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Al principio no vio nada. De pronto su mente captó el significado de la imagen en el borde de su campo visual, y entonces comprendió.
Era un milagro antiguo. Los hombres lo habían repetido en muchos planetas, durante más de mil años. Pero era la primera vez que tenía la oportunidad de ver ese espectáculo sobrecogedor.
Se acercaron al último tanque y lo vio con mayor claridad. El delgado hilo de luz, de apenas un par de centímetros de diámetro, subía hacia las estrellas, recto y preciso como un rayo láser. A medida que se alejaba se iba estrechando hasta volverse invisible, y parecía desafiarla a determinar el lugar exacto donde desaparecía. Su mirada se alzó hasta el cenit, a la estrella solitaria que permanecía inmóvil, mientras sus compañeras naturales, más tenues, se desplazaban hacia el oeste. El Magallanes, como una araña cósmica, había lanzado un hilo de seda hacia el mundo a sus pies y no tardaría en alzar su presa.
Al llegar al borde del bloque de hielo Carina recibió otra sorpresa. La superficie estaba cubierta por una brillante lámina dorada, parecida al papel con que envolvían los regalos de cumpleaños y del Festival del Descenso anual.
— Aislante — dijo Kumar —. Y es oro de verdad, de dos átomos de espesor. Sin esa lámina la mitad del bloque se derretiría antes de llegar al escudo.
A pesar del aislante Carina sintió el frío en sus pies descalzos al subir con Kumar a la plataforma congelada. En pocos pasos llegaron al centro, desde el cual se alzaba, con un extraño resplandor no metálico, la tensa cinta hacia la órbita estacionaria del Magallanes, treinta mil kilómetros más arriba.
El remate era un tambor cilíndrico cubierto de instrumentos y motores de rectificación, evidentemente un gancho móvil capaz de dirigirse directamente al blanco después de su largo descenso a través de la atmósfera. Parecía un dispositivo sencillo, incluso primitivo, como la mayoría de los productos de la tecnología más avanzada.
Carina se estremeció, pero no del frío bajo las plantas de sus pies, que ya prácticamente no sentía.
— ¿Estás seguro de que no hay peligro? — preguntó, asustada.
— Por supuesto. Lo alzan a las doce en punto, todavía faltan varias horas. Es un espectáculo maravilloso, pero me parece que no nos quedaremos hasta tan tarde.
Kumar se había arrodillado y apoyado su oído contra la cinta increíble que unía la nave al planeta. (Si se rompiera, ¿se separarían el uno del otro?, se preguntó Carina.)
— Escucha — susurró él.
No sabía qué debía escuchar. Años después, cuando su angustia lo permitía, trataba de recuperar la magia de ese momento, pero nunca estaba segura de haberlo logrado.
Al principio creyó oír la nota más grave de un arpa gigantesca cuyas cuerdas unían a dos mundos. Se estremeció, sintió que los pelos de la nuca se le erizaban en reacción al miedo, al instinto inmemorial forjado en las selvas de la Tierra primitiva.
A medida que aguzaba el oído, empezaba a percibir toda una gama de tonos superpuestos que cubrían todo el espectro perceptible e indudablemente lo trascendían. Las notas se fundían entre si, cambiantes y a la vez periódicas, como los ruidos del mar.
Ahora le evocaba el incesante golpear de las olas sobre una playa desierta. Tenía la sensación de escuchar el mar cósmico al lamer las playas de todos los mundos: un ruido aterrador en su insensata inutilidad que reverberaba en los abismos del universo.
Escuchaba otras notas de la compleja sinfonía: bruscos tañidos, como si un dedo gigantesco pulsara la tensa cuerda de miles de kilómetros de longitud. (¿Meteoritos? Imposible... Tal vez alguna descarga eléctrica en la turbulenta ionosfera de Thalassa.) Y de vez en cuando creía escuchar (¿no sería producto de su imaginación, exacerbaba por el miedo?) un lejano ulular de voces diabólicas, quizás el llanto fantasmal de los niños que habían muerto de hambre o enfermedades en la Tierra, durante los Siglos de Pesadilla.
No pudo soportarlo más.
— Tengo miedo, Kumar — dijo, tironeándolo del hombro —. Vámonos.
Pero Kumar seguía perdido entre las estrellas, la boca entreabierta, la cabeza apoyada contra la cinta, hipnotizado por su canto de sirena. No se dio cuenta de que Carina, tan furiosa como aterrada, había cruzado el bloque de hielo y lo miraba desde el borde, parada sobre la tierra.
Había percibido algo nuevo: una serie de notas ascendentes que parecían querer hablarle. Como una fanfarria para cuerdas — de alguna manera había que llamarla —, infinitamente triste, y lejana.
Pero se acercaba, se volvía más sonora. Kumar jamás habla escuchado un sonido tan hipnótico, y quedó paralizado por el asombro. Era como si algo bajara por la cinta hacia él.
El golpe de la onda precursora lo arrojó sobre la lámina dorada, y sintió que el bloque se estremecía. Entonces comprendió, pero ya era tarde. Por última vez Kumar Leonidas contempló la frágil belleza del mundo dormido y el rostro aterrado de la muchacha que lo recordaría hasta el día de su muerte.
No había manera de saltar. Y fue así como el Leoncito subió a las estrellas silenciosas, desnudo y solitario.
El capitán Bey tenía problemas más graves que resolver y fue para él un gran alivio poder delegar esa tarea. Por otra parte, el hombre más adecuado para la misión era Loren Lorenson.
No había tenido oportunidad de conocer a los Leonidas mayores y temía el encuentro. Mirissa le ofreció acompañarlo, pero prefirió hacerlo solo.
En Thalassa veneraban a los ancianos y hacían todo lo posible por brindarles las mayores comodidades y felicidad. Lal y Nikri Leonidas vivían en una colonia de jubilados pequeña y autosuficiente sobre la costa sur de la isla. Habitaban un chalet de seis ambientes provisto de todo tipo de electrodomésticos, entre ellos el único robot doméstico de uso general que Loren había visto en Isla Austral. Calculó que, de acuerdo a la cronología terrestre, tendrían poco menos de setenta años.
Tras la bienvenida, triste pero cordial, lo invitaron a sentarse en la galería con vista al mar, y el robot les sirvió bebidas y una bandeja de fruta. Loren tragó un par de bocados con esfuerzo y luego reunió fuerzas para acometer la tarea más dura de su vida.
— Kumar — dijo, pero el nudo en la garganta lo obligó a empezar de vuelta. — Kumar se encuentra en la nave. Le debo mi vida; arriesgó la suya para salvarme. Por eso... comprenden... haría cualquier cosa por...
Nuevamente tuvo que reprimir las lágrimas. Y cuando pudo hablar, trató de adoptar un tono científico y objetivo, como el que había empleado la cirujana mayor Newton en la nave.
»Su cuerpo no ha sufrido graves daños porque la descompresión fue lenta y el congelamiento casi inmediato. Desde luego que está clínicamente muerto, como lo estuve yo hace un par de semanas.
»Sin embargo, son dos casos muy distintos. Mi... esteee... cuerpo fue salvado antes de que el cerebro sufriera el menor daño, de modo que la reanimación fue un proceso relativamente sencillo. En cambio demoraron varias horas en recuperar a Kumar. Su cerebro no sufrió daño físico, pero no muestra la menor señal de actividad.
»Aun así, tal vez sea posible reanimarlo, contando con tecnología sumamente avanzada. De acuerdo a nuestros archivos, que contienen toda la historia de la medicina terrestre, esto se ha hecho con anterioridad. Hay un sesenta por ciento de probabilidad de éxito. Eso nos plantea un dilema, y el capitán Bey me ha pedido que se lo explique con toda franqueza. En este momento no poseemos los conocimientos ni equipo necesarios para realizar semejante operación. Pero dentro de trescientos años... tal vez...
»Entre los centenares de médicos en hibernación hay varios neurólogos. Son técnicos capaces de montar y utilizar cualquier tipo de aparato médico y quirúrgico. Recuperaremos todos los conocimientos y equipos que existían en la Tierra poco después de llegar a Sagan 2.
Hizo una pausa para que los ancianos pensaran en lo que acababa de decirles. El robot aprovechó ese momento inoportuno para ofrecer sus servicios: lo rechazó con un gesto.
»Estamos dispuestos... mejor dicho, estaríamos encantados, porque es lo menos que podemos hacer, de llevarnos a Kumar. Aunque no podemos asegurarlo, tal vez algún día vuelva a vivir. Nos gustaría que lo piensen; tienen mucho tiempo, no hay necesidad de tomar una decisión rápida.
Los viejos se miraron en silencio durante un largo rato, mientras Loren contemplaba el mar. ¡Cuánta paz, cuánta serenidad! Era el lugar ideal para pasar los últimos años, recibir la visita de hijos y nietos...
Al igual que el resto de Tarna, se parecía mucho a la Tierra. No había vegetación local a la vista, tal vez con toda intención. Los árboles eran conocidos.
Sin embargo faltaba un elemento esencial; hacia tiempo que trataba de descubrirlo: prácticamente desde la primera vez que había bajado al planeta. Bruscamente, como si el dolor avivara la memoria, comprendió lo que faltaba.
No había gaviotas surcando el cielo, llenando el aire con el sonido más triste y nostálgico de la Tierra.
Lal Leonidas y su esposa no dijeron palabra, pero Loren comprendió que habían tomado una decisión.
— Agradecemos su oferta, comandante Lorenson. Por favor trasmita nuestro agradecimiento al capitán Bey. No necesitamos más tiempo para pensarlo. Pase lo que pasare, hemos perdido a Kumar para siempre. Aunque la operación tenga éxito, y usted mismo dice que no existe la menor seguridad de ello, Kumar despertará en un mundo extraño, sabrá que jamás volverá a su hogar y que sus seres queridos habrán muerto varios siglos atrás. La sola idea es insoportable. Sus intenciones son buenas, pero le haríamos un flaco favor. Sabemos lo que debemos hacer, lo que él hubiera deseado. Devuélvanoslo. Lo devolveremos al mar, que él amaba.
Todo estaba dicho. En medio de su pena abrumadora, Loren sintió un gran alivio.
Había cumplido con su deber. Era la decisión que había esperado.
El pequeño kayak quedaría incompleto, pero de todos modos realizaría su primer y último viaje.
Lo dejaron sobre la playa, donde lo mojaron las suaves olas del mar, hasta el anochecer. Loren se sintió conmovido, aunque no sorprendido, al ver cuánta gente acudía a la despedida final. Estaban presentes todos los habitantes de Tarna, muchos de otras partes de Isla Austral e incluso algunos del Norte. Tal vez algunos habían acudido por morbosa curiosidad, debido a la espectacularidad del accidente, pero Loren jamás había visto una muestra tan sincera de pesar. Había pensado que los thalassianos eran incapaces de sentir emociones profundas, y su mente repetía la frase descubierta por Mirissa, quien había buscado consuelo en el Archivo: «amiguito del mundo». Nadie conocía su origen, ni tampoco el nombre ni la época del estudioso que, siglos atrás, la había conservado para las edades futuras.
Abrazó a Mirissa y a Brant sin decir palabra, y los dejó en compañía de la familia Leonidas, reunida con numerosos parientes venidos de las dos islas. No quería hablar con nadie, porque sabia que muchos estarían pensando: «El te salvó, tú no pudiste salvarlo». Llevaría esa carga por el resto de su vida.
Se mordió el labio para contener las lágrimas, indignas en un oficial superior de la nave estelar más poderosa jamás construida, y uno de los mecanismos de defensa de la mente acudió en su ayuda. En momentos de profundo dolor, la única manera de no volverse loco suele ser la evocación de algún recuerdo absolutamente trivial, o cómico.
Sí, el universo hacía gala de un sentido del humor de lo más extraño. Tuvo que reprimir una sonrisa: ¡cómo se hubiera reído Kumar de esa broma final!