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Las luces cegaron al escorpio, quien abrió sus tenazas en un gesto de estupefacción casi humano y cayó al fondo del mar antes de que la mano mecánica del robot pudiera atacarlo.
La luz también cegó a Loren durante unos instantes. Luego los circuitos automáticos de la cámara compensaron el nivel de luminosidad, lo cual le permitió un vistazo en primer plano del atónito escorpio, justo antes de que desapareciera de su campo visual.
No le sorprendió en absoluto comprobar que llevaba dos pulseras metálicas bajo la tenaza derecha.
Cuando el Calypso enfiló hacia Tarna él repasaba la última escena, con los sentidos tan concentrados en el mundo subterráneo que ni se percató de la ola que pasó junto al barco. Pero entonces escuchó los gritos confusos a su alrededor y sintió que la cubierta se estremecía mientras el Calypso cambiaba de rumbo. Se arrancó la máscara y parpadeó a la fuerte luz del sol.
Por un momento quedó totalmente encandilado, pero luego sus ojos se acostumbraron al resplandor y vio que se encontraban a pocos cientos de metros de la costa de Isla Austral, bordeada de palmeras. Encallamos en un arrecife, pensó. Pobre Brant, se van a burlar de él hasta el día de su muerte.
Pero al volver la vista hacia el este, vio algo que jamás pensó que contemplaría en un mundo sereno como Thalassa. La nube en forma de hongo, la pesadilla de la humanidad durante dos mil años.
¿Qué diablos hacía Brant? En lugar de dirigirse hacia la costa, hacía virar el Calypso en la curva más estrecha posible para volver hacia alta mar. Sin embargo era el único que parecía dominar la situación, mientras los demás ocupantes de la cubierta miraban hacia el este, boquiabiertos.
— ¡Krakan!. — dijo uno de los científicos norteños, y por un instante Loren pensó que era sólo la trillada exclamación thalassiana. Entonces comprendió, y lo embargó una sensación de alivio. Le duró muy poco.
— No — dijo Kumar, que para sorpresa de Loren parecía muy asustado —. No es Krakan sino algo más cerca. Hilo de Krakan.
El trasmisor del bote emitía silbidos de alarma intercalados con solemnes instrucciones. Loren no tuvo tiempo de comprenderlas: algo muy extraño le sucedía al horizonte. No estaba donde debía estar.
Se sentía confundido; parte de su mente seguía sumergida en el mar, entre los escorpios, y sus ojos no se acostumbraban del todo al resplandor del mar y el cielo. Su vista no enfocaba bien; aunque estaba seguro de que el Calypso mantenía el equilibrio, sus ojos le indicaban que la cubierta estaba muy inclinada.
No, en realidad, era el mar que se alzaba, y su rugido ahogaba los demás ruidos. No había tiempo para calcular la altura de la ola a punto de abatirse sobre la cubierta; ahora comprendía por qué Brant enfilaba hacia las aguas profundas, alejándose de la costa mortal sobre la etial, la tsunami iba a descargar su furia.
Una mano colosal aferró la proa del Calypso y la alzó hacia el cenit. Loren rodó por la cubierta; trató de aferrarse a un puntal, sus manos se cerraron en el vacío y cayó al agua.
Recuerda lo que aprendiste para casos de emergencia, pensó furioso. El principio fundamental es el mismo, en el espacio o en el mar. No hay peor enemigo que el pánico, así que conserva la calma...
No corría riesgo de ahogarse, su chaleco de seguridad lo mantendría a flote. ¿Dónde estaba la válvula para inflarlo? Sus dedos nerviosos escarbaron bajo el cinturón, y a pesar de su determinación se estremeció aterrado. Entonces encontró la llave de la válvula, la accionó y sintió con indecible alivio que el chaleco se inflaba y estrechaba su pecho en un cálido abrazo.
El gran peligro era el propio Calypso, sí llegaba a caer sobre su cabeza. ¿Dónde estaba?
Demasiado cerca, en el agua turbulenta, y con parte de las estructuras de cubierta dispersas sobre el mar. La mayoría de los tripulantes se encontraban a bordo. Lo señalaban con los brazos y alguien estaba a punto de arrojar un salvavidas.
Flotaba entre los escombros — sillas, baúles, aparatos — y el trineo se hundía lentamente, soltando un chorro de burbujas de un tanque de flotación perforado. Espero que puedan reflotarlo, pensó Loren; sí no, la expedición habrá resultado demasiado cara y además pasará mucho tiempo antes de que volvamos a estudiar los escorpios. Lo embargó una sensación de orgullo, por ser capaz de evaluar la situación fríamente en semejantes circunstancias.
Algo rozó su pierna derecha; sacudió la pierna por reflejo. Aunque le raspó dolorosamente la piel sintió más fastidio que alarma. Se encontraba a flote, la marejada había pasado, nada podría hacerle daño.
Sacudió la pierna más suavemente. Al mismo tiempo sintió el roce en la otra pierna. No era una caricia inofensiva: algo lo arrastraba hacia el fondo, a pesar del chaleco salvavidas.
Fue en ese momento que Loren Lorenson sintió la primera oleada de verdadero pánico, al recordar los tentáculos del gigantesco pólipo. Sin embargo, ésos eran suaves, fofos; el objeto enredado en sus piernas era un cable o alambre. Claro: era el cordón umbilical del trineo.
Tal vez hubiera podido liberarse, sí una ola inesperada no le hubiera hecho tragar agua. Tosió violentamente y trató de expulsar el agua de sus pulmones, a la vez que pataleaba para soltarse.
La frontera vital entre el aire y el agua — entre la vida y la muerte — se hallaba a menos de un metro sobre su cabeza, pero no había manera de alcanzarla.
En semejantes circunstancias un hombre sólo piensa en sobrevivir. No hubo recuerdos ni remordimientos de su vida anterior, ni por un instante pensó en Mirissa.
Comprendió que era el fin, pero no sintió miedo. Su última sensación consciente fue de furia. Furia por haber atravesado cincuenta años luz de espacio para morir de manera tan trivial y absurda.
De esa manera, Loren Lorenson murió por segunda vez, en el cálido mar de Thalassa, muy cerca de la costa. La experiencia no le había enseñado nada; la primera muerte, doscientos años antes, había sido mucho más serena.
Si alguien lo hubiera acusado de ser un hombre supersticioso, siquiera en grado mínimo, el capitán Sirdar Bey hubiera rechazado la insinuación con indignación, pero lo cierto es que siempre se preocupaba cuando las cosas marchaban demasiado bien. Hasta el momento la estadía en Thalassa había sido un sueño hecho realidad, hasta el punto de superar las previsiones más optimistas. Los plazos de construcción del escudo se cumplían con anticipación y no había problemas dignos de mención.
Y ahora, en las últimas veinticuatro horas...
Claro que podía ser mucho peor. El capitán de corbeta Loren Lorenson había sido muy, pero muy afortunado gracias a ese chico (tendrían que recompensarlo adecuadamente...) Según los médicos, se había salvado por un pelo. Un par de minutos más en el agua y su cerebro hubiera sufrido daños irreversibles).
Molesto por haberse distraído del problema que tenía entre manos, el capitán releyó el mensaje, aunque lo conocía de memoria:
RED DE LA NAVE: SIN FECHA SIN HORA
A: CAPITÁN
DE: ANÓNIMO
Señor:
Sometemos a su consideración la siguiente propuesta, que varios de nosotros queremos formular.
Sugerimos se ponga fin a nuestra misión aquí en Thalassa. Podemos cumplir con todos nuestros objetivos sin correr los riesgos adicionales que supone la continuación de la travesía hacia Sagan 2. Somos plenamente conscientes de que esto suscitará problemas entre la población local, pero creemos que nuestra tecnología permitirá superarlos. Nos referimos concretamente a la ingeniería tectónica para agrandar la tierra firme disponible. Nos remitimos al Reglamento, Título 14, Artículo 24, inciso (a) para solicitar respetuosamente se convoque a Asamblea para tratar esta cuestión lo antes posible.
— ¿Y bien, capitán Malina? ¿Embajador Kaldor? ¿Tienen algo que decir?
Los huéspedes de la espaciosa aunque sencilla suite del capitán se miraron al unísono. Kaldor hizo un gesto casi imperceptible para indicarle al segundo de a bordo que le cedía el privilegio de la palabra, y lo ratificó bebiendo un sorbo lento y deliberado del excelente vino thalassiano obsequiado por sus anfitriones.
El capitán Malina, siempre más a gusto entre las máquinas que entre la gente releyó la hoja con mirada de desazón.
— Al menos guardan las formas de la cortesía.
— No podía ser de otra manera — dijo el capitán Bey con fastidio —. ¿Tienen alguna idea sobre quién pudo haberlo escrito?
— Ninguna en absoluto. Si excluimos a los presentes, nos quedan ciento cincuenta y ocho sospechosos. — terció Kaldor —. El capitán de corbeta Lorenson tiene una excusa perfecta. En ese momento estaba muerto.
— Eso no elimina demasiadas posibilidades — dijo el capitán con una sonrisa forzada —. ¿Tiene alguna hipótesis, doctor?
Claro que si, pensó Kaldor. Viví dos largos años en Marte; apostaría todo mi dinero a que fueron los sabras. Pero es sólo una sospecha, podría estar equivocado.
— Por el momento no, capitán. Pero mantendré los ojos abiertos y le informaré de cualquier novedad... en lo posible.
Los dos oficiales asintieron. Moses Kaldor, en su función de consejero, no rendía cuentas a nadie, ni siquiera al capitán. Era casi el equivalente de un cura confesor.
— Doctor Kaldor, estoy seguro de que usted me informará de cualquier hecho que... que ponga en peligro la misión.
Kaldor vaciló, luego asintió brevemente. Rogaba para sus adentros que no se le presentara el clásico dilema del sacerdote que escucha la confesión de un asesino a punto de cometer su crimen.
Esta conversación no es de gran ayuda, pensó el capitán amargamente. Pero tengo plena confianza en estos dos hombres y necesito a alguien en quien confiar. Claro que la decisión final es mía...