusión que acercaba sus dos cuerpos a Dios. Y uno de los viejos empeños del sufismo había pretendido canalizar esa pura energía extática. Los gemidos, la respiración entrecortada, los gritos de placer, que difuminaban todo lo que existía más allá de sus dos cuerpos entrelazados.
Sólo ellos dos eran reales y el resto del mundo un sueño absurdo.
Más tarde, Lisán se tumbó junto a Sac Nicte y contempló la cúpula del cielo. Pensó que todo lo humano era tan frágil y efímero que resultaba desolador. Y, sin embargo, un momento antes se había sentido capaz de rozar lo eterno con sus propios dedos.
Los versos de ibn Hazm, adquirían ahora un significado especial, como si los hubiera escrito sólo para describir lo que él sentía en esos momentos:
Quisiera rajar mi corazón con un cuchillo,
meterte dentro de él y luego volver a cerrar mi pecho,
para que estuvieras en él y no habitaras en otro,
hasta el día de la Resurrección y del Juicio;
para que moraras en él durante mi vida y, a mi muerte,
ocuparas las entretelas de mi corazón en la tiniebla del sepulcro.
Desde el cielo, algo le devolvió la mirada y lo obligó a apartarse de estos pensamientos…
Lisán entrecerró los ojos para apreciar mejor los contrastes de aquella luz. Era una nueva estrella que brillaba más que todas las que estaban a su alrededor, en un lugar del firmamento donde no debería estar…
El corazón le dio un vuelco y sintió que era arrastrado de nuevo a la realidad.
El cometa había regresado.
Cuando las largas filas de guerreros abandonaron la ciudad de Uucil Abnal, sonaron los tambores y trinaron las flautas. Los sacerdotes eran los responsables de esta algarabía y caminaban al frente de cada columna, celebrando los sacrificios y sahumerios apropiados para favorecer la victoria en la batalla que se avecinaba.
Los guerreros-águila realizaban sus propias ceremonias al margen del grueso de la tropa. Quemaban puk ak en el interior de unos braserillos de jade, que los sacerdotes agitaban de un lado a otro, y realizaban ofrendas de sangre.
Koos Ich se había clavado varias espinas de maguey en el glande y había dejado que la sangre empapara unas pastillas de puk ak antes de arrojarlas a uno de los incensarios. Alzó la vista y sus ojos se encontraron con los de Lisán, que lo observaba desde no muy lejos.
Lo sabe, comprendió de inmediato el andalusí.
Desvió la mirada y se alejó de los guerreros, preguntándose cuál sería la costumbre de aquel pueblo para una situación semejante. Si Koos Ich le retaba a duelo no tendría ninguna posibilidad. En realidad, tanto daba que le cortara el cuello la próxima vez que se cruzaran.
Sac Nicte caminaba junto a un grupo de sacerdotes.
– Yo se lo hice saber a través de uno de sus guerreros -le dijo cuando el dzul le confió su impresión.
Lisán la miró atónito.
– ¿Por qué? -le preguntó.
– No es posible mentirles a los dioses. Y si ellos lo saben todo, lo demás carece de importancia.
– Bueno, para mí sí puede tener importancia. Koos Ich me va a matar.
– Ma'. No tienes nada que temer. Hace mucho que él sabe lo que siento.
– ¿Desde cuándo?
– Antes de que te rescatáramos de los cocom.
– ¿Y a pesar de todo se arriesgó por mí?
– Beey.
Lisán se tapó el rostro con las manos. Se sentía avergonzado y miserable al recordar el juramento sagrado que le había hecho a aquel hombre, y que había roto.
– Él me salvó la vida y yo lo he ofendido.
– Un guerrero-águila no puede recibir ofensas. En realidad, Koos Ich no posee nada, excepto una vida que vivir de acuerdo con sus códigos.
– Me dijiste que perdería su dignidad.
– Pero no como guerrero. Nada puede afectarle mientras sea nacom.
– ¿Y qué pasará cuando acabe esto?
– Tarde o temprano todos tenemos que afrontar las consecuencias de nuestras acciones. Siempre es así.
Las columnas de guerreros se abrían paso por la densa vegetación. Plumas, petos, armas de piedra y rodelas ricamente decoradas rozaban contra las hojas y las ramas, creaban un incesante murmullo que recordaba a las escamas de una inmensa serpiente que se deslizara a través de la selva.
Centenares de hombres, llegados de los poblados que rodeaban el territorio de Uucil Abnal, se les fueron uniendo por el camino. Como afluentes que engrosaran el cauce de un gran río.
– ¿Dónde crees que anda Kazikli? -preguntó Piri.
Lisán caminaba ahora junto a los turcos. Había decidido no contarles nada sobre la última conversación con su antiguo jefe. Las cosas se habían precipitado y ni siquiera él había tenido tiempo de poner en orden sus ideas.
– No lo sé -dijo.
– Quizás haya huido a través del mar con uno de esos comerciantes.
El andalusí anduvo en silencio un buen trecho, rumiando lentamente sus pensamientos. No deseaba enfrentarse a la muerte. No ahora. Quizás esto no le hubiera importado demasiado unos años atrás, pero en ese momento no quería otra cosa que estar lejos de allí, junto a Sac Nicte. Quería tener la oportunidad de vivir con ella en algún lugar remoto, apartado de las guerras, de los ÿinn y de los dioses.
– Quizá lo que ha hecho Baba sea lo más inteligente -dijo.
– ¿Huir? -le preguntó Dragut.
– Ésta no es nuestra guerra.
– Pues míralo a él -dijo el turco señalando hacia Jabbar, que caminaba junto a ellos con la mirada tan perdida como era habitual en él-. No sabe dónde está, ni por qué va a luchar, toda su vida es siempre el mismo día de batalla. Una y otra vez. Así nos sentimos nosotros, faquih. Es algo que sabemos hacer y no nos planteamos mucho más. Luchar es una forma más de vivir y aquí también podemos labrarnos un futuro a golpe de espada, aunque sea de madera.
– ¿Has olvidado tan pronto a los que asesinaron a nuestros hermanos? -le preguntó Piri.
– ¿Es eso lo que buscáis, venganza?
– Tú deberías desearla más que ninguno de nosotros, pues viste con tus propios ojos cómo mataban, descuartizaban y devoraban a los nuestros. Eso fue lo que nos contaste, ¿no? ¿Tan pronto has olvidado el destino de los Banu Sarray, del muchacho mawla y de tantos amigos? Al contrario de Jabbar, yo sí tengo memoria y sabe Allah que juré vengarlos a cualquier precio.
– No lo he olvidado. Pero no se puede vivir para el odio, y nada de lo que hagamos podrá borrar de mi mente el recuerdo de los amigos muertos.
– Tienes miedo -comprendió Piri-. Para ti fue muy fácil hablar en el consejo, pero ahora, cuando llega el momento de la verdad, estás asustado hasta la médula.
– Déjalo -dijo Dragut-, él no es un guerrero. No lo ha sido nunca y no es justo que lo juzgues como tal.
Lisán no respondió y se apartó de los dos turcos. Alzó la vista y contempló aquel astro maldito. El cometa que los había acompañado en su tragedia al llegar a aquellas costas y que ahora volvía a lucir sobre sus cabezas. De momento sólo él y los sacerdotes podían identificarlo en medio del laberinto de estrellas. Se preguntó si la actitud del joven turco cambiaría ante la llegada de aquel signo infausto. No hay opciones… Únicamente un destino que nos empuja, como los motores que mueven los astros allá arriba…
Al amanecer llegaron al lugar elegido por los mexica para combatir.
Allí les aguardaban ya sus aliados tutul xiu. Lisán observó que físicamente no eran muy diferentes de los itzá, quizás un poco menores de estatura y con la frente plana. Pero Sac Nicte le explicó que esto último no era un rasgo de nacimiento, pues las mujeres xiu ataban una tabla contra la frente de los bebés para provocarlo. Había otros detalles: como los cocom, también se limaban los dientes para tener un aspecto más fiero y se rapaban la cabeza dejando sólo algunos mechones sueltos que les caían sobre las sienes.
Los mexica estaban acampados sobre una colina. El terreno era una amplia explanada de una legua de largo en la ladera que se proyectaba hacia las marismas. Aparentemente, el desnivel favorecía a los mexica, pues ocupaban la zona más elevada, pero las marismas y el monte encerrarían por igual los flancos de los dos ejércitos. En realidad, comprendió Lisán, la llanura parecía demasiado estrecha para formar adecuadamente las tropas.
Le señaló esto a Sac Nicte, opinando que quizá los mexica habían cometido un grave error táctico al elegir el terreno.
– ¿Por qué piensas eso? -le preguntó ella.
– Esa colina… Si los mexica se vieran obligados a retroceder, aunque no fuera más que unos pasos, quedarían atrapados. El terreno entre ellos y su campamento es demasiado reducido como para permitirles un repliegue ordenado y rehacer sus líneas. Con tan poco espacio, sólo pueden hacer una cosa si los batimos: huir a la carrera para impedir que nuestros guerreros los aplasten contra las defensas de su propio campamento…
– No hay colinas en estas tierras -le dijo la mujer.
– ¿Qué? -El andalusí se volvió hacia ella.
– Esta tierra es plana por completo. No hay montañas ni colinas.
– Pero… -Señaló-. ¿Cómo le llamas a eso?
– Hay un viejo templo enterrado ahí. Ese lugar es un nudo de poder del chu'lel y los mexica han tenido buen cuidado de situarlo a su retaguardia.
Lisán volvió a mirar el montículo.
– ¿Estás segura?
– Sí, Lisán al-Aysar, esta guerra se va a desarrollar a varios niveles. Unos visibles y otros invisibles. Y la magia va a estar presente.
Ahuítzotl comía tras un biombo adornado con hilos de plata y oro entretejidos alrededor de escamas de jade. Era un hombre muy joven, con la piel oscura y una larga nariz aguileña. Llevaba una rica capa atada con un gran nudo sobre su hombro derecho, y sandalias bordadas de oro con piedras preciosas en el empeine. Su labio inferior estaba perforado por un gran bezote de jade, y lucía un tocado de plumas verdes de quetzal sobre los cabellos negros y ondulados. Los esclavos le iban trayendo un plato tras otro, de los que apenas tomaba algún bocado, dejando el resto a los sabios y sacerdotes que estaban sentados con él. Al otro lado del biombo montaban guardia un gran número de nobles armados, listos para defender la vida del tlatoani, y algunos músicos hacían sonar sus instrumentos.
Uno de los nobles se arrodilló frente a él. Mantenía los ojos bajos, sin mirarlo, tocó el suelo con las manos y se las besó.
– Noble señor -dijo sin alzar la vista-, los itzá ya han llegado, ellos ya se han desplegado, se preparan para la batalla.
Ahuítzotl recogió una de las flores blancas diseminadas por el mantel y se dirigió a observar el campo de batalla.
– Acompáñame, Mujer Serpiente -dijo sin volverse, mientras olía la flor.
Juntos treparon hasta lo alto de la colina mágica y, desde allí, contemplaron el ejército enemigo que se extendía frente a ellos. Escuadrones de hombres-águila con adornos de plumas y pinturas de guerra, tropas de las etnias itzá y tutul xiu ataviadas con sus armaduras de madera, cuero y algodón prensado. Frente al campamento, un grupo de pajes amontonaban leña en piras dispuestas con regularidad.
En total se habrían reunido allí tres millares de hombres dispuestos a hacerles frente.
Ahuítzotl cruzó los brazos y pellizcó su bezote de jade con dos dedos.
– Son más de lo que habíamos supuesto, ¿verdad?
– Eso parece. Han conseguido implicar ciudades vecinas, pero no ha de servirles para cambiar el resultado de esta batalla.
– Tanto mejor -dijo el tlatoani-, más almas para entregar en la Ceremonia de Inauguración.
Koos Ich conferenció largamente con Hun Uitzil Chaac. Tras acordar el plan de batalla, se dirigió con paso firme hacia la línea de sus tropas.
En el centro del campamento, los sacerdotes golpeaban con palos manojos de la yerba xulub envueltos en trapos. Junto a ellos, doscientos guerreros-águila se infligían unos a otros dolorosas heridas con una afilada cuchilla de obsidiana, labrando su piel con complicados dibujos, corte tras corte, en el pecho, los brazos y las piernas.
Koos Ich soportó también esta tortura ante los asombrados ojos de Piri y Lisán, que no encontraban juicioso eso de someterse a una sangría momentos antes de iniciar una batalla.
Los sacerdotes se acercaron entonces a los guerreros-águila y les vendaron el pecho y los miembros sangrantes con los trapos empapados con el jugo de la yerba xulub. Los guerreros extendieron los brazos, como águilas de verdad a punto de emprender el vuelo. Sentían la energía recorrerles el cuerpo a través de los circuitos marcados por la filigrana de dibujos sobre la piel. Las pequeñas heridas quemaban como metal fundido, pero, a la vez, la yerba xulub les proporcionaba una fuerza extraordinaria y unos sentidos afinados al máximo.
Koos Ich descubrió que podía ver con claridad hasta el menor detalle del campamento mexica. Ahuítzotl caminaba entre sus guerreros tal y como se decía que solía hacer antes de empezar cualquier batalla. Al parecer quería que lo vieran, que se supiera que el tlatoani iba a estar con ellos.
Los guerreros-águila se ataviaron ceremoniosamente para el combate. El peto de algodón prensado, y sobre éste un ajustado traje de plumas de águila. Luego se colocaron un emplumado casco de mimbre que representaba la cabeza de un águila con las fauces abiertas. A Koos Ich le ataron a la espalda una larga caña con las insignias de su clan adosadas. Sería el estandarte que todos tendrían que seguir durante la lucha.
Los mexica y sus aliados habían situado a sus tropas, que superarían las cinco mil almas, en la ladera de la colina. Koos Ich calculaba que sus capitanes les habrían ordenado que no avanzaran hacia el enemigo, sino que esperaran en sus posiciones, para que los itzá-xiu llegaran ante ellos cansados por la carrera cuesta arriba. Bien, Koos Ich ya había discutido eso con su co-nacom y sabía cómo solucionarlo. Sin embargo, la superioridad numérica de los mexica y sus aliados cocom era aplastante, y eso sí que era un problema.
Ordenó a sus hombres que se separaran más unos de otros. Era importante no dejar los flancos al descubierto si el frente podía ser rodeado por sus enemigos. A pesar de ello, la línea itzá no era tan larga como la de la Triple Alianza, por lo que Koos Ich formó a los honderos y arqueros en sus alas, y a una tropa tutul xiu armada con lanzadores de jabalinas junto a ellos.
Pero sabía que toda la batalla iba a depender de la carga de los nahual contra sus guerreros-águila. Intentarían arrollarlos y ganar así la retaguardia del ejército itzá-xiu. Los engendros eran centenares y ya se estaban organizando para el inminente combate. Tal y como había previsto cuando los vio en Amanecer, el momento del enfrentamiento había llegado. No sentía temor ante esto, tan sólo la sensación de que un gran círculo se cerraba. Los hombres-jaguar del pasado tolteca habían derrotado a los guerreros-águila y habían empujado a los itzá al destierro. Como entonces, Tezcatlipoca, Espejo Humeante, el más temible de los hechiceros, los comandaba. Todas las generaciones siguientes de guerreros-águila habían vivido esperando el momento de este nuevo enfrentamiento.
Lisán se sentía cada vez más desmoralizado. No deseaba luchar, no quería presenciar más muertes. Miró con intensidad a Sac Nicte. Todo su ser deseaba tomarla entre sus brazos y llevarla lejos de aquel lugar. Ella se volvió hacia él y asintió con un gesto. Entendía por lo que estaba pasando, pero no había salida. Allí estaba su destino, el de los dos, y tenían que enfrentarse a él. Recogió su escudo y macana, y caminó hacia el campo de batalla en compañía de los tres turcos. Excepto por las barbas y porque no tenían la piel decorada con aquellas cicatrices coloreadas que lucían los otros guerreros, podría decirse que eran cuatro itzá más. Vestían igual que ellos, con aquellos petos de algodón que había sido prensado hasta convertirse en una coraza dura y correosa; sujetaban una rodela en la mano izquierda y cargaban una macana erizada de lascas de sílex en la otra.
Koos Ich les indicó dónde debían colocarse, en la retaguardia, junto a los guerreros más viejos, protegiendo a los sacerdotes y el campamento. No era un destino muy heroico, pero Lisán lo prefería así. Dragut, Piri y Jabbar no tenían mucha más experiencia que él con aquellas armas de madera, pero éstas no resultaban mucho más pesadas que las hachas de abordaje a las que sí estaban acostumbrados. Quizás ellos tuvieran una oportunidad de sobrevivir.
Cuando el sol se elevó por encima de las copas de los árboles que rodeaban la explanada, los sacerdotes mexica inauguraron la batalla haciendo sonar sus trompetas hechas con conchas de carey.
Koos Ich dio inmediatamente la orden de atacar. Sus guerreros cargaron hacia el frente enemigo, que no se movió, tal y como había supuesto. A su espalda, en el campamento itzá-xiu, los pajes encendieron todas las hogueras. A lo largo de la columna de hombres que avanzaban se transmitía el sonido de las caracolas de guerra, sus notas discordantes se unían a los gritos de batalla que imitaban el aullido de los diferentes animales que formaban los estandartes que colgaban de la espalda de los capitanes. Pronto se alcanzó un ritmo rápido y cruzaron la explanada a la carrera. El ágil paso de miles de guerreros levantaba nubes de polvo que ocultaban la visión a un lado y a otro de la columna.
Los mexica aguardaban, impasibles frente a ellos, entonando sus cánticos de guerra en náhuatl. Quizás esperaban verlos llegar agotados, pero el nacom ya había instruido a sus hombres. Alzó la macana y la tropa se detuvo para descansar unos instantes. Apenas lo suficiente para recuperar el aliento. Luego siguieron avanzando hacia las líneas de la Triple Alianza.
Cuando los itzá llegaron a un tiro de jabalina de ellos, los jefes mexica dieron la orden de atacar. Los músicos tañeron los teponaztli [32] y los mexica descendieron a toda velocidad por la loma de la colina, lanzando terroríficos aullidos. Las escuadras cocom los siguieron a poca distancia. Sus instrucciones eran esperar el momento de realizar el flanqueo y lanzarse contra la retaguardia de sus oponentes.
Los guerreros de ambos bandos alzaron sus armas y se produjo el contacto.
Fue como el choque de dos olas en mitad del mar, cada una de ellas formada por millares de hombres que aullaban embargados por la furia del combate. Por todo el campo se alzó el estruendo de sus gritos y el de las armas al colisionar, como una onda roja que recorriera de un lado a otro las filas de guerreros. El frente itzá-xiu retrocedió un poco en el primer momento, pero resistió como una muralla flexible de escudos y macanas. Ante ella, los mexica no pudieron hacer otra cosa que contenerse, y gran parte de la potencia inicial de su carga se perdió. A pesar del caos de aquel primer encontronazo, los guerreros itzá-xiu fueron conscientes al instante de la pérdida de impulso de sus enemigos y devolvieron con saña los golpes, dispuestos a obligarlos a retroceder palmo a palmo hasta su campamento.
En aquel momento parecía que la batalla se inclinaba rápidamente del lado del ejército itzá-xiu; sin embargo, aquella perfecta cohesión se derrumbó como un castillo de naipes cuando los nahual cargaron contra ellos. Cada hombre-jaguar era una bola de metal caliente arrojada contra un ejército de cera. Abrieron una amplia y sangrienta franja a través del centro de la columna enemiga, dejando detrás de sí un rastro de guerreros heridos que eran rápidamente apresados por sus pajes. La confusión era total, luchaban todos en medio de una aglomeración de gritos y polvo, mientras las jabalinas cocom destellaban sobre los combatientes, clavándose en el perímetro de la zona de batalla, para impedir que se dispersaran.
Todo se produjo tan rápidamente y con tanta confusión que los guerreros-águila necesitaron algún tiempo para comprender qué era exactamente lo que estaba sucediendo. Pero no había dudas sobre la intención de los nahual: buscaban decididamente entablar combate con ellos, en medio de aquel caos donde no tendrían espacio para maniobrar.
Pero los guerreros del Sol hicieron algo sorprendente. Koos Ich agitó su macana en círculos sobre su cabeza, dibujando la señal convenida. Entonces los hombres-águila flexionaron las piernas y brincaron, todos a la vez, sobre la cabeza de la escuadra enemiga. Los mexica contemplaron atónitos aquel espectacular e inhumano salto, que fue casi un vuelo, y cómo los doscientos guerreros aterrizaban con un estruendo en su retaguardia.
Koos Ich respiró hondo y miró a su alrededor. Sentía en toda su intensidad aquel instante de locura absoluta que siempre se producía cuando dos ejércitos enemigos entraban en contacto. Sus sentidos, acelerados al máximo, captaban hasta el último detalle de lo que los rodeaba. Con aquel fabuloso salto, los guerreros del Sol se habían alejado del centro del revoltijo de cuerpos y ahora podían triturar a sus enemigos entre dos frentes. Se estaban librando decenas de combates individuales, el choque de las macanas se había convertido en un único sonido continuo de fondo, pero también podía oír los chasquidos de los huesos al partirse, los desgarrones de la piel al ser cortada y el chapoteo viscoso de la sangre al saltar de los cuerpos para ir a caer al suelo. Podía oler la sangre como un aroma denso y dulzón que se le metía en las narices, y también el hedor de las heces de aquellos desdichados que habían sido alcanzados en el vientre. Sentía la empuñadura de cuero de su propia macana, apretada con fuerza entre sus dedos, resbalosa por la sangre que la empapaba. Acababa de derribar con ella a su último enemigo y buscaba a otro al que enfrentarse, cuando vio a varios nahual lanzarse hacia ellos saltando a través de los hombres que combatían, como felinos enloquecidos.
A una orden suya, los guerreros de Koos Ich volvieron a flexionar los músculos de las piernas y se proyectaron en un corto vuelo hacia los nahual. Águilas y jaguares chocaron a cierta altura sobre el campo de batalla. Los filos de piedra de sus macanas lanzaron chispazos al colisionar con una violencia estremecedora y el estrépito producido por aquellos impactos ensordeció por un momento los restantes ruidos de la contienda.
Cayeron juntos al suelo, aturdidos por el encontronazo. Los nahual se pusieron en pie y atacaron de inmediato con saña, enloquecidos, más pendientes de causarles daño a los guerreros-águila que de protegerse ellos mismos de las armas de sus enemigos.
Koos Ich oyó un rugido a su derecha y un hombre-jaguar se abalanzó sobre él. El nacom esquivó el golpe de su macana y contraatacó, lanzando un tajo horizontal hacia el pecho del nahual. Éste lo paró con su rodela pero dejó a descubierto su vientre, lo que el guerrero itzá aprovechó; giró como un trompo sobre sí mismo y lo alcanzó en el centro del abdomen. Lo dio por muerto, pues el enmascarado retrocedió sujetándose los intestinos, que asomaban por el profundo tajo, y cayó de espaldas. Koos Ich se volvió, buscando otro enemigo con el que combatir. Pero oyó de nuevo el aullido del nahual que acababa de derribar, y se volvió a tiempo de ver cómo aquel al que había considerado ya un cadáver cargaba de nuevo contra él. Su atuendo de piel de jaguar seguía desgarrado por el vientre, pero la sangre había dejado de manar y la herida se había cerrado. Hubo un nuevo intercambio de golpes y Koos Ich observó algo estremecedor: no importaba las heridas que recibieran, lo graves que parecieran éstas, los nahual se recuperaban de inmediato, milagrosamente. Finalmente alcanzó a su enemigo bajo la barbilla y la cabeza con la máscara de jaguar rodaron juntas por el suelo.
– ¡Golpeadles en el cuello! -gritó a sus hombres con toda la fuerza de sus pulmones.
Observó que algunos nahual peleaban con algún miembro cercenado. Un brazo cortado no volvía a crecer, pero la sangre dejaba de manar y aquellas criaturas podían servirse del otro para seguir combatiendo. Pero una cabeza cortada era más de lo que su magia podía remediar.
A pesar de todo, la fiereza en el combate de los guerreros-águila había conseguido frenar la carga nahual. Estaban acostumbrados a enemigos que ofrecían poca o ninguna resistencia a su poder, y la firmeza de aquellos combatientes los había desconcertado. Gracias a esto, Koos Ich había ganado unos preciosos instantes de calma para que la tropa itzá-xiu se recuperara de la conmoción del encontronazo con los hombres-jaguar. Y sus enemigos dejaron pasar otros instantes aún más preciosos mientras se reorganizaban para embestir en línea.
El nacom impartió rápidas órdenes con el código de señales dibujadas en el aire por su macana. El estandarte que lo identificaba como el líder estaba cubierto de polvo y salpicado de sangre, pero seguía prendido a su espalda. Las tropas itzá-xiu obedecieron de inmediato sus instrucciones. Algunos guerreros se adelantaron para ocupar los huecos dejados por los caídos en combate y restablecer la primera línea del frente.
Los ojos de Koos Ich se encontraron con los de uno de sus hombres, situado a unos pasos. En su mirada leyó el cansancio y la fatal convicción de que el destino de la batalla ya se había decidido en su contra. Pero también la firmeza de aquel que sabe que va a morir con honor, peleando hasta el final.
No huir jamás, aunque nos acometan diez o doce enemigos a la vez…
El breve instante de calma en medio de la batalla pasó y los mexica, comandados por los hombres-jaguar, atacaron con renovada ferocidad a la primera línea de combate itzá-xiu, sin que Koos Ich y sus guerreros-águila lograran contenerlos. La violencia de la carga hizo estremecerse a sus escuadras, que poco podían hacer contra los enloquecidos nahual. Éstos aceptaban las heridas más terribles sin que de sus rostros desapareciera aquella sonrisa feroz, y ahora rehuían el combate contra los guerreros-águila, pues habían comprendido que sus poderes tenían un mayor efecto en el ánimo de la tropa común.
Los guerreros itzá-xiu retrocedían poco a poco, tratando desesperadamente de escapar de aquella mortal encerrona. Koos Ich gritaba a sus hombres que siguieran aguantando, pero, tanto él como el resto de sus guerreros-águila, tenían frente a sí un sólido muro de luchadores mexica con los que tenían que combatir antes de alcanzar a los nahual. Y ni sus propios brazos parecían capaces ya de soportar un esfuerzo tan desmesurado. Era evidente que los aliados itzá-xiu no podrían romper la línea de los mexica y éstos estaban ganando terreno a toda velocidad, infligiéndoles más bajas a cada instante que pasaba.
En ese momento cargaron también contra ellos los guerreros de Amanecer, que se habían reservado para mantenerse frescos, y los empujaron hacia el flanco izquierdo de su propia línea de combate. El resultado fue que los guerreros de Uucil Abnal fueron aplastados entre los mexica y sus aliados. De forma implacable, los nahual se abrían paso a través de un mar de hombres itzá y tutul xiu agotados y desconcertados.
De repente, Koos Ich se vio rodeado de enemigos. Ni uno de sus hombres estaba a la vista. Derribó a dos de los guerreros de Amanecer y a un mexica antes de que un hombre-jaguar saltara sobre él y lo abatiera. Sentía los brazos como dos fardos rellenos de arena. Todo el poder de la yerba xulub parecía haberse agotado, pero intentó levantarse.
Entonces el nahual le golpeó con su macana en pleno rostro y la guerra terminó para Koos Ich con un destello que apagó su conciencia.
Una vez roto el frente, las tropas de la Triple Alianza penetraron sin dificultad a través del terreno dominado por los guerreros itzá-xiu. Los supervivientes dieron media vuelta y corrieron, abandonando el campo a sus enemigos. Ya no podían hacer nada allí, y sus mermadas fuerzas iban a ser necesarias para defender el campamento.
Mientras los restos de la tropa iban llegando, el batab lanzó al aire un tronco encendido. Ésta fue la señal para que los pajes que vigilaban las hogueras empezaran a arrojar a ellas cestos llenos de chiles.
– ¡Vamos, vamos! -gritó Hun Uitzil Chaac mientras él mismo colaboraba en lanzar los chiles al fuego.
Había visto caer a su joven co-nacom en la batalla; sabía que ahora todas las decisiones dependían de él. La situación era desesperada y en ese momento sentía tener más de cien años. Pero cumpliría con su deber hasta el final. Se apartó con rapidez, mientras un espeso humo salía de cada una de las hogueras y se arrastraba hacia la falsa colina. Era una idea de una asombrosa sencillez: en un terreno plano, el viento siempre corre en dirección al punto más elevado. En este caso, el campamento mexica.
– Preparaos para resistir -aconsejó Piri a los turcos.
No muy lejos de ellos, Lisán se dispuso también para el inminente combate. Sujetó la macana con ambas manos, separó las piernas, y esperó.
– Allah esté con nosotros -musitó-. Si mi destino es morir aquí y ahora, que Él me conceda acabar antes con unos cuantos de los que asesinaron a mis hermanos.
– Que tu Dios y el Nuestro escuchen tu plegaria, Lisán al-Aysar.
El andalusí se volvió. Sac Nicte estaba junto a él, sujetaba un propulsor de hueso en la mano derecha y un puñado de flechas, delgadas y largas como jabalinas, en la izquierda.
– Deberías estar en la retaguardia, con los otros sacerdotes.
– Es aquí donde debo estar.
Miró a la mujer con desánimo.
– ¿De qué ha servido nuestra presencia? -se preguntó-. No hemos cambiado nada. Todo ha salido mal.
– Es la decisión de los dioses -dijo ella. Y añadió, tragándose sus propias lágrimas-: Al menos vamos a morir juntos, ya que no pudimos vivir así. Que tu último pensamiento sea para mí, Lisán al-Aysar. Asimismo, el mío será para ti, y de esa forma nos encontraremos en una próxima vida. Recuerda lo que has aprendido, tu voluntad puede hacer que tu alma no se pierda en el chu'lel y regrese de nuevo al mundo. Envuélvela con nuestros recuerdos y los dos regresaremos para revivir el amor que ahora sentimos el uno por el otro. Pero debes atar tu alma a este mundo, Lisán al-Aysar -apretó con fuerza el puño-, debes concentrarte en atar tu alma a este mundo…
El andalusí asintió e intentó fingir confianza en las palabras de la mujer.
– Ataré mi alma a ti -dijo-. Los sufíes afirmamos que si puedes presenciar sin temor la propia destrucción y el fin de todo lo que te rodea, quizás asistirás al milagro del jalq al-yadîd, la Creación Continua al Final del Tiempo.
– Que así sea -musitó Sac Nicte. Y añadió con una calma helada-: Ya están ahí.
Lisán se volvió hacia donde la mujer señalaba. Envueltos por jirones de aquel humo aceitoso, fueron apareciendo, uno tras otro, los guerreros cocom de Amanecer. Tosían e intentaban apartarse las lágrimas de los ojos enrojecidos para volver a ver con nitidez, frotándoselos desesperados con los antebrazos. Algunos se arrastraban por el suelo o iban a cuatro patas, casi asfixiados por el humo de los chiles.
No pasa un instante en el que no seamos disueltos en Allah, rezó.
En ese momento, Hun Uitzil Chaac se puso en pie y agitó un tronco en llamas sobre él mientras lanzaba un aullido. Todos los guerreros que se habían congregado en la retaguardia se lanzaron entonces contra los invasores y empezaron de nuevo los combates individuales.
De repente el viento cambió de dirección y el humo se volvió hacia ellos. Sac Nicte miró a los sacerdotes de Uucil Abnal, pero éstos seguían inmóviles, como estatuas de carne.
– No debería estar pasando esto -dijo la mujer-. La magia de nuestros enemigos es demasiado poderosa. Sus hechiceros están usando toda la sangre derramada contra nosotros.
El andalusí parpadeó.
– ¿Qué está sucediendo? -preguntó.
Sac Nicte señaló a los sacerdotes que permanecían rígidos, con los ojos en blanco.
– Ellos están ahora en otro lugar. Sus almas pelean en el Inframundo con las de los sacerdotes mexica. Pero están siendo derrotadas.
Lisán apenas podía distinguir algo en medio de todo aquel caos y ya empezaba a notar los primeros efectos del humo. Los luchadores de ambos bandos habían quedado velados por aquella niebla falsa. Oía los gritos y golpes que se producían a su alrededor, pero apenas veía nada más allá de unos pocos pasos a su alrededor. Únicamente siluetas que combatían. Y una de aquellas sombras se dirigió en línea recta hacia ellos. Pero ¿era amigo o enemigo? Alzó su macana y se preparó para luchar o morir, mientras que por el rabillo del ojo veía que Sac Nicte colocaba un dardo en el propulsor y lo lanzaba con un movimiento fluido.
Y un cocom se derrumbó a sus pies con una jabalina clavada en la garganta.
Otro guerrero de Amanecer apareció junto a Sac Nicte. Durante un instante, la mujer no lo vio. Sus ojos lagrimeaban a causa del humo de chile, estaba preparando otro dardo cuando fue sorprendida por su ataque.
– ¡Nicte! -gritó Lisán.
Ella intentó volverse para acuchillarlo con el dardo, pero no tuvo tiempo. Se vio obligada a lanzarse al suelo para no ser alcanzada por el arco que trazó el arma de su enemigo. Sin pensarlo dos veces, el andalusí cargó contra él. Pasó sobre Sac Nicte, que gateaba para alejarse y, levantando su arma por encima de su cabeza, intentó descalabrar al cocom de un mazazo. Éste lo paró, interponiendo su macana, y luego golpeó a Lisán en el pecho con el escudo. El andalusí cayó hacia atrás y, por un momento, todo se volvió turbio. El humo se le metía por la nariz y hacía que los ojos le ardieran. Tosió con fuerza intentando despejar sus pulmones. A través de la humedad que empañaba su vista vio al guerrero correr hacia él.
Alzó la macana en un desesperado intento de protegerse, pero no fue necesario. Uno de los dardos de Sac Nicte se clavó en la espalda de su atacante. Y, al instante, antes de que alcanzara el suelo, otro se clavó junto al primero.
Se había levantado una brisa que arrastraba de nuevo el humo de chile hacia la colina.
Los sacerdotes de Uucil Abnal agitaban con fuerza unos braserillos de jade e invocaban a sus dioses silbando sus nombres. Era el último y desesperado esfuerzo para vencer la magia de sus enemigos, pero varios nahual saltaron sobre ellos, les arrancaron incensarios y amuletos, para luego derribarlos a puñetazos. Los mexica y sus aliados cocom dominaban ya el campamento, y sus esclavos corrían de un lado a otro arrastrando por el pelo a los guerreros itzá y tutul xiu maniatados como corderos.
Los tres turcos y un puñado de itzá corrieron hacia Lisán y Sac Nicte perseguidos por una tropel de enemigos. La expresión de la mujer era de fría determinación mientras colocaba un nuevo dardo en el propulsor. Realizó varios lanzamientos e hizo blanco en cada ocasión.
– Sabes manejar eso, mujer -dijo Piri con admiración.
Lisán contó a los guerreros que acompañaban a los turcos: nueve.
– ¿Sois todos? -preguntó.
– Todos los que quedamos en pie -le respondió uno de los itzá.
– ¿Qué va a pasar ahora? -preguntó Jabbar.
– Primero acabarán con nosotros -le respondió Sac Nicte-. Bueno, intentarán capturarnos con vida. Luego se dirigirán hacia Uucil Abnal para destruir nuestra ciudad.
– Te aseguro, mujer, que mí no me van a capturar vivo -dijo Dragut.
Jabbar miró a un lado y a otro buscando al siguiente enemigo con el que combatir. Mexicas y cocom formaban un gran círculo a su alrededor. Alguien se abrió paso entre aquellos guerreros cubiertos de sangre y penetró en el interior. Era un hombre grueso, vestido con el atuendo de un alto dignatario.
– Por fin volvemos a encontrarnos, dzul -dijo señalando a Lisán.
Lisán reconoció al Halach Uinich de Amanecer, el hombre que había ordenado asesinar a sus compañeros.
– Yo también te recuerdo -dijo el andalusí entre dientes.
– Tenemos órdenes de capturaros con vida, dzul. Se os tratará bien. Debes saber que…
El Halach Uinich enmudeció súbitamente y bajó la vista hacia su pecho. Miró con una expresión de incredulidad el dardo que se había clavado limpiamente en el centro de su esternón. Cayó de bruces, como un árbol cortado de raíz, y el sonido seco de su cuerpo estrellándose contra el polvo pareció ser la señal que esperaban sus guerreros para atacar. Sac Nicte ya había colocado una nueva flecha en el propulsor. Dragut saltó fuera del grupo y se adelantó hacia la aullante oleada que se les venía encima. Detuvo un golpe que a punto estuvo de arrancarle la macana de los dedos y lanzó uno que el guerrero mexica bloqueó con facilidad. Pero antes de darle tiempo a replicar desenvainó el cuchillo de acero que aún llevaba al cinto y, sin miramientos, lo clavó bajo la barbilla de su enemigo. Un movimiento rápido y preciso, un giro de derecha a izquierda, y un borbotón de sangre escapó por la boca y congeló en un rictus de sorpresa la mirada del mexica. Dragut escupió a un lado, asqueado. Dos cocom lo rodearon, rugiendo como fieras auténticas, pero manteniéndose a distancia. Se encogió de hombros y se limpió en el peto el filo ensangrentado de su cuchillo. Luego, agazapado como un león al acecho, esperó el ataque final.
– Olvidaos de atraparme vivo -siseó.
Dragut estaba agotado, pero se defendió con bravura de los cocom, y de tres guerreros mexica que acudieron para rodearlo. Fue una hazaña increíble que entre los cinco no pudieran capturarlo con vida. El turco se debatía y se escurría como una anguila entre ellos, su cuchillo era rápido y certero como la uña de un escorpión, y dejó a los dos cocom sangrando en el suelo antes de que uno de los mexica lo alcanzara en el vientre, con tanta fuerza que a punto estuvo de partirlo en dos.
Desde el suelo, boca arriba, Dragut aún intentó alzar su cuchillo para seguir defendiéndose. El mexica se puso sobre él y estudió la herida que le había infligido. Comprendió que no tenía ninguna posibilidad de recuperarse y le aplastó el cráneo con su maza.
Como había dicho Piri, la guerra no era un juego. No había reglas, no había alegrías. Sólo cansancio y muerte.
Lisán, Sac Nicte y los dos turcos supervivientes luchaban espalda contra espalda, junto a los últimos guerreros itzá, en el centro de un torbellino de confusión y sangre. Pero uno a uno iban cayendo. Los pajes sujetaban por los tobillos a los vencidos y los arrastraban rápidamente fuera del círculo. Los mexica y los cocom acosaban sin descanso al cada vez más reducido grupo de defensores. Proferían rugidos y aullidos salvajes, que los llenaban de espanto mientras tenían que parar un golpe tras otro.
Lisán vio cómo Jabbar se desplomaba mientras se llevaba las manos a la garganta víctima de un salvaje tajo, que le había abierto una segunda boca por donde la sangre, mezclada con aire, burbujeaba. Al menos, pensó, aquel desdichado no tendría que pasar por el horror del sacrificio.
Después fue abatido Piri, de un golpe en la cabeza; de inmediato, los pajes lo sacaron de aquel hervidero.
El andalusí se volvió hacia Sac Nicte y le dijo:
– ¿Es esto el fin?
– Recuerda: búscame en la siguiente vida -dijo ella, mirándolo intensamente. Y, acto seguido, intentó clavarse uno de sus propios dardos en el vientre.
Pero una mano cubierta de piel de jaguar se lo arrebató, luego la sujetó por el pelo y la lanzó contra el suelo empapado de sangre.
Lisán golpeó al hombre-jaguar que había atacado a Sac Nicte en el hombro, con todas sus fuerzas, de tal modo que le desgarró el brazo hasta el codo, dejando el hueso al descubierto. El nahual se volvió hacia él con una sonrisa maligna asomando entre sus dientes afilados, indiferente ante la herida que acababa de recibir, y unos ojos tan inhumanos que hicieron que el andalusí se estremeciera de pies a cabeza. Los pelos de la nuca se le erizaron dolorosamente.
Entonces alguien descargó una macana contra su espalda, y Lisán notó claramente cómo su columna vertebral se partía en dos.
Uucil Abnal despertó iluminada por las llamas y poco a poco el silencio de la noche se fue poblando de gritos desgarrados, mientras el fuego devoraba las chozas y saltaba nervioso de un tejado de paja a otro.
Unas sombras se abalanzaron hacia el poblado, envueltas en un resplandor fantasmagórico. Eran espectros de depredadores cubiertos con pieles manchadas de negro y amarillo. Corrían en medio de todo aquel caos, blandiendo las antorchas que estaban transformando la ciudad y su bosque sagrado en una inmensa pira funeraria.
Toda la selva alrededor de Uucil Abnal se había encendido como un anillo de luz brillante, enmarcando aquel escenario de destrucción. Quienes no se atrevían a enfrentarse a aquellos seres temibles corrían a la desesperada, incapaces de comprender lo que sucedía.
Ahuítzotl caminó con arrogancia entre las chozas en llamas, liderando la destrucción, embriagado del olor a humo y a sangre. Iba escoltado por el Mujer Serpiente, varios sacerdotes de Amanecer y un puñado de sus más fíeles nobles. Todos se detuvieron frente a la Gran Ceiba. El fabuloso árbol Yaxcheelcab había empezado a arder, las llamas lamían las antiquísimas piedras del templo incrustado en su tronco. Algunos sacerdotes saltaron desde lo alto para escapar de ellas y fueron a caer a los pies de los nahual, que los remataron sin miramientos, y lo mismo hicieron con los ancianos que no eran apropiados para el sacrificio.
Ahuítzotl aspiró el humo que desprendía aquella leña sagrada. El símbolo mexica de la victoria era un templo en llamas, pero nada podía compararse a la magnificencia de aquel gigantesco árbol ardiendo por los cuatro costados. Era la propia imagen de su victoria, del nuevo poder que los mexica estaban instaurando en el mundo.
Varios guerreros llegaron entonces, comandados por el Ahuacán de Amanecer. Llevaban con ellos a dos prisioneros: un hombre viejo, arropado con los símbolos de la nobleza itzá, y una mujer joven y bella. Los dos fueron obligados a arrodillarse frente al tlatoani.
– Ellos son el Ahau Canek y su hija -dijo el Ahuacán.
Uno de los nobles que acompañaban a Ahuítzotl dio un paso al frente y dijo:
– Espera, sé quiénes sois. -Señaló al hombre-. Recibí a tus embajadores en mi calpulli. [33] Tu nombre es Na Itzá, ¿no es cierto?
El itzá miró desafiante al mexica, sin tomarse la molestia de responderle.
– Y ella es tu hija, ¿verdad? -siguió diciendo este último-. Utz Colel, creo que se llama, ¿verdad? Pretendías que me casara con ella. Es gracioso.
Ahuítzotl golpeó al noble en el hombro con su abanico, para que se apartara, y se acercó a los dos cautivos.
– ¿Por qué, Topiltz? -dijo-. ¿Qué tiene de gracioso? Es una muchacha muy bella, por lo que veo. No debiste dejar pasar esa oportunidad.
Se inclinó hacia Utz Colel y, sujetándola por la barbilla, le hizo alzar el rostro.
– Muy bella, sin duda -repitió-. ¿Qué opinas, Mujer Serpiente?
– Es muy hermosa, tlatoani -dijo el sacerdote.
– ¿La aceptarías tú como esposa?
– Sin duda. Me hacéis un gran honor.
Ahuítzotl se volvió hacia la chica y le sonrió.
– Ya ves -dijo-. Finalmente vas a contraer matrimonio con un mexica, tal y como deseaba tu padre.
Dicho esto, el tlatoani alzó la vista hacia lo alto del gran árbol en llamas. El humo estaba volviendo la atmósfera casi irrespirable. Ahuítzotl se llevó a la nariz una gran flor blanca para mitigar el olor. En lo alto de la Ceiba, desde la plataforma de piedra que sustentaba la choza ocupada por el Uija-tao, un puñado de sacerdotes resistía impasible las llamas y el humo que se alzaban hacia ellos. El tlatoani preguntó:
– ¿Sabéis si el adivino sigue ahí arriba?
– Ésos son sus acólitos -dijo el Ahuacán de Amanecer-, no se alejarían de él por nada del mundo. He oído decir que está muy enfermo.
– Traedme su cabeza -dijo Ahuítzotl.
El Mujer Serpiente asintió, llamó a dos de los hombres-jaguar y les comunicó la orden.
Los nahual se empaparon con la sangre de los sacerdotes muertos al pie de la Ceiba y se transformaron en las fieras cuyas pieles llevaban. Sus cuerpos se retorcieron y encorvaron, sus rostros se afilaron con un largo crujido de huesos, las garras sustituyeron las manos. En un instante ya no hubo hombres, sino dos jaguares que empezaron a trepar por la ceiba en llamas clavando las uñas en su corteza.
Una vez llegaron a lo alto saltaron sobre los sacerdotes que aún aguantaban en la plataforma y los destrozaron. Luego penetraron en el interior de la choza del Uija-tao.
Las llamas crepitaban salvajemente a su alrededor, todo Uucil Abnal era ya una gigantesca antorcha. Los hechiceros sudaban y se esforzaban por mantener el denso humo lejos de Ahuítzotl, pero la violencia del incendio era tal que su labor empezaba a resultar imposible. Las llamas explotaban sobre la copa de aquellos árboles ricos en resinas y salpicaban de fuego todo el perímetro del bosque sagrado de los itzá.
– Tlatoani -dijo el Mujer Serpiente-. Debemos abandonar este lugar. El calor pronto se volverá insoportable…
Ahuítzotl alzó una mano pidiendo calma al sacerdote, porque los dos jaguares ya descendían por el tronco de la Gran Ceiba. Sus pieles amarillas crepitaban envueltas en llamas, pero no se detuvieron hasta llegar frente al tlatoani y dejar caer a sus pies la cabeza abrasada del Uija-tao. Sólo entonces, los dos jaguares convertidos en antorchas vivientes se derrumbaron y se transformaron en dos hombres carbonizados que siguieron ardiendo en el suelo.
– Vamos -dijo Ahuítzotl, satisfecho-. Salgamos de aquí.
El Mujer Serpiente alzó la vista y vio que un pequeño pájaro Pujuy escapaba de las llamas y se alejaba volando en la noche. Luego caminó tras el tlatoani y su grupo.
Baba se había encaramado a un árbol y desde su copa estuvo observando el sangriento ataque a Uucil Abnal. Mientras contemplaba aquel desastre, no podía dejar de pensar en que Na Itzá le recordaba a su abuelo Mircea, siempre con su enfermiza obsesión por obtener a toda costa la paz mediante la negociación. Cuando las llamas que devoraban la ciudad alcanzaron tal altura que parecían capaces de hacerle un agujero al cielo, el temor de que el fuego se extendiera con rapidez y lo atrapara antes de tener tiempo de ponerse a salvo lo decidió a abandonar su escondite y alejarse de aquel lugar. Corrió solo por el bosque, mientras las imágenes de horror de las muchas guerras que había contemplado durante su vida se superponían a la destrucción de la que acababa de ser testigo…
Una inmensa llanura erizada de estacas puntiagudas, hasta el horizonte. Y en cada una de ellas un cuerpo agonizando o pudriéndose… El cielo era rojo como la sangre y, mientras el sol se ponía, él cenaba tranquilamente en medio de aquel espanto…
Era su pasado.
Ahora escapaba por una selva que quizá pronto sería devorada por las llamas. Se detuvo. Al pie de uno de aquellos árboles vio el cadáver putrefacto de un gran mono. Una nube de moscas y el nauseabundo olor que conocía tan bien. Gusanos, larvas, incluso pequeñas setas creciendo sobre la carne podrida. La vida brotaba de los seres moribundos, formando una aureola de resplandeciente chu'lel. Todo tronco caído servía de lecho a hermosas y gigantescas flores. Los seres vegetales absorbían a los animales y se desarrollaban plenamente, dando origen a una nueva generación de criaturas. En los árboles vivían helechos, en éstos, plantas aéreas, y en el corazón de estas últimas se abrían magníficas flores que ofrecían su alimento a millares de mariposas e insectos.
Se sentó frente al cadáver del mono y dejó que sus recuerdos fluyesen.
Era sólo un niño cuando fue llevado a Egrigöz, aquella remota fortaleza perdida en las montañas de Anatolia. Allí se vivía aterrorizado por los ataques de las hordas bárbaras. Por los humanos y por los que no lo eran. Allí las gentes habían conocido cientos de años de terror.
Recordó una noche que había pasado abrazado a su hermano Radu, mientras los Engendros de la Noche asaltaban una y otra vez los muros de la fortaleza. Oían los alaridos de dolor de los defensores mientras eran devorados por aquellas criaturas inimaginables que aullaban como lobos pero caminaban como hombres. Finalmente fueron rechazados y Egrigöz se salvó en aquella ocasión. ¿Por cuánto tiempo?
– Pronto os tocará a vosotros -les dijo el enorme turco que era alcaide de la fortaleza y gobernador de aquella remota región-. Los engendros pronto llegarán a vuestra tierra y sabréis lo que es vivir en el terror.
– Pero vosotros podéis rechazarlos -dijo el muchacho al que un día los turcos llamarían Kazikli: «el Empalador»-. Toda la región está en poder de los engendros, pero vosotros os mantenéis aquí. ¿Cómo?
El alcaide lo miró divertido y dijo:
– Pequeño infiel, deberías aprender a tener fe en Allah y rezar.
Pero, esa noche, el turco se acercó a su litera y le susurró:
– Dime, ¿de verdad deseas aprender a luchar contra los ÿinn?
– No deseo otra cosa -dijo él incorporándose.
– ¿Estás dispuesto a todo, a cualquier cosa? Debes saber que únicamente hay una forma de combatir a la magia… y es con la magia. Quizá no desees entrar en ese lugar. Te conducirá por senderos de los que jamás podrás desviarte.
– Quiero que me enseñes. Quiero aprender a defender a mi patria de los demonios.
El alcaide apoyó su manaza en la mejilla del chico y dijo:
– ¡Valiente muchacho! Yo te enseñaré, hijo, vas a ser mi alumno… Ahora, ven conmigo.
Él se dispuso a seguirlo. Entonces su hermano Radu lo llamó:
– Vlad… ¿qué vas a hacer?
– No te muevas de aquí, hermano. Cierra los ojos y duerme, porque aquí estás seguro.
Se entra paso a paso en la oscuridad… Un pie primero, luego el otro…
Baba parpadeó. Los gusanos realizaban una preciosa danza sobre el cuerpo del mono muerto y por un instante no acertó a distinguir si lo que estaba contemplando realmente era el pequeño cuerpo de un niño empalado. Pero recordó dónde estaba. En el presente, las llamas iluminaban de rojo el horizonte y el humo se filtraba por la jungla.
Se puso en pie y siguió corriendo.
La canción era muy hermosa y las voces le sonaron a Lisán como un coro de ángeles, aunque no podía entender las palabras:
In zan o ihui tinemi zan cuel achic in motloc monohuacin ipalnemohuani.
Ni hual neiximacho tlalticpac ye nican.
Ayac mocahuaz.
Quetzalli ya pupuztequi in tlacuilolli zan no pupulihui xochitla cuitlahui.
Ixquich ompa ya huicalo ye ichan.
Intentó abrir los ojos poco a poco. Apenas una rendija al principio, por la que entró un destello de luz y dolor. Un tambor redoblaba dentro de su cabeza, como una ola de sangre que chocaba contra las paredes de sus oídos.
– No intentes levantarte aún -le susurró una voz aún más hermosa que aquellas que cantaban.
Era Sac Nicte. Lisán obedeció y le dijo:
– Esa canción… Es tan bella…
– Es náhuatl.
– Parece muy triste. ¿Qué es lo que dice?
– «Así es como vivimos, un breve instante a tu lado, junto a ti… Vine a que me conozcan aquí, sobre la Tierra. Nadie habrá de quedarse. Las plumas de quetzal se harán trizas, las pinturas se irán destruyendo, las flores se marchitarán. Todo será llevado más allá de la casa del Sol…»
Se detuvo para escuchar otra estrofa y añadió:
– «¿Es que en verdad se vive? No para siempre, apenas un momento en la Tierra. Si es jade, se hace astillas; si es oro, se destruye; si es un plumaje de quetzal, se rasga…»
– ¿Quién está cantando?
– Los guerreros mexica… Ellos lloran así a sus muertos.
– Somos sus prisioneros…
– Beey.
Lisán logró abrir los ojos y tardó un instante en ajustarse a la luminosidad. Vio el rostro de la mujer rodeado de un halo tan intenso que ocultaba sus detalles. Parpadeó e intentó enfocar la vista. Una mano suave le acarició la frente.
– Estás bien -dijo Sac Nicte-. No temas.
La luz blanca que la rodeaba empezó a atenuarse y a tomar un color azul claro.
– No, no estoy bien. Sentí cómo mi espalda se rompía cuando me golpearon.
Sac Nicte rió. Colocó un objeto delante de los ojos del andalusí para que éste pudiera verlo. Era la pipa que le había entregado el Uija-tao y que él había llevado colgada a la espalda. Estaba partida en dos.
– Esto te salvó. Absorbió gran parte del golpe.
– Entonces ¿hemos sobrevivido?
– Beey, Lisán al-Aysar -dijo ella-, los dos seguimos en este mundo. No sé si para nuestra desgracia… No, no… No intentes incorporarte.
El andalusí desistió de hacerlo. Estaba tumbado boca arriba sobre la hierba y ahora podía distinguir, tras Sac Nicte, un cielo azul y limpio. También las copas de algunos árboles.
– He cosido tu herida con mis cabellos. No es grave, pero lo mejor es que duermas un poco más. No nos pondremos en marcha hasta dentro de un par de días. Los mexica deben esperar a que sus heridos también puedan andar.
– Dos días.
– Beey. Los que para entonces no puedan andar serán sacrificados aquí mismo.
– Piri, Dragut…
– Piri y Jabbar están aquí con nosotros. Están bien, pero Dragut murió en el combate. Tampoco sé nada de Koos Ich.
– Allah sea misericordioso -musitó Lisán-. Nos barrieron.
– No pienses en nada ahora. Duerme, recupérate. Nos espera un largo viaje hasta Tenochtitlán.
Sac Nicte le ofreció un poco de agua en la que había hervido alguna hierba y el andalusí se sintió inmediatamente relajado. El dolor de cabeza desapareció casi por completo y poco después se durmió.
¿Habían pasado horas o días? Había soñado que dormía abrazado a Sac Nicte… y de repente ella había desaparecido. Se había esfumado entre sus brazos, como si nunca hubiera existido. Miró a su alrededor, buscándola desesperado, y no la vio. Utz Colel conversaba con su padre unos pasos más allá. Ambos tenían una expresión desolada en el rostro.
– Tranquilízate. No temas. Todo está bien.
Sac Nicte estaba tumbada junto a él y sus palabras lo llenaron de paz.
– Pensé que…
– Sólo has tenido una pesadilla.
Estaban sobre la colina que según Sac Nicte era un gran templo enterrado, junto al campamento de los mexica. Bajo ellos se extendía la explanada donde se había celebrado el combate. Los prisioneros itzá y tutul xiu estaban diseminados por ella. Lisán calculó que cada grupo de veinte o treinta estaba custodiado por un par de guardias mexica. Pero su pequeño grupo se encontraba separado de los otros y rodeado por una guardia mucho más numerosa. Sólo una pequeña empalizaba los separaba de las tiendas de los nobles.
Sac Nicte se levantó y fue a reunirse con su padre. El andalusí pudo ver cómo intentaba consolarlo, aunque ambos formaban una imagen desesperada de la terrible derrota que había sufrido aquel pueblo.
– Al fin despiertas -dijo Piri, que yacía a su derecha.
Jabbar estaba sentado junto a él. Lisán se asombró al descubrir que seguía con vida.
– No es posible -dijo-. Pude ver cómo recibías una herida mortal en la garganta.
Por supuesto, el turco no recordaba nada, pero apartó su camisa para mostrar a Lisán que allí no tenía ni un rasguño.
– Quizá lo imaginé -dijo, llevándose la mano a la cabeza.
No era extraño, teniendo en cuenta que había pasado tanto tiempo inconsciente, podía estar mezclando los sueños con sus recuerdos.
– ¿Tú estás bien? -le preguntó Lisán a Piri.
– Sí, yo sí. Me golpearon en la cabeza, pero debo de tenerla bastante dura… -Se volvió hacia Jabbar, que lucía aquella tremenda cicatriz en el cráneo-. Bueno, a él no creo que sea posible estropeársela más de lo que ya está… -Se detuvo un momento y añadió con voz apesadumbrada-: ¿Sabes que Dragut murió?
– Sí, eso lo recuerdo.
– Luchó hasta la muerte, y quizás ha sido el más inteligente de todos. Sólo Allah sabe lo que nos aguarda. El caso es que nos dejaron sin sentido y despertamos en este lugar.
– De momento seguimos con vida, gracias a Allah, alabado sea -dijo Lisán, estremeciéndose al recordar el sacrificio en la pirámide de Amanecer.
– ¿Por qué piensas que nos han separado del resto?
– Quién sabe. -Lisán prefería no especular sobre eso.
Piri se inclinó hacia el andalusí y le susurró:
– Antes estuve escuchando cuando Utz Colel hablaba con su padre. Al parecer, el sumo sacerdote de esos tipos…, los mexica, va a casarse con ella.
– ¿Dijo eso?
– Sí. Pienso que ella se va a sacrificar por todos nosotros. Quizás ha conseguido que a cambio de contraer matrimonio con ese tipo repugnante nos perdonen la vida…
– Quizá.
– Pero no voy a permitirlo. Encontraré la forma de escapar con ella.
Lisán lo miró asombrado.
– ¿Qué estás diciendo?
– Podemos huir todos. Mañana emprenderemos el camino hasta Tenochtitlán y tardaremos treinta días en llegar. Seguro que surgirán oportunidades para escapar. Tú puedes venir con nosotros. Empezaremos de nuevo, en algún lugar lejos de aquí.
Lisán miró con tristeza al joven turco y dijo:
– ¿Has hablado con ella? ¿Le has preguntado su opinión sobre todo esto? Quizá no desee escapar… ¿Crees que ella va a abandonar a su gente para marcharse contigo?
– Estoy seguro de ello. -Lo dijo con tanta seguridad que Lisán comprendió que la conversación había terminado.
Volvió a tumbarse y apoyó la nuca entre sus manos. En esa posición, pronto quedó adormilado de nuevo, hasta que el cielo empezó a oscurecerse.
Un poco más tarde, un séquito de mexica se dirigió hacia la cerca y los guardias les franquearon el paso. Lisán reconoció a uno de los cacalpixque que habían visitado una y otra vez Uucil Abnal con sus interminables amenazas de guerra. Iba acompañado por varios sacerdotes con el cuerpo teñido de negro y el aspecto tétrico que era habitual en ellos.
– Debéis estar preparados -dijo el embajador mexica-. Mañana al amanecer partiremos hacia Tenochtitlán. Es un largo viaje, y si alguno de vosotros aún no se encuentra en condiciones de caminar, podemos traer algunos esclavos para que lo lleven.
– ¿Por qué tanta amabilidad con nosotros mientras nuestra gente permanece maniatada bajo el sol? -preguntó Sac Nicte.
El embajador se volvió hacia ella con una sonrisa en los labios y se inclinó levemente en una suave reverencia.
– Así ha sido dispuesto -dijo.
– ¿Dónde está Koos Ich, mi esposo? ¿Sigue con vida?
– El nacom sigue con vida y sus heridas han sido cuidadas.
– ¿Por qué no está aquí con nosotros?
– Vosotros sois invitados de la Triple Alianza. Él y los demás itzá y tutul xiu son prisioneros de guerra.
– Somos guerreros itzá, igual que ellos.
– Lo sabemos -respondió el cacalpixque amablemente-. Pero el tlatoani en persona os ha invitado a la Inauguración del Templo Mayor.
De nuevo se inclinó en una reverencia hacia Utz Colel.
– Y tú, señora -añadió-, contraerás matrimonio con el Mujer Serpiente durante los festejos de la Inauguración.
Lisán, incapaz de seguir esta conversación en náhuatl, se acercó a los sacerdotes y contempló de cerca a uno de ellos. Era muy anciano y delgado, casi no podía reconocerlo con toda la pintura negra que llevaba encima.
– Tú eres Namux -le dijo-. ¿No me recuerdas?
El anciano se volvió hacia el andalusí.
– Claro que te recuerdo, lo'k'in putum -dijo suavemente-. Has aprendido a hablar perfectamente nuestra lengua. Me siento honrado por haber contribuido a tu instrucción.
Lisán retrocedió un paso y estudió al anciano cubierto por la pintura ritual. Entonces recordó algo: Namux era el sabio y amable anciano que le había enseñado, pero también era el carnicero que había cortado en trozos a sus amigos al pie de la pirámide de Amanecer.
– Es extraño -dijo Lisán-. De haberte conocido en mi país, quizás hubiéramos sido grandes amigos y yo sentiría un gran respeto por ti. Eres el mismo tipo de persona que en Granada hubiera sido un qadi o un faquih, un hombre sabio y venerable… Eres el mismo hombre en un mundo distinto.
El sacerdote lo miró sin entender.
– Es extraño -repitió Lisán.
Le dio la espalda al anciano y regresó junto a sus compañeros.
Los cautivos que dormitaban sobre el suelo de la explanada de la batalla fueron despertados a golpes y obligados a ponerse en pie para iniciar la marcha.
Oteando desde la colina, Sac Nicte buscaba inútilmente a Koos Ich entre todos aquellos guerreros de aspecto derrotado, cubiertos de polvo y heridas.
– Los mexica dijeron que estaba bien. Tal vez cuando lleguemos a su capital nos permitan reunirnos con él -le dijo Lisán a la sacerdotisa.
Sac Nicte se volvió hacia Lisán con lágrimas en los ojos y lo abrazó. El andalusí se entregó a aquella sensación reconfortante. Sintió la respiración de la mujer contra su pecho, los latidos de su corazón y la sangre bombeada recorriendo sus venas. Hundió el rostro en el cabello negro de ella e imaginó que estaba en otro lugar, viviendo en paz con la mujer que amaba y planeando sólo el nacimiento de sus hijos. Cerró los ojos y lo deseó con fuerza, con mucha fuerza, como si eso fuera suficiente para convertir aquel sueño en realidad.
Al abrir los ojos vio que Na Itzá lo miraba fijamente, pero no supo interpretar su expresión. Entonces, los guardias mexica entraron en la empalizada y ordenaron a los cautivos que se prepararan para partir. Lisán apartó suavemente a Sac Nicte y la miró a los ojos.
– Te amo -le dijo-. Si estamos juntos, nada malo nos puede pasar. Vamos a sobrevivir, te lo juro.
Sac Nicte se limpió con el dorso de la mano las lágrimas que le resbalaban por las mejillas. Luego asintió con un gesto lleno de firmeza y acarició el rostro del andalusí.
– Seguimos juntos y eso es lo importante -dijo.
La caravana de prisioneros se puso en marcha, avanzando sobre aquella tierra como una larga fila de insectos. Dejaron atrás las marismas y se internaron en la selva.
Los mexica iban escogiendo a los cautivos en mejor estado, les entregaban una macana y los colocaban a la cabeza de la fila para que fueran abriendo el paso a través de aquella espesa textura verde. Andaban doce horas al día y, cuando la luz ya no era suficiente para ver dónde se ponían los pies, los mexica encendían antorchas para iluminar el camino, de modo que la fila de prisioneros se convertía en algo semejante a un largo gusano de fuego atravesando el bosque.
Mientras tanto, el brillo del cometa aumentaba día tras día.
– Los habitantes de las islas de hielo se acercan para contemplar nuestra desdicha -dijo Sac Nicte señalándolo.
Lisán miró hacia el cielo pero no dijo nada. Sólo él sabía que su luz era también el anuncio del Fin del Mundo.
De vez en cuando pasaban por poblados de chozas con techo de paja, semejantes a las de Amanecer o Uucil Abnal, rodeados por campos de maíz sembrado en pequeños claros abiertos en el bosque. Los mexica exigían que aquellos poblados suministraran víveres para ellos y sus prisioneros, y arrasaban hasta el último grano de maíz que los aldeanos guardaban en grandes tinajas de barro enterradas. También se llevaban algunas mujeres para que trabajaran preparando comida para los prisioneros. La caravana era como una enorme plaga que iba dejando un sendero de desolación tras ella.
– Si al menos fuéramos con el resto nos darían una de esas macanas -le dijo Piri a Lisán en una ocasión.
– Pero tendrías una de las manos atadas al cuello. Yo he pasado por eso y no es algo que te facilite las cosas.
– Tienes razón. Y, además, mira…
Con mucho disimulo Piri le mostró el cuchillo que llevaba oculto entre los pliegues de su camisola de algodón.
– ¿Cómo lograste esconderlo?
Piri sonrió.
– Son bastante estúpidos, ¿no crees?
Pero ellos caminaban en la retaguardia, rodeados por un pequeño ejército de guardias. Cualquier planteamiento de huida parecía una locura. La selva que los rodeaba era tan espesa y enredada de lianas y arbustos que se convertía en la mejor de las cárceles.
– ¿Es que en este mundo es todo selva? -protestó el joven turco-. ¿Cómo es posible?
Jabbar, al despertar cada mañana, miraba atónito el extraño lugar en que se encontraba. Preguntaba cada día las mismas cosas, sobre qué había pasado con la flota de los venecianos y dónde estaban, y Piri le respondía con infinita paciencia. Las preguntas y las respuestas se convirtieron pronto en un rito entre los dos hombres.
– Estamos en una selva, al otro lado del mundo, y somos prisioneros de salvajes.
– No puede ser -decía Jabbar atónito.
– Hubo una tormenta y fuimos arrastrados por el viento para naufragar en una costa desconocida, poblada de nativos hostiles…
Cada mañana era igual. Luego, los dos hombres acompañaban a Lisán en sus abluciones y en la oración, antes de que los mexica les ordenaran reemprender la marcha.
– He visto que todas las mañanas le repites las mismas palabras a tu compañero silencioso -le dijo Utz Colel a Piri en una ocasión.
– ¿Entiendes nuestra lengua? -le preguntó el joven corsario, asombrado. Desde luego, Jabbar había sido incapaz de aprender el idioma de los nativos y sus conversaciones siempre se producían en osmanlí.
– No -respondió la hija de Na Itzá con una sonrisa-, no comprendo el significado de las palabras, pero sí que utilizáis siempre las mismas, más o menos. Como cuando os ponéis todos juntos a rezarle al Sol, pero esa oración es sólo entre tú y tu amigo.
– Eres muy perspicaz, pero no se trata de una oración… -Le explicó el problema de Jabbar-. Necesita que cada mañana alguien le informe de dónde está y qué le ha pasado. Antes se ocupaba de esto Dragut, pero murió en la batalla.
– Lo sé -dijo Utz Colel-. Dio su vida por mi pueblo. Tu amigo fue un gran hombre, de una extraordinaria bondad, sin duda.
Piri pensó que Dragut había sido un pirata y un asesino, como él mismo, y que su vida no había sido precisamente ejemplar. Aunque su muerte sí lo fue, y eso era lo que importaba.
– Él fue un gran guerrero en mi mundo.
– ¿Tú eras también un guerrero?
– Sí, pero peleaba en el mar… en barcos empujados por esclavos.
– ¿Barcos como nuestras canoas?
– Nuestras naves son mayores que vuestras canoas. Y están llenas de palos y cordajes, con remos gigantescos y velas para aprovechar el viento. Son fortalezas de madera que van de un lado a otro para hacer la guerra.
– ¿Por qué luchabas? -preguntó Utz Colel.
– Nuestro profeta Muhammad, al que Allah bendiga y conceda la paz, predicó la Guerra Santa contra los infieles. Y que los que murieran luchando en ella tendrían asegurado un lugar en el Paraíso… Además, son muy pocos los hombres de mi familia que no se dejaron seducir por los laureles de la guerra o de la gloria. El mar y la guerra eran nuestro negocio. Navegamos y matamos a los infieles. No tenerle miedo al mar representa la riqueza para mi gente, y eso es lo que me ha conducido hasta aquí, junto a mis compañeros. Pero ten por seguro que tarde o temprano han de seguirnos otros muchos hombres como nosotros.
La interminable línea de prisioneros siguió su camino a través de la jungla. Más tarde, el corsario le preguntó a Lisán:
– ¿Dónde crees que andará ahora Kazikli?
– ¿Baba? Quién sabe. Prefirió huir y no pelear contra los mexica.
– Finalmente se descubrió su cobardía.
El andalusí no creía que el mago fuera un cobarde, pero era evidente que no le preocupaba en absoluto el sufrimiento ajeno. Él tenía sus propios planes y estaba entregado a ellos sin importarle nada más.
– Es posible. ¿Y tú, ya no piensas en huir?
Piri miró a un lado y a otro con mal humor.
– Sabes que mientras no salgamos de esta selva no tenemos ninguna posibilidad. ¿Crees que acabará en algún momento?
– Es posible.
Na Itzá caminaba frente a ellos, apoyado en su hija.
Piri contempló a Utz Colel durante un buen rato antes de hablar:
– Sea con tu ayuda o sin ella, juro que he de huir de aquí y llevármela conmigo.
– Primero deberías avisarle de tus planes.
Piri se volvió hacia el andalusí y esbozó una sonrisa sardónica.
– ¿Qué te pasa, faquih? ¿Acaso estás celoso? Eres demasiado viejo para ella, amigo.
Lisán se sintió desconcertado por las palabras del turco.
– No entiendo a qué viene eso -dijo.
– Yo creo que sí lo entiendes, pero no tiene importancia. Haz lo que te plazca.
Tras decir esto, Piri apretó el paso y se alejó de él para ir junto a Utz Colel.
Quince días después de que emprendieran la marcha llegaron de nuevo al mar. Lisán recordó los mapas que había visto en Uucil Abnal y comprendió que habían atravesado la península selvática de parte a parte.
A partir de ese momento caminaron siempre cerca de la costa. La selva que se divisaba hacia el interior del país parecía menos densa que la que habían dejado atrás, aunque los árboles eran más altos y sus copas sobresalían como montañas en la distancia. Ahora que no tenían que ir desbrozando un sendero frente a ellos su avance fue mucho más rápido, a pesar de que el terreno se iba volviendo más y más abrupto, y que de vez en cuando se encontraban con acantilados y accidentes que tenían que rodear.
Las aldeas de indígenas se alineaban una tras otra junto a las playas. Piri observaba con interés las canoas de madera que descansaban sobre la arena con grandes hojas de palmera cubriéndolas para protegerlas del sol. Especulaba sobre sus posibilidades de robar una de aquellas embarcaciones y alejarse de la costa antes de que los guardias pudieran darle alcance. No parecían muchas, pero valía la pena intentarlo.
Se acercó a Utz Colel.
– Escucha -le dijo-. Voy a sacarte de aquí esta misma noche.
La mujer lo miró sin comprender a qué se refería.
– Esta noche, cuando todo el mundo se relaje, podremos escabullirnos hasta la playa y coger una de esas canoas. Cuando se quieran dar cuenta ya estaremos muy lejos.
– No podemos huir, dzul -le dijo ella.
– ¿No podemos?
– Somos prisioneros.
– Precisamente -dijo él con impaciencia-, por eso debemos huir.
Ella sacudió la cabeza.
– Eso no es posible.
– ¿Por qué no?
– Los dioses ya han hablado. Debemos ir con los mexica hasta Tenochtitlán.
– ¿Te dijeron eso los dioses? -dijo él, furioso-. ¿Oíste tú cómo hablaban?
– No, pero el resultado de la batalla deja las cosas muy claras, ¿no crees?
Piri estudió el hermoso rostro de la hija de Na Itzá. En sus ojos asomaba una fría determinación y él se sintió incapaz de comprenderla.
– Ellos vencieron usando hechicerías. Eso no demuestra nada.
– Para mí sí. Los dioses os enviaron a vosotros y eso no supuso ninguna diferencia. Fuimos derrotados; nuestra ciudad, destruida y pude ver la cabeza cortada del Uija-tao rodar por el suelo. Koos Ich es ahora su prisionero… No hay duda sobre lo que los dioses quieren.
– Koos Ich está muerto.
– Eso no es cierto, dzul, y yo debo cumplir con mi destino.
Utz Colel se apartó de él mientras el turco apretaba los puños con rabia. ¿Qué clase de gente era esta que aceptaba así la destrucción y la muerte?
Tras dos semanas de caminar pegados a la costa, se estableció un último campamento junto al mar. Los guardias mexica les llevaron tortillas de maíz, pozol y pescado asado al fuego. Mientras cenaban, Sac Nicte les dijo a Lisán y a Piri que, a partir de ese punto, ascenderían hacia las montañas del interior.
– ¿Has recorrido antes este terreno? -le preguntó el andalusí.
– Ma', pero los viajeros y comerciantes me han hablado de él. Montañas cada vez más altas y tierras áridas hasta llegar a Tenochtitlán.
Luego se prepararon para dormir. Lisán había llegado a temer ese momento. Cada noche, los sueños en los que presenciaba cómo Sac Nicte desaparecía se volvían más estremecedoramente reales. Solía despertar empapado de sudor y buscaba con una mano temblorosa el contacto con la mujer que dormía a su lado.
Pero esa noche fue Piri quien lo despertó.
– Yo me voy -susurró-. ¿Vienes conmigo?
– ¿Utz Colel te acompaña?
– No. ¿Tú vienes o no?
– Lo siento, no puedo abandonar a Sac Nicte.
Piri asintió con un gesto circunspecto, como si admitiera saber que su amigo padecía una enfermedad vergonzosa.
– Ya pareces uno de ellos -dijo-. Pero te deseo buena suerte.
Luego se sentó junto a Jabbar y esperó a que avanzara la noche. Miró hacia lo alto; el cometa trazaba un arco luminoso sobre el cielo. Daba tanta luz como la luna llena, y eso no convenía a sus planes. Aquella maldita estrella con cola era lo que más miedo le daba. Ellos habían naufragado bajo su luz y sabía que su regreso no podía traer nada bueno. Al verla aparecer cada noche le entraban ganas de desistir. Pero el tiempo se acababa. A partir del día siguiente dejarían atrás la costa y la posibilidad de llevar a cabo su plan de huida disminuiría.
Cuando calculó que era el momento oportuno, despertó a Jabbar.
– ¿Qué sucede? -dijo éste, sobresaltado-. ¿Ya están aquí los venecianos?
Con pacientes susurros, Piri puso a su amigo al corriente de la situación. Luego, los dos caminaron de puntillas entre los cuerpos vencidos por el cansancio de sus compañeros y se encaminaron hacia la playa.
Piri hizo un gesto para que Jabbar se detuviera, y se echaron sobre la arena mientras pasaba uno de los guardias mexica con una antorcha. «Silencio», indicó llevándose el índice a los labios. Cuando el guardia se alejó un poco, los dos se arrastraron lentamente sobre la arena. El terreno estaba salpicado de palmeras y oían las olas romper cerca. Durante el día, le había echado el ojo a una de aquellas canoas y esperaba que siguiera estando allí.
Terminaron de recorrer la distancia que los separaba de la playa. La canoa estaba donde Piri recordaba. Quitaron las hojas de palmera que la cubrían y la empujaron hacia la orilla. No fue fácil, pues toda la embarcación estaba tallada a partir de un tronco macizo de ceiba, pero Jabbar era tan fuerte como un toro. La lanzaron al agua y saltaron dentro. Los remos estaban en el fondo, y los dos se pusieron a bogar para alejarse de la playa.
Entonces oyeron un gran griterío proveniente del campamento.
– Han descubierto nuestra huida -dijo Piri-. Vamos, rema con más fuerza.
El Mujer Serpiente apareció en el círculo ocupado por los prisioneros. Iba envuelto en una manta de algodón que no había sido correctamente anudada sobre su hombro, y su tocado de plumas estaba ladeado. Allí todos estaban despiertos y se incorporaron. Caminó entre ellos, mirándolos uno a uno con sus ojos llameando de furia. Los guardias se presentaron ante él y se arrojaron a sus pies gimiendo disculpas.
En el rostro de Lisán había preocupación, se preguntaba cómo iban a reaccionar los mexica ante la huida, pero también se sentía feliz de que los turcos escaparan; al menos les quedaba esa pequeña victoria.
El Mujer Serpiente descendió hasta la playa. Allí se inclinó y tocó con los dedos el surco dejado por la canoa que Piri y Jabbar habían empujado. Se puso en pie con una sonrisa en sus labios y miró hacia el mar. Allí estaban. Podía distinguirlos perfectamente, iluminados por el reflejo del cometa.
– Pensáis que ya habéis conseguido escapar -musitó.
Llamó a los guerreros y les ordenó que trajeran a los guardias. Así lo hicieron, y éstos fueron obligados a arrodillarse sobre la arena. El sacerdote le pidió su macana a uno de los guerreros y se acercó al primer guardia. Lo golpeó con ella en la garganta. El desdichado se llevó la mano al cuello e intentó toser, pero sólo logró escupir sangre mientras el aire de sus pulmones escapaba por la herida.
El Mujer Serpiente sujetó al moribundo por los pelos y lo arrastró hasta la orilla del mar. Alzó una mano empapada en el viscoso líquido caliente y la cerró formando un puño. Luego hizo un gesto, como si el puño sujetara una cuerda invisible y tirara con fuerza de ella.
Piri clavó la pala de su remo en el agua y empujó, pero la canoa no avanzó ni un palmo más. Se volvió hacia Jabbar.
– ¿Qué sucede? ¿Estás remando hacia atrás…?
Al volverse vio que la playa estaba llena de gente, algunos sujetaban antorchas. Los habían descubierto, eso era evidente, pero ¿por qué nadie estaba intentando darles caza? Había otras canoas en la playa. Volvió a clavar el remo y empujó con fuerza. La canoa no avanzó ni un palmo. Por el contrario, empezó a retroceder poco a poco.
– ¡Nos arrastra una corriente! -exclamó Jabbar.
– Sí, ya lo veo.
Sus remos dejaban una estela de espuma hacia proa, mientras la canoa iba ganando velocidad en su retroceso. Pronto los dos turcos comprendieron que sus esfuerzos eran inútiles y que la fuerza que los empujaba hacia la playa era demasiado poderosa.
El Mujer Serpiente alzó las dos manos sobre su cabeza y se dirigió a los guerreros mexica.
– No quiero que sufran ningún daño -dijo-. Aquel que les cause alguna herida al capturarlos deseará que su muerte sea así de rápida. -Señaló el cadáver del guardia degollado. Su sangre empapaba lentamente la arena a sus pies.
Una gran ola elevó la canoa en su último tramo y la lanzó contra la arena. Piri y Jabbar saltaron inmediatamente de su interior, blandiendo sus remos como mazas. Los guerreros mexica los rodeaban, pero ninguno parecía querer ser el primero en atacar.
– ¡Nos tienen miedo! -exclamó Piri, asombrado.
Cargó contra la fila de guerreros y éstos se apartaron para dejarlo pasar. Entonces se vio frente a frente con el Mujer Serpiente.
– Lo que intentáis hacer es absurdo -dijo el sacerdote en la Lengua Sencilla de los itzá, para asegurarse de que el extranjero lo comprendiese-. No tenéis ninguna posibilidad de escapar.
Piri alzó la pala sobre su cabeza y cargó contra el Mujer Serpiente. Éste retrocedió un paso y pronunció unas rápidas palabras mientras lo salpicaba con la sangre que empapaba su mano. El turco sintió que sus piernas se enroscaban la una con la otra, como dos serpientes borrachas. Perdió el equilibrio y se dio de bruces contra la arena empapada de sangre. Un puñado de guerreros saltó entonces sobre él, lo aplastaron con su peso y lo inmovilizaron contra la arena. Cuando se apartaron e intentó incorporarse, descubrió que su cuello y su mano derecha estaban sujetos por un cepo de palos retorcidos.
El Mujer Serpiente alzó la vista hacia Jabbar, que seguía junto a la canoa. El turco tomó impulso y lanzó su remo certeramente dirigido a la cabeza del sacerdote. Pero se desvió misteriosamente de su trayectoria y fue a clavarse en la arena unos pasos más allá.
Una docena de guerreros se abalanzaron entonces sobre él y lo sujetaron por brazos y piernas. Pero no consiguieron derribar al enorme extranjero, que en aquel momento estaba casi enloquecido de furia. Jabbar giró sobre sí mismo y lanzó por los aires a varios de los hombres que lo apresaban. Los que quedaron se apretaron contra él todo lo que pudieron, conscientes de que no podían vencer a aquel gigante y conformándose con entorpecer sus movimientos. Esto le dio la oportunidad al Mujer Serpiente de plantarse frente a Jabbar. Los dos hombres se miraron a los ojos durante un largo intervalo de tiempo; los del turco llameaban de ira, mientras que los del sacerdote parecían llenos de fuerza y confianza. Y esa mirada fue más demoledora que el peso de todos aquellos hombres sobre su cuerpo.
Finalmente, Jabbar cayó de rodillas y permaneció en esa posición, sollozante, con los ojos clavados en el suelo, sin resistirse mientras le ponían el cepo.
Conducidos de regreso al campamento, Piri se sentó en un rincón con una expresión hosca. El andalusí se acercó a él y observó el cepo que sujetaba su cuello y su mano.
– Al menos lo he intentado -dijo Piri con mal humor-. Ahora déjame en paz.
A partir de entonces reforzaron la guardia alrededor de ellos.
El terreno ascendía con rapidez y se volvía más salvaje y quebrado. El clima se iba tornando más seco. Estaban en una región dominada por dos grandes montañas. El nombre náhuatl de la de mayor altura era Cilatepetl, y la otra era Nauhcampatepetl.
Se desviaron a fin de eludir la punta más escarpada del Nauhcampatepetl y llegaron a Xicochimalco, una ciudad fortificada construida en una buena posición defensiva. Eran sirvientes de los mexica y llevaron víveres al grupo de prisioneros.
Descendieron de las montañas hacia una impresionante llanura, que empezaba en ese punto y se perdía en unas brumas polvorientas, de modo que parecía extenderse hasta el infinito. Grandes jirones de niebla blanca se deslizaban montaña abajo, como espectros de ríos. Lisán pudo ver entonces, por primera vez, la verdadera dimensión de su caravana. Ellos iban en la retaguardia de la formación, rodeados por numerosos guardias mexica. A partir de allí se prolongaba una larguísima fila de hombres hasta una distancia de media legua. El andalusí calculó que estaría formada por al menos cinco mil prisioneros.
– En algún momento han debido de unírsenos otras caravanas de cautivos -supuso Sac Nicte cuando él le señaló esto.
En la cabeza de la procesión, Lisán divisó los colores y los destellos dorados de las lujosas literas donde eran transportados los nobles mexica y el tlatoani. Prisioneros, sacerdotes y nobles formaban una larga serpiente con el cuerpo sombrío y la cabeza de oro reluciente.
Atravesaron la llanura y llegaron a un gran lago salado, que tuvieron que bordear. Los mexica lo llamaban Matlalcueye. Lisán pensó que era el lugar más desolado que había visto nunca. La tierra estaba resquebrajada y casi sin árboles, una llanura donde el calor era abrasador porque las montañas que habían atravesado la privaban casi por completo del acceso de los vientos del mar. El sol había abierto hondas fisuras en el barro seco junto al lago y, para no caer en ellas, la caravana se vio obligada a describir curvas sinuosas.
La gente que habitaba aquel lugar parecía tan marchita como el suelo. Contemplaban mudos aquella interminable cuerda de prisioneros que atravesaban sus tierras arrasando lo poco que tenían para subsistir.
– ¿Qué ha sucedido aquí? -preguntó Lisán volviéndose hacia los miserables campos que bordeaban el camino-. No se ven animales y la gente parece enferma.
– Hace miles de años que esta región es esquilmada por un imperio u otro -le dijo Sac Nicte-. Primero fue Tula y ahora es Tenochtitlán, antes fueron los sacerdotes de Tezcatlipoca y ahora son los de Huitzilopochtli. Pero el resultado es el mismo: absorben la savia de la tierra y la sangre de los hombres con sus trucos mágicos, hasta dejarla seca y sin vida. Descubrirás que la carne humana es muy popular por aquí.
En Huehuecalco había grandes cantidades de alimento almacenado para uso exclusivo de los mexica en su camino hacia sus guerras floridas. Las mujeres de la ciudad les trajeron la comida. Llevaban una falda de fibra de maguey y los brazos y el pecho pintados de azul.
Lisán escarbó en su tazón con aprensión. Hacía mucho que sus escrúpulos halal habían quedado atrás, pero comer carne humana era algo a lo que no estaba dispuesto. Encontró un pedazo de carne en su sopa de maíz, lo cogió con los dedos y se lo mostró a Sac Nicte.
– ¿Qué crees que es esto?
La mujer le echó un vistazo.
– Debe de ser lagarto. No te preocupes, la carne humana es demasiado valiosa, no se la darían a unos prisioneros.
Tiene sentido, pensó Lisán. La carne humana es la más difícil de conseguir de todas…
¿O no?
Arrojó a un lado el pedazo de carne.
– No he visto animales de tiro. Tampoco grandes animales de carne, ni caballos, ni vacas.
Lisán tuvo que pronunciar sus nombres en árabe, porque no conocía el equivalente en la Lengua Sencilla. Como la sacerdotisa no entendía, él los dibujó con un palo en el suelo.
– No sé qué son estas criaturas -dijo-. Quizás ésta se parezca a un venado…
– ¿No tenéis animales grandes?
– Los hombres son el animal de mayor tamaño. En las selvas del sur la vida es abundante, pero en estos parajes la carne humana es lo más apreciado.
– ¿Por eso necesitan tantos prisioneros?
– Beey. Por eso los mexica exigen la Guerra Florida. Las ciudades sometidas a su poder son obligadas a pelear una y otra vez para conseguir más y más víctimas para el sacrificio, para que la carne y la sangre fresca no falten. Tenochtitlán es como una gran criatura hambrienta que tiene que devorar inmensas cantidades de hombres para alimentarse.
Ella mantuvo la mirada horrorizada del andalusí y añadió:
– Ya sé que eso es algo incomprensible para tu cultura.
– Lo es. Es un pecado contra Dios.
– Quizá para tu dios, pero no para el nuestro. ¿Tu pueblo nunca ha probado la carne de otros hombres?
– Sólo durante el Jahiliyya, la era anterior a la llegada de los profetas de mi religión…
Lisán se asombró una vez más de cómo aquel mundo había permanecido en el tiempo con las mismas creencias de sus antepasados. Los antiguos celtas practicaban el «culto de la cabeza cortada», los fenicios, los nórdicos, las gentes de la India en honor de Varuna… Todos los pueblos de la Antigüedad practicaban sacrificios humanos, hasta que Abraham acabó con ellos… Sí, todo cambió cuando el santo padre Ibrahim encontró una piedra…
Un pedazo de roca caído del cielo…
Una pregunta le desgarró la mente: ¿algo enviado por un cometa?
Durante un instante se horrorizó al pensar que esas criaturas que habitaban los mundos flotantes de hielo hubieran intervenido también en el origen de su fe y en el de las otras religiones del Libro. Recordó la intensa sensación que experimentó al besar la Piedra Negra. ¿Acaso no fue similar a lo que había sentido al ingerir el hongo?
Con una profunda repugnancia, su mente rechazó aquella posibilidad de inmediato.
La caravana se puso de nuevo en marcha, y al amanecer Lisán distinguió un penacho de humo negro que se elevaba a lo lejos.
– Eso es el Popocatepetl -le explicó la sacerdotisa-. En náhuatl significa «montaña que humea». Nuestro destino está justo al otro lado.
Pasaron la noche al pie de la cordillera y por la mañana empezaron a ascender de nuevo. Y con cada paso la temperatura bajaba rápidamente. Caminaron entre los laberintos formados por montes aislados y arroyos pegajosos y resbaladizos. Seguían un camino junto a las rocas afiladas de un precipicio y la cuesta era tan empinada que a veces tenían que gatear para seguir subiendo. Entonces empezó a nevar. Sus ropas no eran adecuadas para aquel clima y Lisán caminaba apretando sus brazos contra el pecho intentando contener el temblor de su cuerpo. El aire entraba helado en los pulmones y los pies se lastimaban contra las rocas. Tenía por delante una pendiente de nieve, punteada aquí y allá por rocas, y marcada por los miles de pies que les habían precedido hasta tallar un sendero recto en ella.
Estaba agotado, pero los guardias los azuzaban para que avanzaran más y más aprisa.
– Debemos cruzar al otro lado… -jadeó Sac Nicte- antes de que se haga de noche… Es aquí donde Quetzalcóalt se detuvo al huir de Tula, y donde los enanos jorobados que le servían murieron de frío.
El andalusí comprendió que pasar una noche allí, sin mantas ni ropa de abrigo, sería también la muerte para la mayor parte de los prisioneros. Al fin la pendiente se suavizó, mientras alcanzaban el punto más alto del camino, y una fría ráfaga les indicó la proximidad del collado. Poco a poco el viento fue aumentando conforme se acercaban a la cumbre, empujándolos hacia atrás, como si algún poder de aquellas montañas no deseara que llegasen a lo alto. El sol era frío, no daba ninguna impresión de calor, y el cielo era blanco, con una palidez inquietante. El Popocatepetl se alzaba hasta una altura portentosa, rodeado por una corona de nubes, muy delgada, que se formaba cerca de su cono. De éste emergía una incesante fumarola negra que subía como una flecha lanzada hacia el cielo. Al otro lado estaba el Iztaccihuatl, que Sac Nicte le había dicho que significaba «mujer blanca». El paso entre ambos volcanes se elevaba hasta un desfiladero cubierto de nieve y luego el terreno descendía abruptamente.
Al llegar a la cumbre, Lisán contempló el paisaje. Era impresionante. Nada interrumpía la vista hasta la línea pura y recta del horizonte. Algunos picos aislados salpicaban la meseta y, a lo lejos, el sol iluminaba una amplia franja de platino, tan brillante como un espejo perfectamente pulido. Se distinguía una gran ciudad en aquel lago y muchos pueblos menores dispersos por la llanura. Pequeñas columnas de humo salían de las casas y se elevaban rectas hacia el cielo. Junto a los pueblos, vio parches rectangulares verdes que, sin duda, eran campos cultivados.
Otros eran de un color tan oscuro que parecía negro. No pudo imaginar lo que eran.
La parte delantera de la caravana ya bajaba hacia allí.
– El inmenso lago azulverdoso -canturreó Sac Nicte-, ya permanece apacible, ya se agita, ya hace espuma y canta entre las piedras… Desde pequeña he aprendido sobre este lugar sin haberlo visto nunca. Estar aquí es como penetrar en un sueño.
Lisán miró a la mujer y le preguntó:
– ¿Qué nos espera allí?
– No quieras saberlo aún, Lisán al-Aysar. Disfrutemos de cada momento en el que sigamos juntos.
El andalusí miró a un lado y a otro y se preguntó dónde estaría Baba. Quizá sus planes eran contemplar su sacrificio antes de emprender aquello por lo que había viajado hasta allí.
Pasaron la noche en el valle, al pie de los volcanes, y Lisán volvió a soñar que Sac Nicte desaparecía de su lado. Intentó abrazarla con todas sus fuerzas, para evitar que su cuerpo se esfumara, pero sus brazos pasaron a través de ella como si estuviera hecha de humo. Entonces, acudió a su sueño el momento en que había intentado retener a Jamîl y el muchacho le había sido arrebatado para ser conducido al sacrificio. Sus brazos eran de cera medio fundida y no podía sujetar al chico…
Se despertó gritando, y Sac Nicte, que como siempre estaba a su lado, lo abrazó y le susurró palabras hermosas para que se calmara y volviera a dormir.
A la mañana siguiente se dirigieron hacia Tenochtitlán.
El paisaje era muy extraño, como surgido de un sueño. Salpicado de pirámides que se reflejaban en las aguas del lago, de tal modo que a Lisán le recordaron la imagen del supramundo y el inframundo que el Uija-tao le había mostrado. Mientras el sol se elevaba perezoso en el cielo, una bruma amarillenta se deslizó por encima de aquella inmensa superficie líquida. Los edificios que habían sido construidos en el interior del lago adquirieron entonces una apariencia verdaderamente sobrecogedora.
Ellos caminaban por calzadas rodeadas de agua, como si de una fantasmagórica Venecia se tratara. Eran transitadas por cientos de personas que se apartaban de su paso con rapidez. Algunos cargaban pesados bultos a sus espaldas, colgados de una escalerilla de palos que sujetaban entre los hombros. Otros detenían sus quehaceres para contemplar su paso. Eran gentes más altas y de rasgos más angulosos que los pueblos del sur. También había un frío orgullo en sus expresiones, incluso los más pobres se sabían parte de la raza más poderosa de su mundo. Sin embargo, Lisán no pudo dejar de advertir cierto parecido con los itzá.
– Nuestros antepasados también llegaron del norte -le explicó Sac Nicte cuando él le planteó esto-. Se dice que de Teotihuacan, aunque quizás esto sea sólo una leyenda. Pero hace muchas generaciones que nuestra raza norteña se ha venido mezclando con las gentes del sur, y ese mestizaje es lo que ha dado lugar a los actuales itzá.
Llegaron a Iztapalapa, una ciudad situada a orillas del lago. Una línea interminable de empalizadas, levantada junto a la ciudad, formaba un amplio corral, donde estaban encerrados miles de prisioneros.
– Allah Misericordioso -musitó Lisán estremeciéndose.
Había comprendido que los parches negros que había visto desde lo alto de la cordillera eran otros tantos cercados como aquél, repletos de seres humanos hacinados como ganado. ¿Cuántos desdichados había en el interior de cada una de aquellas cercas? ¿Y cuántas cercas había divisado? No las había contado, pero la cifra de hombres enjaulados debía de sumar un número formidable.
Allí mismo, la caravana se dividió. Los prisioneros itzá y tutul xiu fueron conducidos hasta una de las empalizadas. Lisán tuvo que ver cómo eran encerrados como animales los hombres que habían luchado junto a él. Pensó que, desde lejos, la desdicha humana podía ser contemplada con fría curiosidad, pero cuando afectaba a gente conocida, todo resultaba muy distinto. Sac Nicte se colocó junto a él y apretó su mano con fuerza. Koos Ich estaba en medio de todos esos desdichados, héroes reducidos a dóciles ovejas confinadas en un sucio corral.
Después, los guardias los condujeron hasta la cabeza de la caravana.
Los nobles y el tlatoani habían abandonado sus literas y aguardaban frente a un templo situado al pie de un volcán apagado. Ahuítzotl se había ataviado de una forma suntuosa, con una rica manta bordada de oro atada sobre el hombro derecho. Llevaba un bezote de jade con la figura de un colibrí en el labio inferior. Grandes pendientes de oro le colgaban de las orejas y ornamentos de turquesa en la nariz. Y un collar de cráneos de ámbar de los que colgaban conchas de oro. Los sacerdotes se acercaron a él y le clavaron largas espinas de maguey en diferentes partes del cuerpo. El poderoso monarca aguantó estoicamente la sangría, y también cuando los sacerdotes frotaron puñados de paja contra las heridas, para empaparlas con su sangre. Luego quemaron la paja en un pequeño altar situado en el templo.
– Ese volcán debe de ser el Citlaltépetl, el «monte de la estrella» -le explicó Sac Nicte-. Cada cincuenta y dos años los mexica celebran en este lugar la ceremonia del fuego nuevo. Aquí atan los años.
– Entonces, su calendario es igual al vuestro.
– No exactamente. Y su concepto del tiempo es también distinto. Para nosotros el tiempo es una gran rueda que gira y gira, y siempre regresa al mismo punto. Ellos representan el tiempo como una pira en la que los hombres arden. Atan los años sólo para señalar lo cercano que está el fin de este universo.
Una vez concluida la ceremonia, el tlatoani se metió en una litera con dosel de plumas verdes y la comitiva se puso nuevamente en marcha hacia Tenochtitlán. Unos nobles cargaron a Ahuítzotl, mientras otros iban delante barriendo el suelo.
Ellos fueron obligados a caminar detrás de la procesión y así recorrieron una amplia calzada construida sobre el agua que se dirigía directamente hacia la ciudad. Lisán calculó que ocho jinetes podrían cruzar por allí, los unos al lado de los otros, sin molestarse. Algunos tramos habían sido sustituidos por puentes de vigas de madera que podían quitarse para dejar pasar las embarcaciones de un lado a otro. A intervalos regulares habían dispuesto letrinas al borde de la calzada, rodeadas por un parapeto de cañas para proteger la intimidad de sus usuarios. Todo el lago estaba lleno de canoas; unas pequeñas, con un único remero, y otras con capacidad para un centenar de personas. Se acercaban a la calzada para poder ver a su emperador y a los extraños prisioneros barbados que caminaban detrás de él, junto al jefe de algún remoto pueblo vencido por los mexica.
Lisán miraba a un lado y a otro, fascinado por aquel complejo mundo que lo rodeaba como un calidoscopio de imágenes multicolores y sonidos cambiantes. El constante rumor de los remos al entrar y salir del agua, las brillantes pirámides cubiertas de estuco, pintadas en tonos de rojo y azul, que se extendían como atalayas por el lago.
En las orillas había hombres que cazaban pájaros con redes tensadas en un marco de madera. Y pescadores que ensartaban a los peces lanzando sus jabalinas hacia el agua. Algunas canoas iban cargadas hasta los topes de excremento humano, lo recogían de las letrinas del camino y lo transportaban hacia la ya cercana ciudad. Sac Nicte le explicó que era para usarlo como abono y para curtir las pieles.
La calzada se interrumpió de pronto al pie de un fuerte con dos torres, cada una rodeada por un muro de doce codos de altura. Se detuvieron.
– ¿Qué sucede ahora? -preguntó Lisán.
– Creo que es aquí donde son recibidos los héroes -dijo Sac Nicte.
Las puertas del fuerte se abrieron y una multitud de nobles vestidos suntuosamente salió a recibir a su señor, acompañados por sacerdotes con capuchas blancas y braseros con carbones encendidos para iluminar su paso. Colocaron unas alfombras junto a la litera de Ahuítzotl; éste desmontó y caminó sobre ellas. Los nobles tocaban las alfombras con las manos, allí donde había pisado el tlatoani, y luego se las besaban.
Unos esclavos iban colocando alfombras frente a Ahuítzotl mientras otros las retiraban detrás. Así cubrieron el tramo que iba desde el fuerte hasta las puertas de Tenochtitlán.
Entraron en la ciudad a través de una avenida ancha y recta, con el suelo de tierra batida y un canal de desagüe en medio. La calle estaba bordeada por casas de dos plantas de adobe blanqueado, con amplios patios cubiertos con toldos de algodón. Jardines con flores hermosas y estanques, con viveros de peces y huertos de hortalizas. Las canoas de sus propietarios podían entrar en los huertos a través de unas empalizadas dispuestas para tal fin.
– Nos han traído hasta Venecia -dijo Jabbar con desánimo-. Ya no tenemos escapatoria posible, pasaremos el resto de nuestra vida remando en alguna galera de su flota.
– No, amigo -dijo Piri, admirado-, esto no es Venecia, ni nada que hayamos visto jamás. Debe de ser la mayor ciudad del mundo. Ni siquiera Constantinopla podría comparársele.
Una muchedumbre se apostaba a ambos lados de la avenida y sobre las terrazas de las viviendas, ansiosa por contemplar desde primera fila la llegada triunfal. El diseño de las ropas de aquella gente indicaba claramente su clase social. Los más ricos llevaban anudadas mantas más largas, con borlas, bordados y flecos. Las mujeres lucían faldas blancas de fibra de maguey, cubiertas por una blusa larga. Se recogían el cabello en trenzas que ataban con cintas de colores.
A pesar de saberse en peligro, la mente curiosa de Lisán no podía dejar de sentirse fascinada por todo aquello que lo rodeaba. Observó que algunas mujeres tenían los dientes teñidos de rojo, llevaban los cabellos sueltos y hacían movimientos provocativos, contoneándose con descaro frente a ellos. Al advertir su mirada, Sac Nicte le explicó que eran putas, mujeres esclavizadas de algún pueblo vencido y llevadas a Tenochtitlán para que ejercieran esa profesión. Al parecer, los mexica eran muy puritanos y no les gustaba ver a sus propias mujeres ejerciendo la prostitución. Lisán imaginó el odio que aquel joven imperio en expansión estaría generando entre sus pueblos vecinos, con prácticas como ésa.
Conforme se acercaban al centro de la ciudad, las casas de adobe se iban transformando en palacios con patios y pequeños huertos en los que cultivaban frutas y árboles ornamentales. Los tejados eran planos y casi todos tenían hermosos jardines sobre ellos. A Lisán le asombraba la semejanza de todo esto con su al-Andalus, hasta tal punto que cruzó por su mente la extraña idea de que allí podría haber sido feliz y no echar de menos su tierra.
Unos cuantos ancianos, hombres y mujeres, los seguían. Iban casi desnudos, con sólo un diminuto taparrabos cubriéndoles las vergüenzas.
– Son pecadores que se han confesado a Tlazoltéotl, la diosa que come los pecados -explicó Sac Nicte-, y cumplen una penitencia.
– ¿Es que aquí no pecan mas que los viejos?
– No, pero sólo se permite una única confesión en la vida… Y la reincidencia supone la muerte por lapidación. Así que todos esperan el máximo de tiempo posible para hacerla.
Un pueblo despiadado, aceptó Lisán. Incluso con su propia gente. Pero a la vez complejo y refinado… Allí la contradicción parecía la norma y le recordaba que estaba muy lejos de su hogar. Lejos y en un mundo extraño y desconcertante.
Tenochtitlán estaba dividida por cuatro anchas avenidas que conducían a la gran Plaza Central. Pero Lisán y el resto de los prisioneros no llegaron hasta allí, pues fueron desviados por una calle que desembocaba en un hermoso palacio de paredes de alabastro.
Era un amplio recinto cercado por un muro que rodeaba varias viviendas individuales, cada una con habitaciones, que daban a un patio abierto en su centro. Entraron en la más cercana. Las losas del suelo eran de piedra negra con vetas rojas y blancas, y las paredes estaban decoradas con pinturas de águilas y jaguares. Los techos eran de madera de cedro; con unos acabados que envidiarían los mejores carpinteros de Granada, consideró Lisán. Encima de la puerta, el símbolo de un venado marcaba el día en que se había terminado de construir el edificio. No había muebles, sólo esteras en el suelo para sentarse o tumbarse y unos biombos que permitían dividir el espacio.
Una vez en el interior, los guardias mexica liberaron a Piri y a Jabbar del cepo con el que habían cargado desde que abandonaron la costa. Su jefe habló a los prisioneros con una voz amable, pero con palabras incomprensibles para los tres dzul hasta que Sac Nicte tradujo:
– Os alojaréis aquí. Os traeremos toda el agua y la comida que necesitéis. Y si queréis algo más, decidlo y nosotros os lo procuraremos. Estaremos frente a la puerta.
Al caer la noche, entraron unos criados con unos braseros de cobre encendidos para iluminar y caldear la estancia.
Jabbar intentaba dormir cubierto por mantas con plumas cosidas. Decía que la humedad de los canales le estaba helando los huesos, pero Lisán imaginó que necesitaba reiniciar su ciclo interminable de olvido y regreso al punto de partida. Lo envidió. Él también hubiera deseado poder olvidarlo todo y despertar al día siguiente con la mente limpia de temores.
Subió a la terraza. Desde ella, Sac Nicte observaba el exterior. Abrió la boca para decirle algo, pero la mujer le pidió silencio con un gesto. Oyó un lejano murmullo rítmico, como pies danzando desnudos sobre el mármol y una música desconcertante pero bella.
– Es la Casa del Canto -dijo Sac Nicte-. Los mexica ensayan una y otra vez las mismas danzas, preparándose para el gran acontecimiento.
– ¿Qué crees que va a pasar? -le preguntó-. ¿Para qué necesitan tantos prisioneros?
La mujer se volvió y lo miró, aunque su rostro estaba en penumbra. La luz conjunta del cometa y la luna iluminaba su pelo, dibujando una aureola alrededor de ella.
– Ellos piensan que el fin del mundo se puede producir de un momento a otro, que de hecho ya ha sucedido y que son ellos los que mantienen este precario equilibrio de vida con sus sacrificios. Y ahora preparan algo inmenso… Si derraman a la vez la sangre de todos sus cautivos…
– ¿Qué puede suceder?
– El chu'lel liberará un poder como nunca se ha visto antes.
Lisán se volvió hacia el cometa. ¿Un poder capaz de alterar los engranajes de los cielos para desviar un astro?
Los ÿinn eran los habitantes del Segundo Mundo, eso significaba que siguieron existiendo tras el final de su era y de las que la siguieron. De alguna forma habían aprendido a sobrevivir a la destrucción de un mundo tras otro. Sin duda es lo que pretendían hacer ahora.
Koos Ich caminó entre aquellos hombres que eran como espectros, buscando un lugar donde tumbarse. Pero el espacio era tan valioso en el interior de la cerca como lo había sido para Lisán y sus compañeros sobre la cubierta de la Taqwa. Al permanecer de pie o sentado un cuerpo humano ocupa mucho menos sitio que al estar tumbado.
La luz gris de la luna dotaba de una iluminación fantasmagórica a la escena de todos aquellos desdichados esparcidos por el suelo, encajando los unos con los otros como un gran rompecabezas. Pero la luz era extraña, y más intensa de lo habitual en una noche de luna llena. Alzó la vista hacia el cielo y vio que el cometa había desaparecido. Sus conocimientos astronómicos eran muy elementales, apenas lo suficiente para entender las indicaciones de los sacerdotes sobre la disposición de los cielos frente a una próxima batalla, pero sabía que un cometa no podía desvanecerse de ese modo. Y no lo había hecho. Observó que la luna estaba rodeada por un halo brillante, entrecerró los ojos y descubrió que el cometa estaba detrás de ella. Eso debía de significar algo, sin duda. Quizás algo importante… Pero no era él quien iba a averiguarlo, porque finalmente había hallado su lugar entre la marea de cuerpos y se sentía demasiado cansado como para preocuparse por esas cosas.
El guerrero se acurrucó en el suelo sobre su lado derecho y colocó las manos bajo la cabeza. El lado izquierdo de su rostro mostraba una impresionante cicatriz, cosida apresuradamente por los mexica y cubierta de costras de sangre seca, que iba desde la ceja hasta la comisura de los labios. Milagrosamente, no había perdido el ojo, aunque tenía ese lado tan hinchado que le costaba abrirlo. Sentía frío, pero no podía hacer nada para solucionar eso. Un helor húmedo se derramaba desde aquel cielo despejado sobre la masa de cuerpos agotados y heridos. Cerró los ojos y deseó que la noche y el tiempo que le quedara de vida transcurrieran lo más rápido posible.
Soñó con eras remotas, cuando los mexica libraban cruentas batallas para apoderarse de los pantanosos terrenos del lago Texcoco.
«Los que no tenían nada», así eran conocidos por los habitantes de aquellas tierras por aquel entonces, que no los consideraban mas que salvajes e ignorantes extranjeros llegados del norte. Pero, poco a poco, se fueron labrando una fama de guerreros valerosos e implacables. Este hecho llamó la atención de Achitomel, el poderoso caudillo de Culhuacan, quien los contrató como mercenarios, para combatir en su guerra contra Xochimilco.
La victoria fue total, gracias en gran parte a la fiereza de los guerreros mexica. Achitomel quiso recompensar de alguna forma a aquellos valientes y llamó a su presencia al joven caudillo mexica, que acudió acompañado tan sólo por su sacerdote principal, un hombre alto y esquelético como una imagen del señor de los infiernos. Los dos permanecieron en pie y en silencio, en una de las salas más lujosas del palacio del señor de Culhuacan, mientras éste les hablaba.
– Debemos unir la sangre de nuestras dos tribus -les dijo- para que de esa unión surja la casta más poderosa que haya conocido jamás el mundo.
Entonces ofreció a su propia hija en matrimonio al jefe mexica. En su sueño, Koos Ich pudo ver con claridad a la princesa, de la que se decía que era la muchacha más hermosa de su tiempo. Y reconoció los rasgos de Utz Colel en ella.
El jefe mexica observó a aquella belleza con desprecio, durante un rato interminable, hasta que su sacerdote se inclinó hacia él y le susurró al oído: «Acepta».
Más tarde, el mexica le preguntó por qué lo obligaba a tomar a esa mujer.
– La necesitamos -le dijo el sacerdote-. Será recordada como «la madre de la discordia». Ella nos ha de indicar el camino hacia la tierra donde hemos de establecer nuestra morada definitiva. Porque no es éste el lugar que os tengo prometido y es necesario que abandonemos este campamento, no con paz sino con la sangre y la muerte de muchos. Es la ocasión de que empecéis a levantar nuestras armas, arcos y flechas, rodelas y macanas, y de demostrar al mundo el valor de vuestra estirpe…
El sueño de Koos Ich se interrumpió de repente, cuando una mano se posó sobre su hombro y lo agitó con fuerza.
– ¿Qué…? -musitó aún entre sueños.
– Ponte en pie, guerrero -dijo una voz junto a él.
Koos Ich vio una figura brumosa, turbia y deforme como un espectro. Giró el rostro, volvió a mirar con el ojo derecho y vio a un hombre de rasgos marcados, ojos hundidos y mejillas cubiertas de pelo.
– Ponte en pie y sígueme -repitió la aparición.
Pero ya lo había reconocido; era uno de los dzul, aquel al que algunos de sus compañeros llamaban Kazikli.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó-. Me dijeron que habías huido antes de la batalla.
– Os he estado siguiendo durante todo el camino. Ven ahora conmigo, Koos Ich.
El guerrero volvió a tumbarse.
– Déjame en paz, ahora que ya está todo perdido.
– Ahora es cuando por fin puedes alcanzar la victoria.
– Vete.
Algo pesado golpeó el suelo junto al rostro del guerrero. Koos Ich se incorporó un poco y descubrió que era su macana. Asombrado se volvió hacia Kazikli. Éste le había dado la espalda y se alejaba sorteando los cuerpos dormidos. Miró a su alrededor; nadie se había despertado a pesar de sus voces y el golpe de la maza contra el suelo. Y esto era bastante extraño.
Sujetó el arma con la mano derecha y se puso en pie. Caminó tras el extranjero.
– ¿Eres un brujo? ¿Te envía el Uija-tao?
Kazikli no le contestó hasta que llegaron a las puertas de la empalizada. Éstas estaban abiertas de par en par y los guardias mexica dormían, lo cual contestaba a la pregunta del guerrero.
– ¡Espera! -Koos Ich agarró al brujo dzul por el brazo.
– ¿Qué quieres?
– Debemos liberar a todos los hombres. Sólo así podremos enfrentarnos a los mexica.
– Te equivocas. Ahora hay un ejército bien armado protegiendo Tenochtitlán. Y, además, están los nahual… No habría posibilidad alguna en un enfrentamiento en esas condiciones, como tampoco la tuvisteis durante la batalla.
– ¿Y qué es lo que pretendes entonces?
– Hay un hombre en Tenochtitlán… No, no es un hombre, se trata de una criatura muy poderosa, y únicamente destruyéndola se acabará para siempre el poder de vuestros enemigos.
Dejaron atrás la empalizada y se encaminaron hacia la ciudad. A pesar de lo avanzado de la noche, mucha gente entraba y salía de ella en ese momento. Las calzadas principales estaban atestadas, pero Kazikli condujo al guerrero por un pequeño sendero de tierra aplanada. Caminaron juntos en completo silencio y apenas se cruzaron con unos pocos recogedores de excrementos que limpiaban las letrinas.
Cuando comprobó que nadie podía verlo, Kazikli se acercó a la orilla y saltó a las negras aguas de la laguna. Koos Ich vio cómo el dzul apartaba unos matojos que ocultaban una canoa. Luego se metió dentro y remó para llevarla junto a la calzada.
– Vamos -le dijo.
El guerrero saltó adentro y arrugó inmediatamente la nariz.
– ¡Itzamna! -exclamó-. ¿Ésta es una canoa para transportar excrementos?
– Beey. Con ella no llamaremos la atención. Ayúdame a remar hacia la ciudad.
Koos Ich se acomodó frente al dzul y tomó un remo.
Impulsada por los dos hombres, la pequeña embarcación se separó de la calzada y avanzó silenciosa por el lago, rodeada de centenares de canoas que también se dirigían a la ciudad. La luna parecía inmensa sobre ellos.
– ¿Qué significa que la luna se haya tragado al cometa? -preguntó el guerrero itzá.
– No estoy seguro -le respondió Kazikli-, pero no creo que sea nada bueno.
– ¿No sabes de esas cosas? Pensé que eras un brujo.
– Hay muchos tipos de brujos. Lo mío es matar ÿinns.
– ¿Yinns?
– Teules. La criatura de la que te hablé. El cometa marca un acontecimiento inminente. Los sacerdotes mexica van a necesitar mucha sangre para realizar su magia. Sólo sé que si triunfan será la victoria definitiva de los teules que quieren la destrucción de los hombres.
– ¿Y cuándo se va a producir ese acontecimiento?
– Durante los próximos días. Nos esconderemos hasta entonces. Debemos estar preparados para intervenir en el momento preciso. Por eso te necesito, tú me protegerás mientras yo acabo con el teule.
– ¿Cómo se mata a un teule? Pensé que eran invencibles.
– Tengo a un genio encerrado en una botella -dijo Kazikli de forma enigmática.
Koos Ich no entendió a qué se refería, pero se había cansado de hablar. Los dos siguieron remando hacia Tenochtitlán.
El tlatoani había estado muy ocupado. Casi todos los dignatarios extranjeros eligieron la noche para entrar secretamente en Tenochtitlán. Habían acudido por las amenazas y los ruegos de los embajadores de la Triple Alianza, pero ninguno lo había hecho de buena gana. Para la forma de pensar de sus pueblos, las naciones eran dominantes o sometidas, el concepto de una tregua amistosa no entraba en su ordenación del mundo. Tampoco en la de Ahuítzotl, pero el Mujer Serpiente había insistido en la importancia de que todos acudieran.
El señor de los belicosos tarascos atravesó la sala principal del palacio del tlatoani y se plantó frente a él con descaro.
– Vosotros los mexica debéis de estar locos -le dijo con una mirada despectiva-. Ahora queréis la guerra, ahora queréis la paz… ¿Cómo vamos a sentarnos a comer tranquilamente con vosotros, después de todas las calamidades que han sucedido entre nuestras dos naciones?
– Noble amigo -le dijo Ahuítzotl-, hay un tiempo para solucionar las enemistades y otro para cumplir con las obligaciones comunes que todos tenemos para con los dioses. Hay que solemnizar la gran fiesta de la renovación del Templo Mayor. Acepta pues mi invitación y mis regalos y únete a nosotros en esta celebración.
Así pasó casi toda la noche, recibiendo a una delegación tras otra. Ofreciéndoles su talante más diplomático y su sonrisa más amable. Todo para seguir las indicaciones del Mujer Serpiente -tal era su fidelidad hacia el anciano-, aunque a muchos de aquellos descarados les hubiera dado una lección de cortesía con su propia macana.
Unas horas antes del amanecer, abandonó el palacio y empezó a ascender lentamente los ciento trece escalones de una de las dos escaleras gemelas del Templo Mayor. Su ángulo era demasiado empinado para escalarlas con facilidad y el tlatoani, a pesar de su fuerza y juventud, tuvo que pararse a descansar en mitad del trayecto.
Por un momento se sentó sobre una de las gradas y admiró la impresionante Tenochtitlán tendida a sus pies. Las múltiples calzadas que unían las dos ciudades principales, sus calles rectas; su red de canales, que ahora parecían tensados hilos de plata, las grandes casas de tejados planos con jardines plantados en sus azoteas, la vegetación de brillantes colores; el lago, cuya superficie era como un espejo negro salpicado de canoas, los pueblos situados al otro extremo del lago, los volcanes a lo lejos…
A pesar de lo temprano de la hora, la actividad era frenética; miles de antorchas y braseros corrían de un lado a otro como hormigas de fuego, iluminando a los carpinteros y albañiles que trabajaban día y noche para que todos los edificios estuvieran bien reparados y pintados. Los joyeros, orfebres y artistas de plumería se esforzaban preparando sus obras, para que los bailes y fiestas que iban a celebrarse en cada rincón de Tenochtitlán tuvieran el esplendor apropiado para lo solemne de la ocasión.
Nada podía fallar, porque Ahuítzotl sabía que ésta era una oportunidad de demostrar el verdadero alcance de su poder, tanto a los reinos amigos como a los enemigos. No había escatimado esfuerzos para que asistieran todos los embajadores invitados, incluso había enviado a su propia guardia personal para protegerlos a través de los caminos más remotos de su Imperio. Por eso no había excusa para rechazar su invitación. Pero, durante la desdichada época de su primo Tízoc, el prestigio del Imperio había caído tan bajo que muchos se habían atrevido a hacerlo. Sus vecinos de Tlaxcala, por ejemplo, habían respondido a los embajadores que ellos podían celebrar una fiesta en cualquier momento, en su ciudad y a su propia conveniencia. Esto era un insulto, y también un buen pretexto para una futura campaña de castigo.
Pero eso será después de los festejos, por supuesto, pensó Ahuítzotl mientras se ponía en pie y seguía subiendo.
Al fin llegó a la plataforma de piedra situada en la cima del Templo. Admiró los dos santuarios gemelos, uno al norte, dedicado a Tlaloc y otro al sur, para Huitzilopochtli. La lluvia y el sol, las dos fuerzas que determinaban la prosperidad de la tierra. Frente a los dos santuarios, los jardineros trabajaban dirigidos por el propio Mujer Serpiente. Había tenido un gran cuidado con las decoraciones florales, tanto en el templo donde se celebrarían los sacrificios como en las tribunas desde las que los presenciarían los invitados. Cada detalle, hasta el más insignificante de los adornos, había sido supervisado por el sacerdote en persona.
– Trabajas demasiado, amigo mío -le dijo Ahuítzotl-. Incluso tú debes de necesitar descansar de vez en cuando.
El Mujer Serpiente se volvió y saludó al tlatoani cruzando el brazo sobre el pecho.
– En realidad, sí. -Sonrió-. Pero puedo permanecer despierto años enteros y luego dormir durante otros tantos. Eso forma parte de mi naturaleza.
Ahuítzotl colocó las manos a la espalda y aspiró profundamente el aire de la mañana.
– Es una obra magnífica. Seremos recordados por esto.
– Seremos recordados por lo que vamos a lograr desde aquí. Esto es sólo una plataforma, pero es perfecta. Todo ha sido ajustado con precisión para cuando llegue el momento.
Todo, pensó Ahuítzotl. Hasta el mínimo detalle.
La forma del Templo Mayor recordaba al monte de Coatepec, el monte de las serpientes que simbolizaba el orden celestial. Cuatro plataformas lo sostenían. Las tres inferiores estaban divididas en doce secciones y la superior, y decimotercera sección, sostenía a los dos santuarios. Era una gran máquina para canalizar las energías del chu'lel, todo matemáticamente sincronizado al movimiento y relación de los astros del cielo.
– Nada puede salir mal, ¿verdad? -dijo.
– Muy pocas cosas, tlatoani. Pero he trabajado para mantenerlas bajo control.
– Dime, ¿por qué has permitido que el teule entrara en la ciudad?
El Mujer Serpiente meditó un momento antes de responder.
– Ha viajado desde el otro lado del mundo para llegar hasta mí y ahora prefiere permanecer escondido y actuar como un humano. Por más que lo pienso, no lo puedo entender, y por eso me desconcierta tanto ese comportamiento.
– ¿Por qué no te limitas a destruirlo?
El Mujer Serpiente sonrió por la ingenuidad del tlatoani.
– ¿A un teule? No es tan fácil, y sí muy peligroso. Si luchamos ahora, en unas condiciones de igualdad, quizá yo pudiera vencerlo… Quizá… Pero mi victoria sería muy amarga. Si él muere en el combate, su alma de teule podría llegar a contaminar el chu'lel de toda esta región… Y eso significaría la muerte de tu imperio.
– Pero, si es tan poderoso y tan temible…, ¿por qué ha aceptado dócilmente ser nuestro prisionero?
El Mujer Serpiente sacudió la cabeza.
– No lo sé, y eso es lo que me preocupa. Siempre me asustan las cosas que no entiendo, pero también me intrigan y me hacen desear desentrañar su misterio. De momento me siento más tranquilo sabiendo dónde está. No puedo hacer más que mantenerlo aquí y esperar.
– Esperar ¿qué?
– Que cuando llegue la hora en que se decida a actuar, yo sea capaz de hacerle frente y detenerlo.
– ¿Podría arruinar la ceremonia?
– No. En ese momento es cuando más poder habrá en mí. Yo controlaré todo el flujo del chu'lel, y él tendría que estar loco para atacarme entonces.
Ahuítzotl miró intensamente al sacerdote.
– Él es como tú. ¿No es así?
La sonrisa del Mujer Serpiente fue tan breve que pareció un espasmo en su rostro.
– Sí, tlatoani.
– Dime, ¿cómo es ver pasar las eras y los mundos ante tus ojos?
El cielo empezaba a clarear tras las montañas. La feroz silueta del volcán Cilatepetl ya destacaba contra el cielo cárdeno.
Algunos jóvenes novicios llegaron a la cima de la pirámide cargando bolsas llenas de resinas aromáticas y colorantes para añadir a los braseros. Varias muchachas los acompañaban. Llevaban tortillas calientes para los sacerdotes que habían pasado toda la noche en vela. Éstos saludaron el nuevo día haciendo sonar sus conchas y se oyó el repiqueteo de un tambor que marcaba la salida del sol, mientras el humo azul salía de los braseros para encaramarse sobre el cielo de Tenochtitlán.
– A veces -respondió al fin el Mujer Serpiente- creo que sólo es la oportunidad de cometer los mismos errores una y otra vez.
Habían pasado dos días encerrados en aquel palacio de techos de cedro y suelo de piedra negra. Sus guardianes los alimentaban y se mostraban extremadamente corteses, pero no respondían a ninguna de sus preguntas ni les permitían abandonar el recinto.
Lisán estuvo en cada momento al lado de Sac Nicte, apartado del dolor de Na Itzá, la rabia de Piri y la indiferencia de Jabbar. Los dos habían acordado no pensar en ese cercano y terrible día, y hablar tan sólo de su pasado, de tantos detalles que desconocían el uno del otro.
De vez en cuando el andalusí extendía la mano y acariciaba a la mujer, en la mejilla o en el brazo, o hundía los dedos entre sus cabellos. En una ocasión, ella sonrió y le preguntó por qué hacía eso.
– Estás aquí. Te puedo tocar. Eres real. Me amas… Y todavía seguimos juntos.
Al llegar la noche del segundo día, Lisán sintió que el próximo amanecer iba a traer lo que tanto temían. Lo notaba en el ambiente, en los sonidos de los preparativos para el acontecimiento, que se habían vuelto más frenéticos, en el olor a muchedumbre y a guisos callejeros que llenaba la ciudad. Tenochtitlán no dormía, mantenía la respiración aguardando lo que iba a suceder al día siguiente, y el andalusí sentía en sus propias tripas el nerviosismo de tantos millares de personas. Y también recordaba la fecha señalada por el disco dorado…
Subió a la azotea del palacio y contempló el gran arco plateado que trazaba el cometa por el cielo nocturno. Varios surtidores brotaban de su núcleo y eran claramente visibles como pequeñas colas incipientes. Dos días antes se había eclipsado detrás de la luna, que había quedado rodeada por un espectacular halo blanco, pero la noche anterior había reaparecido y la cola cruzaba ahora el cielo como el tajo de una cimitarra.
Bajo él, la ciudad aparecía iluminada por millares de antorchas y braseros, como un reflejo del firmamento estrellado. El incesante rumor de la muchedumbre le llegaba con claridad. Se sentó en el suelo y se esforzó por pensar qué podía hacer. El Uija-tao le había dicho que su destino estaba allí y que su presencia iba a ser decisiva. Pero le costaba creer esto después del resultado de la batalla. Ni él, ni Piri, Dragut o Jabbar habían significado nada en el combate; y Baba, el único que realmente podría haber cambiado algo, había huido. Quizás el adivino se había equivocado. No había otra explicación, porque ¿qué podía hacer ahora él, aparte de morir como un cordero, tal y como habían muerto Yusuf y los demás?
Se sintió impotente y se llevó la mano al pecho, esperando sentir el contacto del disco dorado como tantas otras veces. Pero ya no estaba allí. Sus esfuerzos para descifrar el disco tan sólo habían servido para predecir con exactitud la fecha de su muerte. Su mano, en cambio, tocó el saquito de cuero que le había entregado el Uija-tao. Lo sacó para contemplarlo. Una vez más necesitaba respuestas y pensó que quizá por eso el anciano adivino le había facilitado la pipa. Pero ésta había quedado destrozada durante la batalla, y no se iba a lamentar por eso, porque le había salvado la vida.
Estudió uno de los braseros que iluminaban la terraza y consideró la posibilidad de improvisar un nuevo recipiente para fumar. La rechazó de inmediato, el Uija-tao le había hecho ver que el recipiente y los símbolos e inscripciones que lo decoraban eran tan importantes como la mezcla. Abrió la bolsita de cuero y tomó una pizca de su contenido con sus dedos. Apenas era un polvillo marrón verdoso, pero el anciano le había dicho…
Le había dicho que era el bosque.
Ése era el motivo por el que Uucil Abnal había sido rodeada por un bosque artificial, comprendió. Los árboles, las plantas, incluso los insectos formaban parte de una gran máquina para leer el chu'lel. Una máquina semejante en su función al disco dorado… Observó detenidamente aquella mixtura oscura. ¿Era posible? ¿Podría utilizarla para comunicarse con el chu'lel, tal y como había hecho al tomar el hongo? El adivino le había advertido que no sobreviviría a una nueva inmersión, que no estaba preparado, pero ya no tenía más alternativas. En el transcurso del día siguiente el cometa caería sobre la Tierra.
Volcó el contenido de la bolsa en la palma de la mano y, sin pensarlo más, se lo llevó a la boca. Tosió mientras intentaba mantener la boca cerrada. La parte más ligera de la mixtura era un polvillo que se le metió en los pulmones. El resto formó una espesa masa en su boca que le fue imposible tragar. Era lo más amargo que había probado nunca. La boca se le llenó de saliva, la notaba fluir abundante, intentando diluir aquel sabor acre. Volvió a toser. Apretó los dientes para no escupir aquella cosa y se le escaparon los mocos. Se limpió con el dorso de la mano y echó la cabeza hacia atrás. Con un verdadero esfuerzo de voluntad se obligó a tragar, y la masa de polvillo y saliva se arrastró hacia su estómago. Le provocó arcadas y tuvo que respirar lentamente para tranquilizarse y no vomitarla.
Bueno, ya está hecho. Miró a su alrededor. Nada había cambiado. Tan sólo notaba el estómago pesado y un horrible sabor en la boca.
Buscó uno de los muros de la azotea para apoyar la espalda y se sentó a esperar. La noche avanzaba y la mixtura no le producía ningún efecto. Notaba la pared estucada detrás de él y la luz que desprendían los braseros diseminados por toda la ciudad seguía brillando. El rumor de la gente no cesaba… Pero había un nuevo sonido. Lisán se esforzó por escucharlo, por separarlo del resto. Inclinó la cabeza. Era como un roce armónico, como el que produciría una fídula al ser frotadas sus cuerdas. Pero era casi imperceptible…
Una conversación entre dos hombres se interpuso, silenciando la música. Paseaban por la calle frente al palacio y hablaban en náhuatl, por lo que no podía entenderlos, pero sus palabras le llegaban con nitidez… De repente pudo verlos, como si estuviera junto a ellos. Dos mexica jóvenes conversaban con gestos contenidos y sin apenas mover los brazos. De la espalda de cada uno de ellos surgía un largo tentáculo por el que circulaban partículas brillantes a gran velocidad…
Lisán dio un respingo y se golpeó en la cabeza contra el muro estucado cuando intentó apartarse de ellos. Seguía sobre la terraza, en la misma posición, pero ahora descubrió que estaba en el interior de una bolsa gelatinosa y brillante, recorrida por miríadas de motas luminosas. Un tentáculo estaba prendido al único orificio de la membrana que lo envolvía y parecía querer absorberlo, como si un gigante chupara con fuerza desde el otro extremo de aquel tubo. Intentó sujetarse, pero no tenía donde clavar los dedos en el interior de aquella especie de placenta viscosa.
Al final lo tragó. El andalusí gritó desesperado mientras recorría el tubo velozmente, con la cabeza por delante. Era tan estrecho que se iba deformando a su paso para darle cabida a su cuerpo. Al cabo de un rato, el tentáculo lo escupió y fue a caer desde una gran altura sobre un caldo pegajoso y brillante. Se hundió por un momento y logró ganar la superficie. Chapoteó. No era difícil flotar en él, pues su densidad era muy alta. Tomó un puñado con la mano y, al mirarlo más de cerca, comprobó que aquel fluido estaba formado por una inmensa masa de partículas luminosas que vibraban y se movían dotadas de la apariencia de la vida.
Y descubrió algo horroroso: ¡su cuerpo se estaba disolviendo en él!
Sus manos, sus brazos, sus piernas se estaban descomponiendo en aquellas motas de luz, y huían en todas las direcciones para fundirse con el magma que lo rodeaba. Miró a su alrededor desesperado, buscando una manera de salir de allí.
Una embarcación navegaba a través de aquel océano inconcebible y se dirigía hacia donde él estaba. Su cubierta parecía una selva de mástiles con todas sus velas desplegadas, y su afilado casco brillaba como hecho de oro. Cuando estuvo más cerca, Lisán apreció más detalles. El casco estaba cubierto por escamas metálicas, de modo que se asemejaba al vientre de un pez dorado. Y en su proa viajaba un hombre muy alto, con el rostro cubierto por una tupida barba gris.
– Talos… -Su voz fue apenas un murmullo desabrido, como si sus cuerdas vocales también se estuvieran diluyendo.
Alguien lanzó un cabo y Lisán logró sujetarse con fuerza a él. Fue arrastrado un trecho, hasta que reunió la fuerza suficiente para trepar por aquel casco cubierto de escamas metálicas. Cruzó sobre la borda y se quedó paralizado durante un instante, contemplando cómo sobre la cubierta de aquella nave se afanaba una tripulación de espectros. Todos eran medio transparentes y a todos les faltaba algún miembro o una parte del rostro.
Lisán entrechocó sus manos para asegurarse de que su carne había recuperado parte de su solidez. Luego caminó entre aquellos fantasmas hasta la proa. El hombre que había supuesto que era Talos el Rojo se volvió hacia él y lo miró. Y Lisán reconoció aquellos ojos.
– Eres el Mujer Serpiente -musitó-. Pero… tu cuerpo es otro.
Talos asintió.
– Un cuerpo no puede durar para siempre. He habitado en el interior de muchos… Tantos que se podría poblar Tenochtitlán con todas las carcasas vacías que he ido dejando atrás.
La música había regresado. Lisán alzó la vista y comprendió al fin cuál era su origen. La cubierta azul del cielo había desaparecido y ahora podía ver las diferentes esferas de cristal que sujetaban a los astros y giraban lentamente sobre sus cabezas. El roce de las esferas contra su eje era el origen de aquella fantástica melodía.
– Todo ha sido dispuesto en los cielos, ¿no es cierto? -dijo el andalusí señalando la esfera de los cometas-. Mañana llegará el fin de todo.
– Sabes eso porque tienes algo que me pertenece.
– ¿El disco dorado? Lo siento, pero ya no está conmigo.
– Entiendo.
Talos le dio la espalda y pareció olvidarse de él, pero Lisán lo rodeó y se enfrentó de nuevo al inmortal.
– ¿Eso es todo? -dijo-. Quiero algunas respuestas, quiero saber por qué los habitantes de los mundos de hielo buscan nuestra destrucción… ¡Mírame!
Talos clavó los ojos en él, haciendo que el andalusí se arrepintiera de haber gritado.
– Te das demasiada importancia, hombrecillo -dijo-. Para los Ronceros no eres nada. Ni siquiera un fragmento de vida que merezca ser medido u observado. Ellos son seres eternos. Habitan la oscuridad helada, donde el tiempo transcurre al ritmo que marcan los astros del cielo. En su escala, tu presencia es tan breve que les cuesta aceptar que existas.
«Los Ronceros», pensó Lisán, y una imagen del libro de Dante acudió a su mente: las almas de los perezosos se apretaban unas contra otras lejos del sol, en el infierno helado…
– Si somos tan insignificantes, ¿por qué quieren acabar con nosotros?
El ÿinn sonrió con desprecio.
– Te sigues dando una importancia que no tienes… Es a «nosotros» a quienes buscan destruir. Desde mucho antes de que tu especie viera la luz.
– ¿A vosotros? ¿Por qué?
Talos alzó la vista hacia el cielo, donde seguían girando las esferas.
– El único propósito de la vida es procesar conocimientos. La vida es sabiduría que pervive, crece y se multiplica. Cada criatura viviente es una inmensa biblioteca, siempre ávida de aumentar su contenido y almacenarlo para la próxima generación. La vida cambió este mundo para que pudiera albergar una mente capaz de aprovechar la proximidad y la energía del Sol para acelerar estos procesos. Y esa mente poderosa, a la que llamáis «chu'lel», nos engendró a nosotros como sus órganos manipuladores. Fuimos la primera generación de seres dotados de inteligencia y voluntad que habitó la Tierra. Cuando los Ronceros se dieron cuenta de nuestra existencia, ya habíamos colonizado toda su superficie.
– ¿Y qué hicieron ellos?
– Eso es algo que ya debes de saber. Destruyeron nuestra civilización y desde entonces la guerra continúa. Han nacido otras criaturas, para habitar los mundos que existieron después del nuestro, y todas han sido exterminadas. Los Ronceros están limitados por la lentitud con que discurren sus mentes, pero son implacables y saben cómo calcular su próximo movimiento durante centenares de miles de años. Éste es el momento en el tiempo en el que están a punto de vencer, pero nosotros aún tenemos una oportunidad de sobrevivir…
– ¿Cómo?
El ÿinn sonrió como lo haría un tiburón ante su presa.
– Gracias a vosotros… a vuestra sangre… ¿Lo ves? Al final sí vais a servir para algo…
El rostro de Talos se transformó entonces en un mosaico de motas brillantes que empezaron a disgregarse como un puñado de arena arrastrada por el viento. A su alrededor, el navío de espectros también se desvaneció. Lisán extendió un brazo, como si pretendiera sujetar a Talos, pero todo fue borrado por el torbellino que lo envolvió.
Se encontraba de nuevo en la azotea del palacio mexica, sentado y con la espalda apoyada contra el muro estucado. Miró hacia el cielo y vio que el cometa seguía cruzándolo de parte a parte. Apenas había pasado unos instantes sumergido en el chu'lel… y había conseguido regresar. Estaba agotado, como si no hubiera dormido en meses.
Cerró los ojos e intentó descansar.
Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, Koos Ich descargó su macana contra aquel desdichado, que cayó hacia atrás con los ojos dilatados por la sorpresa y las manos apretadas contra su garganta, como si intentara contener la vida que se le escapaba a borbotones.
Estaban en un callejón estrecho y oscuro, ocultos a cualquier mirada. Koos Ich retrocedió tambaleándose y apoyó la espalda contra una pared de adobe para no caer.
El dzul empezó a registrar al moribundo.
– Jamás pensé que yo pudiera hacer algo así -musitó Koos Ich. Y en su voz había verdadera incredulidad.
¿Qué quedaba de él ahora? Se había apartado de su camino de guerrero y acababa de perder el último rastro de dignidad que aún mantenía. Era como si hubiera muerto en la batalla. Desde entonces sólo había sido un cadáver que se movía, que caminaba de forma mecánica para llegar hasta el lugar de su sacrificio. Así debía ser. Pero aquel mago se había presentado, había arrancado al cuerpo del guerrero muerto de su descanso y lo había llevado con él para que le sirviera en sus oscuros propósitos. Y él no tenía ni fuerza ni voluntad para resistirse. Su vida había terminado en el mismo momento en que fueron derrotados por el ejército mexica. Ya no deseaba otra cosa que acostarse y dormir eternamente.
Mientras tanto, Kazikli halló lo que buscaba y lo elevó triunfante en el aire.
– Mira -dijo-. ¿Qué crees que es esto?
Era un cañón de pluma repleto de polvo de oro.
– He matado a un hombre inocente… -dijo Koos Ich con amargura-. He perdido mi honor de guerrero sólo para que tú le robaras.
– Nadie es inocente aquí -dijo Kazikli mientras seguía buscando.
– No entiendes lo que significa esto, ¿verdad?
– Ellos arrasaron tu ciudad. No tuvieron piedad ni con los ancianos ni con los heridos… y ahora sientes remordimientos por haber acabado con la vida de uno de ellos… ¡Os queda tanto por aprender!
– Eso fue parte de la guerra y así está establecido… pero ese hombre no era un guerrero, no era mi enemigo…
El mexica se había quedado al fin inmóvil. Kazikli encontró una bolsa de tela de algodón colgando de su taparrabos. La abrió y comprobó que contenía un buen puñado de semillas de cacao.
– Hemos tenido suerte -dijo poniéndose en pie-. Vamos a comprar algo de comida.
Koos Ich vio que, mientras caminaba, el dzul se iba colocando un trapo sobre la cabeza, semejante a la capucha que usaban algunos sacerdotes, sin duda para ocultar su extraño aspecto y los pelos que le crecían en el rostro. Lo siguió.
Los dos salieron a una calle más concurrida, donde ya se estaban montando algunos puestos. La actividad en la ciudad era impresionante. Brigadas de carpinteros y floristas trabajaban por todas las calles que conducían hacia el nuevo templo. La multitud se atropellaba para escoger los mejores sitios. Algunas mujeres con los dientes teñidos de rojo les dirigieron señales insinuantes mientras contoneaban el cuerpo frente a ellos.
– ¿Cómo es posible que hayan logrado reunir a tanta gente? -se preguntó Kazikli.
– Antes oí que se había amenazado con pena de muerte a la gente de los pueblos vecinos que no acudiera a la ceremonia.
– Pues eso lo explica todo.
Se pararon frente a un puesto ambulante. Una mujer cocinaba en un brasero de carbón. Una gran olla mantenía calientes unos tamales cuidadosamente envueltos en hojas de maíz.
– Una buena comida es lo que necesitas para alejar todos esos remordimientos de tu mente -dijo Kazikli.
Hay algo más en mi mente, pensó Koos Ich, recordando el sueño que lo había asaltado cada noche desde que llegara al lago de Texcoco: la boda de la hermosa princesa con el cacique mexica del pasado…
Compraron tamales y tortillas rellenas de frijoles.
– ¿Crees que Utz Colel seguirá con vida? -preguntó Koos Ich.
– Sin duda. Todos seguirán con vida. Los separaron de vosotros para que no sufrieran ningún daño hasta el momento de la ceremonia.
Después de comer, los dos hombres se mezclaron con la multitud.
Se dice que un marino huele una tormenta al igual que un perro huele el miedo.
Piri Muhyi interpretó la llegada de los guardias mexica esa madrugada, antes de que saliera el sol, y no tuvo duda alguna de que sus intenciones no eran las de todos los días.
Uno de ellos le hizo una reverencia a Utz Colel y dijo:
– Tú, cihuatzin, [34] debes acompañarnos. Debes venir con nosotros a la Casa del Canto, donde serás preparada para la Ceremonia.
La chica le dirigió una leve inclinación y se volvió hacia Na Itzá.
– Era mi destino, padre -musitó-, al fin me ha alcanzado. Pero lamento que haya sido demasiado tarde para salvar a nuestro pueblo.
– Los dioses han querido que viese el fin de todo lo que he amado -dijo él, tapándose el rostro con las manos para ocultar las lágrimas-. ¿Qué sentido tiene esto? ¿Qué puede hacer un hombre para cambiar la voluntad del cielo?
En ese momento, el crujido de la madera al hacerse astillas los hizo volverse a todos. Piri había destrozado uno de los biombos a patadas y de los restos extrajo un par de estacas bastante afiladas.
– ¿Quieres librarte de ir a galeras? -le preguntó a Jabbar.
– Sí -respondió éste.
– Entonces coge esto. -Le lanzó una de las estacas-. Ha llegado la hora de pelear.
– ¿Qué estás haciendo? -exclamó Lisán mientras se aproximaba al turco.
– No -respondió Piri alzando su arma improvisada-, la pregunta es: ¿qué estáis haciendo vosotros? Actuáis como si ya estuvierais muertos… Y no es así.
– ¿Has perdido el juicio por completo, Piri? ¿Te has dado cuenta de que estamos cautivos en el centro de una ciudad enorme, en medio de un país enemigo? ¿Piensas abrirte paso con ese palo a través de miles de guerreros?
– No, faquih. Ciertamente no creo que lo logre -dijo Piri con tranquilidad-. En realidad ni me lo planteo, porque si estudias tus posibilidades de éxito es que ya has fracasado. Jamás he calculado si podía vencer o no, sólo si debía luchar o no. Y eso es lo que voy a hacer ahora, porque no me voy a quedar con los brazos cruzados mientras se la llevan al sacrificio.
Y dicho esto, el corsario saltó hacia los guardias. Descargó un fuerte mazazo contra el estómago del primero y, antes de que el mexica pudiera recuperarse del ataque, trató de hacerse con la macana que llevaba en las manos. No lo consiguió. Otro de los guardias lo golpeó con su maza en los omóplatos y Piri cayó de rodillas.
El andalusí tuvo que interponerse entre el turco y los mexica para evitar que lo matasen allí mismo. Aunque eso sería lo mejor, pensó.
La imagen del vizcaíno entregándole un cuchillo en la misma playa en la que habían naufragado acudió a su mente como un relámpago.
Sí, quizá fuera lo mejor…
Miró a su alrededor: Jabbar también había intentado luchar, pero había sido inútil. Los guardias mexica lo rodeaban y al turco no parecían quedarle fuerzas para ayudar a su amigo.
Utz Colel se acercó a Piri y se arrodilló frente a él.
– Los mexica llaman al sacrificio nextlaoaliztli, que significa «el pago» -le dijo-. Dicen que los que mueren bajo el cuchillo de obsidiana tienen asegurada una futura vida mejor. En una ocasión tú me hablaste de algo parecido, ¿recuerdas? Me contaste que en tu mundo los que mueren luchando contra los infieles tienen un lugar en el paraíso.
– Beey.
– Por eso has luchado durante toda tu vida, y quieres seguir haciéndolo ahora. Pero hay algo más importante que la recompensa en una vida futura, y es que hay una forma honorable de morir y otra que no lo es. ¿Entiendes eso?
– Beey.
Por supuesto que lo entendía. De hecho era la única cosa que podía asegurar que le había enseñado su tío Kemal: que la vida no vale nada, que la muerte te puede sorprender en cualquier momento, y que la forma en que te enfrentes a ese último instante define todo lo que has sido, o todo lo que hubieras podido ser.
– Te aseguro que si peleas ahora -siguió diciendo Utz Colel-, si me tienen que arrastrar por la fuerza hasta la piedra del sacrificio… eso no evitará mi muerte, pero la despojará de todo su honor. Por favor, no me quites eso.
El corsario asintió y dejó caer la improvisada arma que apretaba entre sus manos. Utz Colel se acercó más al joven turco y lo miró a los ojos:
– Puedes hacer algo por mí. ¿Quieres hacerlo?
– Dime. Haré cualquier cosa para ayudarte.
– Tú no eres de este mundo y no estás sujeto a nuestras reglas. Huye, tal y como intentaste hacer en la playa, escapa de esta ciudad, sobrevive. Sálvate tú y llévame siempre en la memoria.
Piri bajó los ojos. Lo que le pedía era ya imposible, pero asintió. Entonces, sin decir nada más, ni mirar de nuevo a los suyos, la muchacha se puso en pie y caminó hacia la puerta.
Salió con dignidad de la habitación, como una princesa escoltada por sus guardias.
A los demás los obligaron a abandonar el palacio no mucho después, y los condujeron hasta la Plaza Central de Tenochtitlán. Allí aguardaron, al pie del Templo Mayor, rodeados por un numeroso grupo de guerreros y hombres-jaguar.
A primera hora de la mañana, los millares de cautivos fueron sacados de los corrales, pintados y emplumados. Luego se les hizo formar en interminables colas a lo largo de las tres calzadas que entraban en la ciudad, desde el norte, el sur y el oeste.
Ahuítzotl, vestido con el atuendo de caza del dios Huitzilopochtli, con un arco y unos dardos de oro en las manos, salió ceremoniosamente de su palacio. Iba acompañado por los señores de las otras dos ciudades de la Triple Alianza, Texcoco y Tacuba, ataviados con mantas cubiertas de joyas de turquesa y carey, con collares y cinturones de oro que representaban serpientes y cráneos humanos. Tras ellos, el Mujer Serpiente, caminaba con Utz Colel sujeta de su brazo izquierdo. El Gran Sacerdote llevaba los atributos del Tezcatlipoca Negro y Utz Colel iba cubierta por un manto de plumas preciosas, como la diosa Toci, a la que los mexica llamaban «nuestra abuela», la madre de los dioses. La comitiva se cerraba con un pequeño ejército de más de cien sacerdotes que avanzaban hombro con hombro.
El desfile cruzó ceremoniosamente la calzada de Tlacopán hasta la Plaza Central. Los espectadores vitoreaban y arrojaban flores blancas al tlatoani y a sus acompañantes, que empezaron a ascender con paso acompasado por una de las gradas del Templo Mayor.
– Parece que ella está bien -le dijo Lisán a Sac Nicte.
Pero la mujer no le respondió. Tan sólo lo miró con tristeza.
Sus guardianes les ordenaron entonces que subieran por la escalera tras el séquito real.
– No tan aprisa -les indicó uno de ellos-. Guardad el paso.
Alcanzaron la gran plataforma donde se levantaban los dos santuarios de Huitzilopochtli y Tlaloc. En el centro de ambos estaba Coyolxauhqui, una colosal figura de diorita con dos serpientes entrelazadas como cabeza, que era la encarnación de la noche.
Alrededor del altar de Huitzilopochtli, trece mariposas de piedra simbolizaban el Sol, al que se iban a ofrendar los sacrificios. Junto a ellas y para la ocasión, habían sido dispuestos unos altares provisionales, con la cubierta de madera y el techo de paja, que fueron inmediatamente ocupados por los señores de las ciudades aliadas y algunos sacerdotes. El tlatoani se colocó tras la gran piedra verde del sacrificio, en el centro de la plataforma. Un sacerdote le entregó un cuchillo de obsidiana con una empuñadura que representaba un jaguar.
Justo detrás de Ahuítzotl estaban Utz Colel y el Mujer Serpiente; y, por un momento, Lisán temió que la hermana de Sac Nicte fuera a ser la primera víctima. Pero la chica fue acompañada por uno de los acólitos hasta la base de la estatua de Coyolxauhqui.
El andalusí sentía que su corazón estaba a punto de estallarle en el pecho. Por segunda vez estaba viviendo aquella espeluznante situación. El miedo, la desesperación y la asfixia lo envolvieron como una ola que acallara el bramido entero de una tormenta. Él y sus compañeros de cautiverio fueron conducidos hasta un extremo de la plataforma, a la izquierda de los santuarios.
Frente a ellos se colocaron unos cincuenta nahual armados con arcos y flechas. El Mujer Serpiente se acercó a los hombres-jaguar y estuvo parlamentando con ellos durante un rato. De vez en cuando se volvía y miraba con recelo hacia Lisán y sus compañeros.
Así es como van a sacrificarnos, pensó el andalusí. Su posición con relación a los arqueros era la apropiada. Van a acribillarnos a flechazos.
Los ojos del Mujer Serpiente se encontraron por un momento con los de Lisán y ya no tuvo ninguna duda de que se trataba del mismo hombre que había visto en su sueño alucinatorio. Era Talos el Rojo. Y también era Tezcatlipoca, comprendió, el mago que creó a los nahual cientos de años atrás.
¿Durante cuánto tiempo había estado planeando ese momento, ajustando las partes durante generaciones para poder al fin llevar a cabo sus planes? Miró alrededor y observó la cuidadosa disposición de los dos templos gemelos. Cada peldaño, cada volumen, cada dimensión tenía su importancia, y Lisán no dudaba que el propio Talos había supervisado en persona todos los detalles.
En el cielo, el cometa ya era visible a plena luz del día.
La primera víctima llegó hasta la plataforma escoltada por el guerrero que la había capturado. Caminó hasta la piedra verde, tras la cual aguardaba Ahuítzotl. Exactamente tal y como Lisán ya había visto hacer en Amanecer, cuatro sacerdotes la sujetaron por brazos y piernas y la tendieron sobre la piedra, con su espalda arqueada contra ella.
Ahuítzotl clavó su cuchillo en el pecho del desdichado y le arrancó rápidamente el corazón. Lo sostuvo en el aire, palpitante, goteando sangre, mientras un aullido de júbilo llegaba desde cada una de los miles de gargantas que se habían congregado en la Plaza Central.
Era como una pesadilla que se repitiera con total exactitud.
Lisán miró a Piri y Jabbar, dos estatuas horrorizadas a su lado. Sac Nicte y su padre, un poco más allá, también estaban inmóviles, pero con una expresión resignada. Bajó la vista y contempló a la muchedumbre que se extendía a sus pies, se diría que no había espacio para una aguja en toda aquella enorme plaza. Y todos parecían entusiasmados por aquel horror que estaba empezando a producirse. La masa se agitaba y vibraba como un mar de carne humana. Vio las cuatro calles que partían de la Plaza Central, repletas también de gente, y por el centro de cada una de ellas, hasta donde alcanzaba la vista, cuatro interminables filas de prisioneros que atravesaban la ciudad para llegar al pie del Templo Mayor. Volvió a mirar a Ahuítzotl, que sostenía en ese momento el corazón en lo alto, manteniendo la larga aclamación de sus súbditos. Luego, un sacerdote le acercó una calabaza en la que el tlatoani exprimió el corazón como si se tratara de una fruta a la que quisiera sacar la última gota de jugo. Otro acólito recogió el órgano en una cesta y lo llevó al interior del templo de Huitzilopochtli, mientras Ahuítzotl bebía de la calabaza donde se había recogido la sangre. Ceremoniosamente, le entregó la calabaza a Talos, que bebió también, y luego éste se la pasó al guerrero dueño del cautivo.
– Esto no puede ser verdad -dijo Piri, asqueado y horrorizado.
Jabbar temblaba como si estuviera a punto de sufrir un ataque. Sus ojos desorbitados miraban a un lado y a otro sin detenerse en nada. Lisán se preguntó si esa mañana Piri lo habría puesto al corriente de la situación. Quizá no, pues los guardias habían llegado muy temprano. El turco parecía al borde de la locura, tras haber despertado en medio de aquel horror que no podía comprender. ¿Quién de ellos podía hacerlo?
Reza por mí, faquih, le había dicho Yusuf mientras caminaba tras el sacerdote anciano.
De la misma forma había sido sacrificado aquel prisionero, y su cuerpo también fue arrastrado y empujado escaleras abajo para que descendiera rodando sin detenerse hasta llegar al pie de la pirámide. Allí, los ancianos quaquacuiltin se apoderaron de él, le cortaron la cabeza e insertaron una vara a través de ella para exhibirla en el tzompantli, una plataforma con la base hecha de cráneos de piedra que estaba a un lado de la Plaza Mayor.
Los pajes del guerrero que lo había capturado se llevaron lo que quedaba del cadáver. Lo arrastrarían hasta el templo privado de su calpulli, donde sería troceado, cocinado con pimientos, tomates y flores aromáticas, y consumido en un banquete ritual.
Mientras tanto, un imparable río de prisioneros era sacrificado.
Ahuítzotl y sus compañeros reales de la Triple Alianza se dedicaron a abrir el pecho de las primeras víctimas durante toda la mañana de ese primer día. Cuando se cansaron, fueron sustituidos por un grupo de sacerdotes. Cuando éstos sintieron su brazo entumecido, fueron reemplazados por más sacerdotes. De esa forma, los sacrificios se prolongaron durante cuatro días y sus respectivas noches, sin detenerse en ningún momento. En cada hora de esas cuatro jornadas murieron más de ochocientos prisioneros. El Templo Mayor era insuficiente para dar curso a aquel inmenso río de inmolados, y tuvieron que habilitarse otros catorce templos menores por toda la ciudad. Ríos de sangre corrían escalones abajo, inundaban las calzadas y se coagulaban bajo los pies de los asistentes a la ceremonia. Las cabezas se amontonaban formando una espeluznante pirámide junto a los tzompantli. No todos los cautivos aceptaron de buen grado el sacrificio, algunos se resistían sin que esto les sirviera de nada, pues eran golpeados y arrastrados por los pelos por los guerreros a los que pertenecían. Y sus gritos, los sollozos, los vítores de la multitud, el olor de la sangre, de las heces de los que no aguantaban el terror, el chasquido del cuchillo al penetrar en la carne, el sonido de succión del corazón al ser arrancado del pecho, los tambores que no cesaban de sonar… Todo esto conformó la textura de la realidad durante esos días y marcó el paso de cada instante.
Cada noche, Lisán y sus compañeros eran conducidos de regreso al palacio, por unas horas, para que pudieran descansar y comer. Pero el aroma de guiso con carne humana, que llenaba ya Tenochtitlán, les impedía probar bocado.
Lisán creía vivir en medio de una interminable alucinación. Retazos del pasado y del horror que había experimentado durante los sacrificios en Amanecer se mezclaban con el horror que ahora contemplaban sus ojos. Su mundo no había sido precisamente pacífico, cualquier ciudadano de al-Andalus estaba acostumbrado a presenciar la muerte, las ejecuciones, la guerra… Pero nada de lo que había visto a lo largo de su vida lo había preparado para esto… Para asistir hora tras hora, día tras día, al espeluznante espectáculo de los hombres cayendo como borregos bajo la cuchilla del carnicero. Y, sin embargo, conforme pasaban los días, la frialdad más absoluta se iba apoderando de su alma. Era como si aquella vieja costra que se había formado durante el sacrificio de sus compañeros de naufragio se estuviera extendiendo y endureciendo ante la interminable contemplación de tanto horror.
Cada una de esas noches, cuando regresaban al palacio, Lisán se tumbaba sobre una estera y caía rápidamente en un plácido sueño en el que ya no había lugar para las pesadillas, pues éstas se desarrollaban en sus horas de vigilia. Ni siquiera recordaba haber hablado ni un solo momento con Sac Nicte durante esas noches, antes de ser vencido por el sueño.
Ahuítzotl y sus aliados, junto al Mujer Serpiente y Utz Colel también se retiraban a sus propios palacios, y volvían a la pirámide con las primeras luces del día siguiente. Los espectadores regresaban a sus casas durante esas horas, si vivían en Tenochtitlán o en alguna población cercana, o dormían en el suelo de las calles si venían de más lejos.
Pero los sacrificios no se detuvieron en ningún momento.
El número final de víctimas durante los cuatro días que duró la inauguración del Templo Mayor de Tenochtitlán superó las ochenta mil personas. [35]
Kazikli lo contemplaba todo, fascinado. Alzaba los ojos hacia el cielo y veía lo que quizá nadie más veía: la energía pura del chu'lel elevándose hacia las alturas desde aquel mar de sangre que iba anegando la ciudad, crepitando como aceite muy caliente, envuelto en pequeñas chispas rojas que destellaban en la noche.
– ¡Qué espectáculo! -exclamó la cuarta noche, arrebatado por la emoción-. ¡Qué magnífico espectáculo!
A su lado, Koos Ich lo miró intrigado por sus palabras. Luego se encogió de hombros y, dándole la espalda, se arrebujó en su manta dispuesto para dormir.
Como cada noche, soñó con la boda entre la princesa y el cacique mexica.
En su sueño vio cómo Achitomel, el señor de Culhuacan, era invitado a participar en las celebraciones de la boda. Y cómo éste llegaba al humilde templo de los mexica acompañado de numerosos príncipes y nobles, cargado de regalos.
El recinto era bastante miserable, comparado con los otros templos de su ciudad, apenas un cuadrado con base de piedra y paredes y techo de cañas. Pero los mexica parecían muy orgullosos de su humilde templo y de sus ingenuos dioses, y Achitomel no quiso contrariarlos; alabó todo aquello que pudo, mientras los nobles de su cortejo contenían las risas.
Una gran manta, dispuesta para el banquete, había sido tendida en el centro del templo. El señor de Culhuacan se sentó junto al cacique mexica, y sus nobles lo hicieron también en torno a ellos. No vio a su hija, ni al extraño sacerdote que había acompañado al cacique.
– Pronto los verás -le explicó éste cuando Achitomel le preguntó-. Así son nuestras costumbres. Debes respetarlas, pues ahora eres tú nuestro invitado.
Acto seguido, como un perfecto anfitrión, el cacique fue descubriendo los cuencos repletos de carne guisada con chiles y flor de calabaza. Todos comieron y alabaron, ahora sinceramente, la excelencia de aquel plato. El banquete duró varias horas y los manjares se fueron sucediendo hasta que ninguno de los invitados pudo comer más. Entonces, el cacique le indicó al señor de Culhuacan que había llegado el momento de hacer las ofrendas.
Achitomel asintió y se puso en pie con dificultad, pues su estómago estaba demasiado lleno. Se acercó al altar situado al fondo del templo, un lugar que apenas estaba iluminado. Tomó el hule, el copal, las flores, el tabaco y la comida, y los puso ante el dios de los mexica como ofrenda. Degolló también a las codornices, pero todavía no veía bien frente a quién las sacrificaba. Después encendió un incensario para quemar el copal, y la llama alumbró el altar. El sacerdote de los mexica estaba apostado junto a él. Achitomel lo reconoció. Sus ojos relucían diabólicamente al reflejar las brasas del incensario… y estaba ataviado con… ¡La piel desollada de su hija cubría el flaco cuerpo del sacerdote!
Y comprendió que era también su carne la que le habían servido en el banquete…
Temblando de rabia y horror, con los ojos llenos de lágrimas y de pena, se volvió hacia sus copríncipes y sus vasallos, y los llamó a gritos:
– ¿Qué clase de hombres sois vosotros, oh culhuacanos? ¿Es que no veis que han desollado a mi hija? ¡Estos bellacos no tienen que seguir con vida! ¡Matadlos, destruid a esta raza de desalmados y que perezcan todos aquí y ahora!
Inmediatamente se iniciaron los combates, y los mexica asesinaron hasta al último de sus invitados…
Koos Ich se agitó en su sueño, pero siguió durmiendo.
El quinto día se inició con una extraña danza sobre la plataforma de los santuarios. Bailarines sobre zancos junto a bailarines sin piernas que se sostenían con gran habilidad sobre las manos, evolucionaban al ritmo frenético del huéhuetl [36]
El Mujer Serpiente se acercó a Utz Colel y le tendió la mano para que la muchacha lo acompañara. Juntos se dirigieron hacia la puerta del templo de Huitzilopochtli. Al pasar junto a él, el sacerdote le dijo a Ahuítzotl:
– Ha llegado el momento de celebrar mi boda con Toci.
El tlatoani asintió y cruzó los brazos sobre el pecho.
– Que los dioses bendigan vuestra unión -dijo.
Y el sacerdote y Utz Colel desaparecieron juntos en el interior del templo.
Lisán observó nervioso el hueco negro y rectangular que era la puerta del templo de Huitzilopochtli. Frente a ella, los sacrificios continuaron, pero se preguntaba qué estaría sucediendo en su interior. Miró de reojo a Sac Nicte, que lloraba en silencio, con las lágrimas resbalando lentamente por las mejillas sin que ella hiciera el menor gesto por limpiárselas.
– ¿En qué consiste…? -empezó a decir el andalusí.
Y se detuvo aliviado, pues en ese momento Utz Colel había reaparecido en el umbral.
No pasa nada, ella está bien… Pero, cuando la chica avanzó un paso y la luz la iluminó por completo… Lisán descubrió, con un horror que superaba a todo lo que había sentido hasta ese momento, que aquella figura no era Utz Colel.
Talos caminó hacia el centro de la plataforma cubierto por la piel sangrante de la mujer. El ponerse y quitarse pieles humanas simbolizaba para los antiguos el avance y el retroceso de las estaciones. Pero también tenía una consecuencia práctica: el punto de anclaje con el chu'lel seguía prendido a su membrana, creando una perfecta protección frente a la crepitante energía que los rodeaba. Esto era algo que los humanos comunes no podían percibir. Únicamente sus nahual y algunos sacerdotes comprendían que el Templo Mayor se había transformado en el cono de un volcán a punto de estallar. Sus piedras temblaban bajo los pies de Talos mientras todo el chu'lel derramado se iba concentrando en aquel punto y los envolvía como una columna de llamas que se elevaran a gran altura.
Alzó la vista hacia el cielo y contempló el cometa lanzándose contra ellos como un toro enloquecido. Tan sólo iban a tener una oportunidad.
Na Itzá lloraba y se mordía los puños con desesperado dolor por su hija sacrificada.
Lisán se dobló por una fuerte arcada, el vómito ascendió por su garganta y expulsó el atole que había tomado esa mañana. Su estómago se había quedado vacío, pero las arcadas continuaron hasta que sintió que las tripas le iban a reventar. Al fin logró contenerse y se incorporó para contemplar de nuevo aquella imagen macabra.
El Mujer Serpiente caminaba dejando un rastro de sangre. La piel de la desdichada Utz Colel había sido estirada sobre su cuerpo y atada a su espalda con unas tiras de cuero.
Como en una pesadilla en la que todo escapaba ya a su control, Lisán vio por el rabillo del ojo que Piri se separaba de ellos y se dirigía con aparente tranquilidad hacia Talos. Antes que nadie pudiera impedírselo, levantó uno de los braseros de cobre con las manos y derramó su contenido ardiente sobre el Mujer Serpiente.
En la Gran Plaza frente a la pirámide, perdido entre la multitud que contemplaba expectante la ceremonia, Koos Ich gritó al ver que Utz Colel entraba en el Santuario para ser desollada. Su horrible sueño de las últimas noches se estaba haciendo realidad ante sus ojos.
– ¡Vamos! -le dijo Kazikli a su lado-. Ha llegado el momento.
– ¡Ella ya está muerta! -gritó el guerrero mientras la bilis le atenazaba la garganta-. ¿De qué ha servido todo esto? ¿Para qué me has traído hasta aquí… para verla morir?
El brujo le tendió algo que había guardado con él desde Uucil Abnal. Koos Ich lo miró, incrédulo, en la palma de su mano abierta.
– Kuuxum!
– Exacto -dijo el brujo dzul-. Ella está muerta, pero ahora tú puedes vengarla, y vas a necesitar de esto para hacerlo.
– ¡Estás loco!
– Es posible, pero tú has de seguirme.
Con un gesto de rabia y de locura, Koos Ich tomó el hongo de la mano de Kazikli y se lo llevó a la boca. Lo tragó a la vez que se tragaba las lágrimas.
– De acuerdo. ¡Vamos!
Mientras el universo se transformaba ante las pupilas dilatadas del guerrero, los dos hombres se abrieron paso a empujones entre la multitud que contemplaba expectante la ceremonia. Llegaron frente a las dos cabezas de serpiente que separaban ambos lados de las gradas. La interminable fila de víctimas para el sacrificio ascendía lentamente por una de las escaleras, custodiadas por guerreros mexica a intervalos regulares.
Koos Ich echó la cabeza hacia atrás y contempló boquiabierto cómo las llamaradas de pura energía del chu'lel fluían a toda velocidad sobre los escalones empapados de sangre. Era como estar en el centro de un torbellino, el guerrero sentía cómo su cuerpo era sacudido por las ráfagas que se precipitaban girando hacia las alturas, hacia un agujero que se estaba formando en el cielo, sobre la pirámide.
– ¡Atención! -le increpó el brujo dzul-. Ahora tienes que luchar.
Varios guerreros mexica corrían hacia ellos desde los dos lados de la escalera. Koos Ich podía distinguir ya con nitidez los tentáculos luminosos que se extendían por detrás de los atacantes. La macana que empuñaba efectuó un molinete y golpeó al primero.
Vio con toda claridad cómo el tentáculo se soltaba, a la vez que oía un chasquido seco mientras el alma de aquel hombre era arrastrada hacia el chu'lel. Al hacerlo, una parte de su energía quedó liberada y se unió como una chispa más al torbellino que los envolvía. Los guerreros mexica siguieron llegando y el itzá golpeó a un lado y a otro con una furia ciega, hasta que se vio rodeado de cadáveres. El sonido de los tentáculos del chu'lel al liberarse se convirtió por un momento en un crepitar continuo, como si alguien hubiera arrojado una mazorca de maíz seco a una hoguera.
De un salto, se plantó en la escalera por la que descendían los cuerpos de los sacrificados y empezó a trepar por su empinada pendiente. Kazikli lo siguió, unos escalones más atrás.
Los prisioneros miraban atónitos desde la otra grada, sorprendidos por la violenta irrupción de aquel guerrero itzá, que resoplaba mientras saltaba de un escalón al otro, con sus músculos tensados y la macana apretada entre sus manos. Los pies del gigante resbalaban sobre la sangre seca de varios días y la sangre fresca que corría ahora hacia abajo como una catarata incesante. Esquivó un cuerpo humano que descendía rebotando por las gradas y siguió subiendo, seguido de cerca por el dzul.
– ¡No! -gritó Ahuítzotl al ver que el Mujer Serpiente quedaba envuelto por las llamas.
Uno de los nahual se volvió hacia Piri e intentó partirlo en dos con su arma, pero el turco interpuso como escudo el brasero de cobre que aún tenía en sus manos. A la vez, el Mujer Serpiente, convertido en una antorcha viviente, alzó un brazo llameante hacia el muchacho. No lo tocó, pero el turco se vio lanzado por el aire como si hubiera sido golpeado por la maza de un gigante. Su cuerpo trazó un impresionante arco y chocó contra uno de los santuarios con techo de paja, reduciéndolo a astillas. Allí quedó inmóvil.
Todos los sacerdotes habían interrumpido los sacrificios y miraban atónitos. Uno de ellos en el instante justo en que su cuchillo de sílex estaba alzado sobre el pecho de su víctima. Talos se arrancó con las uñas la piel ardiente que había quedado pegada sobre su cuerpo. Su pelo estaba encendido, pero gritó:
– ¡No paréis! ¡Seguid con los sacrificios!
Alzó la vista hacia el cielo, que se iba cubriendo rápidamente de nubes sobre el Templo. Luego miró a Ahuítzotl, que estaba mudo de terror. El aspecto del sacerdote era terrible, algunos parches en su piel seguían ardiendo y el resto era una herida abrasada.
– No temas -dijo para tranquilizar al asustado tlatoani-, todo sigue su curso tal y como estaba previsto.
Mantener el equilibrio en aquella resbaladiza pendiente ya era bastante desafío, pero Koos Ich tenía que luchar al mismo tiempo que trepaba. Los nahual que vigilaban que los cuerpos sacrificados no se detuvieran en su descenso por las gradas se dirigían ahora hacia él.
El itzá esperó agazapado la llegada del primero. Según bajaba, el hombre-jaguar le lanzó un machetazo en un amplio arco horizontal. Koos Ich saltó por encima del arma y, mientras estaba en el aire, golpeó a su enemigo en el cuello. Un poco más abajo, en las gradas, Kazikli tuvo que apartarse para dejar pasar los dos bultos que descendían rodando por los escalones: la cabeza y el cuerpo del nahual. Pero su mente estaba concentrada en un único punto y sus labios murmuraban una interminable letanía.
Un segundo nahual cargó contra Koos Ich. El guerrero itzá gritó mientras forzaba sus músculos al máximo y hundió su macana en el vientre de su enemigo. Sujetó con ambas manos el mango de madera y recuperó su arma de un tirón salvaje que lanzó el cuerpo del hombre-jaguar por los aires. Se revolvió sin detenerse, de nuevo al ataque, y levantó su maza ensangrentada sobre su cabeza para golpear al siguiente nahual.
No dejaban de llegar. Avisados de la batalla que se estaba librando en las gradas, muchos hombres-jaguar habían abandonado la plataforma de los santuarios para lanzarse escaleras abajo y enfrentarse con aquel fabuloso guerrero.
– Dzul! -gritó Koos Ich-. ¡Ya no puedo más! ¡No puedo contenerlos!
Por un momento se volvió para mirar al hombre que lo seguía. Los ojos de Kazikli estaban blancos como los de un pez hervido y su pelo parecía agitado por el viento del torbellino invisible que los rodeaba. Su boca abierta emitía un grito interminable y apenas modulado.
Junto a Lisán, el cuerpo de Jabbar sufrió un espasmo. El Mujer Serpiente se volvió para mirar al turco, que había empezado a agitarse violentamente.
– ¡No! -exclamó el sacerdote-. ¡Ahora no!
Como había hecho antes con Piri, pero ahora con una expresión desesperada en el rostro, el Mujer Serpiente alzó una mano y murmuró algo. Jabbar se elevó lentamente en el aire, hasta detenerse a una buena altura sobre sus cabezas. Los espasmos de su cuerpo eran continuos y lo agitaban como si fuera un trapo azotado por el viento.
Talos hizo una señal a los arqueros apostados en el extremo de la plataforma, que empezaron a disparar sus flechas hacia el cuerpo flotante de Jabbar. Éste fue atravesado por decenas de dardos que se abatieron sobre él en un reguero incesante. Algunos chocaban contra otros antes de alcanzarlo y caían al suelo, pero la mayoría se clavaron en su carne, hasta dejarlo con el aspecto de un puercoespín.
De repente, las nubes se abrieron y mostraron un claro agujero circular. Allí el cometa brillaba deslumbrante contra el fondo azul del cielo. Lisán no entendía nada, ni deseaba hacerlo en ese momento, simplemente decidió que no iba a permanecer impasible mientras sus compañeros eran nuevamente aniquilados uno tras otro. No, esta vez no.
Muchos nahual corrían hacia la escalera y dejaban de vigilarlos, sin que Lisán pudiera adivinar la razón de ello, pero era algo que le convenía, de modo que no iba a poner objeciones a su actitud. Los guardias que lo rodeaban parecían tan asombrados por todo lo que estaba sucediendo como él mismo. Eligió al guerrero mexica que estaba más cerca y con todas sus fuerzas le dio un puñetazo en la garganta.
El hombre se echó hacia atrás pero no soltó la macana. Cuando Lisán intentó arrebatársela, la retiró rápidamente, cortándole el dedo índice y el medio de la mano derecha. El andalusí se dobló de dolor y cayó de rodillas mientras se apretaba la mano para contener la hemorragia. El guerrero se dirigió hacia él, dispuesto a acabar de una vez con su vida. Pero Lisán recogió del suelo uno de los dardos que no habían llegado a clavarse en el cuerpo de Jabbar, y se lo arrojó. Se clavó en su costado, pero tan sólo logró herirlo superficialmente. Con un aullido de rabia, el mexica se abalanzó contra él.
En ese momento, el cuerpo asaeteado de Jabbar pareció estallar. Un centenar de chorros de fuego surgieron por cada uno de los agujeros abiertos por las flechas y recorrieron a la inversa las trayectorias de éstas, hasta alcanzar a los arqueros y envolverlos en llamas.
Sobre la plataforma del templo todo el mundo quedó paralizado por la sorpresa y el espanto. Los sacerdotes que seguían practicando los sacrificios abandonaron sus puestos y corrieron despavoridos escaleras abajo, mezclándose en su huida con los prisioneros que estaban destinados a caer bajo sus cuchillos de obsidiana.
Aprovechando aquel momento de confusión, el andalusí recogió otro de los dardos del suelo. El guerrero mexica se había detenido a un paso de él, conmocionado por lo que acababa de suceder, y su expresión de estupor no cambió cuando la flecha le penetró limpiamente en el vientre. Esta vez Lisán sí consiguió apoderarse de su macana. Con ella en la mano fue en busca de Talos.
Ahuítzotl miraba hacia el cielo que parecía desgarrarse en ese instante. En sus labios había una exclamación de terror. El agujero entre las nubes se estaba abriendo aún más y el cometa parecía crecer a cada instante. Junto a él, el Mujer Serpiente seguía con su brazo alzado hacia Jabbar. El turco flotaba sobre sus cabezas y seguía lanzando dardos de fuego por cada una de las heridas de su cuerpo.
Lisán se plantó frente al sacerdote y alzó la macana con las dos manos, concentrando en ella todo lo que le quedaba de fuerza y toda su ira. Pero, un instante antes de que lo golpeara, los ojos de Talos se encontraron con los del andalusí.
– Ayúdame -le suplicó. Su pelo había desaparecido y su piel achicharrada aún humeaba.
Lisán lo alcanzó en el centro del pecho y el golpe hundió el esternón del Mujer Serpiente. Una exhalación escapó por su boca como un largo eructo y sus ojos se enturbiaron.
Lentamente, Jabbar empezó a descender hasta que sus pies tocaron las losas de la plataforma superior de la Gran Pirámide. Aquel contacto fue como el epicentro de un terremoto que sacudió el suelo hasta que nadie quedó en pie. Víctimas y verdugos cayeron unos junto a otros. La larga fila de condenados que ascendía por una de las escaleras se derrumbó como un castillo de naipes. Los cuerpos chocaban unos contra otros y caían rodando por los escalones.
Los nahual que atacaban a Koos Ich perdieron el equilibrio mientras corrían hacia abajo por la empinada pendiente y cayeron de bruces. El guerrero itzá se echó hacia delante y soportó el terremoto con el pecho pegado contra las gradas.
Sintió la mano de Kazikli que lo empujaba desde abajo.
– Vamos -dijo-, aún no hemos terminado.
Treparon juntos el último tramo y llegaron a la explanada de los santuarios. Koos Ich alzó la vista hacia el cielo y descubrió que el cometa se había transformado en una nube luminosa que parecía expandirse rápidamente. Aquella aureola incandescente los iluminó con una luz espectral, mientras un grito de terror surgía de cada una de las gargantas de los miles de personas congregadas en la plaza frente al templo. Los nobles invitados de otras ciudades, mezclados con la gente de Tenochtitlán, los señores principales y los más pobres, corrían de un lado a otro derribando los tenderetes y las tribunas llenas de flores.
– El mundo se acaba -musitó Koos Ich.
El Mujer Serpiente metió una mano en su propio pecho abierto y tomó un puñado de su sangre con ella. La salpicó hacia el rostro de Lisán. El andalusí se cubrió los ojos y empezó a gritar como si le hubiera caído aceite hirviente en ellos. Talos pasó junto a él y se dirigió hacia el santuario de Huitzilopochtli.
Los sacrificios habían terminado y los sacerdotes habían huido. La plataforma superior del Templo Mayor estaba inundada de sangre y los pies desnudos del Mujer Serpiente chapoteaban al andar sobre ella. Ahuítzotl se cruzó en su camino.
– Es el Fin del Mundo, el final del Quinto Cielo -dijo.
El Mujer Serpiente siguió avanzando mientras con una mano apretaba la herida de su pecho.
– Yo te diré cuándo ha terminado todo -le susurró casi sin fuerzas-. Ahora acompáñame.
Los dos entraron juntos en el santuario de Huitzilopochtli.
– ¡Lisán!
Era la voz de Sac Nicte, pero el andalusí no lograba ver a la mujer. La negra sangre del ÿinn se había pegado a su rostro como si fuera limo y lo que sus ojos captaban entonces era una alucinación semejante a las que le habían provocado las distintas mixturas del Uija-tao.
Estaba sobre la Tierra, a una altura tan impresionante que ésta se veía como una gran esfera azul y blanca. El cometa se alzaba frente a él, como una flotante isla de hielo que se precipitara implacable hacia su mundo. Lisán se acercó a su superficie y distinguió las diminutas partículas rojizas que cubrían la nieve. Eran tan pequeñas que lo que llegaba a ver como un simple punto sin dimensiones estaba formado por la agrupación de muchos millones.
Y estaban incinerándose, ardían una tras otra en una oleada continua que recorría el hielo a gran velocidad. ¿Qué estaba provocando aquello?
Entonces, como si fuera una respuesta a su pregunta, vio aparecer un gran cono de luz roja que salía de algún punto de la Tierra para ir a envolver el cometa. Pero no era una luz, era un mensaje, como una voz convertida en energía que decía: ¡Destruíos! Las partículas del cometa eran engañadas por aquella voz, que les hacía creerse parte del chu'lel de la Tierra y les ordenaba suicidarse. Esa misma voz estaba en su mente. Era Talos explicándole aquello que veía, aunque la ciencia de Lisán era tan limitada que apenas comprendía una pequeña parte de todo lo que oía.
La vida no se detenía en el límite que los ojos humanos podían captar. Descendía hasta el fin de la materia, hasta conformar la propia piel del Universo. A esa escala, la textura de la realidad era imprevisible y caótica, y sólo la vida tenía el poder de ordenar ese caos para que el cosmos siguiera funcionando. Era el Nous imaginado por el sabio jónico Anaxágoras, el principio del orden que imponía la vida a la propia naturaleza.
Y este poder, esa ingente energía que estaba concentrada en cada partícula de materia viva, era lo que la ciencia de Talos había dominado y lo que ahora era usado para controlar y destruir a la criatura cuya voluntad había dirigido al cometa contra la Tierra.
El cono de luz carmesí seguía irradiando sobre la isla flotante de hielo, envolviéndola en furiosas llamas que iban arrancando grandes pedazos de su superficie.
Al acercarse, Lisán fue absorbido por aquel cono y se precipitó por él como si cayera por el interior de una inmensa caña de luz. Vio la Tierra acercarse a toda velocidad, y tuvo un instante para reconocer el lago, la ciudad de Tenochtitlán, el Templo Mayor, a sí mismo tirado en el suelo, y a Sac Nicte arrodillada junto a él. Abrió los ojos.
– ¿Puedes ver? -le preguntó la mujer.
– Creo que… -Parpadeó intentando enfocar la vista, desorientado aún por el vértigo de la caída.
Alzó la mano derecha frente a sus ojos. Estaba cubierta por un paño de algodón bastante apretado y manchado de sangre con el que Sac Nicte había intentado contener la hemorragia. Le faltaban dos dedos, estaba entumecida y sentía un palpitante dolor en ella.
Todo había sucedido realmente, no había sido una pesadilla.
– ¿Dónde está Talos… el Mujer Serpiente? -preguntó a Sac Nicte.
– Él… entró en el santuario de Huitzilopochtli, junto a…
Se detuvo y alzó la vista, muda por la sorpresa.
– ¿Qué sucede? -le preguntó Lisán.
Ella se puso en pie, lentamente, sin poder creer lo que estaba viendo.
El andalusí entrecerró los ojos. A cierta distancia todo era turbio, como si la sangre de Talos siguiera pegada a ellos, pero vio aparecer a Koos Ich en el borde de la plataforma. Detrás del guerrero, con una inhumana tranquilidad reflejándose en su rostro, distinguió al hombre que había conocido como Baba.
– Volvemos a encontrarnos, faquih, tal y como te prometí -dijo el mago.
Lisán se puso en pie. Todo lo veía borroso, como a través de una niebla muy espesa en la que apenas había un estrecho túnel de nitidez. Su visión periférica había desaparecido casi por completo y tenía que mover rápidamente la cabeza para concentrarse en cada uno de los dispersos elementos que lo rodeaban. Notó que Sac Nicte ya no estaba a su lado y supuso que había corrido para reunirse con su esposo. Miró hacia el cielo. El cometa era lo único que distinguía con toda claridad. Estaba rodeado de un halo de fuego que se expandía lentamente, con pequeños núcleos que eran como explosiones silenciosas. Y seguía cayendo hacia ellos.
Bajó la vista. A su alrededor la plataforma estaba casi vacía, los sacerdotes habían huido aterrorizados. Unas figuras encorvadas se iban acercando a ellos, como tigres agazapados… Eran los nahual, que empezaron a transformarse en ese mismo instante.
Jabbar entró en su campo de visión y caminó lentamente hasta situarse junto a Baba.
¿Realmente era Jabbar? El enorme turco también había cambiado para transformarse en algo mucho más temible que un jaguar. En la superficie parecía el mismo hombre que había conocido, pero ahora avanzaba erguido, emanando poder con cada paso. La tremenda herida de su cráneo había desaparecido… Y sus ojos…
Sus ojos no podían ser los de un humano.
Pasó junto a Lisán sin mirarlo siquiera y se lanzó contra los nahual. Dos jaguares saltaron a la vez contra él y Jabbar los atrapó en el aire. Los destrozó entre sus manos. Luego lanzó sus cuerpos contra los de las otras bestias.
Kazikli se detuvo para contemplar cómo el ÿinn aniquilaba a los engendros.
– ¡No lo mataste! -le gritó Lisán-. ¡Lo has mantenido con vida y cautivo de un hechizo, durante todo este tiempo!
El mago se volvió hacia él y dijo:
– Así es, faquih. Un hechizo muy poderoso que mi maestro de Egrigöz me enseñó. Pero también muy difícil de lograr. Necesité mucha sangre para atraparlo y era necesaria mucha sangre para despertarlo y que siguiera sometido a mi voluntad…
La imagen de un campo atestado de cuerpos empalados se superpuso ante los ojos de Lisán con más nitidez que el mundo que lo rodeaba.
Kazikli cenaba junto a un prisionero turco cuyo cerebro había sido herido por un hachazo. Lo oía hablar aterrorizado, suplicando que lo dejaran ir, pero sus guardias lo tenían bien sujeto y con el rostro vuelto hacia aquel macabro espectáculo.
Frente a él, en la primera fila de empalados, el ÿinn agonizaba lentamente. Era casi un esqueleto viviente, piel y huesos; la estaca le atravesaba el pecho y lo mantenía suspendido a cuatro codos de altura. Se retorcía como un insecto clavado en un palito.
Kazikli llevaba el disco dentado colgando de su pecho. Siguió cenando con tranquilidad, tenía todo el tiempo que fuera necesario.
Cuando el cuerpo del ÿinn empezó a morir, algo se escurrió lentamente sobre el tronco en el que su cuerpo estaba empalado. Parecía sólo un gusano hecho con gelatina y babas, pero Lisán supo que en su interior había algo infinitamente valioso: el alma de un ÿinn.
Kazikli ordenó a sus hombres que llevasen al turco prisionero hasta el tronco y que presionaran su rostro contra la madera. El desdichado gritaba sin imaginar qué era todo aquello, hasta que aquel gusano llegó hasta su cráneo y penetró rápidamente por uno de sus oídos.
El turco gritó una vez más y enmudeció de repente. Sólo entonces Lisán pudo ver con claridad el rostro de Jabbar.
Una mente dañada, la jaula perfecta para un ÿinn.
La imagen de los empalados desapareció y Lisán volvía a estar en lo alto del Templo Mayor de Tenochtitlán. Comprendió que durante todos esos años, el ÿinn había olvidado sus poderes y quién era, encerrado en el círculo interminable de los recuerdos rotos de Jabbar. Ahora podía recordarlo al fin, pero gracias a la magia que emanaba de toda aquella sangre derramada seguía prisionero de Kazikli.
El ÿinn había acabado con el último nahual. Se apartó de los cuerpos destrozados de aquellas criaturas medio bestias medio hombres y caminó junto a su amo hacia el santuario de Huitzilopochtli. Los dos desaparecieron en su oscuro interior.
El andalusí oyó, aunque no vio, a Sac Nicte que le gritaba:
– ¡Lisán, salgamos de este lugar terrible!
Se volvió hacia la voz de la mujer e intentó enfocar la vista para distinguirla a través de la bruma roja que lo rodeaba. Ciertamente hubiera deseado correr muy lejos, con ella, pero sabía que eso era ya imposible.
– Ya no hay adónde ir -dijo-. El cometa caerá sobre nosotros en unos instantes y todo habrá acabado. Quizás una nueva raza habite después ese Sexto Mundo y se pregunte sobre cómo fue nuestro final.
Empezó a caminar hacia la entrada del templo de Huitzilopochtli.
– Lisán… -oyó decir a Sac Nicte.
– Espera aquí. Hay algo que debo hacer antes de que todo acabe.
En el interior del templo había dos altares, uno de ellos presidido por Huitzilopochtli y el otro por su temible hermano Tezcatlipoca. Frente a los ídolos ardían unos braseros en los que se calcinaban los últimos corazones sacrificados. Las paredes y el suelo estaban tan salpicados e incrustados de sangre que parecían de color negro.
El hedor era tal que Lisán apenas podía respirar.
Estaba muy oscuro y su vista seguía siendo un estrecho túnel de nitidez rodeado por paredes de niebla roja. Vio los ojos brillantes de Huitzilopochtli, hechos de piedras preciosas que relumbraban en la penumbra. El dios estaba sentado sobre un banco de madera teñida de azul, llevaba un arco en la mano izquierda y flechas en la derecha, todo ello de oro. De su cuello colgaba un collar de joyas de diorita y jade que representaban cráneos y corazones humanos. Se acercó y tocó la extraña textura de la estatua. Había sido modelada con semillas amasadas con sangre humana.
El vendaje que le había puesto Sac Nicte le molestaba. Se lo quitó y aferró con ambas manos una de las flechas de oro de Huitzilopochtli. Tiró con fuerza y el brazo del ídolo se partió, pero Lisán pudo conseguir el dardo dorado. Con él entre las manos siguió avanzando hacia el interior del santuario. Detrás de las efigies de los dos dioses hermanos se agazapaba una figura de granito, pequeña y encorvada, cubierta por una manta de piedras preciosas. ¿Uno de los enanos ajustadores?
Avanzó un paso más y se encontró con la escena más extraña de todas.
Al principio pensó que eran las estatuas de otros cuatro ídolos, porque estaban perfectamente inmóviles, vueltos unos hacia otros. Pero se trataba de seres de carne y hueso.
Al fondo, Ahuítzotl se había desnudado de cintura para arriba. Talos estaba junto a él, con un cuchillo de obsidiana en la mano, tenía la piel roja y abrasada, colgando en jirones de sus brazos descarnados. Estaba a punto de sacrificar al tlatoani cuando Baba y su ÿinn esclavo habían irrumpido en el interior del santuario. Ninguno hacía el menor movimiento, vigilándose unos a otros, esperando que el contrario sufriera la menor distracción.
– Baba -dijo Lisán intentando que su voz sonara clara-. Estábamos equivocados. Ellos no han atraído al cometa. Al contrario… intentan destruirlo.
– Vete, faquih -dijo Kazikli sin mirarlo.
– Ven tú conmigo. Salgamos de aquí y dejémosles hacer. En sus manos está la única oportunidad de sobrevivir que tiene nuestro mundo.
El mago seguía sin apartar la vista de Ahuítzotl y el sacerdote.
– Has sido hechizado, faquih -dijo-. Tu mente ha sido poseída por el ÿinn.
– Lo he visto. -Lisán habló rápidamente, mientras caminaba hacia Kazikli-. Necesitaban obtener un poder inmenso para saltar el espacio que nos separa de esa montaña de hielo que cae hacia nosotros. Pero yo he visto cómo el chu'lel del cometa se está vaporizando bajo este poder.
– Tú has visto lo que él quería que vieras.
– Los seres del hielo intentaron que los humanos olvidáramos esta amenaza, que estuviéramos desprotegidos frente a su ataque… Acabaron con la religión primitiva de los hombres, que mantenía vivos esos conocimientos. Pero esa religión sobrevive aquí gracias a Talos.
– ¡No te acerques ni un paso más, faquih!
– Piénsalo, Baba, éste también es el mundo de los ÿinn.
El mago se había vuelto levemente hacia Lisán, y Ahuítzotl aprovechó ese momento para saltar sobre él. No llegó a alcanzarlo. El ser que una vez había sido Jabbar alzó una mano y el tlatoani salió disparado hacia atrás como impelido por una ola invisible. Su cabeza chocó contra una de las paredes del santuario y se derrumbó inconsciente.
Talos intentó entonces atacar a Kazikli, pero Jabbar lo interceptó. Los dos ÿinn se sujetaron el uno al otro por las muñecas y, girando como peonzas alrededor de un centro común, se elevaron en el aire para ir a estrellarse contra el techo del santuario. La energía chisporroteaba entre sus dedos y los envolvía haciéndolos relucir en la penumbra, saltaba de sus cuerpos y culebreaba sobre las piedras. Sus rostros estaban fruncidos como el de dos felinos enloquecidos, desfigurados hasta tal punto que era difícil recordar el aspecto humano que una vez habían tenido. Mientras luchaban, el mismo aire parecía incendiarse a su alrededor.
Jabbar se revolvió como un gato acorralado y clavó sus uñas en el brazo de su enemigo. Sin soltar su presa, golpeó el descarnado cuerpo del Mujer Serpiente, una y otra vez contra las losas que formaban la falsa bóveda, hasta que la piedra se agrietó por los impactos. Luego giró sobre sí mismo, mientras mantenía la muñeca del anciano bien aferrada, y lo lanzó con extraordinaria violencia contra el suelo. El cuerpo de Talos reventó las baldosas de mármol y las esquirlas volaron por todas partes como proyectiles. Intentó ponerse en pie, pero Jabbar se abatió sobre su espalda. Rodeó al anciano con ambos brazos y lo mantuvo pegado contra el suelo de mármol, mientras la energía que rezumaba de su cuerpo abrasaba su carne humana.
Kazikli seguía el combate con toda su atención, inmóvil frente a los dos ÿinn que forcejeaban envueltos en llamas, a unos pasos de él.
– Debes escucharme -dijo Lisán-. Debes detener esto.
Kazikli se volvió hacia su antiguo compañero de viaje y le gritó:
– ¡No des un paso más!
Pero el andalusí ya estaba junto a él. Hizo un rápido movimiento y clavó el dardo de oro en el pecho del mago, justo en su corazón.
Kazikli intentó apartarse. Sus piernas se doblaron bajo él, como si de repente se hubieran transformado en dos rollos de trapo. Se derrumbó contra el suelo.
– Tú… -dijo con la boca llena de sangre-. No puedes…
Intentó alzar una mano hacia el andalusí, pero se detuvo en mitad del movimiento. Su cabeza cayó hacia atrás y quedó inmóvil. Estaba muerto, Jabbar alzó la vista y vio a Kazikli atravesado por la flecha dorada. Su rostro, casi inhumano ya, reflejó entonces una gran confusión y aflojó un poco su presa. Talos reaccionó, se incorporó de un brinco y sus manos se cerraron en torno al cuello de su enemigo como dos tenazas al rojo que hacían crepitar los pocos restos de piel que aún cubrían sus cuerpos. La energía pura del chu'lel los envolvía a ambos, y la frágil carne humana hervía y se evaporaba.
– No hay salida -dijo entre dientes-. La vida perdura sólo devorando a la vida.
Con su enemigo aferrado entre sus manos, Talos se precipitó a una cegadora velocidad contra la bóveda de piedra del santuario. Esta vez chocaron ambos con una violencia tal que la piedra misma se incendió y estalló desintegrándose en millones de fragmentos.
Lisán fue alcanzado por la onda expansiva y lanzado hacia la espalda de la estatua de Huitzilopochtli. Mientras la nube de fuego y roca pulverizada lo envolvía, tuvo una nueva visión: los cuerpos de Jabbar y el sacerdote reventando como si fueran dos muñecos rellenos de pólvora, y un chorro de pura energía que destrozaba el tejado del santuario y se elevaba como una flecha hacia el cielo.
El cometa fue golpeado por aquel ariete de poder mientras penetraba en la región aérea de la Tierra. Y este último impacto, unido a la energía concentrada del chu'lel que seguía abatiéndose sobre él, fue como soplar el fuego de una antorcha contra una bola de nieve. El hielo del cometa se transformó en un instante en vapor y estalló violentamente. Su parte sólida eran unas rocas atrapadas en el interior del hielo, y la mayoría se dispersaron por la explosión, rebotando contra la atmósfera de la Tierra.
Sólo una de ellas, la de menor tamaño, logró alcanzar la superficie del mundo y se estrelló contra el lago que rodeaba Tenochtitlán. No era mayor que el puño de un hombre, pero su impacto formó una ola que saltó por encima de los diques y se abatió contra la ciudad, barriendo las calzadas y penetrando por las calles que conducían hacia la Plaza Central. Los campos de maíz, tanto en la orilla del lago como en las islas creadas artificialmente, fueron arrasados; las casas y los jardines, inundados, y los hombres que llenaban las calles se vieron arrastrados como hormigas en un torrente.
Unas manos sujetaron a Lisán por los brazos y lo ayudaron a ponerse en pie. El andalusí estaba rodeado por los fragmentos de la estatua hecha de sangre coagulada y semillas. Estaba aturdido, tosía sin poder contenerse, pero al alzar el rostro vio a Sac Nicte.
– Vamos -le dijo la mujer-. Tenemos que salir de aquí.
Koos Ich estaba junto a ella y retuvo a Lisán cuando sus piernas se doblaron incapaces de mantenerlo erguido. Los cuerpos de los dos ÿinn se habían desintegrado. Al fondo, Ahuítzotl, confuso y con una brecha en la cabeza, empezaba a incorporarse.
– Esperad -pidió el andalusí.
Se arrodilló junto al cadáver de Kazikli y recuperó el disco de oro que seguía colgado de su cuello. Después intentó levantarse, pero las fuerzas lo abandonaron y a punto estuvo de derrumbarse sobre el cuerpo del mago. Koos Ich lo sujetó y después tuvo que cargarlo en sus brazos para sacarlo del santuario.
Afuera esperaban Na Itzá y Piri. El turco estaba sentado en el suelo, parecía aturdido por el golpe que había recibido y sangraba por la frente, pero milagrosamente había sobrevivido.
– ¿Qué ha pasado ahí dentro? -preguntó.
– No estoy seguro… -dijo Lisán frotándose los ojos-. ¿Qué habéis visto vosotros?
– El cielo pareció estallar en miles de fragmentos -dijo Koos Ich-. Pensamos que todo había acabado, pero no ha sido así.
Lisán alzó los ojos y no logró distinguir gran cosa. Sintió que su vista estaba empeorando.
– ¿Qué es lo que veis ahí arriba?
– Nada -oyó decir a Piri-. Hay una neblina rojiza que lo cubre todo, pero el cometa ya no está.
– ¿Significa eso que el mundo va continuar? -preguntó Koos Ich.
Lisán no respondió. Se sentía enfermo y agotado, como si todo lo que había vivido en las últimas horas cayera de repente sobre sus hombros.
Cerró los ojos y se derrumbó en brazos de sus amigos.
<a l:href="#_ftnref28">[28]</a> Tú amadísimo.
<a l:href="#_ftnref29">[29]</a> Alguacil.
<a l:href="#_ftnref30">[30]</a> Guerras Floridas.
<a l:href="#_ftnref31">[31]</a> Rueda calendárica.
<a l:href="#_ftnref32">[32]</a> Tambor de guerra hecho con un tronco vacío.
<a l:href="#_ftnref33">[33]</a> Clan. Literalmente, «casa grande» en náhuatl.
<a l:href="#_ftnref34">[34]</a> Venerada señora.
<a l:href="#_ftnref35">[35]</a> 80.400 es la cifra exacta que dan las crónicas mexica de la inauguración.
<a l:href="#_ftnref36">[36]</a> Tambor vertical usado por los sacerdotes.