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De tanto en tanto lo distraía alguna llamada desde la nave, o los grupos de jóvenes thalassianos que venían a conocer su historia. En general no le molestaban las interrupciones; una de ellas le provocaba un evidente placer.
Casi todas las tardes, cuando no la detenía alguna tarea de las que en Tarna llamaban urgentes, Mirissa ascendía la cuesta en su hermoso caballo Bobby. Los visitantes se habían sorprendido al encontrar caballos en Thalassa, ya que nunca los habían visto en la Tierra. Pero los thalassianos amaban los animales y habían recreado varias especies a partir de los depósitos de material genético que habían heredado. Algunas eran inútiles o directamente molestas, como los picaros monitos que robaban objetos pequeños de las Lasas en Tarna.
Mirissa siempre traía alguna golosina local — fruta, un trozo de queso — que Kaldor aceptaba agradecido. Pero agradecía aún más su presencia; quién hubiera dicho que el gran orador, acostumbrado a hablar ante cinco millones de personas — ¡más de la mitad de la última generación! — aguardaría con ansia a su auditorio de una...
— Piensas en términos de megabytes porque vienes de una familia de bibliotecarios — dijo Moses Kaldor —. Permíteme recordarte que la raíz de la palabra biblioteca significa libro. ¿Hay libros en Thalassa?
— Claro que sí — dijo Mirissa, ofendida; no se había dado cuenta de que Kaldor bromeaba —. Tenemos millones de libros... bueno, miles. Hay un hombre en Isla Norte que publica unas diez ediciones por año, en tiradas de unos pocos cientos de ejemplares. Hermosos... y carísimos. Se regalan en ocasiones especiales. A mí me regalaron uno cuando cumplí veintiún años: «Alicia en el país de las maravillas».
— Me gustaría verlo. Amo los libros, tengo casi un centenar en la nave. Cuando alguien habla de bytes, divido por un millón y pienso en un libro: un gigabyte equivale a mil libros, y así sucesivamente. Si no, no comprendo a la gente cuando habla de bancos de datos y trasferencia de información. ¿Cuántos libros hay aquí?
Sin apartar la vista de Kaldor, Mirissa apretó una serie de botones en su consola.
— Esa es otra cosa que nunca pude aprender — dijo él con admiración —. Alguien dijo una vez que a partir del siglo XXI la raza humana se dividió en dos especies: los Verbales y los Digitales. Sé usar el tablero, desde luego, pero prefiero hablar con mis colegas electrónicos.
— De acuerdo a la última verificación, que se realiza una vez por hora, seiscientos cuarenta y cinco terabytes. — dijo Mirissa.
— A ver... casi mil millones de libros. ¿Y cuántos había al comienzo?
— No necesito buscar ese dato: seiscientos cuarenta.
— Significa que en setecientos años...
— Sí, ya sé: sólo hemos escrito un par de millones de libros.
— No los critico por eso. La calidad es mucho más importante que la cantidad. Me gustaría conocer lo que tú consideras que son las mejores obras de la literatura de Thalassa, y también de la música. Ahora nosotros tenemos un problema: decidir qué obras les dejamos. Hay más de mil megalibros en el banco general de datos del Magallanes. ¿Tienes idea de lo que eso significa?
— Si te dijera que sí, te quitaría el placer de decírmelo. No soy tan cruel.
— Gracias, querida. Hablando en serio, es un problema que me obsesiona desde hace años. A veces pienso que la destrucción de la Tierra fue muy oportuna. La raza humana estaba a punto de perecer, aplastada por el volumen de información generado por ella misma.
»A fines del segundo milenio se producía apenas — ¡apenas! — el equivalente de un millón de libros por año. Me refiero solamente a la información que poseía supuestamente algún valor y, por consiguiente, era digna de ser conservada indefinidamente.
»Al iniciarse el tercer milenio esa cifra se había centuplicado. Se calcula que desde la invención de la escritura hasta el fin de la Tierra se escribieron unos diez mil millones de libros. Y, como te decía, la nave trasporta un diez por ciento de esa cifra.
»Si les dejáramos todo eso, siempre y cuando contaran con la capacidad suficiente para almacenarlo, quedarían enterrados bajo el alud. Les haríamos un flaco favor, ya que inhibiríamos el desarrollo cultural y científico propio del planeta; les llevaría siglos separar la paja del trigo...
Qué extraño, pensó Kaldor, que nunca haya pensado en esa analogía. Es precisamente el peligro del que hablaban los adversarios del CETI... Jamás nos hemos comunicado con seres extraterrestres inteligentes, ni siquiera los hemos detectado. Pero los thalassianos sí, y los ET somos nosotros.
A pesar de las diferencias en su formación, Mirissa y él tenían mucho en común. Ella demostraba una curiosidad e inteligencia poco comunes, que convendría estimular; no conocía a nadie, ni siquiera entre sus compañeros de tripulación, con quien pudiera sostener conversaciones tan apasionantes.
En ocasiones le resultaba tan difícil responder a alguna pregunta, que optaba por contraatacar.
— Me sorprende — le dijo un día, tras una exhaustiva conferencia sobre cuestiones de política solar — que no hayas heredado el puesto de tu padre para trabajar aquí full — time. Es un trabajo a tu medida.
— No creas que no lo pensé. Pero él dedicó su vida a responder preguntas de otros y llevar los archivos de los burócratas de Isla Norte. No tuvo tiempo para lo que le interesaba.
— ¿Y tú?
— Me gusta reunir datos y también emplearlos para algún fin útil. Por eso me nombraron subdirectora del Instituto de Desarrollo de Tarna.
— Cuyas operaciones han sido saboteadas por las nuestras. Eso me dijo el director cuando nos cruzamos en la oficina de la alcaldesa.
— Brant no hablaba en serio. Tenemos planes a largo plazo sin fechas estrictas. Si se construye la pista de hielo olímpica, tendremos que alterar nuestros proyectos, y muchos pensamos que eso será para bien. Claro que los norteños quieren que se construya allá: ustedes tienen el Primer Descenso, dicen.
Kaldor rió suavemente: estaba enterado de la antigua rivalidad entre las dos islas.
— Tienen razón, ¿no te parece? Además estamos nosotros, que somos una atracción adicional. No hay que ser tan egoísta.
A esa altura se conocían muy bien y se estimaban hasta el punto de poder cambiar bromas a costa de Thalassa y el Magallanes. No había secretos entre ellos: hablaban de Brant y Loren con toda franqueza, y Moses Kaldor le hablaba de la Tierra.
— No sé cuántos trabajos he tenido, Mirissa, perdí la cuenta hace rato. Además, ninguno fue demasiado importante. El que más duró fue el de profesor de ciencias políticas en Cambridge, Marte. Eso dio lugar a mucha confusión, porque existía en Cambridge, Massachusetts, una universidad más antigua y otra todavía más antigua en Cambridge, Inglaterra.
»Hacia el final Evelyn y yo nos dedicamos más y más a los problemas sociales del momento y la planificación del Éxodo Final. Resultó que yo poseía... digamos... cierto talento para la oratoria, podía ayudar a la gente a prepararse para lo que les aguardaba.
»En el fondo, nadie creía que el fin llegaría en nuestro tiempo. ¡Quién puede aceptar semejante idea! Y si alguien me hubiera dicho que abandonaría la Tierra y todo lo que yo amaba...
Su rostro se crispó de dolor, y Mirissa aguardó en silencio a que recuperara el dominio de sí mismo. Necesitaría una vida entera para hacerle todas las preguntas que le interesaban, pero el Magallanes seguiría su camino hacia las estrellas en poco más de un año.
»Cuando me dijeron que yo tenía una tarea importante que cumplir, empeñé toda mi habilidad de profesor y polemista para convencerlos de su error. Era demasiado viejo; mis conocimientos estaban almacenados en los bancos de datos; otros lo harían mejor que yo... di todas las razones, menos la verdadera...
»Fue Evelyn quien tomó la decisión: es verdad lo que se dice, Mirissa, que para algunas cosas las mujeres son mucho más fuertes que los hombres... pero eso lo sabes mejor que yo. Ella se fue, pero me dejó un mensaje: «Eres necesario — decía —. Hemos pasado juntos cuarenta años de nuestras vidas, ahora queda sólo un mes. Vete, con todo mi amor. No me busques.»
»Jamás sabré si presenció el fin de la Tierra, como lo vi yo cuando abandonamos el sistema solar.
Lo había visto desnudo durante ese memorable paseo en bote, pero no había advertido la formidable musculatura del joven Brant. Loren siempre había cultivado su físico, pero desde la partida de la Tierra no había tenido oportunidad de hacer ejercicios o practicar algún deporte. Brant, en cambio, estaba acostumbrado a realizar duros esfuerzos, y eso se notaba en el desarrollo de su cuerpo. Loren no podría vencerlo, a menos que pudiera recurrir a alguna de las célebres artes marciales de la Tierra, pero las desconocía por completo.
Era una situación absurda. Ahí estaban sus compañeros, sonriendo como idiotas. Ahí estaba el capitán Bey, con un cronómetro en la mano. Y Mirissa lo miraba con una sonrisa que sólo podía calificarse de complacida.
— ...dos ...uno ...cero ...¡ya! — dijo el capitán. Brant atacó con la rapidez de una víbora. Loren trató de esquivarlo, pero descubrió horrorizado que su cuerpo no le respondía. El tiempo parecía detenido; sus piernas, pesadas como el plomo, se negaban a obedecer... estaba a punto de perder a Mirissa y, peor aún, su virilidad...
Y entonces, afortunadamente, se despertó. La pesadilla le dejó una sensación de malestar, aunque su significado era evidente. Se preguntó si no convendría contársela a Mirissa.
Desde luego que no podía contársela a Brant, con quien todavía estaba en buenas relaciones, pero cuya presencia le resultaba molesta. Pero en esta ocasión lo aguardaba con ansiedad; si lo que pensaba era cierto, se enfrentaban a un problema más importante que cualquier asunto personal.
No veía la hora de contarle la visita inesperada que habían recibido durante la noche y observar la reacción de Brant.
La canaleta de hormigón armado que traía el agua del mar a la planta de hielo medía cien metros de longitud y culminaba en una pileta que contenía agua suficiente para un copo de nieve. Dado que el hielo puro era un material más bien débil, era necesario reforzarlo. Las largas algas filamentosas de la Gran Pradera Oriental eran un material de refuerzo económico y eficiente. El material resultante, al que habían bautizado «hielo armado», no se derretiría como un glaciar durante las semanas y meses que duraría la aceleración del Magallanes.
— Ahí lo tienes.
Parado al borde de la pileta junto a Brant Falconer, Loren contemplaba la criatura a través de un hueco abierto en la maraña de algas marinas. El animal que comía algas tenía la forma aproximada de una langosta de mar terrícola, pero su tamaño era el doble del de un hombre.
— ¿Alguna vez viste algo parecido?
— No — exclamó Brant con fervor —, y no lo lamento. ¡Es un monstruo! ¿Cómo lo atraparon?