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— ¿Esa cosa no es peligrosa? — preguntó.
— Por supuesto; por eso colocamos la boya.
— Francamente me gustaría matarlo.
— ¿Por qué? — exclamó Brant con asombro —. Si no le hace daño a nadie.
— Bueno... me imagino que una criatura tan enorme debe de consumir enormes cantidades de peces.
— Sí, pero de los thalassianos, no de los que comemos nosotros. Y tiene una particularidad interesante. Durante mucho tiempo tratamos de descubrir cómo atrae a los peces, incluso los nativos, que son bastante estúpidos, hacia su boca. Parece que segrega una especie de señuelo químico, y fue así como se nos ocurrió lo de las trampas eléctricas. Y hablando de trampas...
Tomó su trasmisor.
— Tarna Tres a Registro Automático Tarna, aquí Brant. La red está reparada y funciona normalmente. No aguardo respuesta. Fin del mensaje.
Pero, para sorpresa de todos, sí hubo respuesta:
— Hola Brant, hola, doctor Lorenson — dijo una voz conocida —. Me alegra saberlo. Tengo una novedad que les interesará, si quieren escuchar.
— Por supuesto, señora alcaldesa — dijo Brant, y los hombres cambiaron miradas divertidas —. Adelante, la escuchamos.
— Descubrimos algo sorprendente en el Archivo General. Esto no es la primera vez que sucede. Hace doscientos cincuenta años trataron de construir un arrecife desde Isla Norte por el método de electroprecipitación. En la Tierra el método funcionaba bien. Pero al cabo de un par de semanas aparecieron cables rotos, e incluso faltaban algunas piezas. Parece que los robaron. Nadie investigó el asunto porque el experimento fracasó totalmente. El agua no contiene los minerales necesarios. Bueno, ya ves que no puedes echar la culpa a los Conservacionistas, que en esa época no existían.
Era tal el asombro en la cara de Brant que Loren soltó un carcajada.
— Y miren quién quería sorprender a quién. Me has demostrado que en este mar existen cosas que yo ni imaginaba. Pero parece que hay cosas que tampoco tú eres capaz de imaginar...
Para los habitantes de Tarna era algo inaudito.
— Primero dices que nunca saliste a navegar... ¡y ahora resulta que no sabes andar en bicicleta! ¡Qué vergüenza! — dijo Mirissa —. Es el medio de trasporte más eficiente jamás inventado, el menos dañino para la ecología, y nunca trataste de aprender.
— En la nave no podía y en las ciudades era demasiado peligroso — replicó Loren —. Y además, no me parece tan difícil.
Poco tardó en descubrir que no era tan fácil, a pesar de las apariencias. En realidad lo verdaderamente difícil era caerse de esos aparatos de centro de gravedad tan bajo y ruedas tan pequeñas, pero a Loren le sucedió varias veces. Tras sus fracasos iniciales estuvo a punto de abandonar el intento, pero Mirissa le aseguró que era el medio idóneo para conocer la isla; eso le hizo pensar que tal vez sería el medio idóneo para conocer a Mirissa.
Tras un par de caídas más descubrió que lo mejor era permitir que los reflejos propios del cuerpo se encargaran de resolver el problema del equilibrio. Lógico: si uno pensara antes de dar cada paso, nunca aprendería a caminar. Aunque la mente de Loren aceptó esa solución, no le fue fácil dejarse llevar por sus instintos. Una vez que lo consiguió, sus progresos fueron rápidos. Y entonces se cumplió su sueño: Mirissa ofreció acompañarlo a conocer los rincones menos transitados de la isla.
No se habían alejado ni cinco kilómetros de la aldea, pero tenía la impresión de que no había otra persona en el mundo más que ellos dos. En realidad, el camino recorrido había sido mucho más largo, porque la ciclovía pasaba por los lugares más pintorescos de la isla. Loren hubiera podido orientarse fácilmente con la pequeña computadora manual, pero no lo hizo. Le gustaba la sensación de estar perdido.
Mirissa, por su parte, hubiera preferido que no llevara el aparato consigo:
— ¿Por qué lo llevas a todas partes? — dijo, señalando la gruesa faja cubierta de botones, sujeta al antebrazo izquierdo —. A veces es agradable aislarse del mundo.
— Pienso lo mismo, pero el reglamento es muy estricto. Si el capitán Bey requiriera mi presencia y no pudiera encontrarme...
— ¿Qué te haría? ¿Te encerraría en el calabozo, con grilletes en las piernas?
— Eso no sería nada en comparación con el sermón que me daría. De todas maneras lo puse en Sleep. Si el Centro de Control lo pasa por alto es porque existe una verdadera emergencia, y en ese caso no querría estar aislado.
Hubiera podido agregar que durante más de mil años cualquier terrícola hubiera preferido salir de su casa sin ropa que hacerlo sin su trasmisor personal. La historia de la Tierra conocía miles de casos horribles, de personas descuidadas o temerarias que habían muerto — incluso a pocos metros de la salvación — por no contar con el botón rojo de emergencia.
Evidentemente, la ciclovía no estaba destinada al tránsito pesado. Medía menos de un metro de ancho, y al principio Loren tenía la sensación de transitar sobre una cuerda de equilibrista. Mantenía la vista clavada en la espalda de Mirissa (cosa nada desagradable) para no salirse del camino; pero al cabo de un par de kilómetros ganó confianza suficiente para gozar del panorama. Cuando se cruzaban con vehículos que venían en dirección contraria todo el mundo bajaba de sus bicicletas: nadie quería ni pensar en las consecuencias de un choque a semejante velocidad. Tendrían que volver a pie, cargando la bicicleta sobre el hombro...
Andaban en silencio, interrumpido de tanto en tanto cuando Mirissa le señalaba algún árbol raro o un lugar especialmente bello. Loren jamás había conocido tanto silencio; en la Tierra siempre había estado rodeado de ruidos, y en la nave uno vivía en medio de un reconfortante concierto de ruidos mecánicos, interrumpidos de vez en cuando por una alarma estridente.
Pero ahora los árboles que lo rodeaban formaban un invisible muro anaecoico, donde el silencio parecía absorber cada palabra apenas la pronunciaban. Al principio Loren gozaba con esa situación novedosa, pero luego empezó a desear que algún ruido llenara el vacío acústico. Sintió la tentación de encender su trasmisor para escuchar un poco de música, pero sabía que a Mirissa no le agradaría.
De repente, para su sorpresa, escuchó algunas notas de la música bailable local, provenientes de los árboles. Puesto que ninguno de los tramos rectos de la vía tenía más de doscientos o trescientos metros, debía aguardar a doblar la curva siguiente para ubicar la fuente. Era un melodioso monstruo musical que avanzaba a paso de hombre, abarcando todo el ancho de la vía. Parecía un robot sobre orugas; al apartarse del camino para dejarlo pasar, Loren vio que era una máquina automática de reparación de caminos. Al saltar sobre algunos baches y tramos desparejos se había preguntado si el Departamento de Obras Públicas de Isla Austral no pensaba hacer algo al respecto.
— ¿A qué se debe la música? — preguntó —. No creo que la máquina sepa apreciarla.
No había terminado la frase cuando el robot le habló en tono severo: «Por favor no transite sobre la vía hasta pasados los cien metros porque está blanda. Por favor no transite sobre la vía hasta pasados los cien metros porque está blanda. Gracias.»
Mirissa advirtió su sorpresa y rió.
— Sí, tienes razón, es una tontería. La música sirve para advertir a los que vienen en sentido contrario.
— ¿No sería mejor una bocina?
— Uy, sería demasiado... agresivo.
Parados al borde de la vía, esperaron a que pasara el convoy de tanques, unidades de control y pavimentadoras. Loren no pudo resistir la tentación de tocar la superficie con el dedo; era cálida y blanda, y parecía húmeda aunque estaba totalmente seca. Pocos segundos más tarde estaba dura como una piedra. Loren observó su huella digital. He dejado mi marca en Thalassa, pensó con sorna. Allí permanecerá... hasta que vuelva el robot.
La vía ascendía por una ladera y Loren descubrió que ciertos músculos de sus muslos y pantorrillas, de cuya existencia ni siquiera estaba enterado, empezaban a exigir su atención. Un poco de tracción mecánica no le hubiera venido nada mal, pero Mirissa había rechazado los aparatos eléctricos por considerarlos innecesarios. No disminuía su velocidad: a Loren no le quedaba más remedio que tomar aliento y tratar de mantenerse a la par.
De pronto oyó un suave rugido. ¿Un centro de pruebas espaciales en esa parte de la isla? Imposible. El volumen del ruido aumentaba a medida que se acercaban; segundos antes de verlo, Loren lo identificó.
La catarata no era impresionante en comparación con las de la Tierra: unos cien metros de altura por veinte de ancho. Caía en medio de nubes de espuma a una pequeña laguna, cruzada por un puente metálico.
Para su alivio Mirissa bajó de su bicicleta y sonrió con malicia. Señaló con la mano:
— ¿No observas nada... raro?
— ¿Raro en qué sentido? — preguntó Loren, en busca de algún indicio. Sólo se veían árboles y plantas, y la vía que serpenteaba más allá del puente.
— Los árboles. ¡Mira los árboles!
— ¿Qué pasa con los árboles? No sé nada de botánica.
— Ni yo pero, ¿no observas nada? Mira bien.
Los miró, perplejo. Y poco después comprendió, porque un árbol es una pieza de ingeniería natural, y él era ingeniero.
Los del otro lado de la cascada habían sido diseñados por otras fuerzas. No reconocía las especies de los árboles que lo rodeaban, pero le resultaban vagamente conocidos, seguramente vendrían de la Tierra... Si, ése sólo podía ser un roble; y aquel arbusto cubierto de hermosas flores amarillas lo había visto en alguna parte, mucho tiempo atrás.
Más allá del puente había otro mundo. Los árboles — si es que lo eran — parecían toscos, mal terminados. Algunos tenían troncos cortos y gruesos de donde brotaban escasas ramas cubiertas de espinos; otros eran helechos gigantes; otros parecían gigantescos dedos esqueléticos con anillos espinosos en las articulaciones. Ninguno tenía flores...