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—En otra época, en la época de los héroes, un muchacho de la edad de Generador de Radiaciones no se hubiera atrevido a levantar la voz en un consejo delante de su padre. Y, desde luego, nunca hubiese dicho las mismas cosas que él. Puedo citar como referencia, para los que estén interesados en ello, el definitivo volumen de Robert Lowie, Los Cuervos Indios, y la excelente obra de investigación antropológica de Lesser, Tres Tipos de Parentesco Sioux. Ahora, en tanto que no hemos sido capaces de reconstruir un tipo de parentesco Sioux de acuerdo con el modelo clásico propuesto por Lesser, hemos desarrollado un sistema de trabajo que…
—Lo malo que tienes, Brillante Cubierta de Libro —le interrumpió el guerrero sentado a su izquierda— es que eres demasiado clásico. Siempre tratas de vivir en la Edad de Oro en vez de hacerlo en el presente, y en una Edad de Oro que en realidad poco tiene que ver con los Sioux. Sí, admito que tenemos muchos puntos de contacto con los indios citados por Lowie, especialmente desde el punto de vista lingüístico; pero, ¿qué ocurre cuando tratamos de aplicar sus preceptos a la vida diaria?
—¡Basta! —exclamó el jefe—. ¡Basta, Polemista Incisivo! Y tú también, Brillante Cubierta de Libro… ¡Basta! Esos son asuntos privados de la tribu. Aunque sirven para recordarnos que el rostro pálido fue grande antes de convertirse en un enfermo corrompido y asustado. Aquellos hombres cuyos libros sagrados nos enseñan el perdido arte de vivir como Sioux, hombres como Lesser, hombres como Robert H. Lowie, ¿no eran acaso hombres de rostro pálido? En su memoria hemos de mostrarnos tolerantes.
—¡Ah-ah! —dijo Generador de Radiaciones con impaciencia—. En lo que a mí respecta, los únicos rostros pálidos buenos son los que están muertos. Eso es. —Pensó unos instantes—. Excepto sus mujeres. Las mujeres de rostro pálido son divertidas cuando uno se encuentra lejos del hogar y siente que en su interior se levanta un pequeño infierno.
El jefe Tres Bombas de Hidrógeno contempló a su hijo en silencio. Luego se volvió hacia Jerry Franklin.
—Tu mensaje y tus regalos. Primero tu mensaje.
—No, jefe —intervino Brillante Cubierta de Libro respetuosa pero firmemente—. Primero los regalos. Luego el mensaje. Así es como hay que hacerlo.
—Voy a buscarlos. En seguida vuelvo…
Jerry salió de la tienda y corrió hacia el lugar en que Sam Rutherford había trabado los caballos.
—Los regalos —le apremió—. Los regalos para el jefe.
Desataron los paquetes que llevaba el caballo de carga. Jerry los cogió y regresó con ellos a la tienda a través de los guerreros que se habían reunido para contemplar, con tranquila arrogancia, lo que estaba haciendo. Jerry entró en el jacal, dejó los regalos en el suelo y se inclinó de nuevo.
— Abalorios brillantes para el jefe —dijo, entregándole dos zafiros en forma de estrella y un gran diamante blanco, el mejor que los ingenieros habían sacado de las ruinas de Nueva York en los últimos diez años.
—Tela para el jefe —dijo, entregándole una pieza de lino y una pieza de lana, hiladas y tejidas en New Hampshire especialmente para aquella ocasión, y transportada a costa de enormes esfuerzos hasta Nueva York.
—Bonitas baratijas para el jefe —dijo, entregándole un reloj despertador, sólo ligeramente enmohecido, y una hermosa máquina de escribir, que funcionaban gracias a los esfuerzos mancomunados de un grupo de artesanos y otro de ingenieros (estos últimos interpretando los enrevesados documentos antiguos para los artesanos) durante dos meses y medio.
—Armas para el jefe —dijo, entregándole un sable de caballería primorosamente tallado, preciado tesoro que había pertenecido al Jefe de Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, el cual había protestado amargamente cuando el Presidente le obligó a entregarlo ("Diablos, señor Presidente, ¿acaso quiere usted que luche contra esos indios con las manos vacías?" "No, Johnny, no es eso lo que quiero, pero estoy seguro de que podrás encontrar otro como éste en poder de alguno de tus más vehementes oficiales jóvenes").
Tres Bombas de Hidrógeno examinó los regalos, especialmente la máquina de escribir, con cierto interés. Luego los distribuyó solemnemente entre los miembros de su consejo, reservándose únicamente la máquina de escribir y uno de los zafiros. El sable se lo entregó a su hijo.
Generador de Radiaciones golpeó el acero con su uña.
—Poca cosa —afirmó—. Poca cosa. Míster Thomas trajo mejores regalos que éstos de los Estados Confederados de América para la ceremonia de la pubertad de mi hermana. —Dejó caer el sable desdeñosamente al suelo—. Pero, ¿qué puede esperarse de una pandilla de apestosos descamisados de piel blanca que no sirven para nada?
Al oír aquellas palabras Jerry Franklin se puso rígido. Aquello significaba que tenía que luchar con Generador de Radiaciones… y la perspectiva le asustó tanto que su espalda quedó empapada en un frío sudor. La alternativa era perder todo prestigio ante los Sioux.
"Descamisado" era un vocablo del sistema Natchez y en aquellos días se aplicaba a todos los hombres blancos que trabajaban en las plantaciones o en las factorías al servicio de sus aristocráticos dueños indios. Un "descamisado" era algo peor que un esclavo.
Si alguien dejaba que otro le llamase descamisado y no le mataba… bueno, en tal caso era un descamisado.
—Soy un representante acreditado de los Estados Unidos de América —dijo Jerry lentamente, alzando la voz—, y el primogénito del Senador de Idaho. Cuando mi padre muera, me sentaré en el Senado en su lugar. Soy un hombre que ha nacido libre, que participa en los consejos de su nación, y el que me llame descamisado es un asqueroso embustero.
Ya estaba hecho. Jerry aguardó, mientras Generador de Radiaciones se ponía en pie. Observó con desaliento el musculoso y bien formado cuerpo del joven guerrero. No tendría ninguna posibilidad contra él en una lucha mano a mano… que era lo que le esperaba.
Generador de Radiaciones recogió la espada del suelo y apuntó con ella a Jerry Franklin.
—Podría ensartarte ahora mismo como a una cebolla —dijo—. O podría luchar contigo a cuchillo y abrirte el vientre en canal. He luchado y he matado Semínolas, he luchado contra los Apaches, incluso he luchado y he matado Comanches. Pero nunca me he ensuciado las manos con la sangre de un rostro pálido, y no voy a hacerlo ahora. Dejo esa puerca tarea a los verdugos de nuestros Estados. Padre, me quedaré fuera hasta que hayan limpiado el jacal.
Arrojó desdeñosamente la espada a los pies de Jerry y se dirigió a la puerta. Antes de atravesarla, se detuvo y dijo por encima de su hombro:
—¡El primogénito del Senador de Idaho! Idaho ha formado parte de las posesiones de la familia de mi madre durante los últimos cuarenta y cinco años. ¿Cuándo dejarán estos cretinos románticos de jugar y empezarán a vivir en el mundo tal como es ahora?
—¡Este hijo mío! —murmuró el jefe—. Las jóvenes generaciones, ya se sabe… Un poco salvaje, un poco intolerante, desde luego. Pero es un gran muchacho. De veras. Un gran muchacho.
Hizo una seña a los esclavos blancos, los cuales trajeron una especie de baúl cubierto de grandes salpicaduras de color.
Mientras el jefe rebuscaba en el baúl, Jerry Franklin se relajó pulgada a pulgada. Era casi demasiado bueno para ser verdad: ni tenía que luchar contra Generador de Radiaciones, ni había perdido el honor. Las cosas no podían marchar mejor de lo que marchaban.
En cuanto al último comentario de Generador de Radiaciones… bueno, ¿cómo podía esperarse que un indio comprendiera ciertas cosas, como por ejemplo la tradición y la gloria que podía residir siempre en un símbolo? Cuando su padre se puso en pie bajo el cuarteado techo del Madison Square Garden y se encaró con el vicepresidente de los Estados Unidos para decirle: "El pueblo del Estado Soberano de Idaho no ha consentido nunca, y nunca consentirá, pagar un impuesto sobre las patatas. Desde épocas inmemoriales, las patatas han estado asociadas con Idaho, han sido el orgullo de Idaho. La población de Boise dice que no a un impuesto sobre las patatas, la población de Pocatello dice que no a un impuesto sobre las patatas, todos los granjeros de la Gema de la Montaña dicen que no, y mil veces no, a un impuesto sobre las patatas…", cuando su padre hablaba de ese modo, estaba hablando en nombre de Boise y de Pocatello. No del aplastado Boise ni del asolado Pocatello de hoy, sino de las magníficas ciudades que habían sido en otro tiempo… y de las florecientes granjas del otro lado del Snake River… Y de Sun Valley, Idaho Falls, American Falls, Weiser, Grangeville, Twin Falls…
—No te esperábamos, de modo que no tenemos muchos regalos que ofrecerte —estaba explicándole Tres Bombas de Hidrógeno—. Sin embargo, aquí hay una cosa para ti.
Jerry se quedó con la boca abierta al verla. ¡Era una pistola, una pistola de verdad, completamente nueva!. Y una cajita de municiones. Proyectadas y realizadas en una fábrica que los Sioux poseían en el Middle West y de las cuales había oído hablar. Pero, ¡tenerla en sus manos y saber que le pertenecía! Era una Caballo Loco del cuarenta y cinco y, según todos los informes, muy superior al arma Apache que durante tanto tiempo había predominado en el Oeste: la Gerónimo del treinta y dos. Era la clase de arma que un general del Ejército o un Presidente de los Estados Unidos, nunca esperarían poseer… ¡y era suya!
—No sé cómo… Realmente, yo… yo…
—Está bien, está bien —dijo el jefe en tono condescendiente—. Está bien. Mi hijo no aprobaría este regalo a un rostro pálido pero para mí los rostros pálidos son personas como las demás… lo que cuenta es el individuo. Tú pareces un hombre responsable aun siendo un rostro pálido, estoy seguro de que utilizarás la pistola de un modo cuerdo. Ahora tu mensaje.
Jerry se concentró y abrió la bolsa que colgaba de su cuello. Reverentemente, extrajo el precioso documento y se lo entregó al jefe.
Tres Bombas de Hidrógeno lo leyó rápidamente y lo pasó a sus guerreros. El último en leerlo, Brillante Cubierta de Libro, lo arrugó hasta convertirlo en una bola y lo tiró a los pies del hombre blanco.
—Muy mal escrito —dijo—. "Cambio" está escrito con "v", y la regla es "b" detrás de "m". Además, ¿qué tiene que ver con nosotros? Está dirigido al jefe Semínola, Osceola VII, solicitando que ordena a sus guerreros que se marchen de la orilla meridional del río Delaware, o que devuelvan los rehenes que le fueron entregados por el gobierno de los Estado Unidos como prueba de buena voluntad y de intenciones pacíficas. Nosotros no somos Semínolas: ¿por qué nos lo das a nosotros?
Mientras Jerry Franklin alisaba cuidadosamente el documento y volvía a ponerlo en su bolsa, el embajador de la Confederación, Sylvester Thomas, tomó la palabra.
—Creo que puedo explicarlo —dijo, mirando interrogativamente a unos y a otro—. Si a los caballeros no les importa. Es evidente que el gobierno de los Estados Unidos se ha enterado de que una tribu india ha cruzado el Delaware por ese punto, y ha supuesto que se trataba de los Semínolas. El último movimiento de los Semínolas, como ustedes recordarán, fue en Filadelfia, obligando una vez más a evacuar la capital y a trasladarla a la ciudad de Nueva York. Ha sido un error natural: las comunicaciones delos Estados Americanos, lo mismo Confederados que Unidos —aquí una breve y diplomática risita—, no han sido tan buenas como cabría esperar en los últimos años. Es evidente que ni este joven ni el gobierno al cual representa tenían la menor idea de que los Sioux habían decidido ganar por la mano a su majestad Osceola VII y cruzar el Delaware por Lambertville.
—Exacto —se apresuró a decir Jerry—. Completamente exacto. Y ahora, como emisario acreditado del Presidente de los Estados Unidos, tengo el deber de solicitar formalmente de la nación Sioux que haga honor al tratado firmado hace once años, así como al tratado firmado hace quince —creo que son quince— años, y se retire una vez más detrás de las orillas del río Susquehanna. Debo recordarle que cuando nos retiramos de Pittsburgh, Altoona y Johnstown, juraron ustedes que los Sioux no nos quitarían más terrenos, y nos protegerían en el poco que nos habían dejado. Y estoy seguro de que los Sioux desean ser conocidos como una nación que mantiene sus promesas.
Tres Bombas de Hidrógeno miró interrogativamente los rostros de Brillante Cubierta de Libro y de Polemista Incisivo. Luego se inclinó hacia adelante y colocó sus codos sobre sus cruzadas piernas.
—Hablas bien, joven —comentó. Tu jefe puede estar satisfecho de ti… Desde luego, los Sioux desean ser conocidos como una nación que hace honor a sus tratados y mantiene sus promesas. Y etcétera, etcétera. Pero tenemos una población en constante crecimiento. Vosotros no tenéis una población en constante crecimiento. Vosotros no necesitáis más tierras. Vosotros no utilizáis la mayor parte del terreno que poseéis. ¿Tenemos que quedarnos cruzados de brazos viendo como se desperdicia la tierra, peor aún, viendo cómo se apoderan de ella los Semínolas, dueños ya de unos dominios que se extienden desde Filadelfia hasta Cayo Oeste? Tenéis que ser razonables. Podéis retiraros a… otros lugares. Sois dueños de la mayor parte de Nueva Inglaterra y de una gran parte del Estado de Nueva York. Para vosotros no sería ninguna extorsión renunciar a New Jersey.
A pesar de sí mismo, a pesar de su posición de embajador, Jerry Franklin empezó a aullar. Aquello pasaba de la raya. Una cosa era encogerse de hombros con desaliento en el camino de regreso hacia las ruinas de Nueva York, y otra muy distinta estar allí escuchando todo aquello. No, era demasiado.
—¿A qué más debemos renunciar? ¿A qué otra parte podemos retirarnos? No quedan más que un puñado de millas cuadradas de los Estados Unido de América, y aún hemos de seguir retirándonos… En la época de mis antepasados, éramos una gran nación, nos extendíamos de océano a océano, según cuentan las leyendas de mi pueblo, y ahora estamos arrinconados en un rincón de nuestro territorio, hambrientos, enfermos, moribundos y avergonzados. En el Norte, nos vemos empujados por los Ojibways y los Crees; en el Sur, los Semínolas se apoderan de nuestras tierras metro a metro; y en el Este, los Sioux se apoderan de un trozo más de New Jersey, y los Cheyennes cortan otra rebanada de Elmira y Buffalo. ¿Cuándo terminará esto? ¿A dónde vamos a ir?
El anciano se retorció angustiosamente las manos, y en su voz hubo la misma angustia al decir:
.Es duro, lo sé; créeme, no niego que es duro. Pero los hechos son los hechos, y los pueblos más débiles siempre salen perdiendo… Ahora, hablemos del resto de tu misión. Si no nos retiramos, como solicitas, exiges la devolución de vuestros rehenes. Me parece razonable. Sin embargo, no consigo recordar que tengamos ningún rehén. ¿Tenemos algún rehén vuestro?
Con la cabeza inclinada y el cuerpo exhausto, Jerry murmuró en tono avergonzado:
—Sí. Todas las naciones indias que limitan con nosotros tienen rehenes nuestros. Como prueba de nuestra buena voluntad y de lo pacífico de nuestras intenciones.