129339.fb2 Voces de un mundo distante - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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Bajaron del auto, se acercaron a la nave y la rodearon hasta llegar al brillante muro luminoso. Brant alzó una mano para proteger sus ojos del resplandor y se asomó.

El concejal Simmons tenía razón: era una nave aérea, o aeroespacial, muy pequeña. Tal vez los norteños... no, imposible. No tendría objeto construir semejante vehículo, dadas las pequeñas dimensiones de las Tres Islas, y además no habría manera de mantenerlo en secreto. Tenía la forma de una flecha trunca y había descendido verticalmente puesto que no había señales de carreteo sobre la hierba. La luz provenía de una estructura aerodinámica dorsal, que también tenia un faro rojo intermitente. Y todos advirtieron con alivio y algo de desilusión que se trataba de un aparato común y corriente. Era inconcebible que semejante máquina hubiera efectuado la travesía desde la colonia mas cercana a doce años luz de distancia.

Bruscamente se apagó la luz. sumiendo al pequeño grupo de observadores en la oscuridad. Cuando sus ojos se acostumbraron a la falta de luz, Brant vio una hilera de ventanas cerca de la trompa de la maquina iluminadas desde adentro. Pero... ¡parecía una nave tripulada, no una sonda robot como habían pensado!

La alcaldesa Waldron acababa de llegar a la misma, asombrosa conclusión.

— Eso no es un robot ¡hay gente allí adentro! Ilumíname con tu linterna, Brant, para que nos vean.

— Pero Helga — protestó el concejal Simmons.

— No seas tonto, Charlie. Vamos, Brant, ilumíname.

¿Qué era lo que había dicho el primer hombre que descendió sobre la Luna, casi dos milenios atrás? «Un pequeño paso...». Habían avanzado unos veinte cuando se abrió una puerta en el costado del vehículo, una rampa se desplegó hacia afuera y dos humanoides bajaron a su encuentro.

Eso fue lo que pensó Brant a primera vista. Bruscamente se dio cuenta de que lo había engañado el color de su piel, vista a través de la película flexible — trasparente que los cubría de pies a cabeza.

No eran humanoides sino... ¡seres humanos!. Bastaría protegerse del sol para quedar tan pálido como ellos.

La alcaldesa alzó las manos en el tradicional gesto, tan antiguo como el hombre, que decía «estamos desarmados».

— No sé si pueden entenderme — dijo —. Bienvenidos a Thalassa.

Los forasteros sonrieron y el mayor — un hombre apuesto y canoso de sesenta y tantos años — alzó las manos a su vez.

— Al contrario — dijo, y Brant pensó que jamás había escuchado una voz tan grave y hermosa —. Los entendemos perfectamente. Encantados de conocerlos.

Por un instante el comité de recepción los miró en silencio estupefacto. Pero no hay de qué sorprenderse, pensó Brant, si comprendemos el habla de dos mil años atrás sin la menor dificultad. A partir del invento de los aparatos de grabación del sonido, las pautas fonémicas de los idiomas quedaron fijas para siempre. Se ampliaban los vocabularios, cambiaban la gramática y la sintaxis, pero la pronunciación no sufría modificaciones.

La alcaldesa Waldron fue la primera en recuperar el habla:

— Bien, eso facilita las cosas — dijo sin mucha convicción — ¿De dónde vienen? Perdimos contacto con nuestros... digamos, vecinos cuando se destruyó nuestra antena espacial.

El hombre mayor miró a su compañero, hombre más alto que él, y ambos intercambiaron mensajes con la mirada. Luego se volvió hacia la alcaldesa.

Y cuando formuló su inconcebible afirmación, su hermosa voz estaba embargada por la tristeza:

— Tal vez les cueste creerlo — dijo —, pero no venimos de una colonia sino directamente desde la Tierra.

II — MAGALLANES

6 — Descenso

Antes de abrir los ojos, Loren ya sabía perfectamente dónde se hallaba. Cosa que no dejó de sorprenderle, teniendo en cuenta que acababa de despertar de un sueño de doscientos años. Lo más lógico hubiera sido sentir alguna confusión, pero recordaba su última anotación en el libro de bitácora como si hubiera sido ayer. Y aparentemente no había soñado una sola vez, cosa que agradecía profundamente.

Con los ojos cerrados se concentró en los demás canales sensoriales, uno por uno: un reconfortante murmullo de voces suaves; el permanente siseo del sistema de filtración de aire; una corriente de aire casi imperceptible que llevaba un agradable olor a antiséptico a su nariz.

Faltaba una sensación, la del peso. Alzó su brazo derecho, que quedó flotando en el aire a la espera de la orden siguiente.

— Hola, señor Lorenson — dijo una voz autoritaria y alegre a la vez —. Por fin se digna reunirse con nosotros. ¿Cómo se siente?

Loren abrió los ojos y trató de fijarlos en la silueta borrosa que flotaba junto a su cama.

— Hola... doctora. Me siento bien, gracias. Y tengo hambre.

— Buena señal. Puede vestirse. Por ahora evite los movimientos bruscos. Más tarde podrá decidir si se dejará la barba o no.

Loren llevó su mano ingrávida hacia su mentón; comprobó con sorpresa cuánto había crecido su barba. Al igual que la mayoría de los hombres, había rechazado la opción de la depilación permanente (tema al que los psicólogos habían dedicado ríos de tinta). Tal vez sería conveniente hacerlo. Qué divertido, pensó, que la mente se concentrara en semejantes trivialidades en un momento como éste.

— ¿Llegamos bien?

— Por supuesto. Si no, no estaría despierto. Los planes se han cumplido al pie de la letra. La nave empezó a despertarnos hace un mes, nos encontramos en órbita alrededor de Thalassa. Los equipos de mantenimiento acaban de verificar los sistemas; ahora le toca a usted. Le aguarda una sorpresa.

— Agradable, espero.

— Eso esperamos todos. El capitán Bey presentará un informe dentro de dos horas en el salón de reuniones. Puede seguir las discusiones desde aquí, si lo prefiere.

— Iré a la asamblea, quiero conocer a los demás. Pero antes quisiera desayunar. Después de tanto tiempo...

El capitán Sirdar Bey parecía cansado pero feliz al dar la bienvenida a los quince hombres y mujeres que acababan de despertar y al presentarlos a los treinta integrantes de las tripulaciones A y B. De acuerdo al Reglamento de a Bordo la tripulación C debía estar durmiendo, pero algunas siluetas furtivas trataban de pasar inadvertidas en el fondo del salón.

— Encantado de verlos — les dijo a los recién llegados —. Es bueno ver caras nuevas. Y también es bueno ver un planeta, saber que nuestra nave ha cumplido los dos primeros siglos del plan sin problemas dignos de mención. Llegamos a Thalassa en el momento previsto.

Todos se volvieron hacia el tablero que cubría una de las paredes. Una buena parte estaba cubierta de datos numéricos e indicadores de la nave, pero el sector más grande parecía una ventana abierta al espacio. Era una imagen hermosa, sobrecogedora, de un globo azul pálido iluminado desde casi todos los ángulos. Nadie podía dejar de observar la desgarradora similitud con la Tierra, vista desde un avión sobre el Pacífico: agua hasta donde alcanzaba la vista, con algunos islotes de tierra firme.

También en este planeta había tierra firme: un archipiélago pequeño de tres islitas parcialmente oculto bajo una bruma. Loren pensó en Hawai, donde nunca había estado y que ya no existía. Pero había una diferencia fundamental entre los dos planetas. El otro hemisferio de la Tierra estaba cubierto por una gran masa continental; el otro hemisferio de Thalassa era puro océano.

— Ahí lo tienen — dijo el capitán con orgullo —, tal como lo previeron quienes planificaron esta misión. Pero surgió un detalle: imprevisto, que con toda seguridad afectará nuestras operaciones...

»Recordarán ustedes que Thalassa fue inseminada por un módulo Mark 3A de cincuenta mil unidades que partió de Tierra en 2751 y llegó en 3109. Ciento sesenta años después se recibieron las primeras trasmisiones, que indicaban que todo estaba bien. Las trasmisiones prosiguieron durante dos siglos, con breves interrupciones, hasta cesar bruscamente tras un breve informe de una gran erupción volcánica. Eso fue lo último que se supo. Se pensó que la colonia de Thalassa había sido destruida o, en el mejor de los casos, reducidas a la barbarie, como había sucedido con otras.

»Repetiré mi informe de lo que hemos hallado para que los recién venidos estén al tanto. Lógicamente, apenas penetramos en el sistema sintonizamos todas las frecuencias. Nada, ni siquiera una pérdida de energía.

»Al acercarnos comprendimos que eso no significaba nada. La ionosfera de Thalassa es muy densa, las trasmisiones en onda corta y media no podrían atravesarla. Las microondas sí, desde luego, pero tal vez no las necesitan o bien no hemos podido interceptar ninguna.

»Bueno, sea como fuere, hay una civilización floreciente allá abajo. Cuando sobrevolamos el lado oscuro vimos luces de ciudades, no sabemos si grandes o pequeñas. Fábricas pequeñas, tráfico costero de naves menores e incluso un par de aviones que volaban a quinientos kilómetros por hora, suficiente para llegar de un extremo a otro de la tierra firme en quince minutos.

»Evidentemente, una comunidad de esas dimensiones no necesita mucho trasporte aéreo. La red caminera es buena. Lo que no hemos podido detectar son comunicaciones ni satélites. Ni siquiera un satélite meteorológico... claro que tal vez no lo necesitan, lo más probable es que los barcos no se alejen de tierra. Y hablando de tierra firme, no hay otra aparte de las tres islas.

»Pues bien, ésa es la situación. Muy interesante, y una sorpresa muy agradable. Al menos eso espero. ¿Preguntas? ¿Señor Lorenson?

— ¿Hemos tratado de contactarlos, señor?

— Todavía no, nos pareció mejor esperar a conocer su nivel de desarrollo. El golpe podría ser muy duro para ellos.

— ¿Saben de nuestra presencia?

— Probablemente no.

— Pero... el empuje de la nave... ¡no pueden dejar de verlo!.

La observación era muy justa, puesto que un estratorreactor cuántico funcionando a toda máquina presentaba una de las vistas más espectaculares jamás creadas por el hombre. El resplandor era tan fuerte como el de la bomba atómica, y no duraba unos cuantos milisegundos sino meses...