126242.fb2 ?Rumbo al Este! - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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Brillante Cubierta de Libro chasqueó los dedos.

—Aquella muchacha, Sarah Cameron… o Canton… o como se llame.

Jerry alzó la cabeza.

—¿Calvin? —preguntó—. ¿No será Calvin? ¿Sarah Calvin? ¿La hija del Presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos?

—Sarah Calvin. Eso es. Lleva con nosotros unos cinco o seis años. ¿La recuerda, jefe? Es la muchacha a la cual su hijo ha estado rondando.

Tres Bombas de Hidrógeno pareció sorprendido.

—¿Ella es el rehén? Creí que era una muchacha blanca que se había traído de sus plantaciones de Ohio. Bien, bien, bien. Generador de Radiaciones responde al viejo refrán: de tal palo tal astilla, no cabe duda. Se puso repentinamente serio—. Pero la muchacha no querrá marcharse. Preferirá quedarse con nosotros. Y, además, cree que mi hijo se casará algún día con ella. O algo por el estilo.

Miró fijamente a Jerry Franklin.

—Un asunto muy difícil, hijo mío. ¿Por qué no esperas fuera mientras nosotros lo discutimos? Y llévate el sable. No lo dejes aquí. Por lo visto, mi hijo no lo quiere.

Jerry se inclinó a recoger el sable y salió del jacal con expresión de desaliento.

Sin prestar demasiada atención, vio al grupo de guerreros Sioux que rodeaba a Sam Rutherford y a sus caballos. Luego el grupo se separó por un momento y vio a Sam con una botella en la mano. ¡Tequila! El muy imbécil había aceptado tequila de los indios… estaba borracho como una cuba.

¿No sabía que los hombres blancos no podían beber, que no resistían la bebida? A pesar de cultivar hasta la última pulgada de las tierras de que disponían, los alimentos obtenidos eran insuficientes y todos se encontraban al borde de la depauperación. En su economía no cabían lujos tales como las bebidas alcohólicas. Ningún hombre blanco, en el transcurso de toda su vida. llegaba a beberse un vaso de alcohol. Darle a uno de ellos una botella entera significaba convertirle en un pingajo humano.

Sam era un pingajo humano en aquellos momentos. Andaba de un lado para otro, haciendo eses, empuñando la botella por el gollete y blandiéndola estúpidamente. Los Sioux se reían a carcajadas, dándose mutuamente golpecitos en la espalda y señalando a Sam. Este acabó vomitando sobre los harapos que cubrían su pecho y su vientre, trató de echar otro trago, y cayó de espaldas. La botella siguió vertiéndose sobre su rostro hasta que quedó vacía. Sam empezó a roncar como un cerdo. Los Sioux sacudieron sus cabezas, haciendo muecas de disgusto, y se alejaron de allí.

Jerry sintió que la pena desgarraba su corazón. ¿A dónde podían ir? ¿Qué podían hacer? Y al fin y al cabo, ¿qué importaba? Tal vez sería preferible estar tan borracho como Sam. Al menos, no sentiría nada.

Miró el sable que llevaba en una mano. la brillante pistola nueva que llevaba en la otra. Lógicamente, debería tirarlas. ¿No era ridículo, si se pensaba un poco en ello, no era patético… un hombre blanco armado?

Sylvester Thomas salió de la tienda.

—Tenga preparados sus caballos, mi querido señor —susurró—. Esté dispuesto a salir corriendo en cuanto yo regresé. ¡DE prisa!

El joven se acercó a los caballos y siguió aquellas instrucciones… simplemente porque no sabía qué otra cosa hacer. Salir corriendo, ¿para dónde? ¿Para qué?

Levantó a Sam Rutherford y lo ató a su caballo. ¿Regresar a casa? ¿Regresar a la grande, a la poderosa, a la respetada capital de lo que en otro tiempo habían sido los Estados Unidos de América?

Thomas regresó con una muchacha que luchaba ferozmente por soltarse del embajador de la confederación. Llevaba un precioso vestido, como el de una princesa india. Su pelo estaba peinado a la moda de las mujeres Sioux. Y su rostro había sido cuidadosamente teñido con algún producto destinado oscurecer la piel.

Sarah Calvin. La hija del Presidente del Tribunal Supremo. Entre Thomas y Jerry la ataron al caballo de carga.

—Ha sido cosa del jefe Tres Bombas de Hidrógeno —explicó el negro—. Le disgusta que su hijo ande rondando tanto alrededor de las mujeres blancas. Quiere quitar a ésta de en medio. El muchacho de be sentar la cabeza, prepararse para las responsabilidades del manso. Esto puede ayudarle a conseguirlo. Y, escuche, al anciano le gusta usted. Me ha encargado que le dijera una cosa.

—Muchas gracias. Agradezco todos los favores, por insignificantes que sean, por humillantes que sean.

Sylvester Thomas sacudió la cabeza perentoriamente.

—Deje la amargura a un lado, joven. Si quiere salir adelante, tiene que estar muy alerta. Y no se puede estar amargado y alertas al mismo tiempo… El jefe me ha encargado que le advierta para que no regrese a su casa. No podía decírselo claramente en el consejo, pero el motivo de que los Sioux hayan cruzado el Delaware no tiene nada que ver con los Semínolas. El motivo es la situación creada en el Norte por los Ojibways y los Crees. Han decidido ocupar la costa oriental… que incluye lo que ha quedado del país de usted. En estos momentos, probablemente estarán en Yonkers o en el Bronx, en plena ciudad de Nueva York. Dentro de unas horas, su gobierno habrá dejado de existir. El jefe tuvo noticias de ese proyecto, y creyó necesario que los Sioux establecieran una especie de cabeza de puente en la costa, antes de que la nueva situación quedara definitivamente establecida. Al ocupar New Jersey trata de evitar que los Objiways y los Semínolas lleguen a unirse. Pero al jefe le ha sido usted simpático, como ya le he dicho, y desea advertirle para que no regrese a su casa.

—Estupendo. Pero, ¿a dónde voy a ir? ¿A esconderme en una nube? ¿A tirarme a un pozo?

—No —respondió Thomas muy serio. Ayudó a montar a Jerry—. Puede usted venir conmigo a la confederación… —Hizo una pausa, y cuando vio que la hosca expresión del rostro de Jerry no cambiaba, continuó—: Bueno, en tal caso, puedo sugerirle —y éste es un consejo mío, no del jefe— que se dirija directamente a Asbury Park. No está muy lejos… y puede llegar a tiempo si no se entretiene por el camino. Según los informes que he podido recoger, hay allí varias unidades de la Marina de los Estados Unidos, la Décima Flota, para ser más exacto.

—Dígame —preguntó Jerry, inclinándose sobre su montura—. ¿ha oído usted alguna otra noticia? ¿Algo respecto al resto del mundo? ¿Qué ha sido de los ruskis. o de los sovietskis, o como se llamaran? Los que lucharon contra los Estados Unidos hace muchísimos años.

—Según los informes que posee el jefe, los rusos soviéticos tienen muchas dificultades con una gente llamada Tátaros. Creo que les llaman Tátaros. Pero, no se entretenga más, joven. Ya tendría que estar usted en camino.

Jerry se inclinó un poco y estrechó la mano del embajador.

—Gracias —dijo—. Le agradezco muchísimo todas las molestias que se ha tomado por mí.

—No vale la pena hablar de ello —replicó míster Thomas—. Después de todo, no debemos olvidar que en otra época formamos parte de la misma nación…

Jerry espoleó a su caballo, llevando a los oros dos de la brida. Puso al animal al trote, limitándose a las precauciones que el estado de la carretera hacía imprescindibles. Cuando llegaron a la carretera 33, Sam Rutherford, aunque no despejado del todo, se sintió capaz de mantenerse sobre la silla. Entonces pudieron desatar a Sarah Calvin y obligarla a cabalgar entre los dos.

La muchacha lloró y les insultó.

—¡Sucios rostros pálidos! ¡Estúpidos, asquerosos blancos! ¡Soy una india! ¿Es que no lo ven? Mi piel no es blanca… ¡Es oscura, oscura!

Siguieron cabalgando.

Asbury Park estaba lleno de confusión y de refugiados. Había refugiados del Norte, de Perth Amboy, de Newark… Había refugiados de Princeton, en el Oeste, que habían huido ante la invasión Sioux. Y refugiados del Sur, de Atlantic City —incluso del lejano Camden—, y otros refugiados que hablaban de un repentino ataque Semínola, de una tentativa para copar los ejércitos de Tres Bombas de Hidrógeno.

Los tres caballos fueron objeto de miradas envidiosas, a pesar de su estado de agotamiento. Representaban alimento para los hambrientos y el medio de transporte más rápido posible para los miedosos. Jerry descubrió que el sable era muy útil. Y la pistola lo era todavía más: sólo necesitaba exhibirla. Pocas de aquellas personas habían visto una pistola en acción: tenían un supersticioso temor a las armas de fuego…

Una vez descubierto este hecho, Jerry mantuvo la pistola muy visible en su mano derecha cuando se dirigió a la Base Naval de los Estados Unidos en la playa de Asbury Park. Sam Rutherford iba a su lado; Sarah Calvin andaba detrás de ellos sollozando.

Se hizo anunciar al almirante Milton Chester. El hijo del Subsecretario de Estado. La hija del Presidente del Tribunal Supremo. El primogénito del Senador de Idaho.

El almirante les recibió inmediatamente.

—¿Reconoce usted la autoridad de este documento?

El almirante Chester leyó atentamente la arrugada credencial, deletreando en voz alta las palabras más difíciles. Al terminar la lectura movió la cabeza respetuosamente, mirando primero el sello de los Estados Unidos en el documento que tenía ante sus ojos. Y luego la brillante pistola que Jerry sostenía en su mano.

—Sí —dijo finalmente—. Reconozco su autoridad. ¿Es una pistola de verdad?

Jerry asintió.

—Una Caballo Loco del cuarenta y cinco. El último modelo. ¿Hasta qué punto reconoce la autoridad del documento?

El almirante se frotó nerviosamente las manos.

—Las cosas está muy confusas —dijo—. Las últimas noticias que me han llegado afirman que hay guerreros Objiways en Manhattan… y que no existe el gobierno de los Estados Unidos. Sin embargo, esto —se inclinó sobre el documento una vez más—, esto es una credencial firmada por el propio Presidente, nombrándole a usted plenipotenciario. Ante los Semínolas, desde luego. Pero plenipotenciario. El último nombramiento oficial, si no estoy mal informado, del presidente de los Estados Unido de América.

Dio un paso hacia delante y tocó la pistola que empuñaba Jerry Franklin, con un gesto de curiosidad y de interrogación al mismo tiempo. Inclinó afirmativamente la cabeza, como si acabara de llegar a una conclusión. Irguiéndose, saludó militarmente a Jerry.

—A partir de este momento, le reconozco a usted como última autoridad legal del gobierno de los Estados Unidos Y pongo mi flota a su disposición.