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— Si la directiva del... ¿el 3500, dijo?...

— 3505.

— ...hubiera sido aprobada años antes, ¿estaríamos nosotros aquí? ¡Thalassa hubiera sido un planeta prohibido!

— Buena pregunta, en la nave la hemos discutido. La misión de inseminación del 2751, la Nave Madre en Isla Austral, hubiera sido indudablemente contraria a la Directiva. Por suerte no existe ese problema. Aquí no hay animales terrestres, por consiguiente, no se ha violado el principio de no intromisión.

— Quiero hacer una pregunta muy especulativa — dijo una académica muy joven, y su observación provocó las sonrisas de los mayores —. Coincidimos en que el oxígeno es señal de vida pero, el postulado contrario, ¿es igualmente cierto? Podemos imaginar que existen toda clase de criaturas, incluso formas de vida inteligentes, en planetas sin oxígeno, inclusive sin atmósfera. Muchos filósofos postulan que la evolución conduce a la aparición de máquinas inteligentes. Si es así, éstas preferirían una atmósfera que no las oxidara. ¿Han calculado la edad de Sagan 2? Tal vez ya superó la era de la biología que requiere oxígeno. ¿Saben que no se encontrarán con una civilización integrada por máquinas?

Se alzó un coro de gruñidos, y una voz murmuró, «¡eso es ciencia ficción!» en tono de fastidio. La doctora Varley aguardó a que se hiciera silencio y respondió lacónicamente:

— Ese no es un problema que nos quite el sueño. El principio de no intromisión no se aplicaría a una civilización de máquinas. ¡Más bien deberíamos preocuparnos por lo que ellas nos harían a nosotros!

Un hombre muy anciano — la persona más vieja que la doctora Varley había visto en Thalassa — se paró lentamente en el fondo de la sala. El presidente garabateó una nota y se la pasó: «Prof. Derek Winslade — 115 años — D. de la ciencia de T. — historiador». La doctora Varley la leyó, perpleja, hasta que una misteriosa intuición le dijo que D. significaba Decano.

No es casual, pensó, que el decano de la ciencia thalassiana sea un historiador. En setecientos años de historia de las Tres Islas, había aparecido apenas un puñado de pensadores originales.

Pero no debía ser injusta. La verdad era que los thalassianos se habían visto obligados a construir la infraestructura de su civilización a partir de cero; no habían tenido oportunidades ni incentivos para desarrollar investigaciones que no fuesen de aplicación práctica inmediata. Y existía un problema más profundo y sutil: el de la población. Ninguna disciplina científica podría contar en un momento dado con el número de investigadores necesario para alcanzar la «masa crítica»: la cantidad mínima de cerebros activos necesaria para conducir la investigación hacia un nuevo campo del saber.

Esta ley sólo conocía excepciones — muy raras por otra parte — en los campos de la música y las matemáticas. En cualquier momento y lugar podía surgir un genio solitario — un Mozart, un Ramanujan —, capaz de lanzarse a navegar por los mares del pensamiento. El único ejemplo que podía mostrar la ciencia local era Francis Zoltan (214-242), cuyo nombre, quinientos años después, aún era objeto de veneración. Sin embargo, la doctora Varley tenía algunas dudas respecto de su genio. Tenía la impresión que nadie comprendía sus descubrimientos en el campo de los números hipertransfinitos. Nadie había podido someterlos a la prueba última de la verdadera genialidad, desarrollándolos a partir de donde los había dejado su autor. A tantos años de distancia no se había podido verificar ni refutar su célebre «última hipótesis».

Sospechaba — aunque su buen sentido le impedía hablar de ello con sus colegas thalassianos — que Zoltan debía su exagerada reputación a su trágica muerte, acaecida a temprana edad: los recuerdos de lo que había hecho se confundían con los de lo que hubiera podido llegar a hacer. Había muerto mientras nadaba frente a la costa de Isla Norte, y ese hecho había dado lugar a numerosos mitos y leyendas románticas — un desengaño amoroso, un rival celoso, la incapacidad de someter sus teorías a la crítica, el terror que el hiperinfinito había despertado en él —, ninguno de los cuales tenía el menor asidero. Pero servían para engrandecer el recuerdo del gran genio de Thalassa, muerto en el apogeo de su carrera.

¿Qué decía el anciano profesor? Ufff, qué fastidio. Nunca faltaba alguien que hiciera una pregunta ajena al tema o aprovechara la ocasión para exponer alguna teoría propia. Gracias a su larga experiencia la doctora Varley sabía tratar a esos individuos inoportunos y provocar risas a costa de ellos. Pero tratándose del Decano de la ciencia, rodeado por respetuosos colegas y en su propio terreno, debería emplear mucho tacto.

— Esteee... profesor Winsdale — (Winslade — susurró el presidente, pero la doctora pensó que una rectificación sólo empeoraría la cosas) — su pregunta, aunque muy importante, merece una conferencia aparte. Incluso diría que merece todo un seminario para profundizar siquiera un poco.

»Pero quiero responder a su primera crítica, que hemos escuchado varias veces. No puedo aceptarla. No hemos querido mantener el empuje cuántico en secreto. La teoría se encuentra almacenada en el Archivo de la nave y quedará registrada en el Archivo General de Thalassa, junto con otros materiales.

»Pero nadie debe hacerse ilusiones. Francamente, ninguno de los tripulantes activos de la nave comprende el empuje. Sabemos usarlo, nada más.

»Entre los tripulantes en hibernación hay tres científicos que, se dice, son especialistas en el problema. No los despertaremos antes de llegar a Sagan 2, a menos que nos enfrentemos a problemas muy serios.

»Sé de hombres que se volvieron locos al tratar de visualizar la geometrodinámica del superespacio y averiguar por qué el universo tiene once dimensiones, en lugar de una cifra redonda como diez o doce. Recuerdo lo que me dijo el jefe de trabajos prácticos del curso sobre propulsión básica:

»Si usted comprendiera el empuje cuántico, no se encontraría aquí sino en el Instituto de Estudios Superiores de Lagrange-1. Y trazó la siguiente analogía, que me fue muy útil para curar el insomnio y las pesadillas provocadas por el concepto de diez a la menos treinta y tres centímetros.

»Lo único que necesita saber la tripulación del Magallanes es cómo actúa el empuje, me dijo. Son como ingenieros de una red de distribución de energía eléctrica. Les basta saber cómo distribuir la energía, no cómo generarla. Sí el generador es una máquina sencilla, como un dínamo diesel, una batería solar o una turbina hidroeléctrica, los ingenieros podrían comprender los principios básicos de su funcionamiento, pero ese conocimiento no sería necesario para el buen cumplimiento de sus tareas.

»O bien el generador de electricidad podría ser algo mucho más complejo, como un reactor de fisión, o un reactor termonuclear de fusión, o un catalizador de muones, o un nódulo de Penrose, o un núcleo de Hawking y Schwarzchild... ¿comprenden? No comprenderían cómo funciona, pero como ingenieros sabrían distribuir la energía eléctrica según fuese necesario.

»Asimismo, pudimos traer el Magallanes de la Tierra a Thalassa y podremos seguir, espero, hasta Sagan 2, sin saber en el fondo cómo funciona. Tal vez pasen varios siglos, pero algún día aparecerá un nuevo genio capaz de comprender el empuje cuántico.

»Y quién sabe si no aparecerá aquí. Un Francis Zoltan moderno, nacido en Thalassa. Y en ese caso ustedes nos devolverán esta visita...

En realidad no lo creía. Pero fue un buen remate, que le ganó una ovación.

22 — Krakan

— El problema no es si podemos hacerlo — dijo el capitán Bey, pensativo —. Los planes están casi terminados, el problema de la vibración de los compresores ya está resuelto y los trabajos de preparación del lugar están muy avanzados. Contamos con el personal y los equipos necesarios. La pregunta es: ¿conviene hacerlo?

Miró a los cinco oficiales de su Estado Mayor, sentados en torno a la mesa ovalada del salón de reuniones del personal de Terra Nova. Todos volvieron las miradas hacia el doctor Kaldor, quien alzó las manos en gesto de resignación:

— Comprendo, el problema no es técnico. Por qué no me ponen al tanto.

— La situación es la siguiente — dijo el capitán Mauna. Se apagaron las luces y sobre la mesa apareció un modelo de las Tres Islas, flotando en el aire. Pero en realidad no era un modelo: si se agrandaba la imagen, el espectador veía a los habitantes en sus tareas cotidianas.

»Creó que los thalassianos temen al monte Krakan, aunque en realidad es un volcán muy dócil: ¡nunca mató a nadie! Allí está el centro de comunicaciones entre las islas. La cima se encuentra a seis kilómetros sobre el nivel del mar, es el punto más alto del planeta. Es el lugar ideal para instalar las antenas; todos los servicios de larga distancia pasan por ahí y son retransmitidos a las otras dos islas.

— Siempre me ha llamado la atención — dijo Kaldor suavemente — el hecho de en dos mil años no hayamos podido superar las ondas de radio.

— El universo cuenta con un solo espectro electromagnético, doctor Kaldor. Debemos aprovecharlo lo mejor posible. Los thalassianos tienen la suerte de que entre los extremos de las islas Norte y Austral no haya más de trescientos kilómetros de distancia, de manera que el monte Krakan alcanza a ambas. No necesitan satélites de comunicación.

»El único problema es el acceso y el clima; los nativos dicen que Krakan es el único lugar del planeta donde hace mal tiempo. Cada tantos años alguien tiene que escalar la montaña, reparar las antenas, remplazar las células y baterías solares y despejar la nieve. No es gran problema, pero requiere mucho trabajo.

— Cosa que los thalassianos siempre tratan de evitar — terció la jefa médica Newton —. Aunque en realidad no tiene nada de malo que ahorren sus energías para cosas más importantes, como el deporte y el atletismo. Iba a agregar «y para hacer el amor», pero sabía que la broma incomodaría a varios colegas.

— ¿Por qué escalan la montaña? — preguntó Kaldor —. ¿Por qué no vuelan hasta la cima? He visto que tienen aviones de despegue vertical.

— Sí, pero el aire está muy enrarecido y hay mucha turbulencia. Ha habido varios accidentes, por eso prefieren el otro método.

— Comprendo — dijo Kaldor pensativamente —. El viejo problema de la no intromisión. ¿Debilitaremos su confianza en sí mismos? Muy poco, no tendría importancia en mi opinión. Si rechazamos un pedido tan modesto se sentirán ofendidos, y con razón, en vista de la ayuda que nos brindan en la planta de hielo.

— Lo mismo pienso yo. ¿Alguna objeción? Perfectamente. Señor Lorenson, el asunto queda en sus manos. Use el avión que quiera, siempre que no se lo necesite para Operación Copo de Nieve.

A Moses Kaldor le fascinaban las montañas; lo hacían sentirse más cerca de ese Dios cuya inexistencia no terminaba de aceptar.

Parado en el borde de la gran caldera, contemplaba el mar de lava, petrificada tiempo atrás, pero de cuyas grietas aún escapaban jirones de humo. Hacia el oeste, en la distancia, se veían claramente las dos islas grandes, como nubes oscuras sobre el horizonte.

El frío penetrante y la necesidad de ahorrar el aliento agregaban su cuota de emoción al momento. Muchos años atrás habla leído, en alguna novela de viajes y aventuras, la frase «aire embriagador como el vino». En ese momento había deseado preguntarle al autor si había respirado mucho vino últimamente, pero ahora la expresión no le parecía tan ridícula.

— Ya terminamos la descarga, Moses. Podemos volver cuando quieras.

— Gracias, Loren. Me gustaría quedarme hasta la noche, cuando vuelvas a recoger a los demás, pero podría ser peligroso debido a la altura.

— Los ingenieros han traído tubos de oxígeno.

— No lo decía por eso, sino porque un tocayo mío tuvo muchos problemas por subir a un monte.

— Perdón, no comprendo.

— No me hagas caso; sucedió hace muchísimo tiempo. El avión alzó vuelo desde el borde del cráter, y los trabajadores de la cuadrilla de reparación agitaron las manos en señal de despedida. Habían descargado sus herramientas y equipos y se disponían a cumplir con ese rito que precedía a cualquier tarea en Thalassa. Alguien preparaba el té.

El avión se alzó lentamente, esquivando la maraña de antenas de todos los tamaños y formas conocidos. Todas apuntaban al Oeste, hacia las dos islas brumosas. Si el avión llegara a interferir alguna emisión, se perderían incontables gigabits de información, y los thalassianos lamentarían haber pedido su ayuda.

— ¿No vamos hacia Tarna?

— Enseguida, pero antes quiero echar un vistazo a la montaña. Mira, ¡ahí está!

— ¿Qué cosa? Ah, si. ¡¡Por Krakan!!