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De no haber sido por los cristales de hielo que marcaban los músculos de ese bello cuerpo juvenil, Loren hubiera pensado que Kumar dormía, perdido en un dulce sueño.
Porque el Leoncito, muerto, parecía todavía más viril que en vida.
El sol se ponía detrás de las colinas hacia el oeste y una fresca brisa venía del mar. El kayak se deslizaba sobre el agua, llevado por Brant y tres amigos íntimos de Kumar. Loren vio por última vez el rostro sereno del muchacho a quien debía la vida.
Hasta el momento se habían vertido escasas lágrimas, pero cuando el bote se alejó de la orilla, impulsado por los cuatro nadadores, un fuerte lamento se alzó de la multitud. Loren no pudo contener sus lágrimas, ni trató de ocultarlas.
El kayak enfiló hacia el arrecife, arrastrado por las poderosas brazadas de sus cuatro escoltas. Caía la noche sobre Thalassa cuando pasó entre los faros que indicaban la salida a mar abierto. Luego quedó oculto tras la espuma de la rompiente del arrecife exterior.
Cesó el lamento; todos esperaban. Un brusco resplandor iluminó el cielo del atardecer, y una columna de fuego se alzó del mar. Ardió fuerte y deslumbrante, casi sin humo; Loren no supo por cuanto tiempo, porque éste había cesado en Tarna.
Las llamas descendieron bruscamente y la corona de fuego cayó al mar. Volvió la oscuridad, pero sólo por un instante.
Al unirse el fuego al agua estalló una fuente de chispas. La mayoría de las brasas volvieron a caer al mar, pero algunas se elevaron hasta perderse de vista.
Y así, Kumar Leonidas subió por segunda vez a las estrellas.
El ascenso del último copo de nieve no fue festejado con alegría sino apenas con sombría satisfacción. Treinta mil kilómetros sobre el nivel del mar de Thalassa, el último hexágono de hielo pasó a ocupar su lugar y el escudo quedó completo.
Por primera vez en dos años se activó el empuje cuántico, aunque a potencia mínima. El Magallanes se apartó de su órbita estacionaria y aceleró para probar la estabilidad y resistencia del témpano artificial que llevaría consigo a las estrellas. No hubo problemas; la tarea estaba cumplida. El capitán Bey sintió gran alivio: no había podido olvidar que Owen Fletcher (quien se encontraba en Isla Norte, bajo estricta vigilancia) había sido uno de los arquitectos principales del escudo. Se preguntó qué pensarían Fletcher y los demás sabras exiliados al observar la ceremonia de bautismo.
Comenzó con una muestra retrospectiva en video de la construcción de la planta de fabricación de hielo y el ascenso del primer copo de nieve. Siguió un increíble ballet espacial, en el cual los enormes bloques de hielo ocupaban sus lugares en el escudo que crecía sin cesar. La danza empezaba a velocidad real y seguía en cámara rápida hasta que al final el escudo crecía a razón de un bloque cada dos o tres segundos. Acompañaba el espectáculo una partitura compuesta por el músico más prestigioso de Thalassa: empezaba con una pavana, él clímax era una veloz polca y la culminación un movimiento lento para acompañar al último bloque de hielo. Luego apareció una escena filmada en vivo: la cámara estaba suspendida en el espacio, a un kilómetro de la trompa del Magallanes en su órbita a la sombra del planeta. Habían quitado la gran pantalla solar que protegía al hielo durante el día y por primera vez el escudo era visible en su integridad.
El inmenso disco blanco verdoso brillaba bajo la fría luz de los arcos voltaicos; poco después penetraría en la noche de la galaxia, con su temperatura de pocos grados sobre cero absoluto. Allí sólo se vería afectado por la luz de estrellas lejanas, la fuga de radiación de la nave y la energía liberada por el polvo al hacer impacto.
La cámara recorrió lentamente el témpano artificial, acompañada por la voz inconfundible de Moses Kaldor:
— Pueblo de Thalassa, agradecemos vuestro obsequio. Este escudo de hielo nos protegerá en nuestra travesía hacia ese mundo que nos aguarda a una distancia de setenta y cinco años luz en el espacio, trescientos años en el tiempo...
»Si todo marcha de acuerdo a lo previsto, al llegar a Sagan 2 aún restarán veinte mil toneladas de hielo. Las dejaremos caer sobre el planeta, y al calor generado por la fricción se derretirá y convertirá en la primera lluvia que haya conocido ese mundo helado. Esa lluvia será, antes de volver a congelarse, la precursora de futuros océanos.
»Algún día nuestros descendientes poseerán mares como los vuestros, aunque menos anchos y profundos. Así se mezclarán las aguas de nuestros dos mundos para crear la vida en el nuevo hogar. Los recordaremos con amor y gratitud.
— Qué hermoso — dijo Mirissa, arrobada —. Ahora comprendo por qué el oro era tan apreciado en la Tierra.
— El oro es lo menos importante — dijo Kaldor al tomar la dorada campana de su estuche forrado en terciopelo —. ¿Sabes qué es esto?
— Es una obra de arte, evidentemente. Pero seguramente significa mucho más para ti, ya que lo has trasportado a lo largo de más de cincuenta años luz.
— Tienes razón. Es una réplica precisa de un gran templo que medía más de cien metros de altura. Eran siete cofres de forma idéntica, encajados sucesivamente uno dentro del otro. Este, el más pequeño, contenía la Reliquia. Lo recibí de manos de viejos y queridos amigos la última noche que pasé en la Tierra. Nada es imperecedero, me dijeron. Pero hemos conservado esta reliquia durante más de cuatro mil años. Llévala a las estrellas, con nuestra bendición.
»Aunque no compartía su credo, ¿cómo iba a rechazar semejante ofrenda? La dejaré aquí, en el lugar donde los hombres descendieron por primera vez sobre este planeta. Un obsequio más de la Tierra, quizás el último.
— No digas eso — dijo Mirissa —. Son tantos los obsequios que nos han dejado... Dudo que jamás los aprovechemos a todos.
Kaldor sonrió melancólico y una vez más sus ojos se posaron en la escena más allá de la ventana de la biblioteca.
Había pasado gratos momentos en ese lugar, mientras estudiaba la historia de Thalassa y recogía información que sería de inestimable valor en Sagan 2.
Adiós, vieja Nave Madre, pensó. Cumpliste tu cometido. A nosotros nos aguarda una larga travesía; ojalá el Magallanes cumpla con nosotros como cumpliste tú con este pueblo que hemos aprendido a amar.
— Estoy convencido de que mis amigos estarían de acuerdo. He cumplido mi deber. La Reliquia estará más segura aquí, en el Museo de la Tierra, que en la nave. Quién sabe si llegaremos a Sagan 2.
— Claro que llegarán. ¿Pero qué contiene el séptimo cofre?
— El último resto de uno de los hombres más grandes que jamás pisó la Tierra, el fundador de la única fe que jamás se manchó de sangre. Cómo se hubiera reído al saber que, cuarenta siglos después de su muerte, uno de sus dientes viajaría a las estrellas.
Eran días de transición, de despedidas, de separaciones desgarradoras como la muerte. Pero con las lágrimas, vertidas con abundancia tanto en la nave como en Thalassa, se mezclaba una sensación de alivio. Aunque nada sería igual que antes, la vida volvería a sus carriles normales. Los visitantes eran como huéspedes que prolongan su estadía más de lo debido: había llegado la hora de partir.
El presidente Farradine había terminado por aceptarlo, aunque significara el fin de su sueño de las Olimpiadas Interestelares. En compensación, las plantas de fabricación de hielo de Bahía Manglares serian trasladadas a Isla Norte, y la primera pista de patinaje sobre hielo estaría terminada antes del inicio de los Juegos. No podía asegurarse lo mismo respecto de los deportistas, pero muchos jóvenes thalassianos contemplaban extasiados a los videos de los grandes del pasado.
Todos coincidían en que debía realizarse una ceremonia de despedida del Magallanes, aunque no había consenso en cuanto a su carácter. No faltaban las recepciones en casas particulares, física y psíquicamente agotadoras, pero faltaba la ceremonia pública oficial.
La alcaldesa Waldron opinaba que debía realizarse en el lugar del Primer Descenso, en reconocimiento de la prioridad de Tarna. Edgar Farradine replicaba que la Mansión Presidencial era el lugar más apropiado a pesar de sus modestas dimensiones. Un individuo ingenioso sugirió que se realizara en Krakan, cuyos célebres viñedos serían el marco ideal para los brindis de despedida. En medio de la polémica, Radiotelevisión de Thalassa, una de las burocracias más dinámicas del planeta, se apropió del asunto.
El concierto de despedida permanecería en el recuerdo durante varias generaciones. No habría video que distrajera los sentidos: solamente música y un brevísimo relato. Se hurgó en la herencia de mil años en busca de partituras que evocaran el pasado y crearan esperanzas para el futuro. Una Canción de Cuna, además de un Requiem.
Parecía un milagro que, una vez que su arte alcanzó la perfección tecnológica, los compositores tuvieran algo nuevo que trasmitir. Durante dos mil años, gracias a la electrónica, habían dominado toda la gama de sonidos perceptibles por el oído humano: se hubiera dicho que el arte musical había agotado sus posibilidades.
Tras un siglo de silbidos, chirridos y eructos electrónicos los compositores aprendieron a dominar sus enormes poderes para unir la tecnología y el arte. Ninguno había podido superar a Beethoven y Bach, pero algunos se acercaron.
Para el multitudinario auditorio el concierto fue un recuerdo de cosas desconocidas: cosas que habían muerto con la Tierra. El lento doblar de enormes campanas, cuyos sones se alzaban de las torres de antiguas catedrales; el canto de los barqueros, en lenguas desaparecidas, al volver a sus hogares remando contra la corriente, a la última luz del atardecer; marchas de ejércitos en guerra, despojadas por el tiempo del dolor y del mal; el murmullo de decenas de millones de voces de las grandes ciudades al alba; la fría danza de la Aurora Boreal sobre infinitos mares gélidos; el rugir de poderosas máquinas al tomar el camino de las estrellas. Todo esto trasmitía la música al auditorio: las voces de la Tierra, lejana, a través de años luz.
El cierre del concierto fue la última gran obra sinfónica. El auditorio la desconocía, puesto que había sido compuesta en los años cuando Thalassa perdió contacto con la Tierra. Pero su tema oceánico era adecuado a la ocasión, y conmovió al auditorio hasta un grado que el compositor, muerto siglos atrás, jamás hubiera soñado.
»...Compuse el Lamento por la Atlántida hace casi treinta años, sin ninguna imagen concreta en mente. Me interesaba suscitar una reacción emocional, no evocar una escena. Quería trasmitir una sensación de misterio, de tristeza, de pérdida abrumadora. No quería crear un retrato musical de una ciudad en ruinas poblada por cardúmenes de peces. Pero cada vez que escucho el Lento lúgubre — como sucede en este preciso instante en mi mente — experimento una sensación extraña...
»Comienza en el compás ciento treinta y seis, cuando los acordes que descienden hacia el registro más grave del órgano se combinan con el aria sin palabras de la soprano que asciende desde lo más profundo... Como es sabido, el tema se basa en las voces de la ballena, la colosal trovadora del mar, con quien hicimos las paces cuando ya era demasiado tarde. La compuse para Olga Kondrashin: sólo ella era capaz de cantar esas notas sin amplificación electrónica.
»Cuando empieza el aria creo ver una escena real. Me encuentro en el centro de una gran plaza, como San Marcos o San Pedro. Me rodean edificios en ruinas, como templos griegos y estatuas caídas ornadas de algas, largos tallos verdes que se menean suavemente. Todo está cubierto por una gruesa capa de limo.
»Al principio la plaza parece desierta, pero entonces observo algo que me perturba. No sé por qué, pero siempre me sorprende, como si lo viera por primera vez.
»En el centro de la plaza veo un pequeño montículo, del cual irradian varias líneas regulares. Me pregunto si son antiguos muros enterrados bajo el limo, pero su disposición es irracional, y entonces veo que el montículo late.
»A continuación advierto que dos enormes ojos me contemplan sin parpadear...
»Eso es todo; no sucede nada. Nada ha sucedido ahí desde hace seis mil años, desde la noche en que la barrera terrestre cedió y el agua atravesó las Columnas de Hércules.
»El Lento es el movimiento que más me conmueve, pero la sinfonía no podía culminar en una nota tan trágica y desesperada. Por ello añadí el movimiento final: Resurgimiento.
»Sé, desde luego, que la Atlántida de Platón nunca existió. Pero por eso mismo no puede morir. Será siempre un ideal, un anhelo de perfección que conmoverá a los hombres de todos los tiempos. Por eso la sinfonía culmina en una marcha triunfal hacia el futuro.
»De acuerdo a la interpretación vulgar, la Marcha representa el surgimiento de la Nueva Atlántida entre las olas. Es demasiado literal; para mí, el movimiento final simboliza la conquista del espacio. Cuando por fin pude concebirlo y elaborarlo, el tema final me persiguió durante meses. Esas malditas quince notas retumbaban en mi cerebro día y noche.
»El Lamento ya existe aparte de mí; posee vida propia. Cuando la Tierra desaparezca volará hacia la Nebulosa de Andrómeda, llevada por quince mil megavatios desde el trasmisor espacial del cráter Tsiolkovski.