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Al entrar en la oficina del presidente Farradine, el capitán Bey se dio cuenta de que algo andaba mal.
Por lo general, Edgar Farradine lo trataba por su nombre y servía vino. En esta ocasión omitió el «Sirdar» y la bebida, pero por lo menos le ofreció un asiento.
— Acabo de recibir una noticia inquietante, capitán Bey. Si no se opone, quiero que el Primer Ministro asista a esta reunión.
Era la primera vez que el Presidente iba derecho al grano — cualquiera que fuese — y también la primera vez que invitaba al Primer Ministro.
— En ese caso, señor Presidente, yo quisiera que el embajador Kaldor también estuviese presente.
El Presidente vaciló un instante antes de murmurar «por supuesto». El capitán advirtió su fugaz sonrisa en reconocimiento a esta sutileza diplomática: los visitantes se encontrarían en inferioridad de rango, pero no numérica.
El capitán Bey sabía perfectamente que el primer ministro Bergman era el verdadero poder detrás del trono. Detrás del primer ministro estaba el Consejo de Ministros y detrás de éste La Constitución Jefferson Mark 3. El sistema funcionaba a la perfección desde hacía algunos siglos; el capitán Bey tenía la premonición de que estaba por sufrir una brusca perturbación.
Kaldor pudo liberarse de la señora Farradine, quien en ese momento lo empleaba como cobayo para sus ideas sobre el nuevo decorado de la Mansión Presidencial. El Primer Ministro llegó poco después; su expresión era inescrutable, como siempre.
Una vez sentados, el Presidente cruzó los brazos sobre el pecho, se recostó en su lujoso sillón giratorio y echó una mirada torva a sus huéspedes.
— Capitán Bey, doctor Kaldor, han llegado a nuestros oídos ciertas noticias sumamente inquietantes. Queremos saber qué hay de cierto. en el rumor de que ustedes piensan poner fin a su misión aquí en Thalassa en lugar de Sagan 2.
El capitán Bey experimentó una inmediata sensación de alivio, seguido de un profundo malestar. Se había producido una grave falla de seguridad; esperaba que nadie en Thalassa se enterara del petitorio y la asamblea... pero era mucho pedir.
— Señor Presidente, señor Primer Ministro, puedo asegurarles que semejante rumor no tiene el menor fundamento. ¿Por qué habríamos de alzar seiscientas toneladas diarias de hielo para reconstruir el escudo? Si pensáramos quedarnos eso no tendría sentido.
— Salvo que quisieran mantenerlo en secreto. En ese caso, la suspensión de la operación nos pondría sobre alerta.
La réplica tomó al capitán por sorpresa: había subestimado a ese pueblo despreocupado. Claro que, con sus computadoras, podían analizar todas las alternativas lógicas.
— Desde luego. Pero quiero darles una noticia confidencial: vamos a acelerar la operación a fin de completar el escudo en un plazo menor. No sólo no pensamos quedarnos, sino que queremos partir antes de lo pensado. Hubiera deseado comunicarles esta noticia en otras circunstancias.
El Primer Ministro no pudo reprimir un gesto de sorpresa; el Presidente ni siquiera lo intentó. Pero el capitán Bey volvió al ataque antes de que pudieran recuperarse:
«Señor Presidente, creo que es justo pedirle que fundamente su... acusación. Caso contrario no podemos refutarla.»
El Presidente miró al Primer Ministro. El Primer Ministro miró a los visitantes:
— Me temo que es imposible. No podemos revelar las fuentes de información.
— En ese caso estamos en una impasse. Sólo podremos convencerlos con nuestra partida, que de acuerdo a los nuevos plazos se producirá dentro de ciento treinta y cinco días.
Se miraron sombríamente, hasta que Kaldor rompió el silencio:
— Si nos permiten, quisiera hablar un momento en privado con el capitán.
— Adelante.
Salieron. El Presidente se volvió hacia el Primer Ministro:
— ¿Crees que dicen la verdad?
— Kaldor es incapaz de mentir; de eso estoy seguro. Pero tal vez desconoce los hechos.
La breve conversación se vio interrumpida por el retorno de la parte acusada.
— Señor Presidente — dijo el capitán —, el doctor Kaldor y yo hemos resuelto revelarles una noticia que esperábamos mantener en secreto. Se trata de un asunto vergonzoso, que creíamos concluido. Tal vez nos equivocamos: en ese caso necesitaremos su ayuda.
Relató brevemente los sucesos que llevaron a la realización de la asamblea y concluyó.
— Podemos mostrarles las actas grabadas, si lo desean. No tenemos nada que ocultar.
— No es necesario, Sirdar — dijo el Presidente, con evidente alivio. Sin embargo, el Primer Ministro parecía preocupado:
— Espere, señor Presidente. Eso no explica los informes tan verosímiles que hemos recibido.
— Estoy seguro de que el capitán sabrá explicarlos muy bien.
Tras una nueva pausa el Presidente fue a buscar el botellón de vino:
— Bebamos una copa — dijo alegremente —. Les diremos cómo nos enteramos.
Todo fue muy rápido, pensó Owen Fletcher. El resultado de la votación lo había decepcionado, aunque dudaba que reflejara el verdadero estado de ánimo de la tripulación. Más aún, dos de los conspiradores tenían instrucciones de votar en contra, a fin de mantener oculta la verdadera — y todavía escasa — fuerza del movimiento neothalassiano.
El problema era el próximo paso a seguir. Era ingeniero, no político — aunque ya empezaba a aprender esta nueva profesión — y no veía cómo podría ganar nuevos adeptos sin salir al descubierto.
Le quedaban dos alternativas. La primera, la más sencilla, consistía en desertar. Para ello bastaría ocultarse poco antes de la partida. El capitán Bey estaría demasiado ocupado para buscarlos — aunque quisiera hacerlo — y sus amigos thalassianos los ocultarían hasta la partida del Magallanes.
Pero sería una doble deserción, y un hecho inédito en la muy unida comunidad sabra. Abandonaría a sus colegas en hibernación, entre los cuales se hallaban su hermano y hermana. ¿Qué dirían tres siglos después, en el ambiente hostil de Sagan 2, al enterarse de que se había negado a abrirles las puertas del Paraíso?
Se agotaba el tiempo. No cabía duda del significado de los nuevos plazos, simulados en la computadora. Aunque todavía no había hablado con sus amigos, no veía alternativa.
Pero su mente aún se negaba a aceptar la palabra sabotaje.
Rose Killian jamás había oído hablar de Dalila, y si alguien la hubiera comparado con ella se hubiera horrorizado. Era una norteña inocente y bastante ingenua que, como tantos jóvenes thalassianos, había sucumbido a los encantos de los visitantes de la Tierra. Su relación con Karl Bosley era su primera experiencia amorosa profunda; pero también lo era para él.
La idea de separarse les partía el corazón. Una noche, cuando ella lloraba con la cabeza apoyada en su hombro, él ya no pudo soportar su sufrimiento.
— Si me prometes no contárselo a nadie — dijo, acariciando suavemente la cabellera derramada sobre su pecho —, te daré una buena noticia. Es un secreto, nadie lo sabe. La nave no se va. Nos quedaremos en Thalassa.
La sorpresa casi la hizo caer de la cama.
— ¿Es verdad? ¿No lo dices para consolarme?
— Es la pura verdad. Pero no se lo cuentes a nadie, hay que mantener el secreto.
— Por supuesto, mi amor.
Pero Marion, su amiga del alma, también lloraba la inminente partida de su novio terrícola: ¿cómo no decírselo?