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Lloró al pensar que su hibernación sin sueños había abarcado toda la vida de su primer hijo. Superada la angustia inicial, buscaría en los bancos de datos de la nave. Vería a su hijo, ya hombre, escucharía su voz, trasmitiéndole saludos que no podría contestar.
También vería (no había manera de evitarlo) el lento envejecimiento de la muchacha, muerta siglos atrás, que apenas la semana anterior se había acostado en sus brazos. El último adiós sería pronunciado por labios ancianos, que entonces serían polvo.
Superaría el lacerante dolor. Lo aguardaba la luz de un nuevo sol, y un nuevo hijo en ese mundo que ya atraía al Magallanes hacia su última órbita.
Algún día se desvanecería el dolor; el recuerdo, jamás.