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—No, señor —dijo el almirante Chester—. Pero esto puede quedar arreglado en unas horas. ¿Le acompaño a bordo, señor?
Señaló orgullosamente hacia la playa donde, más allá del promontorio, estaban ancladas las tres goletas de cuarenta y cinco pies de eslora.
—La Décima Flota de los Estados Unidos, señor. Esperando sus órdenes.
Horas más tarde, cuando los tres veleros se habían hecho a la mar, el almirante se presentó en el camarote donde descansaba Jerry Franklin. Sam Rutherford y Sarah Calvin estaban durmiendo en las literas superiores.
—¿Sus órdenes, señor?
Jerry Franklin se asomó a la puerta del camarote y contempló las remendadas velas, completamente desplegadas.
—Rumbo Este —dijo.
—¿Este, señor? ¿Ha dicho usted Este?
—Sí, he dicho rumbo Este. Hacia las fabulosas tierras de Europa. Hacia un lugar donde un hombre blanco pueda mantenerse en pie sobre sus propias piernas. Donde no tenga que temer ninguna clase de persecución. Donde no corra peligro de caer en la esclavitud. ¡Rumbo al Este, almirante, hasta que descubramos un nuevo mundo… un mundo de libertad!