129339.fb2
A la alcaldesa Waldron le disgustaban las conmociones, y el moderado éxito de su carrera en la política local se debía a su habilidad para evitarías. Lo cual, desde luego, a veces resultaba imposible: su poder de veto no hubiera podido desviar el huracán del año 9, el acontecimiento más destacado en lo que iba del siglo... sin contar lo de ahora.
— ¡Silencio! — exclamó —. Reena, deja de jugar con esas conchas, costó mucho trabajo ordenarlas. Además es hora de ir a la cama. Billy, ¡bájate de la mesa inmediatamente!
El orden se restableció de inmediato: señal de que, por una vez en la vida, a los aldeanos les interesaba escuchar el informe de su alcaldesa. Esta apagó su teléfono portátil, que sonaba con insistencia, y derivó la llamada al centro de comunicaciones.
— La verdad es que sé tanto como ustedes, lo más probable es que no recibamos nuevos informes hasta dentro de algunas horas. Ahora, no cabe duda de que se trata de una nave espacial que reingresó, o mejor ingresó, en nuestra atmósfera en su primera pasada. Tarde o temprano deberá descender sobre una de la Tres Islas, ya que no hay otra tierra firme en Thalassa. Podría tardar varias horas si da una vuelta completa alrededor del planeta.
— ¿Se ha intentado tomar contacto por radio? — preguntó alguien.
— Sí, pero sin éxito hasta el momento.
— ¿No será una imprudencia? — preguntó una voz preocupada.
Se hizo silencio en la sala, interrumpido a los pocos segundos por un gruñido despectivo del concejal Simmons, quien cumplía el papel del tábano sobre el anca del noble caballo:
— Ridículo. Por más que tratáramos de ocultarnos, nos hallarían sin ningún problema. Seguro que ya nos han ubicado.
— Coincido plenamente con el concejal — dijo la alcaldesa, feliz de aprovechar esta inesperada oportunidad —. Cualquier nave colonizadora tendría un mapa de Thalassa, con la ubicación del Primer Descenso aunque tuviera más de mil años.
— ¿Y si fuera una forma de vida extraña? No podemos descartar esa posibilidad.
La alcaldesa suspiró con fastidio; creía que esa tesis se había agotado siglos atrás.
— No existen formas de vida extrañas con la suficiente inteligencia para navegar el espacio — replicó, tajante —. Desde luego que no estamos cien por ciento seguros, pero en la Tierra investigaron esa posibilidad durante miles de años, y contaban con todo tipo de instrumentos.
— Existe otra posibilidad — dijo Mirissa, de pie entre Brant y Kumar en el fondo de la sala. Todos se volvieron para mirarla, Brant con cierto fastidio. Aunque la amaba, a veces deseaba que no estuviera tan bien informada. Su familia dirigía el Archivo desde hacia ya cinco generaciones.
— ¿Sí, querida?
Ahora fue Mirissa quien sintió fastidio aunque lo ocultó. No le gustaba ese tono condescendiente de parte de una persona que no era demasiado inteligente aunque no podía negarle cierta perspicacia, o mejor cabria decir astucia. El hecho de que la alcaldesa Waldron coqueteara con Brant no la molestaba en absoluto; le resultaba divertido e incluso sentía un poco de lástima por la señora mayor.
— Podría ser una nave robot de inseminación como aquella que trajo las pautas genéticas de nuestros antepasados a Thalassa.
— Pero han pasado tantos años...
— Eso no importa. La velocidad de los primeros inseminadores era muy inferior a la de la luz. La Tierra perfeccionó los modelos hasta el momento de su destrucción. Si los últimos modelos fueron diez veces más veloces que los primeros, deben de haberlos alcanzado en un siglo, más o menos. Seguro que hay naves en camino. ¿No te parece, Brant?
Mirissa siempre solicitaba su opinión, en lo posible trataba de hacerle sentir que aportaba las ideas más brillantes. Sabía de sus sentimientos de inferioridad y trataba de no alentarlos.
El hecho de ser la persona más inteligente de Tarna la condenaba a cierta soledad; aunque se comunicaba con otros habitantes de las Tres Islas, no eran muchas las oportunidades que tenía de encontrarse con ellos. A pesar del alto desarrollo alcanzado por las comunicaciones, nada reemplazaba el contacto humano.
— Sí, es una posibilidad — dijo Brant —. Tal vez tengas razón.
Brant Falconer no había estudiado historia, pero como técnico conocía la compleja sucesión de acontecimientos que había desembocado en la colonización de Thalassa.
— ¿Y qué haremos si de verdad es una nave de inseminación que viene a colonizar el planeta por segunda vez? — preguntó —. Podríamos decirles, gracias, pero mejor vuelvan otro día.
Hubo algunas risas nerviosas, seguidas de la voz pensativa del concejal Simmons:
— No será difícil, llegado el caso, saber qué hacer si de verdad es una nave de inseminación. Además, los robots deberían ser lo suficientemente inteligentes como para suspender su programa al comprobar que el planeta ya ha sido colonizado.
— Puede ser; pero también puede ser que se crean capaces de hacerlo mejor. Lo único que sabemos es que, sea una reliquia de la Tierra o un modelo posterior proveniente de alguna de las colonias, sólo puede ser un robot.
En eso todos estaban de acuerdo. El vuelo interestelar tripulado era peligroso, extraordinariamente costoso y además, aunque teóricamente factible, no tenía sentido. Los robots eran muchísimo más baratos e igualmente eficientes.
— Bueno, pero la pregunta es, ¿qué haremos? — dijo uno de los aldeanos.
— Tal vez no sea problema nuestro — replicó la alcaldesa —. Todos dan por sentado que se dirigirá al punto del Primer Descenso, pero ¿por qué tiene que ser así? Isla Norte parece un lugar más probable...
La alcaldesa se equivocaba con frecuencia, pero nunca como en esta ocasión. Esta vez, el ruido sobre Tarna no fue un trueno que bajaba de la ionosfera sino el silbido agudo de un avión al volar muy bajo. Todos se precipitaron hacia la salida; los primeros llegaron justo a tiempo para ver un avión de retropropulsión cuyas alas tapaban momentáneamente las estrellas y cuya trompa apuntaba directamente hacia el sitio venerado, el último punto de contacto con la Tierra.
La alcaldesa Waldron informó brevemente a la Central y se unió a los aldeanos que se arremolinaban frente a la salida.
— Adelántate, Brant. Vete en la cometa.
El ingeniero jefe de mantenimiento de Tarna pestañeó; era la primera vez que recibía una orden directa de la alcaldesa. Parecía levemente desconcertado.
— Un coco cayó sobre el ala hace un par de días y la desgarró. No tuve tiempo de repararla. Además, no está equipada para vuelos nocturnos.
La alcaldesa lo miró con sorna:
— Espero que mi auto funcione — dijo.
— Por supuesto — dijo Brant, ofendido —. Tiene el tanque lleno.
El auto de la alcaldesa se utilizaba muy poco; un caminante podía atravesar Tarna de punta a punta en veinte minutos, y el trasporte local de alimentos y maquinaria se efectuaba en triciclos. En sus setenta años de servicio oficial tenía menos de cien mil kilómetros recorridos; de no mediar algún accidente, le quedaba un siglo de vida, por lo menos.
Los habitantes de Thalassa habían probado la mayoría de los vicios, pero el desgaste planificado y el consumismo desenfrenado no se contaban entre ellos. Cuando el vehículo inició su viaje histórico, nadie hubiera dicho que era más viejo que cualquiera de sus pasajeros.
Nadie escuchó los primeros tañidos de la campana fúnebre de la Tierra: ni siquiera los científicos que efectuaron el descubrimiento fatal en lo más profundo de una mina de oro abandonada del Estado de Colorado.
Fue un experimento audaz, que hubiera sido inconcebible antes de mediados del Siglo XX. Los científicos habían comprendido que el descubrimiento del neutrino les abría una nueva ventana al universo. Una partícula tan penetrante, capaz de atravesar un planeta con la misma facilidad con la cual un rayo de luz atraviesa el vidrio, les permitiría visualizar el centro de cualquier sol.
Sobre todo el de «el» Sol. Los astrónomos conocían las reacciones que alimentaban el horno solar, fuente original de la vida terrestre. En el núcleo del Sol, el hidrógeno, sometido a tremendas presiones y temperaturas altísimas, se fundía para formar helio, en una serie de reacciones que liberaban enormes cantidades de energía. Y, como subproducto lateral de las mismas, los neutrinos.
Esos neutrinos solares, para los cuales los millones de millones de toneladas de materia solar representaban un obstáculo tan grande como un jirón de humo, se lanzaban hacia la superficie a la velocidad de la luz. Dos segundos más tarde salían a recorrer el universo en todas las direcciones. La mayoría podría seguir su camino hasta la consumación de los siglos sin ser capturado por ninguna estrella o planeta que se cruzara en su camino, puesto que la materia «sólida» no era para ellos sino un fantasma incorpóreo.
Ocho minutos después de abandonar el Sol, una minúscula fracción de la lluvia solar llegaba a la Tierra, y una fracción aún más minúscula era interceptada por los científicos en Colorado. El equipo se encontraba enterrado a más de un kilómetro bajo tierra, a fin de filtrar las radiaciones menos penetrantes y atrapar únicamente a los auténticos mensajeros del centro del Sol. El conteo de los mismos les permitiría estudiar detalladamente las condiciones reinantes en un lugar que, como cualquier filósofo podría demostrar, se encontraba fuera del alcance de la mente y los sentidos humanos.
El experimento fue un éxito: pudieron detectar los neutrinos solares. Sin embargo... eran demasiado escasos. El complejísimo instrumental había detectado un número tres o cuatro veces menor al que indicaba la teoría.
Evidentemente, algo andaba mal, y el Caso de los Neutrinos Ausentes se convirtió en el gran escándalo científico de la década de 1970. Se verificó el instrumental una y otra vez, se examinaron las teorías, se repitió el experimento decenas de veces: en todos los casos se obtuvieron los mismos resultados desconcertantes.
Hacia fines del siglo veinte los astrofísicos se vieron obligados a admitir una inquietante conclusión, aunque en ese momento nadie la desarrolló hasta sus últimas implicaciones.
La teoría estaba bien, lo mismo que el instrumental. El problema estaba en el Sol.