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Claro que no había respuesta posible; el intento de hallarla sólo empeoraría las cosas. Pero a veces trataba de identificar, para su propia satisfacción, el elemento preciso que había generado esa atracción mutua entre ella y Loren desde la primera vez que se vieron.

Lo más importante era la misteriosa alquimia del amor, fuera del alcance de la razón e inexplicable para quien no conociera esa ilusión. Pero algunos elementos podían ser identificados y explicados por el pensamiento lógico. Convendría identificarlos porque tal vez le ayudarían a afrontar el momento de la inevitable separación.

Un elemento era el trágico encanto que rodeaba a los terrícolas. Pero con ser tan importante, no diferenciaba a Loren del resto de sus camaradas. ¿Qué tenía él, que no tenía Brant?

Desde el punto de vista amatorio no tenía preferencias; Loren ponía un poco más de imaginación, Brant un poco más de pasión (aunque últimamente le parecía que se había vuelto un tanto rutinario). Cualquiera de los dos sabría hacerla feliz. Entonces, no era eso...

Tal vez el ingrediente que ella buscaba ni siquiera existía. No era un elemento aislado, sino todo un conjunto de cualidades. Sus instintos, más acá del pensamiento consciente, habían sumado los tantos, y Loren aventajaba a Brant. Así de sencillo.

En un sentido, Loren dejaba muy atrás a Brant. Era un hombre dinámico y ambicioso, y esas características eran muy escasas en Thalassa. Seguramente lo habrían escogido justamente por esas cualidades, que serían tan necesarias en los próximos siglos.

Brant jamás había demostrado la menor ambición, aunque no podía negar que era emprendedor como lo demostraba su proyecto, aún inconcluso, de trampa para peces. Lo único que le pedía al universo era que le proporcionara máquinas inteligentes con que jugar; últimamente Mirissa pensaba que él la incluía en ese rubro.

Loren era todo lo contrario: pertenecía a la gran estirpe de los exploradores y aventureros, los hombres que hacían la historia en lugar de someterse dócilmente a sus imperiosas directivas. Al mismo tiempo sabía mostrarse cálido y comprensivo: estos rasgos afloraban raramente, aunque con frecuencia creciente. Mientras congelaba los mares de Thalassa, su corazón empezaba a derretirse.

— ¿Qué harás en Isla Norte? — susurró Mirissa (ya había aceptado su decisión).

— Me necesitan para equipar el Calypso. los norteños no conocen el mar.

Por consiguiente, no escapaba de su lado, pensó Mirissa con alivio: tenía una tarea que cumplir.

El trabajo le ayudaría a olvidar... hasta que, tal vez, llegara el momento de volver a recordar.

27 — Espejo del pasado

Moses Kaldor alzó el módulo hacia la luz y lo contempló como si pudiera leer su contenido.

— Aquí, entre el pulgar y el índice, tengo un millón de libros — dijo —. ¿No es un milagro? Me pregunto qué dirían Caxton y Gutenberg.

— ¿Quiénes? — preguntó Mirissa.

— Los inventores de la imprenta. Nunca sospecharon la magnitud de su invento. Pero ahora debemos pagar el precio de nuestro ingenio. Suelo tener una pesadilla: uno de estos módulos contiene un dato de importancia vital; por ejemplo, el remedio que permita poner fin a una epidemia feroz, pero hemos perdido la clave para encontrarlo. Sabemos que está en una página entre estas mil millones, pero no sabemos en cuál. ¡Qué frustración, sostener la respuesta en la palma de la mano y no poder ubicarla!

— ¿Y cuál es el problema? — preguntó la secretaria del Capitán. Joan LeRoy, especialista en el almacenamiento y clasificación de datos, ayudaba a transferir los archivos de la nave al Archivo General de Thalassa. — Basta conocer la palabra clave y preparar un programa de ubicación. En un par de segundos recorres mil millones de páginas.

— Acabas de echar a perder mi pesadilla — suspiró Kaldor. Y sonrió: — ¿Si conoces la palabra clave? ¿Nunca te has topado con algo que ni siquiera sabías que necesitabas hasta el momento de verlo?

— Eso sólo puede suceder si no sabes organizar tus cosas — replicó la teniente LeRoy.

Les encantaban estos intercambios de pullas irónicas, y Mirissa nunca sabía si debía tomarlos en serio. No es que Joan o Moses la excluyeran de sus conversaciones: los mundos en que se habían educado eran tan disímiles que a veces ella creía escuchar una conversación en un idioma desconocido.

— Bien, con eso terminamos el Índice Maestro. Ahora cada cual sabe lo que tiene el otro; el resto es sencillísimo, ¿no? Decidir qué es lo que se quiere transferir. Cuando nos encontremos a setenta y cinco años luz de distancia será mucho más difícil, por no decir caro.

— Ahora que lo mencionas — dijo Mirissa —, la semana pasada vino una delegación de Isla Norte: el presidente de la Academia de Ciencias y un par de físicos.

— A ver si adivino: querían el empuje cuántico.

— Así es.

— ¿Qué dijeron?

— Parecían encantados y hasta sorprendidos de encontrarlo. Se llevaron una copia.

— Les deseo suerte, la necesitarán. Si quieres, diles lo siguiente. Alguien dijo una vez que el verdadero objeto del empuje cuántico no es una cuestión trivial, como la exploración del universo. Algún día lo necesitaremos para impedir que el cosmos se hunda en el Agujero Negro primigenio y poder iniciar el próximo ciclo de la vida.

Sobrevino un silencio reverente, que fue roto por Joan LeRoy:

— Bueno, eso no sucederá bajo el gobierno actual. Manos a la obra, nos faltan unos cuantos megabytes antes de terminar por hoy.

A veces, cuando se cansaba de trabajar, Moses Kaldor salía de la Biblioteca de Primer Descenso y daba un paseo para relajarse. Recorría el Museo de Bellas Artes y hacía una visita guiada por computadora a la Nave Madre (nunca seguía el mismo recorrido dos veces seguidas: quería cubrir el mayor terreno posible) o visitaba el Museo del Tiempo.

Siempre había una larga cola — en su mayoría estudiantes o niños con sus padres — ante las exhibiciones panorámicas de la Tierra. A Moses Kaldor le incomodaba aprovechar su situación privilegiada para adelantarse a la cola. Se justificaba con la excusa de que los thalassianos tenían toda una vida para gozar de estas vistas de un mundo que no habían llegado a conocer; a él le quedaban apenas unos meses para volver a visitar su antiguo hogar.

A veces acompañaba a un grupo de amigos, a quienes les resultaba difícil creer que Moses Kaldor nunca había estado en esos lugares que contemplaban juntos. Lo que veían había sucedido ochocientos años antes de su nacimiento: la Nave Madre había partido de la Tierra en el 2751, Kaldor había nacido en el 3541. Sin embargo, a veces se presentaba una escena conocida, y los recuerdos lo trasportaban hacia atrás con fuerza irresistible.

El panorama más realista y evocador era el del «café en la acera». Se sentaba a una mesa bajo un toldo y bebía vino o café, mientras la vida de una ciudad pasaba ante sus ojos. Mientras permaneciera sentado ante la mesa, sus sentidos eran incapaces de diferenciar la imagen de la realidad.

Era un microcosmos de las grandes ciudades de la Tierra. En Roma, París, Londres, Nueva York, en invierno o verano, de día o de noche, turistas y empresarios y estudiantes y parejas de enamorados hacían su vida cotidiana. Algunos advertían que los estaban filmando y sonreían a través de los siglos: era imposible no devolverles el saludo.

En otras vistas no aparecían seres humanos, ni siquiera obras del hombre. Moses Kaldor volvía a contemplar, como en su vida anterior, la bruma de las cataratas Victoria, la luna sobre el Gran Cañón del Colorado, las nieves del Himalaya, los precipicios helados de la Antártida. Vistas que, a diferencia de las ciudades, no cambiaban en mil años. Y aunque habían nacido mucho antes que el hombre, no lo habían sobrevivido.

28 — El bosque submarino

El escorpio parecía no tener prisa; en diez días de paso lento recorrió cincuenta kilómetros. El aparato emisor de ondas ultrasónicas sujeto no sin dificultades al caparazón de la iracunda criatura, no tardó en revelar un hecho curioso. El animal seguía un camino recto, como si supiera adonde se dirigía.

Aparentemente llegó a destino, cualquiera que fuese, a una profundidad de doscientos cincuenta metros. De ahí en adelante sus movimientos se limitaron a una zona muy restringida. Siguió así durante dos días más, y entonces las señales del emisor ultrasónico cesaron bruscamente, en medio de una pulsación.

La hipótesis de que el escorpio había sido devorado por alguna criatura más grande y agresiva era demasiado simplista. El emisor estaba protegido por un cilindro de metal duro; su destrucción total, fuese por dientes, garras o tentáculos, demoraría varios minutos; en el caso de que el agresor lo hubiese tragado entero, no habría dejado de funcionar.

Quedaban dos posibilidades, una de ellas rechazada con indignación por el personal del Laboratorio Submarino de Isla Norte.

— Cada componente tenía su sustituto — dijo el director —. Además, hubo una pulsación de diagnóstico dos segundos antes; todo funcionaba a la perfección. Una falla del equipo está descartada.

Quedaba la explicación imposible.

El emisor había sido desactivado; para ello, había que quitar la traba de seguridad.

Eso no podía suceder por accidente; sólo podía efectuarse deliberadamente, por curiosidad... o con toda intención.

El Calypso, con su doble casco de veinte metros, era el único barco de investigación oceanográfica de Thalassa. Cuando se hallaba fuera de servicio permanecía anclado en el puerto de Isla Norte y Loren observó con una sonrisa irónica el intercambio de chanzas entre la tripulación científica y los pasajeros de Tarna, a quienes aquéllos trataban de pescadores ignorantes. Estos por su parte no perdían oportunidad de recordar que eran ellos quienes habían descubierto al escorpio. Lo cual no era estrictamente cierto, pero Loren prefirió no mencionarlo.

Fue una desagradable sorpresa encontrarse con Brant, aunque debería haberlo previsto, ya que era uno de los responsables del equipamiento del Calypso. Se saludaron con fría cortesía, sin hacer caso de las miradas curiosas o burlonas del resto de la tripulación. No había muchos secretos en Thalassa, y a esa altura todos sabían quién ocupaba el cuarto de huéspedes de la casa de los Leonidas.

Cualquier oceanógrafo de los últimos dos milenios reconocería el pequeño trineo submarino de la cubierta de popa. Su estructura metálica sostenía tres cámaras de televisión, un canasto de alambre donde colocar las muestras recogidas por el brazo mecánico a control remoto y una serie de propulsores que permitían desplazarlo en cualquier dirección. Una vez sumergido, enviaba imágenes e información por un cable de fibra óptica del diámetro de la mina de un lápiz. Era tecnología de siglos anteriores y funcionaba a la perfección.

La costa se perdió de vista, y por primera vez Loren se encontró en alta mar. Recordó sus temores en la travesía anterior, con Kumar y Brant, cuando no se habían alejado a más de un kilómetro de la costa, y descubrió con satisfacción que se sentía más tranquilo que entonces, a pesar de la presencia de su rival. Tal vez porque el bote era mucho más grande...

— Qué extraño — dijo Brant —. Nunca había visto algas en esta zona

Al principio Loren no pudo distinguir nada, pero al rato vio la mancha oscura en el agua frente a la proa. Minutos más tarde el barco se abría paso en una maraña de vegetación flotante, y el capitán disminuyó la velocidad al mínimo.

— Ya llegamos — dijo —. Hay que evitar que las tomas se taponen de algas. ¿De acuerdo, Brant?